Jose Garcia Farfan
¡Así Mueren los Católicos...!
Allá por los años de 1924 a 1926, en la ciudad de Puebla, había en la
esquina de las calles del Portalillo y del Piojo, un tendejón mixto o
miscelánea, como le llamábamos los poblanos, amplio y bien surtido, que tenía
un aparador a la calle, en el que exhibíanse números de periódicos y revistas
de las que era agente el comerciante abarrotero, dueño de aquel tendejón.
Era éste don José García Farfán, nacido en Taxco, del Estado de
Tlaxcala, en 1860; hombre de recia contextura, fuerte y activo a pesar de sus sesenta
años. Católico sincero y piadoso, toda su vida había tenido que luchar consigo
mismo, para dominar su carácter impetuoso e irascible, que le jugaba, de
pronto, algunas malas pasadas de violencia e ira, de las que inmediatamente se
arrepentía, pidiendo humildemente perdón al que hubiera ofendido con su
dificilísimamente controlable vehemencia.
Los vecinos y clientes de su barrio, a pesar de sus exabruptos, le
estimaban mucho, conociendo que era un hombre de corazón de oro, bajo aquel exterior
áspero, del que él era el primero en dolerse. Sabían que todas las mañanas
tenía un rato de oración; que nunca dejaba de rezar el Rosario, allí en su
misma tienda, cuando sus actividades comerciales le dejaban algún tiempo libre,
y que era el afán de propagar y defender las ideas religiosas, el que le había
impulsado a hacerse agente de publicaciones católicas. Así es que todos lo
llamaban cariñosamente "Don Pepito el de la Miscelánea".
Yo tenía con él alguna correspondencia epistolar, porque me había pedido
ser agente de El Mensajero del Corazón de Jesús que estaba entonces bajo mi
dirección, y aun algunas veces me había hecho algunos comentarios benévolos acerca
de algún artículo o noticia aparecidos en la Revista. Por el mes de junio de
1926, tuve el gusto de recibir aquí en México su visita personal. Venía, según
me dijo, a cumplir una promesa a la Virgen de Guadalupe, de la que era muy
devoto, y habiendo de comulgar en la Basílica quería hacer una confesión
general de toda su vida, porque presentía que ya le quedaban pocos años de
trabajos en este mísero mundo, y . . había que hacer las cosas bien hechas,
¡caramba! Después de su confesión, nos pusimos a charlar un poco acerca de lo que
a todos nos preocupaba en aquellos días: la persecución religiosa, que ya se
había iniciado con actos vandálicos en contra de la Iglesia y los católicos, y
que presagiaban un doloroso porvenir.
Don José se mostraba preocupadísimo, e irritado como siempre, contra la
injusticia y la impiedad. "¡Hay que hacer algo, Padre, hay que hacer algo!
Yo estoy dispuesto a dar mi vida, si es necesario, pero, ¡hay que hacer algo!, para
detener esta serie de tonterías en contra de nuestra religión. Se avecina una
época de martirios, ¡no lo dude, Padre! ¡Oh, si yo pudiera ser mártir de Cristo...!si
yo pudiera!...Traté de alentarle lo más que pude, recordándole que nada se hace
aquí abajo sin la voluntad o permisión de Dios y por bien nuestro; y que puesto
que iba a la Basílica le pidiera a nuestra Madre bendita, nos diera fuerzas, muchas
fuerzas, para defender nuestra fe y soportar en su defensa todo lo que Dios
permitiera hacer en contra nuestra a los enemigos de Jesucristo Rey. Y nos despedimos afectuosamente, dándonos cita, ¡para la eternidad! Porque
algo nos decía, que no habíamos de volver a vernos en la vida de aquí abajo.
Y en efecto...Farfán, de regreso a Puebla, había llevado consigo varios
letreros, de los que había hecho imprimir la ''Liga de Defensa de la Libertad
Religiosa": Viva Cristo Rey — Viva la Virgen de Guadalupe —Sólo Dios no
muere, etc. Y en llegando que llegó a su establecimiento comercial, los fijó en
el aparador de las Revistas para que ostensiblemente se manifestara el carácter
católico, ardiente y valeroso de su establecimiento y del personal que lo
atendía. Pero el 25 de julio de ese año de 26 fue promulgado el decreto de los obispos
mexicanos suspendiendo el culto público en toda la República para el 31 del
mismo mes. Las multitudes, angustiadas y afligidas, comenzaron a llenar las
iglesias, en demanda de los sacramentos de la confesión y la comunión, en esas
sus queridas iglesias, en donde ya no estaría, por largos años.
