GLADIUM
Bellísimos sentimientos y muy cristianos, con tal que no llegaran, como propendían
a hacerlo, hasta el extremo de negar la legitimidad del derecho de defensa
propia y del prójimo débil, contra las malandrinadas de los perversos. De no
ser legítimo ese derecho de defensa, la sociedad, y en especial los mejores
ciudadanos quedarían a merced de picaros, con las manos atadas. ¿Quién no ve
que esto sería la ruina de toda sociedad, de toda paz y de todo progreso? Jamás
la doctrina cristiana, por más que se aleguen algunos textos del Evangelio,
sacándolos de su contexto, que los explican y ponen en su punto, ha pretendido
que no se pueda rechazar legítimamente la agresión injusta, aun con la fuerza
si es necesario, sobre todo si esa agresión es contra los derechos del más
débil, del inocente, de los intereses religiosos del alma, y del honor de Dios
y de su Iglesia. ¿A dónde hubiera ido a parar el cristianismo, la Iglesia, la
verdad, si sus hijos de todos los tiempos se hubieran contentado con una
pasividad que les hubiera acarreado, ciertamente, la gloria del martirio a
ellos, pero dejando sin defensa a su Madre la Iglesia? El mismo Anacleto, en
las palabras que íntegramente cité de su bello artículo Hacia todos los
vientos, confesaba que la culpa de la situación dolorosa en que se debatía la
Iglesia Mexicana, era de los mismos católicos, por su desaliento, y su retirada
de la lucha, después de la caída del Partido Conservador en Querétaro.
Pero ahora, dejándose llevar más bien de sus nobles sentimientos, que de
los dictados de su razón, aconsejaba, sí, y promovía con toda su fuerza
intelectual y moral, la lucha pero con tal que fuera solamente una resistencia pacífica
hasta el martirio de los luchadores. Enamorado y con justicia de los
procedimientos de los católicos alemanes que con su resistencia pacífica habían
logrado imponerse en los destinos de aquella nación, pretendía que en nuestro
medio, tan distinto del de aquel pueblo disciplinado y reflexivo hasta lo sumo,
se obtuvieran los mismos resultados que allá. ¡ Y era él, el que cuando se
oponía a la mejor organización de la Unión Popular, que había fundado,
implantando en ella algo semejante a las organizaciones de los católicos
belgas, alegando que eso era desconocer en absoluto la idiosincrasia de nuestro
pueblo, ahora pretendía aplicar entre nosotros, tan mal educados por la serie
dolorosa de tantas revoluciones como habían trastornado el recto juicio de
nuestros dirigentes, los procedimientos exóticos de un pueblo europeo tan
disciplinado como el alemán! Tales ideas fueron causa de los muchos sinsabores
y por decirlo claramente, de las muchas humillaciones que amargaron sus horas
en este período de su vida. Pero de todas ellas salió triunfante y purificado,
gracias a su sólida formación cristiana, a su humildad generosa y a la gracia
de Dios, que se le comunicaba en la recepción cotidiana de la Sagrada
Eucaristía.
Era tanto su deseo de comulgar diariamente, que padeciendo con
frecuencia unos terribles dolores de estómago, los que por experiencia sabía se
calmaban inmediatamente con tomar cierta medicina, si alguna vez el acceso del dolor
le venía después de la media noche, prefería soportarlo heroicamente, antes que
tomar la medicina que le impediría, por la ley del ayuno eucarístico, recibir a
la mañana siguiente el Pan de los fuertes. La Unión Popular que había fundado
enfocaba todas sus actividades en defensa del orden cristiano, hacia tres
puntos que son como los baluartes de su defensa: Catecismo o instrucción
religiosa, escuela y prensa. En su florido lenguaje lo proclamó abiertamente:
"Volver a su sitio de honor al viejo Ripalda, que como el Atlas de la
mitología mantiene recias y firmes aun las piedras centrales: Autoridad,
Propiedad, Familia, Conciencia; acabar con la más vieja y peligrosa úlcera de nuestra
sociedad: la escuela laica; y formar un ejército no de acero, sino de papel de
periódico". Acerca del Catecismo, todos los de la Unión Popular se
hicieron catequistas de un modo o de otro, y ya sabemos cómo el mismo Anacleto
no se desdeñaba de reunir a los rapazuelos para explicarles el Ripalda. La
Unión muy en breve sostuvo, donde se establecía, y ya irradiaba por otros
Estados limítrofes de Jalisco, escuelitas primarias de carácter religioso, y por
su prensa fustigaba sin piedad a la escuela laica. Oigámosle: "Entre el
sol de las almas, que es Dios, y el niño, aparece el maestro laico como espesa
sombra.
