(tercera parte)
Vladimir Soloviev
El candidato principal era un miembro secreto de la orden: “el hombre
venidero”. Era la única persona de fama universal. Siendo por profesión docto
en la artillería y por sus fuentes de ingreso un potentado capitalista, gozaba
de relaciones amistosas tanto en el mundo financiero como en el militar. En
tiempos menos favorables se hubiera podido alegar contra él su origen dudoso,
rodeado de una densa nube de oscuridad. Su madre, una mujer de mala reputación
y conducta deshonesta, era conocida en ambos hemisferios y muchos hombres
podían reclamar la paternidad de su hijo, dada su peculiar conducta. Esta
situación, por supuesto, carecía de importancia en un siglo tan avanzado al
que, por lo demás, le había tocado en suerte ser el último. "El hombre venidero" fue elegido casi por unanimidad presidente
vitalicio de la «Unión de los Estados de Europa». Cuando apareció en el estrado
con el fulgurante esplendor de su juvenil perfección y fuerza sobrehumana
exponiendo con una inspirada elocuencia su programa universal, cautivó de tal
modo a la asamblea, que ésta, fascinada con el encanto de su personalidad, en un
arranque de entusiasmo, decidió sin votación alguna ofrecerle el más alto honor
nombrándolo Emperador Romano. El congreso se clausuró en medio de un regocijo
generalizado y el gran hombre electo publicó un manifiesto que se iniciaba así:
"¡Pueblos de la tierra! ¡Mi paz les doy!" Y concluía diciendo:
"¡Pueblos de la tierra! ¡Las promesas se han cumplido! La paz eterna y universal
ha sido consolidada. Cualquier intento de perturbarla ahora encontrará una insuperable
oposición, porque de ahora en adelante se establece en el mundo un poder central
más fuerte que cualquier otro, sea éste individual o todos en conjunto. Este
poder invencible y capaz de conquistarlo todo me pertenece a mí, el electo
Emperador de Europa y comandante de todas sus fuerzas. El derecho internacional
ha establecido finalmente las sanciones ausentes por tanto tiempo. ¡De aquí en
adelante, ningún país se atreverá a decir 'Guerra' cuando yo digo 'Paz'!
¡Pueblos de la tierra, paz para ustedes!". Más allá de los límites de
Europa, particularmente en América, se formaron fuertes partidos imperialistas
que obligaron a sus gobiernos a unirse a los Estados de Europa bajo la
autoridad suprema del Emperador Romano. En territorios ignotos de Asia y África
se encontraban todavía algunas tribus independientes y pequeños estados. El
Emperador, con un pequeño pero selecto ejército conformado por soldados rusos,
alemanes, polacos, húngaros, y regimientos turcos, emprendió una marcha militar
desde el Asia Oriental hasta Marruecos y, sin mucho derramamiento de sangre, sometió
a todos los estados que aún no se encontraban bajo su mandato. En todos los
países de ambos hemisferios instituyó sus propios gobernadores, que fueron
escogidos de entre los nobles del lugar que habían recibido una educación
europea y le eran fieles. En los países paganos, los pobladores impresionados lo
proclamaron su dios supremo. En el lapso de un año se estableció una monarquía
universal en el sentido más propio y exacto de la palabra. Los gérmenes de
guerra fueron destruidos desde sus raíces. La Liga de la Paz Universal se
reunió por última vez y, dirigiendo un entusiasta elogio al gran pacificador,
se disolvió al perder su razón de ser. Iniciado el nuevo año de su reinado, el Emperador
universal publicó un segundo manifiesto: "¡Pueblos de la tierra! Os he prometido
paz, y os la he dado. Pero la paz es bella solamente si hay prosperidad. Quien en
tiempo de paz se ve amenazado por la pobreza no puede ser feliz en medio de la
paz. ¡Por tanto, venid ahora a mí todos los que sufren hambre y frío y en mí
hallareis comida y calor!".
