martes, 31 de mayo de 2016

"CARTAS PASTORALES Y ESCRITOS por S.E. MONSEÑOR MARCEL LEFEBVRE"

Carta Pastoral n° 30
POR UN VERDADERO “AGGIORNAMENTO”

Mis reverendos Padres y queridos compañeros:

Me parece que ha llegado la hora de hacer un llamado a su espíritu de fe, a su espíritu sobrenatural, a la grave responsabilidad que pesa sobre sus espaldas para preparar y operar una verdadera reforma, un verdadero “aggiornamento” en el espíritu de nuestra querida Congregación, el cual tendrá consecuencia sobre la vida diaria y sobre actos de la vida personal o de la vida de las comunidades. El Concilio, en efecto, está suficientemente adelantado en sus trabajos, desde su preparación hasta esta última sesión para que se pueda contar desde ahora con las gracias particulares que Nuestro Señor suscita en épocas como ésta a la Iglesia, con reformas y realineamientos que tienen por fin santificar más perfectamente y hacer revivir de nuevo en la Iglesia el más puro espíritu evangélico que se manifestó a lo largo de toda su historia.

En el curso de esta historia, ¿cómo se manifestó esa renovación, semejante a las consecuencias del primer pentecostés? Por iniciativas santas, que a menudo provienen de las almas más humildes, pero que están llenas del Espíritu de Dios y aprobadas por los sucesores de los apóstoles, y en particular por el sucesor de Pedro: estas iniciativas plenamente conformes al espíritu evangélico han suscitado falanges de almas santas, de almas orantes, de almas obedientes, de almas misioneras que han rechazado de sí al espíritu del Príncipe de este mundo, para someterse al Espíritu de Jesucristo. La historia de la Iglesia es la historia de los santos; los que han tratado de reformar la Iglesia conforme a otro espíritu que no fue el de Nuestro Señor han sido los herejes o cismáticos, y se han perdido por su orgullo junto con sus adeptos.

La historia que precede al Concilio de Trento, y los acontecimientos de la verdadera reforma que lo han seguido, muestran la acción del Espíritu Santo operando en las numerosas fundaciones que tuvieron lugar en esa época, todas orientadas hacia la formación del clero o de los religiosos y religiosas en la mayor imitación posible de Nuestro Señor, es decir, en humildad, obediencia, pobreza, castidad, oración litúrgica, oración, recepción frecuente de los sacramentos, devoción a la Santa Eucaristía, a la Virgen María, dedicación a los pobres y a los infelices, y también y por sobre todo la instrucción cristiana por medio de una multitud de escuelas para todas las clases de la sociedad: tales fueron las fundaciones de los Teatinos, de los Somascos, de los Barnabitas, de las Angélicas, de las Ursulinas, de los Jesuitas, etc…

Cuántos santos ejemplos de humildad, de celo por la gloria de Dios y por la salvación de las almas. Y toda esta abundancia de gracias como la que se manifestó en los siglos que siguieron comenzará igualmente bajo la forma de pequeños grupos de clérigos acuciados por un gran deseo de santificarse, de imitar más a Nuestro Señor. Tales fueron las iniciativas de nuestros fundadores Claude Poulart des Places y el Venerable Libermann. Esta instrucción tiene por fin y consecuencia preguntarnos y preguntar: ¿tenemos conciencia de que debemos encontrar ese fervor y ese ardor por santificarnos mediante la imitación de Nuestros Señor o, por el contrario, estamos deseosos de seguir las atracciones de las teorías nuevas que quieren exaltar la dignidad humana hasta llegar al abandono de la autoridad de origen divino y de la obediencia, teorías nuevas que exaltan el mundo material, el cosmos y quieren que participemos de la construcción de ese mundo para ser salvos, abandonando el desapego de los bienes de este mundo y la verdadera pobreza? En fin, teorías nuevas que silenciando el pecado original y la concupiscencia exaltan el cuerpo y la carne, despreciando el celibato y la continencia, arruinando así la verdadera castidad.

Llegamos, me parece, a un cruce de caminos. ¿Qué hay que hacer? ¿Qué vamos a elegir? Es una cuestión de vida o muerte para todas las sociedades religiosas, es su fundamento mismo y su razón de ser lo que se pone en cuestión. Si abandonamos la filosofía y la teología tradicional, los principios fundamentales de la salvación, de la santificación, de la justificación, en breve caerá vencida nuestra sociedad, se disgregará, y la juventud generosa nos abandonará. Es que hay una juventud generosa, deseosa de la verdadera santificación, que irá adonde encuentre una fuerte espiritualidad cristiana, tradicional, liberadora por su obediencia sobrenatural, por su pobreza, su castidad, por la afirmación de su adhesión pública y clara a Jesucristo y a su Iglesia: la espiritualidad de los santos. Vendrán almas santas que reclutarán a esa juventud deseosa de la verdadera virtud, los que serán los sacerdotes del futuro, los misioneros del futuro, capaces y competentes por ser santos y estar llenos de una santa doctrina. ¡A nosotros nos toca elegir! ¿Queremos morir con una linda muerte en la corrupción de las ideas y la indisciplina bajo todas sus formas, o queremos renovarnos y así atraer a toda clase de almas bien nacidas y verdaderamente cristianas? Queridos sacerdotes, provinciales, directores de noviciados y escolasticados, son quienes tienen la respuesta. No dudo en decirlo: si, de aquí a 2 ó 3 años, no hay un profundo enderezamiento buscando el recto sentido de las virtudes cristianas, conduciremos a la Congregación hacia su desaparición, como lo comprobamos en los seminarios de numerosas diócesis y en los noviciados de numerosas congregaciones.

En consecuencia: ¿qué hay que hacer?

1- Encontrar nosotros mismos convicciones sanas y firmes en la fe de Nuestro Señor, en su gracia, en las virtudes que nos enseñó con su ejemplo y su palabra. Animarnos por toda la historia de la Iglesia, de los santos y en particular de la Santísima Virgen María. Fortes in fide, he aquí lo que debemos ser de nuevo.

2- A este respecto, rechazar resueltamente todo lo que puede engañarnos o alejarnos de este espíritu: la filosofía moderna, nominalista, evolucionista, materialista, que confunde lo natural y lo sobrenatural, que no deja más lugar a las intervenciones divinas personales y libres en las almas, que aminora la responsabilidad humana, que “masifica” la humanidad y arruina a la persona y al alma individual.Rechazar resueltamente todo lo que arruina la teología tradicional, minimizando la jerarquía del orden, los poderes que le pertenecen, reduciendo el magisterio a un testimonio de presencia, laicizando a los sacerdotes y dando a los laicos funciones sacerdotales, reduciendo el sacrificio de la Misa a un festín comunitario, etc… Dejarnos llevar por estas u otras teorías formalmente opuestas a la Tradición de la Iglesia, es ir hacia la pérdida de la fe en Nuestro Señor.

3-Comprometernos primeramente nosotros mismos en la renovación de nuestra vida religiosa por medio de una oración asidua, con una grande, respetuosa, ardiente devoción por nuestra Santa Misa, por la Santa Eucaristía, por el respeto por nosotros mismos en cuanto sacerdotes, como religiosos, en la modestia, en la humildad, en la exacta estima de nuestra responsabilidad y de nuestro deber de estado hacia quienes nos han sido confiados.

Oración

Esta renovación personal debe manifestarse exteriormente por nuestra conducta en la Casa de Dios, donde todo puede atraernos; asiduidad en nuestro breviario, en nuestras oraciones y ejercicios prescriptos por la regla, en nuestra Santa Misa, en las devociones queridas por la Iglesia: Santísimo Sacramento, Virgen María, Patronos de nuestras comunidades. Si somos ardientes en la práctica de ese espíritu de oración, arrastraremos a nuestra comunidad. Vigilaremos la belleza y limpieza de nuestra capilla, de nuestras sacristías, de los ornamentos; dejaremos el Santísimo en su lugar de honor, que es el medio del altar principal (nuestras capillas no son catedrales). Evitaremos dejar la consideración por la Misa leída y personal, multiplicando de manera abusiva las concelebraciones. Pensemos en la formación de nuestros Padres para el futuro. Inculquémosles el valor público y universal de la Misa privada. En nuestras Misas destinadas al clero, aún si hay algunos fieles, debemos guardar el uso del latín de manera habitual, y sobre todo para la Misa solemne del domingo. La regla adoptada para los seminarios de Roma es: dos veces por semana, Misa en lengua vernácula; el domingo y los otros días: Misa en latín. Esto vale también para los novicios asimilados a los clérigos. Guardaremos las ceremonias de vísperas dominicales en latín, las bendiciones con el Santísimo, los ejercicios del mes del Rosario, las procesiones con el Santísimo, las de Rogativas… Trataremos de tener bellas imágenes en nuestras capillas y parques para incitar a la piedad y para edificación de las almas. El espíritu litúrgico tan recomendado por el Concilio no debe tener eficacia más que en la medida de nuestra unión con Dios, que se alimenta por la oración, la unión con Dios en lo íntimo de nuestras almas. Evitemos la tendencia moderna que quisiera dar la ilusión de una salvación colectiva en lugar de ser personal o individual, de donde surge el desprecio por los actos de piedad personales. La liturgia es también una escuela de respeto, porque manifiesta la justa apreciación de los valores. A cada uno, a cada persona según su función, a cada cosa las señales de respeto que le son debidas. ¡Ante todo, respeto y adoración de Dios! Guardaremos con cuidado todas las marcas y señales de adoración prescriptos por la liturgia: así, la recepción de la Santa Eucaristía de rodillas está siempre prescripta hasta el día de hoy.

