XXVIII
LA LIBERTAD RELIGIOSA
DEL
VATICANO II
Según el Vaticano II, la persona humana tendría
derecho, en nombre de su dignidad, a no ser impedida en el ejercicio de su
culto religioso, sea cual fuere, en privado o en público, salvo si esto
perjudicara la tranquilidad y la moralidad pública. Convendrán conmigo que la
moralidad pública del Estado “pluralista” promovida por el Concilio, no molesta
mucho esta libertad; tampoco la corrompida sociedad liberal limitaría el
derecho a la libertad del “concubinato”, si, en nombre de la dignidad humana,
fuera dicho indistintamente de los amancebados y de los casados. Así pues ¡musulmanes! ¡Rezad tranquilamente en
nuestras calles cristianas, construid vuestras mezquitas y minaretes junto a
los campanarios de nuestras iglesias, la Iglesia del Vaticano II os asegura que
no debemos impedíroslo; lo mismo para vosotros budistas, hinduistas...! Mediante esto, nosotros los católicos
os pediremos la libertad religiosa en vuestros países, en nombre de la libertad
que os acordamos en los nuestros... Podremos así defender nuestros derechos
religiosos frente a los regímenes comunistas, en nombre de un principio
declarado por una asamblea religiosa tan solemne, y ya reconocida por la O.N.U.
y la Francmasonería... Es, por otra parte, la reflexión que me hizo el Papa Juan
Pablo II en la audiencia que me concedió el 18 de noviembre de 1978: “Fíjese,
me dijo, la libertad religiosa nos fue muy útil contra el comunismo en
Polonia.” Yo tenía ganas de contestarle: “Muy útil puede ser, como argumento ad
hominem, ya que los regímenes comunistas tienen la libertad de cultos inscripta
en sus Constituciones pero no como principio doctrinal de la Iglesia Católica.”
I
LIBERTAD RELIGIOSA Y VERDAD
En todo caso, es esto, lo que respondía por adelantado el
Padre Garrigou-Lagrange: “Nosotros podemos (...) hacer de la libertad de cultos
un argumento ad hominem contra aquellos que, a la vez que proclaman la libertad
de cultos, persiguen a la Iglesia (Estados laicos y socializantes), o impiden
su culto directa o indirectamente (Estados comunistas, islámicos, etc.). Este
argumento ad hominem es justo y la Iglesia no lo desdeña, usándolo para
defender eficazmente su derecho a la libertad. Pero no se sigue, que la
libertad de cultos, considerada en sí misma, sea sostenible para los católicos
como principio, porque ella es de suyo absurda e impía, pues la verdad y el
error no pueden tener los mismos derechos.”
Me resulta agradable repetirlo: sólo la verdad tiene derechos,
el error no tiene ningún derecho, es la enseñanza de la Iglesia:
“El derecho, escribe León XIII, es una facultad moral que,
como hemos dicho y conviene repetir mucho, es absurdo suponer haya sido
concedido por la naturaleza de igual modo a la verdad y al error, a la
honestidad y a la torpeza. Hay derecho para propagar en la sociedad libre y
prudentemente lo verdadero y lo honesto para que se extienda al mayor número
posible su beneficio; pero en cuanto a las opiniones falsas, pestilencia la más
mortífera del entendimiento (...) es justo que la pública autoridad los cohíba
con diligencia para que no vayan cundiendo insensiblemente en daño de la misma
sociedad.”
Bajo esta luz, es claro que las doctrinas y los cultos de
las religiones erróneas no tienen, de suyo, ningún derecho a que se las deje
expresar y propagar libremente. Para evitar esa evidencia solar, en el Concilio
objetaron que la verdad o el error, propiamente hablando no tienen ningún
derecho, que son las personas quienes tienen los derechos y son “sujetos de
derecho”. Así, intentaban desviar el problema poniéndolo en un nivel puramente
subjetivo y esperando, de esta manera, poder hacer abstracción de la verdad.
