PURGATORIO
SANTA CATALINA DE
GENOVA
Capitulo I
(CONTINUACIÓN)
Importancia del purgatorio
15. La importancia que tiene el purgatorio es algo que ni lengua humana
puede expresar, ni la mente comprender. Yo veo en él tanta pena como en el
infierno. Y veo, sin embargo, que el alma que se sintiese con tal mancha, lo
recibiría como una misericordia, como ya he dicho, no teniéndolo en nada, en
cierto sentido, en comparación de aquella mancha que le impide unirse a su
amor. Me parece ver que la pena de las almas del purgatorio consiste más en que
ven en sí algo que desagrada a Dios, y que lo han hecho voluntariamente, contra
tanta bondad de Dios, que en cualesquiera otras penas que allí puedan
encontrarse. Y digo esto porque, estando ellas en gracia, ven la verdadera
importancia del impedimento que no les deja acercarse a Dios.
Conocimientos inexpresables
16. Y así me ratifico en esto que he podido comprender incluso en esta
vida, la cual me parece de tanta pobreza que toda visión de aquí abajo, toda
palabra, todo sentimiento, toda imaginación, toda justicia, toda verdad, me
parece más mentira que verdad. Y de cuanto he logrado decir me quedo yo más
confusa que satisfecha. Pero si no me expreso en términos mejores, es porque no
los encuentro. Todo lo que aquí se ha dicho, en comparación de lo que capta la mente,
es nada. Yo veo una conformidad tan grande de Dios con el alma, que, cuando Él
la ve en aquella pureza en que la creó, le da en cierto modo atractivo un amor
fogoso, que es suficiente para aniquilarla, aunque ella sea inmortal. Y esto hace
que el alma de tal manera se transforme en el Dios suyo, que no parece sino que
sea Dios. Él continuamente la va atrayendo y encendiendo en su fuego, y no le
deja ya nunca, hasta que le haya conducido a aquel su primigenio ser, es decir,
a aquella perfecta pureza en la que fue creada.
El tormento de un amor retardado
17. Cuando el alma, por visión interior, se ve así atraída por Dios con
tanto fuego de amor, que redunda en su mente, se siente toda derretir en el
calor de aquel amor fogoso de su dulce Dios. Y ve que Dios, solamente por puro
amor, nunca deja de atraerla y llevarla a su total perfección. Cuando el alma
ve esto, mostrándoselo Dios con su luz; cuando encuentra en sí misma aquel
impedimento que no le deja seguir aquella atracción, aquella mirada unitiva que
Dios le ha dirigido para atraerla; y cuando, con aquella luz que le hace ver lo
que importa, se ve retardada para poder seguir la fuerza atractiva de aquella mirada
unitiva, se genera en ella la pena que sufren los que están en el purgatorio. Y
no es que hagan consideración de su pena, aunque en realidad sea grandísima,
sino que estiman sobre todo la oposición que en sí encuentran contra la
voluntad de Dios, al que ven claramente encendido de un extremado y puro amor
hacia ellos. Él les atrae tan fuertemente con aquella su mirada unitiva, como
si no tuviera otra cosa que hacer sino esto. Por eso el alma que esto ve, si
hallase otro purgatorio mayor que el purgatorio, para poder quitarse más pronto
aquel impedimento, allí se lanzaría dentro, por el ímpetu de aquel amor que
hace conformes a Dios y al alma.
Amor divino que purifica y aniquila
18. Y veo más todavía. Veo proceder de aquel amor divino hacia el alma
ciertos rayos y fulguraciones ígneas, tan penetrantes y tan fuertes, que
parecieran ser capaces de aniquilar no sólo el cuerpo, sino también el alma, si
esto fuera posible. Dos operaciones realizan estos tales rayos en el alma:
primero la purifican, y segundo la aniquilan. Sucede en esto como con el oro
que, cuanto más lo funden, de mejor calidad resulta; y tanto podría ser
fundido, que llegara a verse aniquilado en toda su perfección. Éste es el
efecto del fuego en las cosas materiales. El alma, en cambio, no puede ser aniquilada
en Dios, pero sí en ella misma; y cuanto más sea purificada, tanto más viene a
ser aniquilada en sí misma, mientras que permanece en Dios como alma
purificada. El oro, cuando es purificado hasta los veinticuatro quilates, ya después
no se consuma más, por mucho fuego que le apliquen, pues no puede consumarse
sino la imperfección de ese oro. Así es, pues, como obra en el alma el fuego
divino. Dios le aplica tanto fuego, que consuma en ella toda imperfección y la
conduce a la perfección de veinticuatro quilates -cada uno en su grado de perfección-.
