EL SALDO DE LA
DEMOCRACIA
La quiebra de valores
humanos provocada, alimentada, producida por la democracia contemporánea, es
evidente. Todos los esfuerzos que se hacen por atenuarla, por disminuirla, por
ocultarla, por justificarla o atribuirla a otras causas, han sido y serán
perfectamente estériles. Porque los oráculos de la democracia contemporánea,
altos y fuertes soñadores y osados navegantes en el mar de la utopía,
incurables pescadores de estrellas, no vislumbraron siquiera, ni poseyeron
jamás el ordinario sentido de la realidad que tiene el más oscuro, olvidado y
rudo de los tenderos. Hay una ciencia de los valores para fijar las leyes de la
riqueza material de los hombres y de los pueblos. Esa ciencia, aunque apenas en
formación, ya ha podido demostrar que en los fenómenos económicos, por más que
el libre albedrío y las fuerzas libres de los hombres tienen su intervención y
su influjo, hay también un lado irreductiblemente mecánico que empuja las cosas
tan ciegamente como la gravitación llama a una piedra.
Y la célebre y
debatida cuestión acerca del valor, considerado como cualidad inherente a los
factores económicos, no puede ser resuelta satisfactoriamente si se eliminan
los caracteres de realidad avasalladora que determinan el valor de las cosas. Y
todos los días, fuera de las cátedras y de las escuelas y más allá de los
encendidos debates teóricos, hasta los más rudos y zafios vendedores de
zapatos, procuraran ajustarse a ciertas leyes imprescindibles para obtener
ganancias y evitar la quiebra. Si hay una Economía para los valores materiales,
hay también, cuando menos desde cierto punto de vista, una economía para los
valores humanos considerados en su aspecto general. Y así como en la Economía
de la riqueza puramente material, hay leyes imprescindibles que precisan el
valor de las cosas y dan la medida necesaria para rehuir la bancarrota, así
también sucede al tratarse de los valores humanos. El mercado con sus altas y
bajas, con sus múltiples rechazos y vicisitudes, es el termómetro que tiene siempre
a la vista hasta el más humilde tendero. Y con la mirada fija en él, sabe muy
bien cuándo su mercancía alcanzará el más alto precio y cuándo será expulsada y
reducida a ganancia a cero.
Mercancía solicitada
febrilmente, ansiosamente en un mercado, es mercancía que será preciso buscar,
desenterrar, fabricar con vértigo de rapidez y con abundancia. Mercancía que
pierde demanda es mercancía que será arrojada al rincón del olvido y que nadie
volverá a mojar con el sudor de su rostro. Más aún: su desaparición fuera del
mercado, en las rutas de la realidad, tendrá que sobrevenir mecánicamente,
invenciblemente.
Hay, por tanto, una
tabla de valores económicos y descansa, entre otras cosas, en la estimación que
los hombres dan a las cosas. Esa tabla no solamente supone, sino que reposa
esencialmente sobre la desigualdad. La igualdad sería la negación del valor de
las cosas, la negación también de toda la Economía. Un mercado en que todas las
cosas tuvieran el valor igual, es un contrasentido. Y un mercader que
atribuyera el mismo valor a la sal y al diamante, al carbón y a la plata,
estaría más allá del absurdo; sería un loco rematado, pasaría por un demente.
Esto que en fórmulas y tratados científicos sería necesario explicar en
términos abstrusos y en disquisiciones más o menos ininteligibles, lo sabe por
un fuerte rechazo de realidad, de fácil observación, el gran negociante y no lo
ignora ni el más insignificante mercader. Y esto es lo que en orden en poco
superior, pero en todo caso muy parecido, muy semejante al orden puramente
económico, no pudieron ver, no pueden ver aún, ni verán quizá jamás, los
portaestandartes de la democracia contemporánea. Empezaron por proclamar la
igualdad, una igualdad absoluta como base de la democracia. Luego se echaron en
brazos del número de sus resultados rigurosamente matemáticos y esperaron
tranquilamente la reaparición de la edad de oro. Su democracia resultó una
máquina de contar.