Pero este intento fue vano, como lo demostraré ahora, situándome en la
problemática misma del Concilio. La libertad religiosa, considerada
desde el punto del “sujeto de derecho”, consiste en acordar el mismo derecho a
aquellos que se adhieren a la verdad religiosa y a aquellos que están en el
error. ¿Es concebible semejante derecho? ¿En qué lo funda el Concilio? ¿Los
derechos de la conciencia? Al comienzo del Concilio, algunos quisieron fundar
la libertad religiosa sobre los derechos de la conciencia: “La libertad
religiosa sería vana si los hombres no pudieran traducir los imperativos de su
conciencia en actos exteriores”, declaró Mons. de Smedt en su discurso
introductorio. El argumento era el siguiente: cada uno tiene el deber de seguir
su conciencia, pues ella es para cada uno la regla inmediata de la acción.
Ahora bien, esto vale no sólo para una conciencia verdadera, sino también para
una conciencia invenciblemente errónea, que es la de numerosos adeptos de las
falsas religiones; estos tienen el deber de seguir su conciencia y, por
consiguiente, debe dejárseles la libertad de seguirla y de ejercer su culto. El disparate del razonamiento fue pronto evidenciado y
debieron resignarse a hacer fuego con otra madera. En efecto, el error
invencible, es decir no culpable, disculpa toda falta moral, pero no por eso
hace la acción buena y por lo mismo no da ningún derecho a su autor. El derecho
no puede fundarse más que sobre la norma objetiva de la ley, y en primer lugar,
sobre la ley divina, que regula, en particular, la manera cómo Dios quiere ser
honrado por los hombres.
¿La dignidad de la persona humana?
Al no brindar la conciencia un fundamento suficientemente
objetivo se creyó encontrar uno en la dignidad de la persona humana. “El
Concilio del Vaticano declara (...) que el derecho a la libertad religiosa se
funde realmente en la dignidad misma de la persona humana” (D. H. 2). Esta
dignidad consiste en que el hombre, dotado de inteligencia y de libre albedrío,
está ordenado por su misma naturaleza a conocer a Dios, lo que no puede lograr
si no se le deja libre. El argumento es éste: el hombre es libre, luego, debe
dejársele libre. O de igual manera: el hombre está dotado de libre albedrío,
luego, tiene derecho a la libertad de acción. Se reconoce el principio absurdo
de todo liberalismo, como lo llama el Card. Billot. Es un sofisma: el libre
albedrío se sitúa en el terreno del ser, la libertad moral y la libertad de
acción en el plano del obrar. Una cosa es lo que Pedro es por naturaleza y otra
lo que llega a ser (bueno, o malo, en la verdad o en el error) mediante sus
actos. Por cierto, la dignidad humana radical es la de una naturaleza
inteligente y por consiguiente capaz de una elección personal, pero su dignidad
terminal (final) consiste en adherir “en acto” a la verdad y al bien. Es esta
dignidad terminal la que merece para cada cual la libertad moral (facultad de
obrar) y la libertad de acción (facultad de no ser impedido de obrar). Pero, en
la medida en que el hombre se adhiere al error o se apega al mal, pierde su dignidad
terminal o no la alcanza y ya no puede fundarse nada sobre ella. Esto es lo que
enseñaba magníficamente León XIII en dos textos ocultados por Vaticano II.
Hablando de las falsas libertades modernas, escribe León XIII en la Immortale
Dei: “Cuando la mente da el asentimiento a opiniones falsas y la voluntad
abraza lo que es malo y lo practica, ni la mente ni la voluntad alcanzan su
perfección, antes bien se des-prenden de su dignidad natural y se despeñan a la
corrupción. Por lo tanto, no debe manifestarse ni poner ante los ojos de los
hombres lo que es contrario a la virtud y a la verdad; mucho menos defenderlo
por la fuerza y la tutela de la ley.”NY en Libertas, el mismo Papa precisa en
que consiste la verdadera libertad religiosa y sobre qué debe fundarse: “También
se pregona con gran ardor la que llaman libertad de conciencia, que, si se toma
en el sentido de ser lícito a cada uno, según le agrade, dar o no un culto a
Dios, queda suficientemente refutada con lo ya dicho. Pero puede también
tomarse en el sentido de ser lícito al hombre, según su conciencia, seguir en
la sociedad la voluntad de Dios y cumplir sus mandatos sin el
menor impedimento. Esta libertad verdadera, digna de los hijos de Dios, y que
ampara con el mayor decoro a la dignidad de la persona humana, está por encima
de toda injusticia y violencia, y fue deseada siempre y singularmente amada de
la Iglesia.”