No reduzcamos sin razón las oraciones antes y después de las comidas. Tienen una feliz eficacia sobre nuestra actitud en la mesa. Observemos de nuevo los reglamentos previstos. Con este propósito y para que la oración de acción de gracias al final de las comidas no sea omitida o hecha individualmente, no debemos nunca autorizar que se fume antes de que la oración haya sido rezada. Es una costumbre a proscribir, que no conviene a los religiosos.

Estudios, lecturas, revistas, retiros

Para la restauración de la piedad hay que vigilar que se añada una estima profunda y perseverante por la verdad, verdad natural y verdad de la fe. Debemos estar apasionados por la Verdad que es luz para las inteligencias. Jamás como hoy se ha hecho sentir la absoluta necesidad de una filosofía sana. La gran mayoría de los errores actuales son errores filosóficos. Sólo una filosofía según los principios tomistas da a los espíritus una fuerza y claridad que les permite tener inteligencias fuertes, capaces de descubrir las fallas de los errores modernos. Esa filosofía no debe limitarse a la filosofía especulativa, sino que debe abrazar la ética que da las bases naturales y fundamentales de la vida moral y espiritual, las bases de la sociología familiar, política. Dar los principios fundamentales de las relaciones entre el capital y el trabajo, los cuerpos intermedios y la sociedad civil, los principios de derecho de la gente y de las relaciones de las sociedades entre ellas.

¿Es verdaderamente ese estudio y esos principios según Santo Tomás lo que estudian nuestros filósofos? Lo mismo pasa con la teología: ¿no tenemos la tendencia de hacer puramente teología positiva, sin mostrar las concordancias entre la razón y la fe?

¡La responsabilidad de los directores de los escolasticados en esta materia es grave, muy grave! Tienen la obligación de aprehender a los profesores que enseñan otra doctrina, y aún señalarlos ante los Superiores Mayores o al Prefecto general de los estudios.

La formación de los espíritus se hace no solamente en los cursos, sino también en las conferencias, en las lecturas públicas, en los libros, revistas y diarios que se dejan a disposición de los escolásticos. Los Directores son directamente responsables de estas elecciones. Cuántas imprudencias y dejadez en estos dominios… ¿No se deja que los alumnos elijan por sí mismos todas esas fuentes de formación o deformación? ¡Cuántos destrozos causados en las almas por estas negligencias! ¡Conferencistas que siembran dudas sobre las cosas más santas! En las lecturas públicas, cosas insignificantes o nocivas tomadas de revistas más o menos marxistizantes, cuando se podría hacer tanto bien en esas lecturas públicas: cuántas vidas edificantes, cuántas experiencias útiles por medio de lecturas históricas sanas. Los Directores deben ellos mismos hacer la elección del o de los diarios y revistas puestos a disposición de los escolásticos. Que se eviten las revistas y diarios que tapan los principios tradicionales de la fe, de la filosofía, de la piedad. ¡Es allí donde se debe hacer pesar el criterio, y no en un acierto equilibrio entre dos supuestos extremos! Toda negligencia en ese dominio tiene repercusiones insospechadas, en base a un espíritu contrario a las virtudes religiosas de humildad, de obediencia… Hay que decir una palabra respecto a los predicadores de retiros, y sobre la elección de los directores de sesiones. Sabemos fehacientemente que un cierto número de ellos no están ya conformes con los principios que nos han legado los santos y los apóstoles, y en consecuencia, destruyen más que edifican. Allí es un grave deber de los Provinciales y Directores el averiguar bien, ser prudentes y elegir solamente a sabiendas; todo error es fuente de desorden, de indisciplina.

Las virtudes
Restauración de la piedad, de la verdad, de la virtud.

Hagamos fructificar la gratia sanans luchando contra los vicios, las malas costumbres y alentando el ejercicio de la virtud. En este aspecto, la virtud particular de los superiores es la de fortaleza, que consiste en sustinere et eggredi, tener e ir adelante, nunca abandonar, tolerar a veces, pero con la intención de reformar lo que sea posible. Se necesitará una paciencia angélica, si no divina, pero no nos desanimemos en seguir adelante, o de lo contrario también nosotros tendremos que convertirnos. Debemos tratar de crear en nuestras casas un ambiente de santidad, de celo, de fervor, de caridad, de generosidad. Tenemos que perseguir ese ideal, animando a los buenos, los virtuosos, y persiguiendo al escándalo, que es totalmente contrario al bien común. Habrá dificultades, tolerancias más o menos largas, pero con caridad, perseverancia y firmeza hay que reprender, corregir, a fin de que nunca pueda suponerse que se acepta el escándalo y que el autor del escándalo tenga la impresión de que ha ganado y llegó a vencer al superior. Hay escándalos por debilidad; éstos son menos graves. Los hay por espíritu de orgullo, de insumisión, de falso espíritu, que no entiende la obediencia; éstos son graves, y no pueden ser tolerados mucho tiempo sin un perjuicio grave para la comunidad. Lo mismo pasa con las faltas morales graves; si parecen ser más o menos admitidas, entonces provocan caídas en cadena y envenenan una casa, una provincia, una diócesis. Hay que castigar sin demora; por lo menos, alejar el escándalo. Pero mejor que la reprimenda —sin embargo, necesaria— es darle ánimos a los buenos, a los virtuosos, a los celosos que provocan una feliz y saludable emulación.

Obediencia

Amemos el hacer entender a nuestros aspirantes el lugar esencial de la virtud de obediencia en la vida cristiana y en la vida religiosa. Es toda la vida de Nuestro Señor. No hay esperanza de renovación allí donde no hay devoción por la obediencia, como la donación total de sí mismo a Dios. Todos los santos primero han sido almas humildes y obedientes. Hay que comprobar, desgraciadamente, que en este apartado las faltas son continuas y empiezan desde el noviciado. Sobre todo allí es donde hay que inculcar ese espíritu de reforma de sí mismo que consiste en un abandono total y completo de la voluntad propia para someterse sin discusión ni duda a la voluntad de Dios manifestada por los superiores. Es esa la fuente primera e indispensable para una reforma profunda y durable. Son demasiado frecuentes las desobediencias respecto al reglamento del silencio, del traje eclesiástico, de la pobreza, del orden y del mantenimiento de las celdas, etc. Lo que es particularmente graves es la desinteligencia de la necesidad fundamental de la obediencia para la búsqueda de la imitación de Nuestro Señor. Es un tema sobre el cual los formadores deben volver sin cesar. Ahora bien, algunos superiores o directores dan la impresión de no atreverse a hablar más de obediencia y autoridad. Abundan con gusto en la autoeducación, la autoformación, tienen tendencia a suprimir los reglamentos para dejar más libertad a la responsabilidad personal. Hay en esta tendencia una dimisión de la autoridad en lo que es propio de su función, una falta total de realismo que llega al desorden, a la indisciplina, una primacía dada al desprecio de los buenos sujetos, humildes y sometidos.

