LOS INTRUSOS
Por encima de la
mano que edifica está y ha estado siempre, a muchos codos de altura, la
fecundidad portentosa del espíritu. Nos maravilla un surco abierto por el arado
del hombre sobre la faz recia, tenaz y rugosa de la tierra. Y nos asombran los
prodigios, convertidos en caminos, ciudades, puentes y palacios que han
sembrado a su paso, las generaciones. Y todos los días –esto es tan antiguo
como el mundo– se mantienen con el ojo abierto familias, razas y naciones
dispuestas a afirmar y sostener sus derechos sobre todo lo que han edificado. Y
cuando un brazo atrevido se ha alzado por encima de campos cultivados, de
puentes construidos, de chozas y palacios, de fronteras y de baluartes; los que
vertieron el sudor de su frente para fecundar la piedra y la tierra, han
extendido su mano trémula de coraje santo para vengar el ultraje. Rómulo,[1] el
día en que Roma comenzó a dar sus primeros vagidos, mató a su hermano Remo por
haber saltado éste por encima de las primeras murallas. Y es que todos los
hombres al trazar linderos, al levantar sus fábricas de cantera y mezcla y al
construir sus cabañas y sus palacios, sienten, juzgan, con un juicio íntimo de
evidencia irrebatible y luminosa, que han hecho y están haciendo “su casa”.
Y a la vuelta de
los años, quizá de los siglos las patrias, las razas, las tribus, las familias
han hecho arraigar –hasta tocar la médula de los huesos–, el sentido del
dominio absoluto, pleno, indiscutible, sobre lo que han amasado con sus manos y
han edificado para guarecer la vida. Esto explica que dentro de las propias
fronteras todos los hombres sientan estar en su casa, en su heredad, por más
que no tengan más que un harapo para vestirse y aun cuando no pisen tierra de
las que les pertenece en fuerza de algún título. Y esto explica también que más
allá de las propias fronteras los hombres se sienten en tierra extraña.
Pero al lado de la
propia casa destinada para huir del sol y de la lluvia, para amasar el pan de
todos los días, para llevarlo a todas las cabañas, todos los días edifican,
construyen todos los hombres su casa espiritual. Esta es más alta, más noble,
de alcance más hondo y más trascendental. No ha sido ni es edificada como
erróneamente muchos lo piensan, después que la otra ni sobre ella. Comenzó a
ser edificada y a veces ya estaba casi totalmente construida antes de que se
echaran los cimientos de piedra. Y en todo caso, ha sido y es en todo tiempo,
la muralla y el cimiento de canteras vivas en que descansan todas las demás
construcciones. Nadie: ni hombre, ni familia, ni raza, ni patria, ni pueblo
alguno han carecido de su casa espiritual. La han formado –a lo largo de los
tiempos– bajo la mirada de los siglos, bajo la mirada de los héroes y de los
oráculos, bajo la mano desdoblada de los maestros –filósofos, literatos,
legisladores, sacerdotes– y la han hecho para guarecerse contra todas las
crisis de la vida, contra todos los terremotos y los sacudimientos y para tener
siempre rebosantes de ilusión, de esperanza, de ideal, de luz, de justicia y de
paz todas las alforjas de todos los peregrinos que se han juntado bajo la misma
tienda a platicar antes de internarse en el desierto.
Cada hombre, cada
familia, cada tribu, cada raza, cada patria, tienen su tienda de lona firme y
gruesa para resistirle al sol y al viento. Y cada hombre y cada patria y cada
raza tiene también, su tienda espiritual desde donde resiste a la bestia y
desde donde busca todos los días el camino para poseer permanentemente y en
abundancia los dones más altos del espíritu: verdad, belleza, justicia,
libertad. ¿Cuántas veces se ha desenvainado la espada para defender la tienda
espiritual que han levantado en todos los siglos los hombres al lado de su casa
de piedras? Muchas también. En la última recia y arrasadora crisis de 1914 que
hizo desenvainar, sobre todas las fronteras, centenares de millares de espadas,
de uno y de otro lado peleaban –así lo decían a grandes voces– por la tienda
desplegada –y amenazada de ruina– del espíritu.