A verdadera dignidad, verdadera libertad religiosa; a falsa
dignidad, falsa libertad religiosa. La libertad religiosa ¿derecho universal a
la tolerancia? El Padre Ph. André-Vincent, que se interesaba mucho por este
asunto, me escribió, un día, para ponerme en guardia: atención, me decía, el
Concilio no pide para los adeptos de las falsas religiones el derecho “afirmativo”
de ejercer su culto, sino solamente el derecho “negativo” de no ser impedidos
en el ejercicio, público o privado, de su culto. En definitiva, Vaticano II no
habría hecho más que generalizar la doctrina clásica de la tolerancia. En
efecto, cuando un Estado católico, en razón de la paz civil, para la
cooperación de todo el bien común, o de una manera general, para evitar un mal
mayor o causar un bien mayor, juzga que él debe tolerar el ejercicio de tal o
cual culto, puede, entonces, o “cerrar los ojos” acerca de ese culto por una
tolerancia de hecho, no tomando ninguna medida coercitiva a su respecto;
inclusive dar a sus adeptos el derecho civil de no ser molestados en el
ejercicio de su culto. En este último caso, se trata de un derecho puramente negativo.
Por otra parte, los Papas, no dejan de subrayar que la tolerancia civil no
concede ningún derecho “afirmativo” a los disidentes, ningún derecho de ejercer
su culto, pues semejante derecho afirmativo no puede fundarse más que sobre la
verdad del culto considerado:
“Si las circunstancias lo exigen, se pueden tolerar
desviaciones de la regla, cuando son introducidas en vistas a evitar mayores
males, sin elevarlos, sin embargo, a la dignidad de derechos, contra las
eternas leyes de la justicia.”
“Por esta causa, y sin conceder el menor derecho sino sólo a
lo verdadero y honesto, no rehúye que la autoridad pública soporte algunas
cosas ajenas de verdad y justicia, con motivo de evitar un mal mayor o de
adquirir y conservar un mayor bien.”
“Sea cual fuere su carácter religioso, ningún Estado o
comunidad de Estados, puede dar un mandato positivo o una autorización positiva de enseñar
o hacer lo que sería contrario a la verdad religiosa o al bien moral (...) Otra
cosa, esencialmente diferente, es ésta: en una comunidad de Estados ¿se puede,
al menos en determinadas circunstancias, establecer la norma del libre ejercicio de una
creencia o de una práctica religiosa en vigor en un Estado-miembro, que no sea
impedido en todo el territorio de la comunidad por medio de las leyes u
ordenanzas coercitivas del Estado?” (el Papa respondió afirmativamente:
sí, “en ciertas circunstancias” tal norma puede ser establecida).
El Padre Baucher resume esta doctrina de una manera
excelente: “Decretando la tolerancia se considera que el legislador no quiere
crear, en beneficio de los disidentes, el derecho o la facultad moral de
ejercer su culto, sino solamente el derecho de no ser perturbados en el
ejercicio de ese culto. Sin tener nunca el derecho de obrar mal, se puede tener
el derecho de no ser impedido de obrar mal, cuando una ley justa lo permite por
motivos suficientes.” Pero agrega con razón: una cosa es el derecho civil a la
tolerancia, cuando ésta es garantizada por la ley en vista al bien común de tal
o cual nación en determinadas circunstancias; otra cosa es el pretendido
derecho natural e inviolable a la tolerancia para todos los adeptos de todas
las religiones, por principio y en toda circunstancia.