La escuela laica arranca, atrofia, debilita el fondo de combatividad
natural del alma humana. Hace espíritus neutros, que no sirven más que para formar
ejércitos de parias y de nulidades que todos los días barren los audaces sin ningún
esfuerzo. La escuela laica es la escuela del miedo. Porque el niño y el joven
aprenden, aunque los profesores sean santos, a buscar la sombra para hablar de
Dios, a ocultarse a las miradas escrutadoras del Gobierno al referirse a Dios,
a temblar cuando en la explicación lógica de la historia y la naturaleza sea
necesario inclinarse ante Dios, Señor de la vida y aliento de hombres y
pueblos". No se puede pintar mejor el desastre a que nos han llevado las
escuelas laicas, impuestas por el gobierno mexicano, aun a los católicos, aun a
los religiosos, que se ven obligados a burlar las leyes, pero tienen que poner
un freno a su celo por la gloria de Dios, no hablando de El en las cátedras, ni
dando manifestación alguna de Él ni siquiera en las desnudas paredes del
Colegio.
Un periodiquito clandestino Gladium escrito por Anacleto, difundía estas
y otras ideas, con una constancia y un valor que excitaba las iras de los
conspiradores anticristianos y lo perseguían sin poderlo ahogar, mejor dicho
aumentando su auge constantemente, hasta llegar a tirarse cien mil ejemplares de
cada número. Y en estas actividades empleadas la vida noble y generosa de
Anacleto, llegó por fin el estallido de 1926, dirigido no ya por un segundón de
mala muerte como Diéguez, sino por el que los mismos conspiradores llamaron el "hombre
fuerte" de la Revolución: el General Calles. La Unión Popular abarcaba tan
sólo el Estado de Jalisco, y algunas regiones limítrofes, en sus actividades.
Era necesaria alguna cosa semejante, que abarcara toda la República, y así fue
cómo, una vez iniciado el Conflicto Religioso, se fundó en la capital de la
República, la "Liga de Defensa de la Libertad Religiosa", bajo los auspicios
del Episcopado. Anacleto comprendió desde luego la utilidad de la Liga, para
tratar de resolver el problema, que él había pretendido resolver con la Unión,
e inmediatamente se unió a la agrupación capitalina, con la Unión Popular, que
quedó como sociedad auxiliar y confederada de la Liga. Así, él mismo fue
designado como jefe local, para el Estado de Jalisco de la Asociación Nacional.
Y con tanto mayor gusto, se adhirió con los suyos a la Liga, cuanto que ésta,
como sabemos, comenzó a poner en práctica el boycot, resistencia pasiva, que
tan buenos resultados dio en Guadalajara, en el asunto de 1918. Es muy justo
consignar, que los ya entrenados tapatíos, en esa clase de resistencia, fueron
los que dieron más fuerza al boycot, en tanto que en los otros Estados de la
República, no fue secundado con la misma energía y universalidad, lo que en la
idea de Anacleto, hubiera sido infalible para el éxito.