Y cada pueblo
–encorvado sobre las trincheras– defendía también su tienda espiritual. Francia
defendía la suya. Inglaterra peleaba por la suya. Italia hacía otro tanto. Y
cada uno –como Eneas[2] en
medio del instante trágico del derrumbe de Ilión[3]– se
abrazaba ansiosamente de sus penates –héroes, santos, artistas, códigos,
sistemas, costumbres, maestros–, los más altos símbolos y las más altas
realidades de su patrimonio espiritual, para salvarlos del arrasamiento. Cuando
Lord Byron[4]
desplegó la vela de su barca de soñador para ir en auxilio de Grecia, más que los
muros de argamasa y de piedra hechos por la mano de los helenos, lo inquietaban
y lo arrastraban hacia la guerra los linderos invisibles de la ciudad blanca y
luminosa del pensamiento y del ensueño, edificada por los obreros inmortales de
las ideas y de la belleza. La significación incontrastable y decisiva de la
tienda espiritual de hombres y de pueblos, la sintió vivamente y la expresó con
su energía acostumbrada Bonaparte, cuando al referirse a la escuela de Brienne,
que fue donde hizo sus estudios, la llamó la patria de su pensamiento.
Subrayemos, por
tanto, con hierro endurecido y fuerte este pensamiento, que es una
incontrovertible verdad, que es un hecho de carne palpitante: todos tenemos
nuestra casa de piedra y al lado de ella, juntamente con ella, dentro de ella,
encima de ella, tenemos nuestra casa espiritual, nuestra tienda espiritual.
Todos somos y nos hemos sentido –por un hecho indestructible, presente en
nuestra conciencia– dueños de nuestra casa de piedra y con la misma fuerza, con
la misma, con más tenacidad y firmeza, todos somos y nos sentimos dueños de
nuestra casa espiritual. Cuando alguien –hombre o pueblo– invade nuestra casa
de piedra, nosotros no tenemos más que una palabra en nuestros labios: intruso.
Cuando algún hombre o pueblo –conquistador o innovador– invade nuestra casa
espiritual, nosotros afianzamos nuestros pies en la tierra que pisamos y
pronunciamos la misma palabra: intruso. La época moderna tiene pocos
imperialistas y pocos conquistadores al estilo de César y de Alejandro. En
cambio, ha sido intensamente fecundada en fervientes, en implacables
reformadores. Diremos la palabra: ha sido superabundantemente fecunda en
revolucionarios. El revolucionario de la época moderna no tiene casa, ni de
piedra ni de espíritu. Alfredo de Musset[5] lo
retrato maravillosamente cuando escribió, en 1836, estas palabras: “Y mientras
tanto este hombre, no poseyendo ya su vieja casa, ni tampoco, todavía la nueva,
no sabe cómo resguardarse de la lluvia, ni cómo preparar su cena, ni dónde
trabajar, ni dónde vivir, ni dónde morir; y sus hijos son recién nacidos”. El
revolucionario está pintado de mano maestra. No tiene casa: porque su casa es
una quimera que flota a la distancia, en la región etérea de los sueños y que
tendrá que ser hecha sobre el derrumbe de todo lo viejo, de todo lo existente.
Pero la ley
suprema de la vida se impone avasalladoramente. Y nadie ha podido ni podrá
vivir sin casa. La casa se necesita para el cuerpo y para el espíritu cuando
menos para soñar, cuando menos para trazar el plan de la nueva casa. Más aún,
llega un instante en que rendido el brazo y fatigada la ilusión del innovador
acaba por convencerse de su impotencia para edificar su nueva casa y acaba
también por meterse a la casa ajena. Todos los revolucionarios en esto han
parado en todas partes. Napoleón,[6]
nacido en medio de las quimeras del noventa y tres e impotente para levantar
una nueva casa, acabó por meterse tranquilamente a los viejos palacios de los
reyes de Francia y por entregarse a mandar en casa ajena. Para esto, para
mandar totalmente, quiso ser emperador, mariscal, pedagogo, pontífice, todo.
Nadie podía pensar, ni escribir, ni salir de paseo sin su permiso. Nadie estaba
ya en su propia casa. Mejor dicho todas las casas estaban ya usurpadas. El gran
intruso estaba allí, dentro de cada casa y de la gran casa material y
espiritual de Francia.