En realidad, el derecho civil a la tolerancia, aun cuando
las circunstancias que lo legitiman parecen multiplicarse en nuestros días,
sigue siendo estrictamente relativo a dichas circunstancias: “Como la
tolerancia de los males, escribe León XIII, es cosa tocante a la prudencia
política, ha de estrecharse absolutamente a los límites que pide la causa de
esta tolerancia, esto es, al público bienestar. De modo que si daña a éste y
ocasiona mayores males a la sociedad, es consiguiente que ya no es lícita, por
faltar en tales circunstancias la razón del bien.” Apoyándose sobre los actos
del Magisterio anterior, habría sido muy difícil al Vaticano II, el proclamar
un derecho natural y universal a la tolerancia. Por lo demás, evitaron
cuidadosamente la palabra “tolerancia” que parecía demasiado negativa, pues lo
que se tolera es siempre un mal; en cambio, se quería destacar los valores
positivos de todas las religiones.
La
libertad religiosa, ¿derecho natural a la inmunidad?
El Concilio, sin invocar la tolerancia, definió, pues, un
simple derecho natural a la inmunidad: el derecho de no ser perturbado en el
ejercicio del propio culto, sea éste cual fuere. La astucia, al menos el
procedimiento astuto, era evidente: al no poder definir un derecho al ejercicio
de todo culto, ya que tal derecho no existe para los cultos erróneos, se las
ingeniaron para formular un derecho natural a la sola inmunidad que valga para
los adeptos de todos los cultos. Así, todos los “grupos religiosos” (pudoroso
calificativo para cubrir la Babel de las religiones) gozarían naturalmente de
la inmunidad de toda coacción en su “culto público de la divinidad suprema”
(¿de qué divinidad se trata?) y también se beneficiarían del “derecho de no ser
impedidos de enseñar y de manifestar su fe (¿qué fe?) Públicamente, oralmente y
por escrito” (D. H. 4). ¿Es imaginable una mayor confusión? Todos los adeptos
de todas las religiones, tanto de la verdadera como de las falsas,
absolutamente reducidos al mismo pie de igualdad, gozarían de un mismo derecho
natural, bajo el pretexto de que se trata sólo de un “derecho a la inmunidad”.
¿Acaso es concebible? Es harto evidente
que, de suyo, los adeptos de la religión errónea, por este solo título, no
gozan de ningún derecho natural a la inmunidad. Permitidme ilustrar esta verdad
con un ejemplo concreto. Si vosotros quisierais impedir la oración pública de
un grupo de musulmanes en la calle, o incluso el perturbar su culto en una
mezquita, eventualmente, pecaríais contra la caridad y seguramente contra la
prudencia, pero no causaríais a esos creyentes ninguna injusticia. No se verían
heridos en ninguno de los bienes a los que tienen derecho, ni en ninguno de sus
derechos a estos bienes; en ninguno de sus bienes, porque su verdadero bien no
es el de ejercer sin trabas su culto falso, sino el de poder ejercer un día el
verdadero; en ninguno de sus derechos, pues ellos tienen el derecho a ejercer
el “culto de Dios en privado y en público” y a no ser impedidos, pero ¡el
culto de Alá no es el culto de Dios! En efecto, Dios mismo reveló el culto con
el que quiere ser honrado exclusiva-mente, que es el culto de la Religión
católica. Por ende, si en justicia natural, no se perjudica de ninguna manera a
esos creyentes al impedir o perturbar su culto, es porque no tienen ningún derecho
natural a no ser perturbados en su ejercicio.