Después anunció un simple, aunque extenso, programa de reforma social ya
desarrollado anteriormente en su libro, el cual, en efecto, cautivó a los espíritus
más nobles y sensatos. Ahora que todos los recursos financieros del mundo y
extensas propiedades de tierra estaban en sus manos, el emperador se encontraba
en la capacidad de llevar a cabo esta reforma y satisfacer los deseos de los
pobres sin causar daño a los ricos. Según este plan cada uno recibiría según
sus capacidades, y cada capacidad sería retribuida según el propio trabajo y
sus resultados. El nuevo señor del mundo era ante todo un filántropo lleno de
compasión, y no tan sólo un filántropo, sino también un filozoísta (6). Él mismo era vegetariano, y prohibió la
vivisección y sometió los mataderos a una severa vigilancia. Favoreció
ampliamente a sociedades protectoras de animales. Por encima de estos detalles,
lo más importante, fue el firme establecimiento de la más fundamental forma de igualdad
para toda la humanidad: la igualdad de la sociedad universal. Esto se realizó
en el segundo año de su reinado. Los problemas sociales y económicos fueron
resueltos de una vez para siempre. Sin embargo, si el alimento es de primera
necesidad para los hambrientos, aquellos saciados demandan algo más. Hasta los
animales saciados usualmente no sólo quieren dormir sino también jugar. Tanto
más la humanidad, que siempre post panem exige circenses (7). El Emperador superhombre comprendía aquello
que las masas necesitaban. En aquel tiempo llegó a Roma del lejano oriente, un gran
mago rodeado de un halo de extraños acontecimientos y fabulosos relatos. Según
rumores que corrían entre los neobudistas, era de origen divino, hijo del dios
del sol del sur y de una ninfa del río. Este mago, de nombre Apolonio, era sin
duda un hombre genial. Al ser de procedencia semiasiática y semi-europea,
obispo católico in partibus infidelium (8), combinaba en su persona de un modo
impresionante el dominio de los últimos descubrimientos y aplicaciones técnicas
de la ciencia occidental, con un conocimiento tanto teórico como práctico de lo
más significativo del misticismo tradicional oriental. Los resultados de esta combinación
eran sorprendentes.
El mago poseía, entre otras cosas, el semi-científico y semi-mágico arte
de atraer y dirigir a voluntad la electricidad atmosférica, tanto que el pueblo
decía que mandaba al fuego bajar del cielo. Por lo demás, aunque impresionaba
la imaginación de las multitudes con inauditos y diversos prodigios, se abstuvo
por algún tiempo de abusar del propio poder para fines egoístas. Y así, este
hombre se presentó al gran Emperador y lo veneró como al verdadero hijo de
dios, anunciando que en los secretos libros del Oriente había encontrado
profecías que directamente le concernían revelándolo como el último salvador y
juez de la tierra y ofreciéndole luego su arte y sus servicios. El Emperador,
fascinado, lo tuvo como don del cielo y concediéndole espléndidos títulos, lo
mantuvo en su constante compañía. Los pueblos de la Tierra, habiendo obtenido de
su señor los beneficios de la paz universal y alimento en abundancia para
todos, adquirieron la posibilidad de gozar de los más inesperados milagros y
signos extraordinarios. Terminaba así el tercer año del reinado del
superhombre.
Después de resolver felizmente los problemas políticos y sociales se
enfrentaba ahora el tema religioso. El Emperador mismo planteó el asunto, sobre
todo con relación al cristianismo, que en ese entonces se encontraba disminuido.
Era consciente de que no quedaban más de 45 millones de cristianos. Sin embargo,
en el aspecto moral, se había vuelto más consistente y había alcanzado un alto
nivel, ganando en calidad lo que había perdido en cantidad. Las personas que no
estuvieran unidas al cristianismo por algún lazo espiritual no serían contadas
entre los cristianos. Las diversas denominaciones habían perdido miembros casi
en la misma proporción, de modo que la relación numérica entre ellas era
aproximadamente la misma que antes. En cambio, con respecto a sus relaciones recíprocas,
aunque no se hubiese dado una completa reconciliación, la hostilidad entre ellos
había disminuido considerablemente y las diferencias habían perdido su
primigenia aspereza. El Papado desde tiempo atrás había sido exiliado de Roma,
y tras largas peregrinaciones, halló refugio en Petersburgo, bajo la condición
de abstenerse de realizar propaganda tanto ahí como en el país. En Rusia el
Papado asumió una forma más simple. Sin disminuir el número del personal
necesario para los diversos ministerios y oficinas, se vio obligado a infundir
a su actividad un carácter más ferviente y a reducir al mínimo los rituales y
ceremoniales. Numerosas costumbres curiosas y extrañas, aunque no fueron abolidas
formalmente, cayeron en desuso. En todos los demás países, especialmente en América
del Norte, la jerarquía católica contaba aún con varios representantes de
posición independiente, voluntad tenaz y energía infatigables, que mantuvieron
unida a la Iglesia católica preservando así su carácter internacional y
cosmopolita.
