El Nombre de Jesucristo, invocado en la oración,
encierra en sí mismo una fuerza saludable
Para convencerte de la necesidad y eficacia de la oración asidua,
advierte que: 1. Cualquier impulso, cualquier pensamiento sobre la oración es
obra del Espíritu Santo y voz del ángel custodio.
2. El Nombre de Jesucristo, invocado en la oración, encierra en sí
mismo una fuerza saludable, de horas. Todo lo que habéis leído es bello y
consolador, y comprensible y claro. Incluso para una mente embotada como la
mía. Prácticamente como la Filocalía, donde los santos Padres tratan del mismo
argumento. Por ejemplo, Juan de Kárpatos, en la cuarta parte de la Filocalía,
dice que si no tienes fuerza en ti mismo para emprender trabajos ascéticos,
debes saber que Dios está dispuesto a salvarte gracias a la oración. Pero, ¡qué
bien es explicado esto y con qué claridad en vuestro cuaderno! Le agradezco en
primer lugar a Dios, y después a vos, haberme concedido conocer este escrito de
horas. Todo lo que habéis leído es bello y consolador, y comprensible y claro. Incluso
para una mente embotada como la mía. Prácticamente como la Filocalía, donde los
santos Padres tratan del mismo argumento. Por ejemplo, Juan de Kárpatos, en la
cuarta parte de la Filocalía, dice que si no tienes fuerza en ti mismo para
emprender trabajos ascéticos, debes saber que Dios está dispuesto a salvarte
gracias a la oración. Pero, ¡qué bien es explicado esto y con qué claridad en
vuestro cuaderno! Le agradezco en primer lugar a Dios, y después a vos, haberme
concedido conocer este escrito.
Profesor: También yo he seguido con atención y gozo vuestra lectura,
reverendo Padre. Me fascinan las controversias cuando son rigurosamente
lógicas. Por otra parte, me parece que
la posibilidad de orar continuamente está determinada por circunstancias que la
favorezcan y por la tranquila y completa soledad. Admito que la oración
frecuente, o incesante, es el único medio poderoso para obtener la gracia de
Dios en todas las prácticas de devoción que buscan la salvación del alma, y que
es posible a todos los hombres. Pero es un método que puede ser practicado sólo
cuando el hombre goza de paz y soledad. El hombre puede orar con frecuencia e
incluso incesantemente cuando está alejado de ocupaciones, preocupaciones y
distracciones. Ha de combatir sólo con la pereza o con el aburrimiento, o
contra el tedio de sus mismos pensamientos. Pero si los quehaceres le obligan a
encontrarse de continuo entre el clamor de la gente, incluso cuando desea
férvidamente orar con frecuencia, no podría hacerlo a causa de las inevitables
distracciones. Se sigue de aquí, que el método de oración frecuente, desde el
momento en que depende de circunstancias favorables, no puede ser practicado
por todos, ni es apto para todos.
Schimnik:
Vuestra conclusión es equivocada. Aparte de que el corazón, una vez
aprendida la oración interior, puede libremente orar e invocar el Nombre de
Dios durante cualquier ocupación, sea de la mente o del cuerpo y en medio de
cualquier ruido -quien lo ha experimentado lo sabe por experiencia, y a quien
no lo sabe habrá que enseñárselo gradualmente-, se puede afirmar que no hay
distracción alguna exterior que pueda interrumpir la oración en quien desea
orar, porque el pensamiento del hombre no está sometido a presión externa
alguna y en sí es absolutamente libre. El pensamiento puede en cualquier
momento ser dirigido a la oración. Incluso la lengua puede formular en secreto,
sin sonido alguno, la oración en presencia de muchos y durante ocupaciones
exteriores. Por lo demás, nuestros asuntos no son tan importantes ni nuestros
discursos tan significativos como para que impidan invoca te, porque el trabajo
manual mecánico no exige una intensa participación de la mente ni una gran
reflexión, y por tanto, la mente puede permanecer inmersa en la oración
continua, uniéndose a la oración de los labios. Pero si mi ocupación es
exclusivamente intelectual -v. gr. la lectura atenta o la meditación profunda
sobre un argumento, o una obra literaria-, ¿cómo puedo orar con la mente y con
los labios? Y dado que la oración es ante todo de la mente, ¿cómo puedo dedicar
esa única mente a dos ocupaciones distintas?
Schimnik:
La solución de éste vuestro problema no es en absoluto difícil si
consideramos que quienes oran continuamente se dividen en tres categorías: 1.