En Guadalajara, el mismo "Maistro Cleto", fundó otra
agrupación femenil de señoritas, que se repartían por la ciudad, y se apostaban
en las cercanías de los centros de diversión, para rogar con toda atención a
los que a ellos se dirigían, se abstuvieran de hacerlo, en atención al luto de
toda la Nación, por la suspensión de los cultos. Como las señoritas se presentaban
rigurosamente enlutadas, y con sus súplicas conseguían sin gran dificultad, el efecto
deseado del boycot, para dichos espectáculos, el pueblo le puso el nombre de La
Langosta Negra a su valiente agrupación.
La experiencia demostró, tanto a los jefes de la Liga, como al mismo Anacleto,
que dada la naturaleza de nuestro pueblo, y especialmente la de los
perseguidores, los medios pacíficos de resistencia, el boycot y la petición a
las Cámaras, suscrita por dos millones de firmas auténticas y enviada al cesto
de los papeles inútiles sin ser leída siquiera, no lograban el efecto, que sin
duda ninguna en otros pueblos hubieran conseguido, y no hubo más remedio, que
acudir a la defensa armada, porque los asesinatos de católicos y sacerdotes se
multiplicaban por todas partes, a una con las más atroces vejaciones para todo
lo que tuviese carácter religioso católico.
Convencido por fin Anacleto, con una generosidad y humildad que le honran,
aceptó contra toda su actuación anterior el carácter de jefe civil local de la
defensa armada. El no iría al campo de batalla, pero con el mismo entusiasmo y
tesón de siempre, se entregó a organizar, sostener y transmitir las órdenes que
recibía del centro, respecto a dicha defensa. Tanto más, que por todas partes
surgían los levantamientos de los católicos, y en Jalisco, eran precisamente
los jefes de los grupos locales de la Unión Popular los que, creyendo indudablemente,
que estaban de acuerdo con las nuevas disposiciones que suponían en el
"Maistro", eran les que levantaban las gavillas de cristeros, y se
lanzaban a la lucha.
En aquellas actividades de Anacleto, cuando ya asociada su Unión Popular
a la Liga de Defensa, y presidente de la A.C.J.M. en Guadalajara, tuvo tres
cooperadores abnegados, que le acompañaron hasta el mismo martirio, y cuyos
nombres y hechos, no están fuera de lugar en una semblanza del "Maistro
Cleto”: Luis Padilla Gómez, y los dos hermanos Jorge y Ramón Vargas González. Luis Padilla Gómez había nacido en Guadalajara el 9 de diciembre de 1899
y sus estudios de primaria los hizo bajo la dirección de un viejo y
cristianísimo pedagogo, D. Tomás Fregoso; pasando después a la secundaria Luis
Padilla Gómez. y superior, del Colegio de los Jesuitas, el Instituto de San
José. Clausurado éste por la Revolución, pasó en noviembre de 1916 al Seminario
Conciliar para continuar sus estudios, y allí permaneció 5 años.
No se sentía con vocación al sacerdocio, pues él mismo escribe:
"Llegamos a la edad de diez y ocho años, en la cual, generalmente, se
elige estado, y no hemos oído todavía la voz divina que llamara a Saulo en el
camino de Damasco, ni el 'toma y lee' que transformara a Agustín en Doctor y
firmísima columna de la Iglesia". Así pues, el lo. de noviembre de 1921,
dice su biógrafo, el Lic. Andrés Barquín y Ruiz, en su libro Los mártires de
Cristo Rey, del que tomo muchos datos para estos artículos, abandonó el
Seminario para entregarse a una intensa acción católica. "Una de las
causas, que trae el orgullo —dice un sacerdote amigo de Luis—, es la riqueza
tan vana y deleznable; Luis era de posición más que mediana en recursos
pecuniarios, sin poderse llamar acaudalado. Pero con El 29 de marzo de 1927,
pasó Anacleto una noche en su hogar, rezando y jugando con sus hijos. Fue la
última vez que los vio.
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