Jesucristo Sacramentado, sostén de los débiles, amparo de los
perseguidos, consuelo de los afligidos. Había que despedirse de El, con una
Comunión general de la nación entera. Y los sacerdotes no nos dábamos abasto
para satisfacer a las demandas piadosas y justísimas de los fieles. No hubo uno
solo de éstos, que no comprendiera, en medio de su amarga pena, la justicia y prudencia
que asistía a nuestros obispos al decretar tal medida, aprobada también por el
Papa; porque como decía la Carta Pastoral Colectiva que la decretaba: "no
era posible, dada la ley impía del 2 de julio, celebrar los actos de culto
público conforme a los cánones de la Iglesia". Todos nos sometimos con
sincera obediencia, pero con el alma transida de un dolor inigualable entre
todos los que se han abatido sobre nosotros en nuestra turbulenta historia... Pero,
¿cuánto duraría aquello...? Poique era evidente: los enemigos de Jesucristo
estaban resueltos, y más que resueltos empeñados, en cumplir al pie de la
letra, las consignas venidas de los Jefes de la conspiración contra el orden
cristiano. Farfán estaba inconsolable, como todos. Su irritación característica
se desbordaba... no podía estar quieto... no materialmente no podía. Sacó más
letreros de ¡Viva Cristo Rey! y tapizó completamente con ellos el aparador de
su comercio...El 28 de julio, dos días antes de la cesación de los cultos, se
levantó con un presentimiento extraño. . . fue a comulgar y pidió a su mujer
que fuera también con él, a la próximamente abandonada iglesia de San Francisco...Algo
le decía que debía hacerlo con mucho fervor... ofreciendo su vida. . .Como a
las 11 de la mañana, un automóvil se detuvo a la puerta de su tendejón ... En
él iban el general Juan Gualberto Amaya y el general Daniel Sánchez, el
asistente chofer y otro soldado.
Por orden del general Amaya, el asistente entró en el tendejón y dijo a Farfán:
—Por orden de mi Gral. Amaya, que salga usted a verlo. —¿Dónde está?
—En su automóvil, allí a la puerta.
—Pues dígale usted a su general, que hay la misma distancia de su
automóvil a mi mostrador, que de mi mostrador a su automóvil. Y que si quiere hablarme,
que venga él aquí, donde estoy a sus órdenes. Furioso con tal respuesta, Amaya, acompañado del general Sánchez,
entraron en la tienda, llenando de improperios a Farfán, que los esperaba firme
y altivo.
— ¡Viejo imbécil; tal por cual! A ver cómo prontito, ¡pero prontito!,
quita usted de su aparador todos esos letreros subversivos.
— ¿Que quite yo esos letreros?... Ni por pienso. Yo estoy en mi casa y
en mi casa no manda sino Dios y después yo. No hay ningún bribón de los de
ustedes que me pueda obligar a quitarlos. Si usted está empeñado en ello,
quítelos usted mismo y aténgase a las consecuencias.
Amaya desenfundó la pistola y le disparó un tiro a quema ropa al anciano.
Pero sea que lo hiciera solamente por asustarlo, sea que su pulso estaba alterado
por la ira, la bala sólo perforó el costado de su saco. Y sin ver el resultado
el militar se volvió rápidamente, abrió el aparador y comenzó rabiosamente a
arrancar los letreros. Farfán sintió que toda su naturaleza se rebelaba. Nunca
había conocido el miedo, y ante las depredaciones que el insensato general
cometía en su propiedad, se encendió en ira, y tomando lo que estaba a la mano:
un bote de cristal, conteniendo chiles en vinagre, se lo lanzó con toda su
fuerza al asaltante uniformado. El general Sánchez metió la mano para detener
el golpe, y en su brazo se rompió el frasco, hiriéndole en la muñeca uno de los
fragmentos.
Al ver correr la sangre, Farfán se serenó inmediatamente y como tantas
veces lo hiciera, después de un arrebato, le dijo al general:
—Perdóneme usted. . . ¡Estaba ciego de ira! —Y tomando de un anaquel una
botella de alcohol, él mismo restañó con el líquido la sangre y con un pañuelo
limpio vendó la mano de Sánchez, estupefacto por aquello, mientras Amaya
continuaba destrozando todo lo del aparador. Solamente por estar muy alto, o
por no haberlo visto, dejó un letrero, bien visible por cierto, que decía:
"Dios no muere".
Terminado el acto de vandalismo, Amaya ordenó al soldado que
aprehendiera a Farfán y lo llevara al cuartel de San Francisco. La multitud se
había aglomerado a las puertas al oír los gritos y el disparo; y cuando llevado
por el soldado, apareció Farfán en la puerta, acompañado de los generales, una
pobre vieja de la vecindad gritó: — ¿Por qué se llevan a don Pepito?... ¡No
sean cobardes!, no lo vayan a matar porque no ha hecho nada malo...! —Sánchez
furioso, cruzó la cara de la pobre vieja con un latigazo. Pronto cundió la noticia
del suceso, y un abogado interpuso inmediatamente un amparo. Pero, ¿de qué
servían entonces los amparos ante las furias de los perseguidores?
A la mañana siguiente, 29 de julio, Amaya mismo formó el cuadro de soldados,
que habían de fusilar a Farfán... y estando ya preparados para hacerlo, entre
sarcasmos y groserías, dijo a Farfán:
— ¡A ver ahora cómo mueren los católicos!... —Así —respondió el anciano,
y estrechando contra su pecho, el pequeño crucifijo de su Rosario, con
estridente voz lanzó este grito: — ¡Viva Cristo Rey!...Y cayó atravesado por
las balas, el primer mártir de la persecución...Pero allá, en lo alto del
aparador destrozado de la tienda de Farfán, todos pudieron leer aquel día el
letrero que Amaya había olvidado ¡Dios no muere!
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