Y cuando el alma está purificada, permanece toda en Dios, sin nada propio en sí
misma, ya que la purificación del alma consiste precisamente en la privación de
nosotros en nosotros. Nuestro ser está ya en Dios. El cual, cuando ha conducido
a Sí mismo el alma de este modo purificada, la deja ya impasible, pues no queda
ya en ella nada por consumar. Y si entonces fuese esta alma purificada
mantenida al fuego, no le sería ya penoso, sino que sólo vendría a ser para
ella fuego de divino amor, que le daría vida eterna, sin contrariedad alguna,
como las almas bienaventuradas, pero ya en esta vida, si esto fuera posible
estando en el cuerpo. Aunque no creo que nunca Dios tenga en la tierra almas
que estén así, como no sea para realizar alguna gran obra divina.
Purificación pasiva última, obra de Dios
19. El alma ha sido creada con toda la perfección de que ella era capaz,
viviendo según la ordenación de Dios, sin contaminarse de mancha alguna de
pecado. Pero una vez que ella se ha contaminado por el pecado original, y
después por los pecados actuales, pierde sus dones y la gracia, queda muerta, y
no puede ser resucitada sino por Dios. Ya resucitada por el bautismo, queda en
ella la mala inclinación, que la inclina y conduce, si ella no se resiste, al
pecado actual, y vuelve así a morir. Dios vuelve a resucitarla con otra gracia
especial, pero ella queda tan ensuciada y convertida hacia sí misma, que para
volverla a su primer estado, a aquel en el que Dios la creó, serán precisas
todas estas operaciones divinas, sin las que el alma nunca podría volver a la
perfección del estado primero, en el que Dios la creó. Y cuando esta alma se halla
en trance de recuperar su primer estado, es tal la inflamación de su deseo para
transformarse en Dios, que ése es su purgatorio. Y no es que ella vea el
purgatorio como purgatorio, sino que aquella inclinación encendida e impedida es
lo que resulta para ella purgatorio. Este último estado del amor es el que hace
esta obra sin el hombre, porque se encuentran en el alma tantas imperfecciones
ocultas, que si el hombre las viese, se hundiría en la desesperación. Pero este
último estado del amor las va consumando todas, y Dios le muestra ésta su
operación divina, la cual es la que causa en ella aquel fuego de amor que le va
consumando todas aquellas imperfecciones que deben ser eliminadas.
Imperfección congénita de todo lo humano
20. Aquello que el hombre juzga como perfección, ante Dios es deficiencia. En
efecto, todas aquellas cosas que el hombre realiza, según como él las ven, las
siente, las entiende y las quiere, incluso aquéllas que tienen apariencia de
perfección, todas ellas están manchadas. Para que esas obras sean completamente
perfectas, es necesario que dichas operaciones sean realizadas en nosotros sin
nosotros, y que la operación divina sea en Dios sin el hombre. Y estas tales
operaciones son aquéllas que Dios, Él solo, hace en esa última operación del
amor puro y limpio. Y son estas obras para el alma tan penetrantes e inflamadas
que el cuerpo, que está con ella, parece que está enrabiado, como si estuviese
puesto en un gran fuego, que no le dejase nunca estar tranquilo, hasta la
muerte.
A la vez, gran gozo y gran dolor
Verdad es que el amor de Dios, que redunda en el alma, según entiendo,
le da un gozo tan grande que no se puede expresar; pero este contentamiento, al
menos a las almas que están en el purgatorio, no les quita su parte de pena. Y
es aquel amor, que está como retardado, el que causa esa pena; una pena que es
tanto más cruel cuanto es más perfecto el amor de que Dios la hace capaz. Así
pues, gozan las almas del purgatorio de un contento grandísimo, y sufren al
mismo tiempo una grandísima pena; y una cosa no impide la otra.
Hasta el último céntimo
21. Si las almas del purgatorio pudieran purificarse por la sola contrición,
en un instante pagarían la totalidad de su deuda. En efecto, el ímpetu de su
contrición es grande, por la clara luz que les hace ver la importancia de aquel
impedimento. Pero éste ha de ser pagado íntegramente, y Dios no lo condona ni
en una mínima parte, pues así viene exigido por su justicia.