Pobreza
Hacer amar la pobreza, el espíritu de economía, el cuidado de los objetos de la comunidad para evitar los gastos inútiles; llegar a la práctica real del desapego de los bienes de este mundo, tal debe ser el fin de los santos, de quienes no quieren otro bien que no sea Nuestro Señor Jesucristo. Se habla mucho de pobreza, y se la práctica cada vez menos. Los ecónomos lo saben y se encuentran estupefactos al comprobar el espíritu dispendioso de muchos —o de la mayoría— de nuestros escolásticos. Los peculios se multiplican, los objetos personales también, las radios, grabadores, cámaras, etc… En la comunidad uno se vuelve cada vez más exigente: se necesitan los implementos más modernos para las recreaciones…

Los miembros más jóvenes de la Congregación, en lugar de sentir un santo celo por la práctica de la pobreza, manifiestan, por el contrario, exigencias que los asimilan al clero secular o a los laicos. Eso es exactamente lo contrario de la renovación necesaria. ¡Pensemos en San Francisco de Asís, en San Vicente de Paúl, en Don Bosco! Cuán lejos estamos de ese espíritu… La pobreza combate el desorden, el porte vulgar, la falta de cuidado. A este respecto, debemos decir algunas palabras sobre el vestuario eclesiástico y religioso. En los países en que se lleva el clergyman desde hace algunos años, que se mantenga la tradición del color negro y el uso de la sotana en las comunidades y la capilla. En los países que poco a poco van adoptando el clergyman, hay que preguntarse sinceramente ante Nuestro Señor si ese cambio, de ninguna manera exigida por las leyes ni por los fieles, favorece verdaderamente la santificación del religioso y le ofrece una influencia pastoral más eficaz. Les dejo la respuesta, pero concluyo que en estas regiones no debemos de ninguna manera fomentar esta transformación indumentaria, sino por el contrario, animar a los que manifiestan por medio de su porte su apego a la Iglesia Católica y su deseo de practicar más perfectamente el desapego de las vanidades de este mundo. En cuanto a los que creen que deben llevar el clergyman fuera de la casa, aconséjenlos vivamente que vistan de color negro con la pechera negra y el cuello romano, como lo llevan nuestros sacerdotes que se encuentran en los países donde ese vestuario es de regla. El negro es reservado, discreto y digno; el gris es mundano, y no es digno del estado sacerdotal ni, sobre todo, del estado religioso.

En este apartado, como en el uso de todos los bienes de este mundo, ¿qué harán los santos que el Señor suscitará en los tiempos futuros? Harán lo que han hecho siempre los del pasado: la búsqueda de la imitación de Nuestro Señor Jesucristo en su pobreza, su modestia, su alejamiento del mundo y de todo que agrada al mundo, al mismo tiempo que la edificación del prójimo por la predicación con el ejemplo y la palabra. He aquí lo que debe ser el espíritu de nuestra renovación en la virtud de pobreza.

Castidad

Y se puede relacionar fácilmente la práctica de la virtud de pobreza con la de la castidad, pues se sostienen mutuamente. La ausencia de mortificación en el ejercicio del desapego de los bienes de este mundo no facilita la práctica de la castidad. La vanidad o la dejadez en el porte son a la vez contrarios a la pobreza y a la castidad. La falta de modestia, la falta de respeto de uno mismo y por el prójimo, también son contrarios al dominio de sí mismo y al orden querido por Dios. La vulgaridad en el porte, el lenguaje, en las recreaciones, las lecturas, los cantos, es una manifestación de indisciplina interior, de licencia que conduce a la incontinencia, al exceso en el alimento o la bebida y a la lujuria. La vigilancia, el dominio de si mismo, van de la mano con un renunciamiento habitual y permiten una verdadera sencillez, una gran caridad hecha de respeto del prójimo y sobre todo de los superiores. El tuteo, la negligencia en el porte, la falta de cortesía y de saber vivir no deben ser tolerados.

Tenemos que vigilar también el uso inmoderado de la televisión. ¿Qué haría un alma verdaderamente deseosa de alejar de su espíritu, de su imaginación y de su corazón las cosas que apasionan al mundo donde reinan “la concupiscencia de los ojos, de la carne y el orgullo de la vida”? Se limitaría, pienso, al conocimiento de los acontecimientos, a algunas raras y sanas representaciones. Y para eso la vigilancia debe ser estricta y las recreaciones organizadas con tareas y fraternales distracciones. La televisión en las casas de formación nunca debe estar autorizada después de la oración de la noche, con la que debe terminar el día, seguida del gran silencio y la preparación de la oración del día siguiente. Una o dos veces por mes puede ser autorizada para los padres y hermanos que han terminado su formación, y para representaciones instructivas. La virtud de la castidad se mantiene por medio de la mortificación y el renunciamiento, y no por la frecuentación del escándalo. Son estos mismos principios los que deben hacernos evitar la frecuentación del cine, las lecturas dudosas que golpean la imaginación y nos alejan de la vida de oración.

Cuánto más reconfortante es la compañía de los libros santos, de las obras redactadas por almas nutridas por el Espíritu de Dios, en particular por los Padres de la Iglesia. Sepamos hacer una elección juiciosa entre los libros y las lecturas para nuestros jóvenes ávidos de instruirse, a fin de que su ciencia no los “infle”, sino que los edifique. Queridos compañeros, quisiera tener los acentos de nuestros santos fundadores, quisiera encenderlos de los santos deseos que han animado a todos los santos, que han sido reformadores, renovadores porque han querido apasionadamente a Nuestro Señor Jesucristo, porque considerando a Nuestro Señor sobre la cruz han sacado de allí un sano ardor para el ejercicio de la obediencia, la pobreza, la castidad, y han adquirido un espíritu de sacrificio, de oblación, de oración, que los ha transformado en apóstoles. Es en ese sentido que se debe hacer nuestra reforma, nuestra renovación, nuestro “aggiornamento”, y no en el sentido de un “neoprotestantismo” destructor de las fuentes de santidad. Ojalá podamos suscitar que santas almas junten sus esfuerzos a los nuestros para hacer de todas nuestras casas de formación y nuestras casas provinciales, casas de oración, de fervor, de caridad, casas cuyo centro sea la Eucaristía, donde María sea Reina, donde la cruz esté presente en todo lugar. Qué consolación para los miembros del Consejo General, para todos los religiosos de la Casa Madre y para mí mismo, será comprobar que en el conjunto, nuestras provincias y distritos guardan preciosamente las tradiciones de piedad, de caridad, de celo que nos han legado nuestros predecesores. Sin embargo, no debemos minimizar los peligros que corremos en medio de un ambiente general deletéreo que, en la Iglesia misma, tiende a asfixiar todas las fuentes de una santidad auténtica. Los hechos nos manifiestan que nuestra querida Congregación no está exenta de los males que reinan a nuestro alrededor: disminución de las vocaciones, deserciones de numerosos jóvenes aspirantes, turbaciones y dudas en numerosos profesores.

Por eso el momento me pareció propicio para enviarles un “sursum corda”, con una renovación de generosidad a fin de que con sus colaboradores estudien de una manera precisa y eficaz los medios más aptos para dar a nuestra querida familia espiritana el retoño de vida que le permitirá pasar por sobre los escándalos del mundo y los errores de nuestro tiempo evitando una contaminación mortal.

Que el Espíritu Santo, por la intercesión del Corazón Inmaculado de María y de nuestros santos fundadores, nos dé las gracias necesarias para cumplir esta tarea necesaria para la salvación de nuestras almas y de las almas a nosotros confiadas.

Su humilde y cordialmente dedicado en Nuestro Señor
Mons. Marcel Lefebvre

(año 1965)

LE DESTRONARON - Del liberalismo a la apostasía La tragedia conciliar.

XXVIII
LA LIBERTAD RELIGIOSA
DEL
VATICANO II

Según el Vaticano II, la persona humana tendría derecho, en nombre de su dignidad, a no ser impedida en el ejercicio de su culto religioso, sea cual fuere, en privado o en público, salvo si esto perjudicara la tranquilidad y la moralidad pública. Convendrán conmigo que la moralidad pública del Estado “pluralista” promovida por el Concilio, no molesta mucho esta libertad; tampoco la corrompida sociedad liberal limitaría el derecho a la libertad del “concubinato”, si, en nombre de la dignidad humana, fuera dicho indistintamente de los amancebados y de los casados.  Así pues ¡musulmanes! ¡Rezad tranquilamente en nuestras calles cristianas, construid vuestras mezquitas y minaretes junto a los campanarios de nuestras iglesias, la Iglesia del Vaticano II os asegura que no debemos impedíroslo; lo mismo para vosotros budistas, hinduistas...! Mediante esto, nosotros los católicos os pediremos la libertad religiosa en vuestros países, en nombre de la libertad que os acordamos en los nuestros... Podremos así defender nuestros derechos religiosos frente a los regímenes comunistas, en nombre de un principio declarado por una asamblea religiosa tan solemne, y ya reconocida por la O.N.U. y la Francmasonería... Es, por otra parte, la reflexión que me hizo el Papa Juan Pablo II en la audiencia que me concedió el 18 de noviembre de 1978: “Fíjese, me dijo, la libertad religiosa nos fue muy útil contra el comunismo en Polonia.” Yo tenía ganas de contestarle: “Muy útil puede ser, como argumento ad hominem, ya que los regímenes comunistas tienen la libertad de cultos inscripta en sus Constituciones pero no como principio doctrinal de la Iglesia Católica.”