Principiantes; 2. Aprovechados; 3. Perfectamente instruidos. Ahora bien, los
principiantes son capaces, con frecuencia, de experimentar, a pesar de sus
obligaciones intelectuales, un impulso de la mente y del corazón hacia Dios y
de pronunciar la breve oración con los labios. Los aprovechados, que han
logrado una cierta estabilidad mental, logran profundizar en los estudios o
escribir libros en una constante presencia de Dios, fundamento de la oración.
Un ejemplo: imaginad que un emperador, severo y exigente, os ordene escribir un
tratado sobre una materia compleja en su presencia, a los pies del trono.
Aunque tengáis que estar totalmente ocupado en el trabajo, sin embargo la
presencia del emperador, que tiene El peregrino ruso todo el poder sobre vos,
en cuyas manos está vuestra vida, no os permitirá olvidar, ni siquiera un
momento, que estáis pensando, meditando, escribiendo no en la soledad, sino en
un lugar que exige de vos particular reverencia y decoro. Este sentimiento vivo
de la presencia del emperador expresa muy claramente la posibilidad de
permanecer absorto en la continua oración interior incluso durante el trabajo
intelectual. En cuanto a aquellos que después de larga costumbre y por la
misericordia de Dios han pasado de la oración de la mente a la oración del corazón,
esos no interrumpen esta oración ni durante el más profundo ejercicio
intelectual, ni siquiera mientras duermen. «Yo dormía, pero mi corazón
velaba... » (Cant 5, 2). Estos, dueños ya del mecanismo del corazón, han
logrado tal capacidad para invocar el Nombre de Dios que ven cómo surge
espontáneamente la oración, inclinando su mente y todo su espíritu en una
efusión de oración continua, sea cual fuere la circunstancia en que se
encuentre el que ora y por más que su ocupación sea abstracta e intelectual.
Sacerdote: Permitid, reverendo padre, que exprese también yo, con dos
palabras, mi pensamiento. En el fragmento que habéis leído se expresa
admirablemente cómo el único medio de salvación y de perfección es la
frecuencia de la oración, sea de la especie que sea. Esto no me parece claro.
¿Qué ventaja puedo tener si oro e invoco incesantemente el Nombre de Dios sólo
con la lengua, sin atención alguna y sin entender lo que digo? Lo mío no será
más que vaniloquio: la lengua seguirá moviéndose, pero la mente, obstaculizada
así en sus meditaciones, se verá impedida en su actividad normal. Dios no pide
palabras, sino una mente atenta y un corazón puro. ¿No sería preferible ofrecer
una oración breve, quizá incluso en un momento establecido, pero con atención,
con fervor y ánimo ardiente, y con perfecta conciencia de lo que se hace? De
otra manera, por más que pronuncies la oración día y noche, si no tienes pureza
espiritual, no obtendrás la salvación. Limitándote al solo balbucir exterior,
hasta llegar al cansancio y al tedio, corres el riesgo de enfriarte
completamente en la fe y abandonar del todo este infructuoso ejercicio. Además,
la inutilidad de la sola oración vocal se prueba también con palabras
explícitas de la Escritura: «este pueblo me honra con los labios, pero su
corazón está lejos de mí» (Mt 15. 8); «no todo el que me diga: "Señor,
Señor", entrará en el reino de los cielos» (Mt 7, 21); «prefiero decir
cinco palabras con mi mente, que diez mil en lenguas» (1 Cor 14, 19). Con ello
se demuestra la esterilidad de la oración distraída y puramente exterior.
Schimnik:
Vuestra observación podría tener cierto fundamento si al consejo de la
oración oral no se uniese la obligación de la continuidad, si la oración en el
Nombre de Jesucristo no encerrase una fuerza activa y no produjese por sí misma
la atención y el celo, gracias a la continuidad del ejercicio. Pero como quiera
que aquí lo esencial es la frecuencia, duración y continuidad de la oración
-aunque inicialmente pueda ser hecha distraída y áridamente-, vuestras
conclusiones no valen. Profundicemos un poco. Un escritor espiritual, después
de haber defendido la extraordinaria importancia y utilidad de la oración
frecuente y reiterativa, concluye: «muchos falsos ilustrados consideran inútil
e incluso frívolo este sacrificio frecuente de la misma oración, y la definen
como un acto insensato y mecánico, cosa de gente simple. Desgraciadamente
desconocen el efecto de este ejercicio mecánico, no saben que este asiduo
tributo de los labios se convierte imperceptiblemente en una genuina llamada al
corazón, ahonda nuestra vida interior, se hace extremadamente gozoso, casi un
movimiento natural del alma, que la ilumina, alimenta y conduce a unirse con
Dios. Me da la impresión de que estos censores se parecen a los niños a los que
se quiere enseñar a escribir y a leer. Cansados, gritan: « ¿no sería cien veces
mejor irse a pescar, como hace papá, en lugar de pasarse el día repitiendo
constantemente A. B. C" o garrapateando con la pluma sobre el papel?».