Olvidadas de sí, abandonadas en Dios
Por parte del alma, ésta no
tiene ya elección propia, y ya no alcanza a ver sino lo que Dios quiere; y no quiere tampoco
ver más, sino lo que así está establecido.
22. Y esas almas, si los que están en el mundo ofrecen alguna limosna para
que disminuya el tiempo de su prueba, no están en condiciones de volverse hacia
ellas con afecto, sino que dejan en todo hacer a Dios, el cual responde como
quiere. Si ellas pudieran volverse, esto sería un apego desordenado, que les
quitaría del querer divino, lo que para ellas sería un infierno. Están, pues,
las almas del purgatorio completamente abandonadas a todo lo que Dios les dé,
sea de gozo o de pena; y ya nunca más pueden volverse hacia sí mismas, tan
profundamente están las almas transformadas en la voluntad de Dios, y lo que
ésta disponga eso es lo que les contenta.
Toda la pena que sea precisa
23. Y si fuera presentada ante Dios un alma que aún tuviera una hora por
purgar, se le infligiría con ello un gran daño, todavía más cruel que el
purgatorio, pues no podría soportar aquella suprema justicia y suma bondad. Y
además sería algo inconveniente por parte de Dios. Esta pena intolerable
afligiría al alma cuando viese que la satisfacción suya ofrecida a Dios no era
plena, aunque sólo le faltara un abrir y cerrar de ojos de purgación. En
efecto, antes que estar en la presencia de Dios no del todo purificada,
preferiría arrojarse al instante en mil infiernos, si pudiera tomar esta
elección.
Miseria de la ceguera humana ante estas verdades
24. Ahora que veo claramente estas cosas en la luz divina, me vienen ganas
de gritar con un grito tan fuerte, que pudiera espantar a todos los hombres del
mundo, diciéndoles: ¡Oh, miserables! ¿por qué os dejáis cegar así por las cosas
de este mundo, que para una necesidad tan importante, como en la que os habéis
de encontrar, no tomáis previsión alguna? Estáis todos amparados bajo la esperanza
de la misericordia de Dios, que ya dije es tan grande; pero ¿no veis que tanta
bondad de Dios va a seros juicio, por haber actuado contra su voluntad? Su
bondad debería obligaros a hacer todo lo que Él quiere, pero no debe daros la
esperanza de cometer el mal impunemente. La justicia de Dios no puede fallar, y
es preciso que sea satisfecha de un modo u otro plenamente. No te confíes,
pues, diciendo: yo me confesaré y conseguiré después la indulgencia plenaria, y
al momento me veré purificado de todos mis pecados. Piensa que esta confesión y
contrición, que es precisa para recibir la indulgencia plenaria, es cosa tan
difícil de conseguir que, si lo supieras, tú temblarías con gran temor, y estarías
más cierto de no tenerla que de poderla conseguir.
Paz y gozo en la purificación
25. Yo veo que las almas del purgatorio entienden estar sujetas a dos
operaciones. La primera es que padecen voluntariamente aquellas penas, conscientes
de que Dios ha tenido con ellas mucha misericordia, teniendo en cuenta lo que
merecían, siendo Dios quien es. Si su inmensa bondad no atemperase con la
misericordia la justicia, que se satisface con la sangre de Jesucristo, un solo
pecado hubiera merecido mil infiernos perpetuos. Y por eso padecen esa pena con
tanto voluntad, que no quisieran les fuera reducida ni en un gramo, tan
convencidos están de que la merecen justamente, y de que está bien dispuesta.
Así que, en cuanto a la voluntad, tanto se pueden quejar de Dios como si
estuvieran en la vida eterna. La otra operación es la del gozo que experimentan
al ver la ordenación de Dios, dispuesta con tanto amor y misericordia hacia las
almas. Y estas dos visiones las imprime Dios en aquellas mentes en un instante.
Ellas, como están en gracia, pueden entenderlas según su capacidad; y ello les
da un gran contentamiento que no viene a faltarles nunca, sino que va acrecentándose
a medida que se acercan a Dios. Y estas visiones no las tienen las almas en sí
mismas, ni por sus propias fuerzas, sino que las ven en Dios, en el cual tienen
su atención mucho más fija que en las penas que están padeciendo, y de las que
no hacen mayor caso. Y la razón es que por mínima que sea la visión que se tenga
de Dios, ella excede a toda pena o gozo que el hombre pueda captar; y aunque
exceda, no le quita sin embargo nada en absoluto de ese contentamiento.
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