I
LIBERTAD RELIGIOSA Y VERDAD

En todo caso, es esto, lo que respondía por adelantado el Padre Garrigou-Lagrange: “Nosotros podemos (...) hacer de la libertad de cultos un argumento ad hominem contra aquellos que, a la vez que proclaman la libertad de cultos, persiguen a la Iglesia (Estados laicos y socializantes), o impiden su culto directa o indirectamente (Estados comunistas, islámicos, etc.). Este argumento ad hominem es justo y la Iglesia no lo desdeña, usándolo para defender eficazmente su derecho a la libertad. Pero no se sigue, que la libertad de cultos, considerada en sí misma, sea sostenible para los católicos como principio, porque ella es de suyo absurda e impía, pues la verdad y el error no pueden tener los mismos derechos.”

Me resulta agradable repetirlo: sólo la verdad tiene derechos, el error no tiene ningún derecho, es la enseñanza de la Iglesia:

“El derecho, escribe León XIII, es una facultad moral que, como hemos dicho y conviene repetir mucho, es absurdo suponer haya sido concedido por la naturaleza de igual modo a la verdad y al error, a la honestidad y a la torpeza. Hay derecho para propagar en la sociedad libre y prudentemente lo verdadero y lo honesto para que se extienda al mayor número posible su beneficio; pero en cuanto a las opiniones falsas, pestilencia la más mortífera del entendimiento (...) es justo que la pública autoridad los cohíba con diligencia para que no vayan cundiendo insensiblemente en daño de la misma sociedad.”

Bajo esta luz, es claro que las doctrinas y los cultos de las religiones erróneas no tienen, de suyo, ningún derecho a que se las deje expresar y propagar libremente. Para evitar esa evidencia solar, en el Concilio objetaron que la verdad o el error, propiamente hablando no tienen ningún derecho, que son las personas quienes tienen los derechos y son “sujetos de derecho”. Así, intentaban desviar el problema poniéndolo en un nivel puramente subjetivo y esperando, de esta manera, poder hacer abstracción de la verdad. Pero este intento fue vano, como lo demostraré ahora, situándome en la problemática misma del Concilio. La libertad religiosa, considerada desde el punto del “sujeto de derecho”, consiste en acordar el mismo derecho a aquellos que se adhieren a la verdad religiosa y a aquellos que están en el error. ¿Es concebible semejante derecho? ¿En qué lo funda el Concilio? ¿Los derechos de la conciencia? Al comienzo del Concilio, algunos quisieron fundar la libertad religiosa sobre los derechos de la conciencia: “La libertad religiosa sería vana si los hombres no pudieran traducir los imperativos de su conciencia en actos exteriores”, declaró Mons. de Smedt en su discurso introductorio. El argumento era el siguiente: cada uno tiene el deber de seguir su conciencia, pues ella es para cada uno la regla inmediata de la acción. Ahora bien, esto vale no sólo para una conciencia verdadera, sino también para una conciencia invenciblemente errónea, que es la de numerosos adeptos de las falsas religiones; estos tienen el deber de seguir su conciencia y, por consiguiente, debe dejárseles la libertad de seguirla y de ejercer su culto. El disparate del razonamiento fue pronto evidenciado y debieron resignarse a hacer fuego con otra madera. En efecto, el error invencible, es decir no culpable, disculpa toda falta moral, pero no por eso hace la acción buena y por lo mismo no da ningún derecho a su autor. El derecho no puede fundarse más que sobre la norma objetiva de la ley, y en primer lugar, sobre la ley divina, que regula, en particular, la manera cómo Dios quiere ser honrado por los hombres.

¿La dignidad de la persona humana?

Al no brindar la conciencia un fundamento suficientemente objetivo se creyó encontrar uno en la dignidad de la persona humana. “El Concilio del Vaticano declara (...) que el derecho a la libertad religiosa se funde realmente en la dignidad misma de la persona humana” (D. H. 2). Esta dignidad consiste en que el hombre, dotado de inteligencia y de libre albedrío, está ordenado por su misma naturaleza a conocer a Dios, lo que no puede lograr si no se le deja libre. El argumento es éste: el hombre es libre, luego, debe dejársele libre. O de igual manera: el hombre está dotado de libre albedrío, luego, tiene derecho a la libertad de acción. Se reconoce el principio absurdo de todo liberalismo, como lo llama el Card. Billot. Es un sofisma: el libre albedrío se sitúa en el terreno del ser, la libertad moral y la libertad de acción en el plano del obrar. Una cosa es lo que Pedro es por naturaleza y otra lo que llega a ser (bueno, o malo, en la verdad o en el error) mediante sus actos. Por cierto, la dignidad humana radical es la de una naturaleza inteligente y por consiguiente capaz de una elección personal, pero su dignidad terminal (final) consiste en adherir “en acto” a la verdad y al bien. Es esta dignidad terminal la que merece para cada cual la libertad moral (facultad de obrar) y la libertad de acción (facultad de no ser impedido de obrar). Pero, en la medida en que el hombre se adhiere al error o se apega al mal, pierde su dignidad terminal o no la alcanza y ya no puede fundarse nada sobre ella. Esto es lo que enseñaba magníficamente León XIII en dos textos ocultados por Vaticano II. Hablando de las falsas libertades modernas, escribe León XIII en la Immortale Dei: “Cuando la mente da el asentimiento a opiniones falsas y la voluntad abraza lo que es malo y lo practica, ni la mente ni la voluntad alcanzan su perfección, antes bien se des-prenden de su dignidad natural y se despeñan a la corrupción. Por lo tanto, no debe manifestarse ni poner ante los ojos de los hombres lo que es contrario a la virtud y a la verdad; mucho menos defenderlo por la fuerza y la tutela de la ley.”NY en Libertas, el mismo Papa precisa en que consiste la verdadera libertad religiosa y sobre qué debe fundarse: “También se pregona con gran ardor la que llaman libertad de conciencia, que, si se toma en el sentido de ser lícito a cada uno, según le agrade, dar o no un culto a Dios, queda suficientemente refutada con lo ya dicho. Pero puede también tomarse en el sentido de ser lícito al hombre, según su conciencia, seguir en la sociedad la voluntad de Dios y cumplir sus mandatos sin el menor impedimento. Esta libertad verdadera, digna de los hijos de Dios, y que ampara con el mayor decoro a la dignidad de la persona humana, está por encima de toda injusticia y violencia, y fue deseada siempre y singularmente amada de la Iglesia.”

A verdadera dignidad, verdadera libertad religiosa; a falsa dignidad, falsa libertad religiosa. La libertad religiosa ¿derecho universal a la tolerancia? El Padre Ph. André-Vincent, que se interesaba mucho por este asunto, me escribió, un día, para ponerme en guardia: atención, me decía, el Concilio no pide para los adeptos de las falsas religiones el derecho “afirmativo” de ejercer su culto, sino solamente el derecho “negativo” de no ser impedidos en el ejercicio, público o privado, de su culto. En definitiva, Vaticano II no habría hecho más que generalizar la doctrina clásica de la tolerancia. En efecto, cuando un Estado católico, en razón de la paz civil, para la cooperación de todo el bien común, o de una manera general, para evitar un mal mayor o causar un bien mayor, juzga que él debe tolerar el ejercicio de tal o cual culto, puede, entonces, o “cerrar los ojos” acerca de ese culto por una tolerancia de hecho, no tomando ninguna medida coercitiva a su respecto; inclusive dar a sus adeptos el derecho civil de no ser molestados en el ejercicio de su culto. En este último caso, se trata de un derecho puramente negativo. Por otra parte, los Papas, no dejan de subrayar que la tolerancia civil no concede ningún derecho “afirmativo” a los disidentes, ningún derecho de ejercer su culto, pues semejante derecho afirmativo no puede fundarse más que sobre la verdad del culto considerado:

“Si las circunstancias lo exigen, se pueden tolerar desviaciones de la regla, cuando son introducidas en vistas a evitar mayores males, sin elevarlos, sin embargo, a la dignidad de derechos, contra las eternas leyes de la justicia.”

“Por esta causa, y sin conceder el menor derecho sino sólo a lo verdadero y honesto, no rehúye que la autoridad pública soporte algunas cosas ajenas de verdad y justicia, con motivo de evitar un mal mayor o de adquirir y conservar un mayor bien.”