La humanidad, para
ellos, no es más que una inmensa masa de guarismos en que cada hombre vale, no
por su significación personal, sino porque es una unidad, porque es uno. La
tabla de valores de la democracia lo ha reducido todo a la igualdad. Todo
hombre es igual a uno; todo ciudadano es igual a uno; todo mandatario –llámese
rey, presidente o sultán– es igual a uno. Nadie vale un adarme más que otro;
nadie es una pulgada más alto que otro. Todos totalmente, absolutamente
iguales. Y con los mismos, con iguales derechos, con iguales prerrogativas.
Desde el punto de vista de la función de cada uno en la vida pública y social,
esta democracia es un inmenso mercado en que todos los mercaderes se han vuelto
locos y han perdido hasta la brújula del sentido común. Para ellos valen lo
mismo Solón[1]
y Paulino Machorro;[2]
valen lo mismo Platón y el senador Monzón; lo mismo Rafael[3]
y Miguel Ángel que Diego Rivera.[4]
Lo mismo da, según este criterio capital de la democracia moderna, que vayan al
Capitolio, Cincinato[5]
o marco Aurelio, que Calígula[6]
o Nerón[7].
Porque cada uno de ellos vale uno y la máquina de contar los señaló por un
saldo abrumador a su favor. Y si bien es cierto que el número, para el caso, es
tan ciego como las arenas del desierto, sin embargo, la nueva democracia está
satisfecha, porque su tabla, que es la tabla sagrada y luminosa, que recibió de
manos de sus oráculos –es decir, la igualdad, implacable, arrasadora,
aplastante como una aplanadora moderna–, se ha salvado. Pero detrás de la
locura de los mercaderes que abrieron el inmenso mercado de la nueva democracia
y que consagraron la igualdad como la tabla suprema de los valores humanos, ha
venido, tal vez lentamente, imperceptiblemente, subterráneamente; pero ha
venido con paso arrasador, como una cuchilla que parte y raja todo, la quiebra;
ha venido la bancarrota.
Se había anunciado en
el Parlamento norteamericano la discusión de una ley. Un célebre jurisconsulto
se hallaba presente, deseoso de hacer pesar su opinión depurada por largos años
de estudio y de preparación. Hubo un momento en que hasta un individuo, pintor
de oficio, aventuró su opinión. Y cuando aquel jurisconsulto pudo darse cuenta
de que el número tendría que dar la solución y vio delante de él a toda una
legión de gentes ignorantes en la materia a discusión y que se disponían a
votar exclamó: “Vayámonos, nuestra opinión no vale nada”. Pero antes de esto
esa misma democracia, tan tranquila, tan reposada, casi siempre en Estados
Unidos, ya se había bañado, durante los días del Terror en Francia, con la
sangre de Lavoisier[8]
y de Andrés Chenier[9]
y cuando el uno pedía una tregua para descifrar totalmente un enigma y el otro
alzaba su frente consagrada de bardo para decir melancólicamente que bajo su
cabeza radiante de soñador llevaba algo, se oyó la palabra arrogante y
arrasadora de la democracia que dijo: “la república no necesita de sabios”.
Es cierto: en su
tabla de valores humanos, tabla única, fundamental, tabla en que descansan
todos sus programas, nadie pesa ni vale más que nadie: todo son, todos somos,
numéricamente, exactamente iguales. Y si esa democracia no necesita de sabios,
ni de poetas, tampoco necesita de héroes, ni de santos, ni de hombres
consagrados en nada. Se trata de un mercado donde una empuñadura de oro vale
tanto como un jarro mal cocido, donde la Divina Comedia vale tanto como los
versos del último estridentista. Renán,[10]
dominado por la idea de que es imposible tocar la verdad con nuestras propias
manos, había resuelto echarse en brazos de la inercia al formular su desaliento
y su escepticismo en esta pregunta aterradora: “¿Para qué?” –Y esta misma
interrogación han tenido que hacerse desde el día siguiente de la fundación de
la democracia moderna, todos los que se han sentido tentados a hacer de su vida
algo alto, fuerte y noble.