Se me va a objetar que yo soy “negativo”, que no sé considerar
los valores positivos de los cultos erróneos. Al hablar más arriba de la
“búsqueda”
ya respondí a esta objeción. Se me replicará, entonces, que la
orientación fundamental de las almas de los adeptos a los falsos cultos sigue
siendo recta y que se le debe respetar y, por lo mismo, debe respetarse el
culto que practican. No podría oponerme al culto sin quebrar esas almas, sin
romper su orientación hacia Dios. Así, en razón de su error religioso, dicha alma,
no tendría el derecho a ejercer su culto, pero como de todos modos, ella
estaría “conectada con Dios”, por esa razón tendría derecho a la inmunidad en
el ejercicio de su culto. Todo hombre tendría así un derecho natural a la
inmunidad civil en materia religiosa. Admitamos por un instante esta llamada
orientación naturalmente recta hacia Dios de toda alma en el ejercicio de su
culto. No es en absoluto evidente que el deber de respetar su culto, por esta
razón, sea un deber de justicia natural. Me parece, hablando con propiedad, que
se trata de un puro deber de caridad. Siendo así, este deber de caridad no
otorga a los adeptos de los falsos cultos ningún derecho natural a la
inmunidad, pero sugiere al Po-der civil el acordarles un derecho civil a la
inmunidad. Ahora bien, precisamente el Concilio proclama para todo hombre, sin
probarlo, un derecho natural a la inmunidad civil. Me parece, al contrario, que
el ejercicio de los cultos erróneos no puede superar el estatuto de un simple
derecho civil a la inmunidad, lo cual es muy diferente. Distingamos bien, por
una parte, la virtud de justicia que, al acordar a unos sus deberes, da a los
otros el derecho correspondiente, es decir, la facultad de exigir, y por otra
parte, la virtud de caridad que, por cierto, impone deberes a unos, sin
atribuir por eso ningún derecho a los otros.
¿Una orientación natural de todo hombre hacia Dios?
El Concilio (D. H. 2-3), además de la
dignidad radical de la persona humana invoca su búsqueda natural de lo divino:
todo hombre en el ejercicio de su religión, sea cual fuere, estaría, de hecho,
orientado hacia el Verdadero Dios, en búsqueda aún in-consciente del Verdadero
Dios, “conectado con Dios” si se quiere, y, por esta razón tendría un derecho
natural a ser respetado en el ejercicio de su culto. Si un budista quema varillas de incienso ante
un ídolo de Buda, para la teología católica comete un acto de idolatría; sin
embargo, a la luz de la nueva doctrina descubierta por Vaticano II, el
expresaría el “esfuerzo supremo de un hombre para buscar a Dios.” Por
consiguiente, este acto religioso tendría derecho a ser respetado, este hombre
tendría derecho a no ser impedido de realizarlo y tendría derecho a la libertad
religiosa. Primero hay una contradicción en afirmar que todos los hombres dados
a los falsos cultos, de suyo, están naturalmente orientados hacia Dios. Un
culto erróneo, de suyo, no puede más que alejar a las almas de Dios, ya que las
encamina en una dirección que de su-yo, no las conduce hacia Dios. Se puede
admitir que en las falsas religiones, algunas almas puedan estar orientadas
hacia Dios, pero esto es porque ellas no se apegan a los errores de su
religión. No se orientan hacia Dios gracias a su religión, sino, a pesar de
ella. Por consiguiente, el respeto que se debería a esas almas no implicaría
que se deba respeto a su religión.
De todos modos, la identidad y el número de esas almas que
Dios se digna volver hacia El por su gracia, permanece perfectamente oculto e
ignorado. Por cierto que no son muchas. Un sacerdote originario de un país de
religión mixta, me refería, un día, su experiencia respecto a aquellos que viven
en las sectas heréticas; me decía su sorpresa al comprobar cómo esas personas
están, ordinariamente, endurecidas en sus errores y poco dispuestas a examinar
las observaciones que puede hacerles un católico, poco dóciles al Espíritu de
la Verdad... La identidad de las almas verdaderamente orientadas hacia Dios en
las otras religiones, queda en el secreto de Dios y escapa al juicio humano.