“Sea cual fuere su carácter religioso, ningún Estado o comunidad de Estados, puede dar un mandato positivo o una autorización positiva de enseñar o hacer lo que sería contrario a la verdad religiosa o al bien moral (...) Otra cosa, esencialmente diferente, es ésta: en una comunidad de Estados ¿se puede, al menos en determinadas circunstancias, establecer la norma del libre ejercicio de una creencia o de una práctica religiosa en vigor en un Estado-miembro, que no sea impedido en todo el territorio de la comunidad por medio de las leyes u ordenanzas coercitivas del Estado?” (el Papa respondió afirmativamente: sí, “en ciertas circunstancias” tal norma puede ser establecida).

El Padre Baucher resume esta doctrina de una manera excelente: “Decretando la tolerancia se considera que el legislador no quiere crear, en beneficio de los disidentes, el derecho o la facultad moral de ejercer su culto, sino solamente el derecho de no ser perturbados en el ejercicio de ese culto. Sin tener nunca el derecho de obrar mal, se puede tener el derecho de no ser impedido de obrar mal, cuando una ley justa lo permite por motivos suficientes.” Pero agrega con razón: una cosa es el derecho civil a la tolerancia, cuando ésta es garantizada por la ley en vista al bien común de tal o cual nación en determinadas circunstancias; otra cosa es el pretendido derecho natural e inviolable a la tolerancia para todos los adeptos de todas las religiones, por principio y en toda circunstancia.

En realidad, el derecho civil a la tolerancia, aun cuando las circunstancias que lo legitiman parecen multiplicarse en nuestros días, sigue siendo estrictamente relativo a dichas circunstancias: “Como la tolerancia de los males, escribe León XIII, es cosa tocante a la prudencia política, ha de estrecharse absolutamente a los límites que pide la causa de esta tolerancia, esto es, al público bienestar. De modo que si daña a éste y ocasiona mayores males a la sociedad, es consiguiente que ya no es lícita, por faltar en tales circunstancias la razón del bien.” Apoyándose sobre los actos del Magisterio anterior, habría sido muy difícil al Vaticano II, el proclamar un derecho natural y universal a la tolerancia. Por lo demás, evitaron cuidadosamente la palabra “tolerancia” que parecía demasiado negativa, pues lo que se tolera es siempre un mal; en cambio, se quería destacar los valores positivos de todas las religiones.

La libertad religiosa, ¿derecho natural a la inmunidad?

El Concilio, sin invocar la tolerancia, definió, pues, un simple derecho natural a la inmunidad: el derecho de no ser perturbado en el ejercicio del propio culto, sea éste cual fuere. La astucia, al menos el procedimiento astuto, era evidente: al no poder definir un derecho al ejercicio de todo culto, ya que tal derecho no existe para los cultos erróneos, se las ingeniaron para formular un derecho natural a la sola inmunidad que valga para los adeptos de todos los cultos. Así, todos los “grupos religiosos” (pudoroso calificativo para cubrir la Babel de las religiones) gozarían naturalmente de la inmunidad de toda coacción en su “culto público de la divinidad suprema” (¿de qué divinidad se trata?) y también se beneficiarían del “derecho de no ser impedidos de enseñar y de manifestar su fe (¿qué fe?) Públicamente, oralmente y por escrito” (D. H. 4). ¿Es imaginable una mayor confusión? Todos los adeptos de todas las religiones, tanto de la verdadera como de las falsas, absolutamente reducidos al mismo pie de igualdad, gozarían de un mismo derecho natural, bajo el pretexto de que se trata sólo de un “derecho a la inmunidad”. ¿Acaso es concebible?  Es harto evidente que, de suyo, los adeptos de la religión errónea, por este solo título, no gozan de ningún derecho natural a la inmunidad. Permitidme ilustrar esta verdad con un ejemplo concreto. Si vosotros quisierais impedir la oración pública de un grupo de musulmanes en la calle, o incluso el perturbar su culto en una mezquita, eventualmente, pecaríais contra la caridad y seguramente contra la prudencia, pero no causaríais a esos creyentes ninguna injusticia. No se verían heridos en ninguno de los bienes a los que tienen derecho, ni en ninguno de sus derechos a estos bienes; en ninguno de sus bienes, porque su verdadero bien no es el de ejercer sin trabas su culto falso, sino el de poder ejercer un día el verdadero; en ninguno de sus derechos, pues ellos tienen el derecho a ejercer el “culto de Dios en privado y en público” y a no ser impedidos, pero ¡el culto de Alá no es el culto de Dios! En efecto, Dios mismo reveló el culto con el que quiere ser honrado exclusiva-mente, que es el culto de la Religión católica. Por ende, si en justicia natural, no se perjudica de ninguna manera a esos creyentes al impedir o perturbar su culto, es porque no tienen ningún derecho natural a no ser perturbados en su ejercicio.

Se me va a objetar que yo soy “negativo”, que no sé considerar los valores positivos de los cultos erróneos. Al hablar más arriba de la “búsqueda” ya respondí a esta objeción. Se me replicará, entonces, que la orientación fundamental de las almas de los adeptos a los falsos cultos sigue siendo recta y que se le debe respetar y, por lo mismo, debe respetarse el culto que practican. No podría oponerme al culto sin quebrar esas almas, sin romper su orientación hacia Dios. Así, en razón de su error religioso, dicha alma, no tendría el derecho a ejercer su culto, pero como de todos modos, ella estaría “conectada con Dios”, por esa razón tendría derecho a la inmunidad en el ejercicio de su culto. Todo hombre tendría así un derecho natural a la inmunidad civil en materia religiosa. Admitamos por un instante esta llamada orientación naturalmente recta hacia Dios de toda alma en el ejercicio de su culto. No es en absoluto evidente que el deber de respetar su culto, por esta razón, sea un deber de justicia natural. Me parece, hablando con propiedad, que se trata de un puro deber de caridad. Siendo así, este deber de caridad no otorga a los adeptos de los falsos cultos ningún derecho natural a la inmunidad, pero sugiere al Po-der civil el acordarles un derecho civil a la inmunidad. Ahora bien, precisamente el Concilio proclama para todo hombre, sin probarlo, un derecho natural a la inmunidad civil. Me parece, al contrario, que el ejercicio de los cultos erróneos no puede superar el estatuto de un simple derecho civil a la inmunidad, lo cual es muy diferente. Distingamos bien, por una parte, la virtud de justicia que, al acordar a unos sus deberes, da a los otros el derecho correspondiente, es decir, la facultad de exigir, y por otra parte, la virtud de caridad que, por cierto, impone deberes a unos, sin atribuir por eso ningún derecho a los otros.

¿Una orientación natural de todo hombre hacia Dios?

El Concilio (D. H. 2-3), además de la dignidad radical de la persona humana invoca su búsqueda natural de lo divino: todo hombre en el ejercicio de su religión, sea cual fuere, estaría, de hecho, orientado hacia el Verdadero Dios, en búsqueda aún in-consciente del Verdadero Dios, “conectado con Dios” si se quiere, y, por esta razón tendría un derecho natural a ser respetado en el ejercicio de su culto.  Si un budista quema varillas de incienso ante un ídolo de Buda, para la teología católica comete un acto de idolatría; sin embargo, a la luz de la nueva doctrina descubierta por Vaticano II, el expresaría el “esfuerzo supremo de un hombre para buscar a Dios.” Por consiguiente, este acto religioso tendría derecho a ser respetado, este hombre tendría derecho a no ser impedido de realizarlo y tendría derecho a la libertad religiosa. Primero hay una contradicción en afirmar que todos los hombres dados a los falsos cultos, de suyo, están naturalmente orientados hacia Dios. Un culto erróneo, de suyo, no puede más que alejar a las almas de Dios, ya que las encamina en una dirección que de su-yo, no las conduce hacia Dios. Se puede admitir que en las falsas religiones, algunas almas puedan estar orientadas hacia Dios, pero esto es porque ellas no se apegan a los errores de su religión. No se orientan hacia Dios gracias a su religión, sino, a pesar de ella. Por consiguiente, el respeto que se debería a esas almas no implicaría que se deba respeto a su religión.