La utilidad de la instrucción, fruto de este aburrido aprendizaje del
alfabeto, es un misterio para ellos. Así es también un misterio la simple y
asidua invocación del Nombre de Dios para quienes desconocen su inmensa
utilidad o no están convencidos de ella. Ellos, midiendo el acto de fe con el
metro de su miope e inexperta razón, olvidan que el hombre tiene dos
naturalezas que mutuamente se influyen, que el hombre está hecho de cuerpo y de
alma. ¿Por qué, por ejemplo, si deseáis purificar el alma comenzáis por el
cuerpo, lo hacéis ayunar, lo priváis de alimento y de comidas excitante?
Ciertamente, para que no obstaculice, sino que favorezca, la purificación del
alma y la iluminación de la mente, para que la continúe sensación del hambre
corporal os recuerde vuestra decisión de buscar un perfeccionamiento interior y
lo que agrada a Dios, cosa que fácilmente olvidamos. Y la experiencia os revela
que con el ayuno corporal -un hecho externo- alcanzáis agudeza mental,
tranquilidad de corazón, un medio para dominar las pasiones. Así, gracias a un
elemento exterior y material, recibís un beneficio interior y espiritual. Lo
mismo puede decirse de la oración asidua de los labios: en el futuro conduce a
la oración interior y facilita la unión de la mente con Dios. Es absurdo pensar
que la lengua, cansada de esta árida frecuencia y falta de comprensión, se vea
obligada a abandonar como inútil el ejercicio exterior. ¡No! La experiencia nos
demuestra precisamente lo contrario. Quienes se han ejercitado en la oración
continua aseguran que sucede de la siguiente manera: habiendo decidido invocar
incesantemente el Nombre de Jesucristo o pronunciar continuamente la oración a
Jesús -que es lo mismo notan en un principio una gran fatiga y deben luchar
contra la pereza, pero si permanecen celosamente en el ejercicio, se van
acostumbrando sin darse cuenta, de manera que al final la lengua y los labios
adquieren tal capacidad de moverse solos, que ya no pueden prescindir de ello y
pronuncian irresistiblemente la oración sin emitir sonido alguno. Y al mismo
tiempo, el mecanismo de los órganos guturales se entrena de tal manera que
cuando ora comienza a sentir que la repetición de la oración es ya una
propiedad esencial y perenne, y si la interrumpe tiene incluso la sensación de
que le falta algo. Resulta, a su vez, que la mente comienza a ceder, a seguir
esta espontánea acción de los labios, y se despierta la atención, que,
finalmente, se convierte en fuente de alegría y auténtica oración para el
corazón.
Ved, pues, el efecto real y benéfico de la oración vocal frecuente o
continua, en contraposición a las observaciones de quienes ni la han
experimentado, ni entendido. En cuanto a los pasos de la Escritura que habéis
citado para sostener vuestra tesis, se pueden explicar si se los examina más a
fondo. Lo que Jesucristo denuncia es la adoración hipócrita de Dios expresada
con los labios, la ostentación, la alabanza insincera de quien grita: «Señor,
Señor!» Se añada esta otra razón: los orgullosos fariseos manifestaban su fe
sólo con la boca, sin justificarla en sus corazones. Estas palabras les fueron
dichas a ellos y no se refieren a la oración, sobre la que Jesucristo dio
disposiciones directas, claras y precisas: «preciso orar siempre sin
desfallecer» (Le 18, 1). De la misma manera, cuando el apóstol Pablo dice
preferir cinco palabras conscientemente dichas en la iglesia antes que una
cantidad de palabras mal entendidas o dichas en una lengua desconocida, habla
acerca de la enseñanza en general, no de la oración, de la que dice con extrema
firmeza: «quiero que los hombres oren en todo lugar» (1 Tim 2, 8).) Y suyo es
el precepto general: «orad constantemente» (1 Tes 5, 17). ¿Veis ahora lo
fructuosa que es la oración asidua a pesar de su sencillez, y cómo exige una
seria reflexión la adecuada interpretación de la Escritura?
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