Los protestantes, con Alemania a la cabeza, especialmente después de la
unión de una considerable parte de la Iglesia Anglicana con la Católica, se
liberaron de sus tendencias más radicales, y sus más acérrimos defensores
cayeron en una indiferencia religiosa o en una incredulidad declaradas. Sólo en
la Iglesia Evangélica permanecieron sinceros creyentes. Dirigida por personas
con una amplia erudición y con una profunda fe religiosa tendió cada vez más a
convertirse en la imagen viva del antiguo cristianismo. Cuando los eventos
políticos cambiaron la posición oficial de la Iglesia, la Iglesia ortodoxa rusa
perdió millones de sus falsos y nominales miembros. Sin embargo, tuvo la dicha
de verse unida con la mejor parte de los antiguos creyentes y hasta con muchos
de los más religiosos sectarios. Esta Iglesia renovada, si bien no crecía numéricamente,
lo hizo en fuerza espiritual, manifestándolo particularmente en su lucha con
numerosas sectas extremistas que impregnadas de un demoníaco y satánico poder
se multiplicaban entre la gente y la sociedad. Durante los dos primeros años
del nuevo reinado, todos los cristianos, asustados y agotados por la serie de
revoluciones y guerras precedentes, tuvieron una actitud de decidida simpatía y
entusiasmo frente el Emperador y sus pacíficas reformas. Pero en el tercer año,
cuando apareció el gran mago, muchos de los ortodoxos, católicos y evangélicos
comenzaron a sentirse seriamente insatisfechos e inquietos, desaprobando todas
sus acciones y viéndolo con antipatía. Los textos evangélicos y apostólicos que
hablan sobre el príncipe de este mundo y el Anticristo fueron leídos con mayor
atención y suscitaron comentarios. Por algunos indicios el Emperador sospechó
que se avecinaba una gran tormenta y decidió resolver esta situación de inmediato.
Al inicio del cuarto año de su reinado dirigió un manifiesto a los fieles
cristianos de toda confesión, invitándolos a escoger o nombrar representantes
plenipotenciarios para un Concilio Ecuménico bajo su liderazgo. Para entonces,
el Emperador había transferido su residencia de Roma a Jerusalén. Palestina era
entonces un estado autónomo, poblado y gobernado principalmente por judíos.
Jerusalén pasó de ser una ciudad libre a convertirse en una ciudad imperial.
Los lugares santos de los cristianos permanecieron intactos, pero sobre la
vasta explanada de Jaram-esh-Sherif, extendida desde Birket-Israin y las
barracas por un lado, hasta la mezquita El-Aksa y los “Establos de Salomón” por
el otro, se erigió un enorme edificio que incorporaba, además de las dos pequeñas
y antiguas mezquitas, un vasto templo “imperial” destinado a la unión de todos
los cultos y dos fastuosos palacios imperiales con bibliotecas, museos y lugares
especiales para experimentos y prácticas mágicas. En esta mitad-templo y
mitad-palacio se llevaría a cabo la apertura del Concilio Ecuménico el 14 de
setiembre. Dado que la Iglesia Evangélica no tenía jerarquía en el estricto
sentido de la palabra, la jerarquía Católica y la Ortodoxa en conformidad con
el deseo expreso del Emperador, decidieron admitir en concilio a un cierto
número de laicos reconocidos por su piedad y su devoción hacia los intereses de
la Iglesia, dándole así una cierta homogeneidad a la representación de las
diversas partes de la cristiandad. Una vez que los laicos fueron admitidos, no
estuvo permitido excluir al bajo clero, ni negro ni blanco. De tal modo que el
número total de miembros asistentes al Concilio excedió los tres mil, y cerca
de medio millón de peregrinos cristianos invadieron Jerusalén y toda Palestina.
CONTINUARA...
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