De todos modos, la identidad y el número de esas almas que Dios se digna volver hacia El por su gracia, permanece perfectamente oculto e ignorado. Por cierto que no son muchas. Un sacerdote originario de un país de religión mixta, me refería, un día, su experiencia respecto a aquellos que viven en las sectas heréticas; me decía su sorpresa al comprobar cómo esas personas están, ordinariamente, endurecidas en sus errores y poco dispuestas a examinar las observaciones que puede hacerles un católico, poco dóciles al Espíritu de la Verdad... La identidad de las almas verdaderamente orientadas hacia Dios en las otras religiones, queda en el secreto de Dios y escapa al juicio humano. Por eso es imposible el fundar sobre ello algún derecho natural o civil. Sería hacer descansar el orden jurídico de la sociedad sobre suposiciones fortuitas o arbitrarias. En definitiva, sería fundar el orden social sobre la subjetividad de cada uno y construir la casa sobre la arena... Agregaré que yo estuve suficientemente en contacto con las religiones de África (animismo, Islam), lo mismo se puede decir de la religión de la India (hinduismo), para poder afirmar que se dan en sus adeptos las lamentables consecuencias del pecado original, en particular, el oscurecimiento de la inteligencia y el temor supersticioso. Al respecto, el sostener, como lo hace Vaticano II, una orientación naturalmente recta de todos los hombres hacia Dios, es un irrealismo total y una pura herejía naturalista. ¡Dios nos libre de los errores naturalistas y subjetivistas! Son la marca inequívoca del liberalismo que inspira la libertad religiosa del Vaticano II y no pueden conducir sino al caos social y a la Babel de las religiones.


 La mansedumbre evangélica

Asegura el Concilio, que la revelación divina “demuestra el respeto de Cristo a la libertad del hombre en el cumplimiento de la obligación de creer en la Palabra de Dios” (D. H. 9); Jesús, manso y humilde de corazón, manda dejar crecer la cizaña hasta la cosecha, no quiebra la caña cascada ni apaga la mecha humeante (D. H. 11; cf. Mat. 13, 29; Is. 42, 3). He aquí la respuesta. Cuando el Señor manda dejar crecer la cizaña, no le concede un derecho a no ser arrancada, sino que da el consejo a los que cosechan “a fin de no arrancar al mismo tiempo el buen grano”. Consejo de prudencia: a veces es preferible no escandalizar a los fieles por el espectáculo de la represión de los infieles; más vale, a veces, evitar la guerra civil que despertaría la intolerancia. De igual manera, si Jesús no quiebra la caña cascada, y de eso hace una regla para sus Apóstoles, es por caridad hacia los que yerran, a fin de no apartarlos más de la verdad, lo que podría ocurrir si se usaran con sus cultos medios coercitivos. Es claro, a veces existe un deber de prudencia y de caridad por parte de la Iglesia y de los Estados católicos, hacia los adeptos de los cultos erróneos, pero, ese deber no confiere, de suyo al otro, ningún derecho. Por no distinguir la virtud de la justicia (la que da derechos), de la prudencia y de la caridad (que no confieren de suyo más que deberes), Vaticano II cae en el error. Hacer de la caridad una justicia, es pervertir el orden social y político de la ciudad. Y aun cuando, por un imposible, se debiera considerar que Nuestro Señor da a pesar de todo, un derecho a la cizaña “de no ser arrancada”, este derecho sería totalmente relativo a las razones particulares que lo motivan, no sería nunca un derecho natural e inviolable. “Allí en donde no debe temerse el arrancar el buen grano al mismo tiempo, dice San Agustín, que la severidad de la disciplina no duerma” y que no se tolere el ejercicio de los falsos cultos. San Juan Crisóstomo mismo, poco partidario de la supresión de los disidentes, no excluye tampoco la supresión de sus cultos: “¿Quién sabe, dice, por otra parte, si algo de la cizaña no se cambiará en buen grano? Si, pues, la arrancáis ahora perjudicaréis la cosecha cercana, arrancando a los que podrán cambiar y llegar a ser mejores. [El Señor] no prohíbe, por cierto, reprimir a los herejes, cerrarles la boca, negarles la libertad de hablar, dispersar sus asambleas, repudiar sus juramentos; lo que El prohíbe es derramar su sangre y matarlos.” La autoridad de estos dos Padres de la Iglesia me parece suficiente para refutar la interpretación abusiva que hace el Concilio de la mansedumbre evangélica. Sin duda, Nuestro Señor no predicó las dragonadas, lo cual no es una razón para disfrazarlo en un apóstol de la tolerancia liberal.

La libertad del acto de fe

Por último; se invoca la libertad del acto de fe (D. H. 10). Aquí hay un argumento doble. Primer argumento: Imponer, por razones religiosas, límites en el ejercicio de un cul-to disidente sería, por vía indirecta, forzar a sus adeptos a abrazar la fe católica. Ahora bien, el acto de fe debe estar libre de toda coacción: “Que nadie sea coaccionado a abrazar la fe católica contra su voluntad” (Código de Derecho Canónico de 1917, Can. 1351). Contesto con la sana teología moral, que tal coacción es legítima según las reglas del voluntario indirecto. En efecto, ella tiene como objeto directo el limitar el culto disiden-te, lo cual es un bien, y, como efecto solamente indirecto y remoto el incitar a ciertos no católicos a convertirse, con el riesgo de que algunos se hagan católicos más por temor o conveniencia social que por convicción, lo cual no es deseable de suyo, pero puede ser permitido cuando hay una razón proporcionada.

El segundo argumento es mucho más esencial y exige un poco de explicación. Se apoya sobre la concepción liberal del acto de fe. Según la doctrina católica la fe es un asentimiento, una sumisión de la inteligencia a la autoridad de Dios que revela, bajo el impulso de la voluntad libre, movida por la gracia. Por una parte, el acto de fe debe ser libre, es decir, debe quedar libre de toda coacción exterior que tuviere por objeto o por efecto directo el obtenerlo contra la voluntad del sujeto. Por otra parte, siendo el acto de fe una sumisión a la autoridad divina, ningún poder o tercera persona tiene el derecho de oponerse a la influencia benéfica de la Verdad Primera, que tiene derecho inalienable a iluminar la inteligencia del creyente. De eso se sigue que el creyente tiene derecho a la libertad religiosa; nadie tiene derecho a coaccionarlo, ni tampoco de impedirle abrazar la Revelación divina o de realizar con prudencia los actos exteriores de culto correspondientes. Ahora bien, los liberales y su sequito de modernistas, olvidadizos del carácter objetivo, completamente divino y sobrenatural del acto de fe divina hacen de la fe la expresión de la convicción subjetiva del sujeto al término de su búsqueda personal para tratar de responder a los grandes interrogantes que le plantea el universo. El hecho de la Revelación divina exterior y su proposición por la Iglesia ceden el paso a la invención creadora del sujeto, o al menos, la segunda [la fe] debe esforzarse en ir al encuentro de la primera [la revelación]... Si esto es así, entonces, la fe divina es rebajada al nivel de las convicciones religiosas de los no-cristianos, que piensan tener una fe divina cuando no tienen más que una persuasión humana, puesto que el motivo para adherirse a su creencia no es la autoridad divina que revela sino el libre juicio de su espíritu. Ahora bien, es incongruencia fundamental de los liberales pretender conservar para este acto de persuasión completamente humana, los caracteres de la inviolabilidad y la dispensa de toda coacción que pertenecen sólo al acto de fe divina. Ellos aseguran que por los actos de sus convicciones religiosas los adeptos de las otras religiones entran en relación con Dios, y que, a partir de allí, esta relación debe quedar libre de toda coacción que pudiera afectarla. Ellos dicen: “Todos los credos religiosos son respetables e intocables.” Pero, estos últimos argumentos son manifiestamente falsos, pues por sus convicciones religiosas, los adeptos de las otras religiones no hacen más que adherirse a invenciones de su propio espíritu, producciones humanas que no tienen en sí mismas nada divino ni en su causa, ni en su objeto, ni en el motivo para aceptarlas. Esto no quiere decir que no haya nada verdadero en sus convicciones, o que no puedan conservar huellas de la Revelación primitiva o posterior. Pero la presencia de esas se-mina Verbi no basta por sí solas para hacer de sus convicciones un acto de fe divina. Además si Dios quisiera suscitar este acto sobrenatural por su gracia, en la mayoría de los casos se vería impedido por la presencia de múltiples errores y supersticiones a las que estos hombres continúan adheridos.

Frente al subjetivismo y al naturalismo de los liberales, debemos reafirmar hoy el carácter objetivo y sobrenatural de la fe divina que es la fe católica y cristiana. Sólo ella tiene un derecho absoluto e inviolable al respeto y a la libertad religiosa.

"Ite Missa Est"

31 de Mayo
Santa Maria Reina


La Santísima Virgen María es Reina por dos títulos, análogos a los de la Realeza de Cristo: Cristo es Rey por naturaleza, como Hijo de Dios; la Virgen es Reina como Madre de Dios. Cristo adquirió de nuevo el título de Rey rescatando a los hombres de la tiranía de satanás; María Santísima, colaborando con Cristo en nuestro rescate. Reina del mundo dignísima, ejerce su soberanía principalmente en la administración de la gracia, como Reina y Madre de Misericordia.