Por eso es imposible el fundar sobre ello algún derecho natural o civil. Sería
hacer descansar el orden jurídico de la sociedad sobre suposiciones fortuitas o
arbitrarias. En definitiva, sería fundar el orden social sobre la subjetividad
de cada uno y construir la casa sobre la arena... Agregaré que yo estuve
suficientemente en contacto con las religiones de África (animismo, Islam), lo
mismo se puede decir de la religión de la India (hinduismo), para poder afirmar
que se dan en sus adeptos las lamentables consecuencias del pecado original, en
particular, el oscurecimiento de la inteligencia y el temor supersticioso. Al
respecto, el sostener, como lo hace Vaticano II, una orientación naturalmente
recta de todos los hombres hacia Dios, es un irrealismo total y una pura
herejía naturalista. ¡Dios nos libre de los errores naturalistas y
subjetivistas! Son la marca inequívoca del liberalismo que inspira la libertad
religiosa del Vaticano II y no pueden conducir sino al caos social y a la Babel
de las religiones.
La mansedumbre evangélica
Asegura el Concilio, que la revelación divina “demuestra el
respeto de Cristo a la libertad del hombre en el cumplimiento de la obligación
de creer en la Palabra de Dios” (D. H. 9); Jesús, manso y humilde de corazón,
manda dejar crecer la cizaña hasta la cosecha, no quiebra la caña cascada ni
apaga la mecha humeante (D. H. 11; cf. Mat. 13, 29; Is. 42, 3). He aquí la respuesta. Cuando el Señor
manda dejar crecer la cizaña, no le concede un derecho a no ser arrancada, sino
que da el consejo a los que cosechan “a fin de no arrancar al mismo tiempo el
buen grano”. Consejo de prudencia: a veces es preferible no escandalizar a los
fieles por el espectáculo de la represión de los infieles; más vale, a veces,
evitar la guerra civil que despertaría la intolerancia. De igual manera, si
Jesús no quiebra la caña cascada, y de eso hace una regla para sus Apóstoles, es
por caridad hacia los que yerran, a fin de no apartarlos más de la verdad, lo
que podría ocurrir si se usaran con sus cultos medios coercitivos. Es claro, a
veces existe un deber de prudencia y de caridad por parte de la Iglesia y de
los Estados católicos, hacia los adeptos de los cultos erróneos, pero, ese
deber no confiere, de suyo al otro, ningún derecho. Por no distinguir la virtud
de la justicia (la que da derechos), de la prudencia y de la caridad (que no
confieren de suyo más que deberes), Vaticano II cae en el error. Hacer de la
caridad una justicia, es pervertir el orden social y político de la ciudad. Y aun
cuando, por un imposible, se debiera considerar que Nuestro Señor da a pesar de
todo, un derecho a la cizaña “de no ser arrancada”, este derecho sería
totalmente relativo a las razones particulares que lo motivan, no sería nunca
un derecho natural e inviolable. “Allí en donde no debe temerse el arrancar el
buen grano al mismo tiempo, dice San Agustín, que la severidad de la disciplina
no duerma”
y que no se tolere el ejercicio de los falsos cultos. San Juan
Crisóstomo mismo, poco partidario de la supresión de los disidentes, no excluye
tampoco la supresión de sus cultos: “¿Quién sabe, dice, por otra parte, si algo
de la cizaña no se cambiará en buen grano? Si, pues, la arrancáis ahora
perjudicaréis la cosecha cercana, arrancando a los que podrán cambiar y llegar
a ser mejores. [El Señor] no prohíbe, por cierto, reprimir a los herejes,
cerrarles la boca, negarles la libertad de hablar, dispersar sus asambleas,
repudiar sus juramentos; lo que El prohíbe es derramar su sangre y matarlos.” La
autoridad de estos dos Padres de la Iglesia me parece suficiente para refutar
la interpretación abusiva que hace el Concilio de la mansedumbre evangélica.
Sin duda, Nuestro Señor no predicó las dragonadas, lo cual no es una razón para
disfrazarlo en un apóstol de la tolerancia liberal.
La libertad del acto de fe
Por último; se invoca la libertad del acto de fe (D. H. 10).
