EL
DON DE PIEDAD
El don de Temor de Dios está
destinado a sanar en nosotros la plaga del orgullo; el don de piedad es
derramado en nuestras almas por el Espíritu Santo para combatir el egoísmo, que
es una de las malas pasiones del hombre caído, y el segundo obstáculo a su
unión con Dios. El corazón del cristiano no debe ser ni frío ni indiferente; es
preciso que sea tierno y dócil; de otro modo no podría elevarse en el camino al
que Dios, que es amor, se ha dignado llamarle. El Espíritu Santo produce, pues,
en el hombre el don de Piedad, inspirándole un retorno filial hacia su Creador.
"Habéis recibido el Espíritu de adopción, nos dice el Apóstol, y por este Espíritu
llamamos a Dios: ¡Padre! ¡Padre!". Esta disposición hace al alma sensible
a todo lo que atañe al honor de Dios. Hace que el hombre nutra en sí mismo la
compunción de sus pecados, a la vista de la infinita bondad que se ha dignado
soportarle y perdonarle, con el pensamiento de los sufrimientos y de la muerte
del Redentor. El alma iniciada en el don de Piedad desea constantemente la
gloria de Dios; querría llevar a todos los hombres a sus pies, y los ultrajes que
recibe le son particularmente sensibles. Goza viendo los progresos de las almas
en el amor y los sacrificios que este amor les inspira para el que es el
soberano bien. Llena de una sumisión filial para con este Padre universal que
está en los cielos, está presta a cumplir todas sus voluntades. Se resigna de
corazón a todas las disposiciones de la Providencia. Su fe es sencilla y viva.
Se mantiene amorosamente sometida a la Iglesia, siempre pronta a renunciar a
sus ideas más queridas, si se apartan de su enseñanza o de su práctica,
teniendo horror instintivo a la novedad y a la independencia. Esta ofrenda a
Dios que inspira el don de Piedad al unir el alma a su Creador por el afecto
filial, le une con un afecto fraterno a todas las criaturas, porque son la obra
del poder de Dios y porque le pertenecen. En primer lugar, en los afectos del
cristiano animado del don de Piedad se colocan las criaturas glorificadas, en
los que Dios se regocija eternamente, y que ellas se regocijan de él para siempre.
Ama con ternura a María, y está celoso de su honor; venera con amor a los
santos; admira con efusión a los mártires, y los actos heroicos de virtud
cumplidos por los amigos de Dios; ama sus milagros, honra religiosamente las
reliquias sagradas. Pero su afecto no es sólo para las criaturas coronadas en
el cielo; las que están aún aquí tienen gran acogida en su corazón. El don de Piedad
le hace encontrar en ellas a Jesús en persona. Su benevolencia para con sus
hermanos es universal. Su corazón está dispuesto al perdón de las injurias, a
soportar las imperfecciones de otro, excusando las faltas del prójimo. Es
compasivo con el pobre, solícito con el enfermo. Una dulzura afectuosa revela
el fondo de su corazón; y en sus relaciones con los hermanos de la tierra se le
ve siempre dispuesto a llorar con los que lloran, a regocijarse con los que se
regocijan. Tal es, Espíritu divino, la disposición de los que cultivan el don
de Piedad que has derramado en sus almas. Por este beneficio inefable neutralizas
el triste egoísmo que marchita su corazón, le libras de esta aridez odiosa que
hace al hombre indiferente con sus hermanos, y cierras su alma a la envidia y
al rencor. Por eso ha tenido necesidad de esta piedad filial para su Creador.
Ha enternecido su corazón, y este corazón se ha fundido en un vivo afecto por
todo lo que sale de las manos de Dios. Haz que fructifique en nosotros tan
precioso don; no permitas que sea sofocado por el amor a nosotros mismos. Jesús
nos ha animado diciendo que su Padre celestial "hace salir su sol sobre
los buenos y los malos"; no consientas, Paráclito divino, que indulgencia
tan paternal sea ejemplo perdido, y dígnate desarrollar en nuestras almas este
germen de sacrificio, de benevolencia y de compasión que has colocado allí
cuando tomabas posesión de ella por el Bautismo.
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