II Clase, con Gloria y Credo – Ornamentos Blancos

Epístola – Eccli, XXIV, 5 y VII, 9-11, 30-31

Evangelio - San Lucas, I, 26-33

lunes, 30 de mayo de 2016

La Santa Rusia

San Cirilo y San Metodio

Las lenguas


Para Khomiakov, la filología es el complemento de la historia. Ella debe contribuir a restituir a los Eslavos, el lugar al que tienen derecho en la evolución de la humanidad.  La palabra es el patrimonio de los lranios: de éstos es dominio del pensamiento, de la poesía, de la plegaria viviente y libre, mientras que el patrimonio de los Cusitas era la lucha silenciosa con la naturaleza, y la grandeza de la arquitectura colontal.  De manera particular, la palabra (slavo) parece pertenecer a los eslavos (eslovenos). La palabra de verdad, despertando la actividad interior del alma: y restaurando su armoniosa belleza, contiene en sí un carácter de universal actividad, ennoblece el ser moral de sus discípulos, La palabra es esencialmente viviente. Su estudio, la filología, será, por tanto, una ciencia viviente, Tendrá en cuenta las condiciones en que han vivido los pueblos, las vicisitudes que han sufrido, las mezclas de razas, que producen lenguas nuevas.  "Todo se refleja en el lenguaje", y uno puede, en la vida del pensamiento, leer la historia de la humanidad. "La filología comparada tendrá por objeto reconstruir la historia de esos siglos que no nos han dejado monumentos escritos, y determinar la edad en la que el gran árbol de la humanidad ha echado sus potentes ramas". Aquí, como en otras cosas" a los Alemanes les falta el sentido de la vida. "Se lanzan a la anatomía de las palabras".

Los Eslavos deben crear la filología viviente que, abandonando "el antiguo punto de vista puramente material", tomará en consideración el desarrollo orgánico del pensamiento. Para el tiempo de Khomiakov, la filología daba sus primeros pasos. El los seguía atentamente, conocía tanto los trabajos de los Eslavos como los de los alemanes Bopp y Grimm; pero no ha ensayado constituir un sistema de filología o lingüística.  Sin duda, se daba cuenta que estas ciencias eran todavía demasiado nuevas para sacar conclusiones sólidas, Procedía más bien por intuiciones, sobre todo en el dominio de la etimología, en la que, gustaba espigar ecos de tradición íranía y restos de la vida eslava, mezclando ingeniosas primeras miradas con numerosas suposiciones arriesgadas. Sobre todo se ayudaba de la filología, para buscar en la mitología griega, los rastros de leyendas eslavas, y trataba de leer en inscripciones liceanas los más antiguos testimonios de la escritura eslava.

Un terreno filológico más firme, lo encontraba Alexis en la comparación del eslavo con el latín y el sánscrito. Así, enumera sus afinidades: ausencia de artículo, comunidad de raíces, identidad de las leyes del desarrollo de las palabras. Cita en el vocabulario y la morfología del latín, entidad de semejanzas con el eslavo y concluye: "el fundamento lingüístico del dialecto latino, pertenece plenamente al sistema eslavo, y da deducciones que confirman la verdad de los relatos sobre la fundación de Alba y el eslavismo de los pueblos troyano y lyciano". "Más estrecho aún parece el parentesco entre el eslavo y el sánscrito. El filólogo que tenga el sentimiento de la verdad de los sanes, notará que la lengua eslava, por la plenitud de sonidos y el carácter del timbre, es la única que reproduce en el oído la impresión producida por el sánscrito".

En apoyo de su tesis, compuso el Léxico, al que antes aludimos, en el que “comparaba más de mil palabras sánscritas con palabras rusas". De sus estudios, Khomiakov concluía que "no se puede hacer la filología comparada de las lenguas indoeuropeas, sin tener como base el eslavo, que es el anillo intermediario que une a Europa con el Irán". Alexis no amaba al eslavo sólo por su importancia filológica, sino también por su belleza. "Nuestra palabra, única en el globo terráqueo, es sólida como el granito, límpida y fluida como el agua de la fuente. Los Eslavos son, de todas las razas humanas, la raza por excelencia de la palabra", y haciendo el elogio del ruso escribe: "Nuestra lengua, en su exterior material y en sus sonidos, es una envoltura tan transparente, que se ve, a través de ella, brillar constantemente, el movimiento intelectual que la crea. Ella es, aún hoy día, para el pensamiento, un cuerpo orgánico enteramente sometido al espíritu, y no una caparazón artificial...Cada palabra, en particular, tiene su fisonomía, su movimiento propio, que testimonia su contenido interior. Cambia el pensamiento, cambia también la inflexión. No hay, o casi no hay, en la lengua rusa, depósitos ni cristalizaciones; todo se agita, respira y vive". Dice Gratieux: "Es difícil dar, incluso en compendio, una idea completa de un conjunto tan frondoso como es la obra histórica de Khomiakov, y de apreciar y verificar todos los detalles”.

Sería un milagro que, entre tantos hechos e hipótesis, no se hubieran deslizado errores, exageraciones, aserciones, no verificadas o quizás inverificables. Pero lo que permanece verdadero, pese a todo, es la belleza de esa concepción de la historia viva, tanto en su objeto cuanto en el espíritu de su autor.

Una curiosidad universal, guiada por una simpatía no menos universal por todo lo que es ruso, por todo lo que es eslavo, y más aún, por todo lo que es humano, en vistas a justificar el espíritu libre y preparar su triunfo sobre la materia: tal es el alma de la historia para Khomiakov, y se puede decir que, tratada así, la historia es, verdaderamente, una justificación del Eslavofilismo".


EL IDEAL ESLAVOFILO

El ideal espiritual: la Iglesia El Eslavofilismo miraba hacia el pasado para encontrar allí sus raíces; miraba hacia el porvenir, para preparar la expansión de su ideal. Su ideal era, en primer lugar, espiritual, sin desconocer la necesidad de ciertas realizaciones temporales.

Este ideal tenía una idea central, que era su alma, su luz y su vida: la Iglesia. Igualmente, está presente siempre en el horizonte intelectual de Khomiakov. Su ideal era una humanidad penetrada del ideal de verdad, de justicia y de amor, que debe realizar la Iglesia. Miraba a la Iglesia más como Cuerpo místico que como sociedad eclesiástica. Insistía mucho en lo segundo, le parecía una desviación, y señalaba en ello la "herejía occidental". Posteriormente hará más justicia a las contingencias históricas de la Iglesia.

Debido en los Santos Padres, y en una profunda vida cristiana, el misterio de la Iglesia apasionaba a Khomiakov. "Ella es un organismo viviente, el organismo de la verdad y del amor, o más exactamente, la verdad y el amor como organismo", escribía. Todo, en la Iglesia, está en función del amor, repite, sobre todo en su opúsculo sobre la misma, que fue el primer trabajo teológico de Alexis, "Por encima de todo, está el amor y la unión"; "por encima de todo está la unión de la santidad y del amor". "El amor es la corona y la gloria de la Iglesia".

Este organismo viviente tiene su alma: el Espíritu divino. La Iglesia contiene en sí la plenitud de las manifestaciones de la vida divina: la Tradición y la Escritura, la fe y las obras. Abraza a todos los hijos de Dios, pasados, presentes y futuros. "El que vive sobre la tierra, el que ha terminado la carrera terrenal, el que ha sido creado para la vida terrenal, todos, están unidos en una sola Iglesia, en una sola gracia divina" …El primer carácter de la Iglesia es la unidad, que fluye de la unidad divina, de la acción íntima del Espíritu Santo.


A la unidad se agregan, como otros caracteres, "la santidad interior, que no permite ninguna mezcla de mentira, porque ella vive del Espíritu de verdad; y la inmutabilidad exterior, porque su guardián y cabeza, Cristo, no cambia". La Iglesia es visible, pero no Fa es verdaderamente más que a los ojos de la fe. "Para el incrédulo el sacramento no es sino un rito, y la Iglesia no es sino una sociedad. El creyente, con los ojos del cuerpo y de la razón, no ve la Iglesia más que en sus manifestaciones exteriores, pero el espíritu la reconoce en los sacramentos, en las plegarias yen las buenas obras. Así, no la confunde con la sociedad que lleva el nombre de los cristianos. “A las miradas carnales, al espíritu que razona según la carne, la Iglesia permanece invisible, en la visible sociedad de los cristianos". La fe es, esencialmente, viviente; por lo tanto, está unida necesariamente al amor; una fe puramente exterior es una fe muerta, a la cual se sustrae el conocimiento de los misterios.