En México se ha
seguido el mismo camino. Han jurado primero demoler nuestra casa –esta casa
luminosa y sonora donde se juntaron todas las barcas de Occidente pobladas de
misioneros y de maestros y donde por espacio de tres siglos sudaron y se
desangraron cuerpos y espíritus para edificar cimientos y techos que hasta
ahora no han podido ser ni siquiera mal remendados–, luego han esbozado el plan
de la otra casa, la del porvenir, y, por fin, vencidos por las leyes
inflexibles de la vida y por su impotencia para edificar, han acabado por
meterse a sangre y fuego, a bayoneta calada a la casa ajena, a nuestra casa,
sí, a nuestra casa. Hemos estado en esta casa tres siglos; echamos sus
cimientos, levantamos sus techumbres, la hemos apuntalado todos los días contra
todos los huracanes; hoy mismo tenemos puestas todas nuestras espaldas para
sostenerla; si pudo ser edificada fue porque nosotros le dimos las canteras
vivas de nuestras ideas; si no se ha derrumbado totalmente es porque nuestra
tienda espiritual toda entera no la ha dejado caer. Y si dentro de ella hay
todavía fuertes y desbordantes condiciones de vida donde respiran, se nutren y
se solazan los mismos intrusos, es porque Ripalda[7],
–sobre todo el viejo, el deshilachado Ripalda, como el Atlas de la mitología–
mantiene recias y firmes aún, aunque un tanto sacudidas, las piedras centrales:
autoridad, propiedad, familia, conciencia, vida, en sin el decálogo, que
Federico Le Play llamaba “la constitución esencial de la humanidad”.[8]
Con frecuencia alzan
frenéticamente la voz los intrusos para tacharnos a todos los católicos
–prelados, sacerdotes y simples fieles– de que vivimos entregados a mistificar
la religión y a llevarla como trofeo y bandera de seducción a las contiendas
políticas. Y es necesario que de una vez por todas se diga toda la verdad.
Nosotros nos hallamos en nuestra propia casa. Los innovadores impotentes para
edificar hasta la más infeliz de las cabañas han invadido nuestra casa. Y tras
de invadirla se han entregado a la tara de mandar despóticamente, absolutamente
en ella. Ellos son los que han invadido con sus banderas políticas todo:
templos, hogares, escuelas, talleres, conciencias, pensamiento, palabra, todo.
Ellos son los invasores, ellos son los intrusos. Nosotros nos encontramos en
nuestra propia casa. Nosotros la edificamos con lodo y argamasa regados con
nuestro sudor y con nuestro pensamiento. Ellos, los innovadores, nunca han
podido edificar nada. Nunca han hecho otra cosa que entrar a saco nuestra casa
y nuestras casas. Y siempre que han intentado alcanzar la gloria de arquitectos
no han provocado más que derrumbes. Y esto –derrumbes– solamente, derrumbes, es
lo único que se oye del lado de ellos. Nuestra antigua actitud de cariátides
angustiadas, pensativas y agobiadas por la carga de la vida, persiste y
persistirá; pero hoy comienzan a abrirse nuestros labios y nuestra primera
palabra, nuestra eterna palabra para los innovadores, para los intrusos será
ésta: estamos en nuestra casa; vosotros sois invasores. Vosotros sois los
intrusos.
Mayo, 1926.
[1] RÓMULO
y Remo. Personajes míticos, hermanos amamantados por una loba, el primero de
ellos fundó Roma, luego de asesinar a su hermano.
[2] ENEAS. Héroe
mitológico troyano, una de las figuras legendarias más importante de la
antigüedad grecorromana, antepasado de los latinos, según Virgilio.
[4] BYRON, Jorge Noel
Gordon, Lord (1788-1824). Poeta romántico inglés, participó en la
guerra de Grecia, en cuyas costas murió.
[5] MUSSET, Alfredo
(1810-1857). Poeta, novelista y autor dramático francés, fue el más ingenioso
de los románticos franceses, pues une la libertad volteriana con el disgusto
por la vida.
[6] NAPOLEÓN
Bonaparte (1769-1821). Emperador de Francia y genial estratega militar,
desplegó un ambicioso proyecto imperial para Europa, desmantelado por sus
adversarios.
[7] RIPALDA, Juan Martínez de
(1536-1618). Teólogo jesuita español, autor del famoso Catecismo y
exposición breve de la doctrina cristiana, que ha alcanzado miles de
ediciones.
[8] LE PLAY, Pedro Guillermo Federico (1806-1882). Economista y sociólogo francés.
La doctrina Le Play es la aplicación de los métodos
analíticos a los fenómenos de la vida moral y social -método monográfico-: la
familia es la célula social y el decálogo, su norma.
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