Y entre el martillo y
el yunque, entre el flagelo y la carne próxima a ser rasgada, entre la hornaza
encendida y la mano que suda y trabaja, entre el hollín –primo segundo del
diamante según Ruskin[11]–
y el hierro limpio, templado y sonoro, se ha interpuesto tenazmente, como una
pesadilla, afuera y adentro, arriba y abajo, la pregunta que anuncia las
parálisis: ¿“Para qué?” ¿Para qué machacar nuestra carne, para qué flagelarla,
para qué lastimar nuestras manos, para qué desangrar nuestros pies, para qué
dejar jirones de nuestro vestido y de nuestro cuerpo en busca de altura, si en
el pantano, debajo del pantano, arriba de la cumbre, la vida es una máquina de
contar y cada hombre, allí vale uno y vale tanto como los demás?
Y el descenso brusco,
arrasador, vertiginoso, como piedra que se desgaja, ha sobrevivido y con él, la
quiebra más clara, más evidente, más innegable que haya podido verse y
registrarse. Todo y todos hemos descendido; todo y todos hemos tenido que tocar
con nuestras propias manos el cayado rugoso de los mendigos. Nos arrastramos
bajo el fardo de nuestra inmensa, de nuestra aterradora miseria, de nuestro
abrumador empobrecimiento.
Norman Angell[12]
en su célebre libro La Grande Ilusión,
asegura que las guerras napoleónicas fueron una verdadera catástrofe para
Francia, hasta el punto de que murieron tres millones de franceses y disminuyó
en una pulgada la estatura de las generaciones posteriores nacidas en suelo
francés. Sea cual fuere el alcance de exactitud de esta apreciación, lo cierto
es que la democracia moderna ha sido toda una enorme catástrofe, una quiebra
inmensa. Su saldo de sangre apenas será posible precisarlo, desde la guillotina
hasta las últimas matanzas de que hemos sido testigos en nuestro país. Al lado
de este saldo sangriento, habrá que colocar la disminución de la estatura de
todos. No hemos bajado una pulgada, hemos descendido más de veintiocho codos.
Mayo, 1926.
[1] SOLÓN
(640-558 a.C). Político ateniense, dictó leyes para limitar el poder de la
aristocracia y repartir equitativamente su participación en los esfuerzos de la
guerra.
[2] MACHORRO,
Paulino (1877-1957). Abogado liberal jalisciense, diputado del Congreso
Constituyente de Querétaro, subsecretario de Gobernación y ministro de la
Suprema Corte.
[3] RAFAEL
Santi (1483-1520). Pintor del Renacimiento italiano, gozó, debido a la
excelencia de su arte, del mecenazgo de los Papas.
[4] RIVERA,
Diego (1886-1957). Pintor mexicano, hábil muralista, militó en el comunismo;
fue altamente recompensado por hacerse corifeo de la Revolución
Institucional.
[5] CINCINATO, Lucio Quinto. Noble romano del siglo V a.C., célebre por su
sencillez y austeridad. Fue cónsul y dos veces dictador, sin renunciar a su
trabajos agrícolas.
[6] CALÍGULA
(12-41). Emperador Romano (37-41), hijo de Germánico y Agripina. Gobernó
tiránicamente y pereció asesinado.
[7] NERÓN,
Claudio (37-68). Emperador romano (54-68), sucesor de Claudio. Luego de un
reinado prospero y tranquilo, perdió la razón. Él inició la persecución contra
los cristianos.
[8] LAVOISIER, Antonio
Lorenzo (1743-1794). Sabio francés, padre de la química moderna, estableció la
ley de la conservación de la materia y la nomenclatura química. Fue asesinado
por el vengativo Marat.
[9] CHENIER,
Andrés María (1762-1794). Poeta
francés, enamorado de la libertad, se opuso a la anarquía derivada de la
Revolución francesa, motivo por el cual fue guillotinado.
[10] RENÁN,
Ernesto (1823-1892). Escritor y orientalista francés, abandonó una brillante
carrera eclesiástica al perder la fe. Su aversión al cristianismo fue sistemática.
[11] RUSKIN,
Juan (1819-1900). Filósofo, poeta y artista inglés, fue un notable polígrafo y
controversista, que abordó todos los temas sociología, economía, religión y
moral.
[12] ANGELL, Sir Norman
(1874-1967). Sociólogo, político y publicista inglés, del grupo laborista,
recibió el premio Nobel de la paz en 1933.
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