LOS MARTIRES MEXICANOS


EL SOLDADITO


¡Apenas veinte abriles! ¡Flor de perfumadas virtudes en el jardín de la A.C.J.M.!

Allá en el lejano Saltillo, capital de Coahuila, Antonio Acuña Rodríguez era el ejemplo de todos sus compañeros, el amigo más querido, por su afabilidad y su deseo de servir a todos. Por las mañanas se le veía diariamente ir a la Santa Misa de la Parroquia y comulgar fervorosamente. No sólo lo querían, lo respetaban y allá por lo bajo, las personas mayores que lo trataban se decían: otro Luis Gonzaga. Levantó se la tempestad en la capital de la República, contra la Iglesia de Jesucristo y el eco pavoroso de sus truenos llegó, como a todas partes, a las regiones del Norte.

Acuña los oyó y se estremeció de horror, como las rosas de los jardines se estremecen a los embates del vendaval. No; él no podía doblegarse así, cuando en torno suyo veía las profanaciones, los sacrilegios, las traiciones de la temible conjuración, que amenazaba segar la fuente del valor cristiano, encerrada, pero a disposición de todos, en los sagrarios de las Iglesias, que se trataba de clausurar.

¿Para qué, sino para esa ocasión, se había alimentado desde el feliz momento de su Primera Comunión con el Pan de los fuertes, todos los días? Alistóse, pues, en la Liga Defensora de la Libertad Religiosa. Y su entusiasmo, su valor, su ejemplo y aun la posición acomodada de su familia, le designaban desde luego para el Estado Mayor. En efecto, pronto fue, a pesar de su juventud, nombrado Delegado en el Saltillo, de la Liga. Y se entregó con todas sus fuerzas a las actividades pacíficas, pero llenas de peligro para su mismo porvenir.

¡Oh! ciertamente lo sabía. Su filiación católica y activa en aquella Liga, aun suponiendo que saliera vivo de la empresa, sería mañana un obstáculo insuperable para terminar sus estudios, para adquirir una profesión y un lugar distinguido entre los intelectuales de su patria, con lo que había soñado siempre. . .¿No estaba la escuela laica, las universidades laicas, en manos de los enemigos de Cristo, a cuya defensa se alistaba? ¿Lo perdonarían nunca de haber luchado contra la conjuración anticristiana? Pero ¿qué importaba eso?. . .


¿Morir? ¡Va!. . . ¿Morir por Cristo, en defensa de sus derechos ultrajados y de los de su Santa Madre la Iglesia Católica? ¡Eso sí era grandeza! ¡Eso sí era honor! Bien lo sabía. Sin duda ninguna, el recuerdo de su infortunado pariente, el pobre poeta Manuel Acuña, segando su vida voluntariamente con crimen horrendo, por las vanidades y desengaños de las cosas de este mundo, había muchas veces llenado de angustia su noble pensamiento.

¡Qué locura! ¡Morir por los desdenes de una mujer!... ¡por las tristezas pasajeras de la vida temporal! ¡Morir sin la fe del niño cristiano, que le había arrancado la mil veces maldita escuela laica! ¡Morir, renunciando voluntariamente a los bienes eternos del Cielo! ¡Morir, desertando de una sociedad que tenía derecho a esperar se sirviera de los grandes dones de inteligencia y corazón, que le había dado Dios, para hacerla progresar y darle nombre entre los otros pueblos de la tierra! ¡Morir sin esperanza, sin ideales, sin justicia, sin amor ni temor del Dios, que tan bellamente lo había dotado! ¡Qué abominación! ¡Qué insensatez! Pero ¡morir por Cristo, por la fe y confianza en Dios! ¡Por la patria vejada y deshonrada por sus hijos perversos, morir para hacerla resplandecer más tarde, borrando con su misma sangre la mancha innoble que arrojara sobre ella la sumisión cobarde, interesada, abominable a las consignas de la Conjuración masónica, engendrada entre las nieblas de la Alemania protestante y la Rusia cismática! ¡Morir por el que dio la vida por nosotros, para redimirnos de la esclavitud del demonio! ¡Morir por los derechos de la Iglesia, civilizadora del mundo y de México! ¡Morir con un ideal puro en la mente y un fuego de amor santísimo en el corazón! ¡Oh! eso es morir como se debe, eso es morir con honra. ¡Así quisiera morir Antonio Acuña! Las actividades pacíficas de la Liga, no dieron todo el resultado que se esperaba, porque no se había creído posible al iniciarlas, tanta maldad y tanta vileza en almas mexicanas; porque no se creía posible tal refina Antonio Acuña. Miento de maldad y tanta eficacia para el crimen en las ideas, llenas de hipocresía y de mentira, venidas de allende los mares. Pero como la persecución seguía, como las vejaciones y los asesinatos de católicos se multiplicaban, sus hermanos en la fe no pudieron permanecer impasibles ante tantos desastres, y se levantaron como leones heridos, y formaron por todas partes núcleos de soldados, que aunque inermes y mal vestidos, pobres de bienes materiales pero riquísimos de nobles sentimientos y amor a Jesucristo, a Santa María de Guadalupe y a la Iglesia, llegarían a formar el "Ejército Libertador de Cristo Rey".

Antonio Acuña se alistó en sus filas. Valiente joven, casi un niño, sería si se quiere 'un soldadito más", pero ¡un soldadito de Cristo Rey! Desde luego se puso al frente de uno de esos núcleos, y se hizo reclutador de soldados. Desde lejos, los jefes del movimiento, que conocían el valor y la decisión del joven Acuña, le dieron el grado de mayor, en el Ejército incipiente. No he logrado saber si intervino en alguna de esas escaramuzas en contra del Ejército de los federales, con que había comenzado la lucha. Ni tampoco he logrado saber cómo fue que cayó prisionero, junto con su asistente Teodoro Segovia, en los principios del año de 1927. Sólo sé que los mismos soldados de los enemigos de Dios, sintieron una profunda pena, por tener que fusilar, como se les había ordenado, a un joven tan simpático, tan atractivo por su amabilidad y su bondad, y tan valiente.

Le rogaron casi, que tuviera compasión de su propia juventud, de los miembros de su familia, de sus amigos. . . le prometieron que si renunciaba a la defensa cristera y se unía a ellos, le perdonarían la vida y le conservarían su mismo grado en el Ejército . . .¡Qué no hicieron aquellos pobres hombres por evitar la muerte de Acuña!

— ¡Morir! ¡Vaya! ¿Creéis que eso me apena? Moriré en la tierra pero viviré eternamente en el Cielo... ¡Ea! soldados, cumplid con vuestro encargo.

Pero vosotros, pobres juanes, sois católicos,- y sabed que vais a dar muerte a un hermano vuestro. No os culpo completamente, porque servís a un ejército noble y bueno, que han pervertido ahora sus altos jefes, y no podéis desertar. Sois soldados de un mal gobierno, pero yo soy soldado de Cristo Rey y con mayor justicia no puedo desertar. Y Antonio y su asistente Segovia, fueron fusilados en el rancho llamado El Cedrito en un triste amanecer del 13 de enero de 1927.

Su muerte causó profunda conmoción en el Saltillo, y el poeta P. Julio Vértiz, S. J., describió esa gloriosa muerte en los versos magníficos que aquí reproduzco


¡NON OMNIS MORIAR...!

Aquel gallardo joven de veinte abriles, encanto y esperanza de un noble hogar, al sentirse hecho blanco de los fusiles, afirmó sus hermosos rasgos viriles y miró a sus verdugos sin pestañear.

— ¡Soldados! —Dijo luego con voz entera—Es mi última palabra, voy a morir. . .pero no muero todo, Cristo me espera. . .ya, teñida en mi sangre, ved su bandera flotar sobre la Patria y el porvenir . . .En México sus iras vuelca el infierno, el tirano se encumbra, gime la ley.

Y yo muero. . . ¡no importa. . .! ¡Cristo es eterno Ustedes son soldados de un mal Gobierno, pero yo soy soldado de Cristo Rey...Una pausa suprema... brilla la hoja de una espada desnuda... signo fatal...Un cadáver encharca la tierra roja...y estremece las ramas una congoja. . Es el viento que bate su funeral...Duerme en paz en tu fosa, joven soldado, con la tierra sangrienta por ataúd...No dormirá tu nombre, será el sagrado grito de las batallas, pues ha jurado salvar a nuestra patria... ¡la juventud! Cuando por fin vencido ceda el infierno, el tirano sucumba, triunfe la ley, sonará, son de bronce, tu grito eterno:

_Ustedes son soldados de un mal Gobierno
¡PERO YO SOY SOLDADO DE CRISTO Rey!