Aquí hay un argumento doble. Primer argumento: Imponer, por razones religiosas,
límites en el ejercicio de un cul-to disidente sería, por vía indirecta, forzar
a sus adeptos a abrazar la fe católica. Ahora bien, el acto de fe debe estar
libre de toda coacción: “Que nadie sea coaccionado a abrazar la fe católica
contra su voluntad” (Código de Derecho Canónico de 1917, Can. 1351). Contesto
con la sana teología moral, que tal coacción es legítima según las reglas del
voluntario indirecto. En efecto, ella tiene como objeto directo el limitar el
culto disiden-te, lo cual es un bien, y, como efecto solamente indirecto y
remoto el incitar a ciertos no católicos a convertirse, con el riesgo de que
algunos se hagan católicos más por temor o conveniencia social que por
convicción, lo cual no es deseable de suyo, pero puede ser permitido cuando hay
una razón proporcionada.
El segundo argumento es mucho más
esencial y exige un poco de explicación. Se apoya sobre la concepción liberal
del acto de fe. Según la doctrina católica la fe es un asentimiento, una
sumisión de la inteligencia a la autoridad de Dios que revela, bajo el impulso
de la voluntad libre, movida por la gracia. Por una parte, el acto de fe debe
ser libre, es decir, debe quedar libre de toda coacción exterior que tuviere
por objeto o por efecto directo el obtenerlo contra la voluntad del sujeto. Por
otra parte, siendo el acto de fe una sumisión a la autoridad divina, ningún
poder o tercera persona tiene el derecho de oponerse a la influencia benéfica
de la Verdad Primera, que tiene derecho inalienable a iluminar la inteligencia
del creyente. De eso se sigue que el creyente tiene derecho a la libertad
religiosa; nadie tiene derecho a coaccionarlo, ni tampoco de impedirle abrazar
la Revelación divina o de realizar con prudencia los actos exteriores de culto
correspondientes. Ahora bien, los liberales y su sequito de modernistas,
olvidadizos del carácter objetivo, completamente divino y sobrenatural del acto
de fe divina hacen de la fe la expresión de la convicción subjetiva del sujeto al
término de su búsqueda personal para tratar de responder a los grandes
interrogantes que le plantea el universo. El hecho de la Revelación divina
exterior y su proposición por la Iglesia ceden el paso a la invención creadora
del sujeto, o al menos, la segunda [la fe] debe esforzarse en ir al encuentro
de la primera [la revelación]... Si esto es así, entonces, la fe divina es
rebajada al nivel de las convicciones religiosas de los no-cristianos, que
piensan tener una fe divina cuando no tienen más que una persuasión humana,
puesto que el motivo para adherirse a su creencia no es la autoridad divina que
revela sino el libre juicio de su espíritu. Ahora bien, es incongruencia fundamental
de los liberales pretender conservar para este acto de persuasión completamente
humana, los caracteres de la inviolabilidad y la dispensa de toda coacción que
pertenecen sólo al acto de fe divina. Ellos aseguran que por los actos de sus
convicciones religiosas los adeptos de las otras religiones entran en relación
con Dios, y que, a partir de allí, esta relación debe quedar libre de toda
coacción que pudiera afectarla. Ellos dicen: “Todos los credos religiosos son
respetables e intocables.” Pero, estos últimos argumentos son manifiestamente
falsos, pues por sus convicciones religiosas, los adeptos de las otras
religiones no hacen más que adherirse a invenciones de su propio espíritu,
producciones humanas que no tienen en sí mismas nada divino ni en su causa, ni
en su objeto, ni en el motivo para aceptarlas. Esto no quiere decir que no haya
nada verdadero en sus convicciones, o que no puedan conservar huellas de la
Revelación primitiva o posterior. Pero la presencia de esas se-mina Verbi no
basta por sí solas para hacer de sus convicciones un acto de fe divina. Además
si Dios quisiera suscitar este acto sobrenatural por su gracia, en la mayoría
de los casos se vería impedido por la presencia de múltiples errores y
supersticiones a las que estos hombres continúan adheridos.
Frente
al subjetivismo y al naturalismo de los liberales, debemos reafirmar hoy el
carácter objetivo y sobrenatural de la fe divina que es la fe católica y
cristiana. Sólo ella tiene un derecho absoluto e inviolable al respeto y a la
libertad religiosa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario