"Patriae Falanx"
(La falange de la Patria)
No fue ciertamente Anacleto
González Flores, el único mexicano que pensaba
así, acerca de la culpabilidad de los católicos mismos, por su desaliento en la
lucha contra las fuerzas del mal, de la terrible situación a que nos había
reducido el laicismo liberal. El Lic. Miguel Palomar y Vizcarra fue, si no el
primero, sí de los primeros que se enfrentaron contra la "cuestión
social", para resolverla, de acuerdo en un todo, con las enseñanzas del
inmortal León XIII. Anacleto tenía en esos momentos sólo diez años de edad.
En la capital de la República, el año de 1913, un grupo de jóvenes
valientes, bajo la inspiración y dirección del P. jesuita Bernardo Bergoend,
había dado principio a la inmortal A.C.J.M., que en los años de su existencia forjó
tantos caracteres varoniles, lanzándolos a la lucha por Dios y por la Patria.
Anacleto tuvo conocimiento de ello, y se entusiasmó hasta el punto de que
quiso, con todo empeño, establecer un grupo de dicha Asociación, en la capital
y el Estado de Jalisco. En ella veía la realización de uno de sus sueños dorados
más vehementes, porque en la juventud había puesto todas sus esperanzas generosas,
para el mejor futuro de México. Así fue cómo en 1916, en unión con otros
jóvenes sus amigos de "La Gironda" y sus discípulos, dio principio al
grupo jalisciense, del que naturalmente él fue constituido jefe. Estaba bien
preparado para ello, y durante once años, fue como una prolongación de su hogar
y el centro de sus principales actividades religiosas y patrióticas. Cuando
llegó la hora de que contrajera matrimonio con una destacada y piadosa señorita
de la sociedad tapatía, fue en el oratorio de la casa donde se reunía la
Asociación, donde se empeñó en contraerlo, y apenas su primogénito tuvo la edad
requerida, fue inscrito por él, en el número de sus Vanguardias.
Por su parte la A.C.J.M. lo ha considerado siempre y lo considerará en
lo futuro, como uno de sus más destacados elementos y jefes. Aun antes de
establecerla, había ya hecho, como si dijéramos, ensayos fructuosos de ella, con
la formación de varios círculos de estudios de historia, apologética,
sociología, oratoria, etc., tales como los llamados "Agustín de los
Ríos" y "Aguilar y Marocho", y él los animaba, dirigía, les daba
certeras direcciones, resolvía con gran competencia las objeciones en toda la materia
de aquellos estudios. Y no sólo en el mero orden intelectual, se dedicó al
cultivo de la juventud. Estableció también un cuerpo de carácter militar, al
que dio el nombre de "Patriae Falanx" (La falange de la Patria) en la
que los jóvenes se entrenaban en el servicio militar y los ejercicios
deportivos, destinados a fortalecer el cuerpo. Soñaba con llegar a establecer
una verdadera "Guardia Nacional" preparada a todo evento.
Presentóse por entonces a Anacleto, una dificultad gravísima, capaz de
echar por tierra todos sus grandes proyectos. Ya muy adelantado en sus estudios
para la abogacía, el Gobierno dio una de esas llamadas leyes, destinadas a
vejar a los católicos, y aun de carácter retroactivo. De buenas a primeras, decretó
que no eran válidos los estudios preparatorios que no se hubieran hecho en los
colegios oficiales, y de tal modo y con tanta malignidad, que era preciso al
candidato a una profesión, volver a estudiar todo lo ya pasado y aprendido,
para acomodarse al nuevo plan de estudios. Otro, que no hubiera sido Anacleto,
se hubiera desesperado, por tantos años perdidos, aunque tenía la conciencia de
haber hecho unos estudios, más que suficientes, y con provecho, en el
Seminario. Anacleto se resignó y volvió a comenzar aquellos estudios, que le
retrasaban inútilmente en su carrera. Y vencido, con el tesón y la constancia
que ya le conocemos, el obstáculo, logró al fin recibirse de abogado. No era,
por cierto, esa profesión, adquirida a costa de tantos trabajos y sudores,
desvelos y miserias, algo que considerara como un remedio a su pobreza y un
comienzo de prosperidad material. Jamás Anacleto se preocupaba por eso. El lo
que quería era hacerse un hombre útil a la causa de Dios y de la Patria, a la
que había consagrado su vida. No le faltaron ocasiones en el México oficial
corrompido, de aquel tiempo, para lograr una posición económica, más que
regular. Pero jamás quiso ocuparse de negocios sucios, aun bien remunerados, y
estimó como una grave injuria, que se le hacía, la proposición de uno de esos
agentes de las logias, para entrar en la masonería, que deseaba contar entre
los de "los tres puntos" a un hombre de sus talentos, y arrastre; ya
que ella —la secta— se comprometía a darle uno de esos jugosos puestos en la
política, destinados, como sabemos, a los hijos de la viuda. No; jamás vendería
su alma al diablo, por unos mendrugos de pan, no obstante que esos mendrugos le
vendrían bien para él y su familia, en el terreno de lo humano. La estimaba en
más, ¡mucho más! porque sabía que su valor era, el de la misma Sangre Divina de
Jesucristo.
En cuanto a la pobreza, él la había conocido muy de cerca desde su menesterosa
infancia, y la amaba, porque había sido un baluarte para él, contra las
seducciones con que el mundo quiere arrastrar al joven a su ruina y
degradación. Nació muy pobre, su adolescencia y juventud se movieron casi en la
miseria, siguió siendo pobre toda su vida y murió pobre, y con la pobreza, como
decía Nuestro Salvador, se ganó el Reino de los Cielos. Los mundanos no
entienden este valor de la pobreza y se horrorizan de ella. ¿Qué importa?
Jesucristo, que es la misma Verdad, y que pudo realizar su obra de Redención
fuera de ella, la escogió y la bendijo no sólo de palabra, sino con toda su
admirable y divina carrera de Redentor. Eso no quita, que no reconociera la
necesidad urgente de levantar el nivel económico del obrero, del trabajador de
las ciudades y del campo. La injusticia del capitalismo liberal, le sublevaba.
Sabía perfectamente que no sólo de pan vive el hombre, pero que también vive de
pan, y para resolver la terrible cuestión social, y asociándose a otros nobles
mexicanos de sus mismas ideas, como el Lic. Gómez Loza, gran conocedor del
problema agrario, fundó la Unión Popular, una de sus más bellas y útiles
empresas, y se adhirió a la Confederación Católica del Trabajo con todo el
entusiasmo que ponía en las obras de la gloria de Dios y bien de la Patria.
Por lo demás, como sabemos, no hacía en esto otra cosa que seguir como buen
hijo de la Iglesia, que siempre había sido y quería ser, las enseñanzas admirables
del gran Pontífice León XIII. El mismo, en un artículo suyo, nos dice lo que
era esa famosa Unión Popular: "Es el factor principal de que se han
servido los católicos alemanes para alcanzar el nivel de respeto y preponderancia
que tienen en su patria...Por su estructura, por sus estatutos, por su
organización, es ante todo una escuela de esperanza, de optimismo, de aliento,
de caracteres, de constancia, de firmeza, y por esto cada socio y sobre todo
cada jefe, debe tener entendido que dado el primer paso, no habrá que
retroceder, no habrá que volver los ojos hacia atrás, para medir lo andado con
ánimo de fatigar el espíritu ante los desastres sufridos, ante las derrotas
padecidas o ante la persistencia de los obstáculos y las dificultades". Las
actividades del "Maistro Cleto" pronto se tradujeron en una elevación
del catolicismo en el Estado de Jalisco; se abandonaba ya, por todas partes, la
apatía y dejadez que tanto tiempo habían reinado entre ellos. Su interés por la
cosa pública trascendía fuera de las Academias y las Escuelas; se veía
palpablemente por los discursos, los escritos y otras manifestaciones de la
juventud, que se estaban preparando con energía, los hombres del futuro político,
cultural y religioso de México.
Los conspiradores contra el orden cristiano se alarmaron. Tenían en sus
manos un instrumento de perversión eficaz: la Constitución impía de 1917, que
hasta entonces en muchos casos era letra muerta, pues no se habían atrevido
todavía a llevar a la práctica todas sus disposiciones; y decidieron que ya era
llegada la hora de reglamentar y hacer observar los artículos de dicho
mamotreto de Querétaro, los más opresivos de la conciencia católica. "Memorablemente
ridícula, bufonesca hasta el extremo, fue la sesión del Congreso local de
Jalisco del 31 de mayo de 1918, que iba a desencadenar la persecución religiosa
—dice Gómez Robledo. Urgía reglamentar totalmente el art. 130 de la
Constitución, y cada padre conscripto llegó a su curul, pertrechado de
argumentos histórico-filosóficos contra las religiones, aprendidos en las
peluquerías. El diputado Sebastián Allende, anuncia que "se va a permitir
hacer un poco de historia" v sigue: "La humanidad, desde sus más
remotos tiempos, desde la época del hombre primitivo, ha estado dominada por
las castas sacerdotales. Con esto se explica por qué aquellos hombres carentes
de ilustración y de civilización, no comprendían el por qué de algunos
fenómenos que ellos creían se debían a alguno, que estaba por encima de la
individualidad propia". Cita luego a Galileo y a la Revolución francesa.
Por su parte, Alberto Macías, el principal fautor de la legislación antirreligiosa
de la época establece resueltamente: "digamos cuál es el número, que debe
haber de sacerdotes en Jalisco, y no vayamos a preguntar a nadie si es legal o
no, la determinación que hemos tomado". Cita también la historia, para
probar que "las religiones son la absurdidad (sic) por excelencia"; que
"los señores que están dominados por la sacristía y el turíbulo, son
sanguijuelas que están subcionando (sic) sin piedad, la sangre del pueblo"
e invoca patéticamente la cremación brahairánica de las viudas, para comprobar
los crímenes de las religiones". Tras tanto escrúpulo legal y acopio tanto
de investigaciones prehistóricas, fue aprobado el famoso Decreto mil
novecientos trece, por cuya virtud sólo podría oficiar en el Estado de Jalisco,
un sacerdote por cada cinco mil habitantes, y puesto en vigor el 3 de julio de
1918. El señor Arzobispo de Guadalajara. Mons. Orozco, antes que someterse a
aquel improcedente y vejatorio decreto contra el catolicismo, dio la orden de
la suspensión de cultos, prenuncio y ejemplo de aquella otra suspensión general
en toda la República, que por los mismos motivos habían de ordenar todos los
Prelados mexicanos con anuencia de la Santa Sede, años después. El
"Maistro Cleto", y sus compañeros de apostolado, iban a entrar en acción,
para resistir a los necios conspiradores.
El decreto del 3 de julio de 1918, sobre el número de sacerdotes en
Jalisco, autorizados para ejercer su ministerio, uno por cada 5,000 habitantes:
la Pastoral del Sr. Arzobispo Orozco, rechazándolo y suspendiendo el culto: y
los escritos de los católicos sobre el asunto, excitaron naturalmente la
opinión pública, y bajo la impulsión de los jóvenes de la A.C.J.M., cuyo
Presidente era Anacleto, comenzaron a llover ante el Gobierno multitud de
protestas. El ataque fue triple: .económico, de opinión y de burla. Organizóse
un boycot estricto, que disminuyó extraordinariamente el público de las salas
de espectáculos, y mermó considerablemente las entradas de los comerciantes. En
San Juan de los Lagos, por ejemplo, que fue, de entre las ciudades de Jalisco,
la que mejor respondió a las directivas de Anacleto, todas las casas
aparecieron con moños negros en las fachadas, en señal de luto por el duelo de
nuestra Madre la Iglesia, y se avisó a todos los grandes comercios que no se
harían más pedidos mientras la Iglesia no recobrara su libertad. De la opinión
general, vinieron esas protestas de todo género de que acabo de hablar; y la
mofa la llevaron a cabo los mismos acejotaemeros, que se instalaron en los
escaños de la Cámara, para corear con rebuznos, relinchos, gruñidos, etc.,
todos los discursos de los diputados. El Gobierno no sabía qué hacer, y el
general Diéguez, que era el jefe de las armas, respondió a una comisión que lo
interpeló: "que no le constaba que todo el pueblo estuviera en desacuerdo
con el Decreto". Preparó se entonces una manifestación monstruo, que a
modo de plebiscito, manifestara ante el mismo Diéguez, ante su misma casa, su
desaprobación. El general no pudo menos de salir al balcón aquel día 22 de
julio, porque la multitud se lo pedía a gritos.
Anacleto tomó la palabra, "haciendo responsable al general, como
consejero que era del Gobernador, de la discordia, que leyes inicuas hacían
cundir entre los mexicanos, si no prestaba su apoyo decisivo a la derogación de
aquel Decreto". Es el mismo Anacleto el que refiere la escena: "La
primera frase dicha por Diéguez fue: 'Ante todo, habéis sido reunidos aquí por
un engaño'. Entonces rugió la multitud indignada, millares de brazos se alzaron
para protestar; se agitaron en el aire sombreros y paraguas; y se oyó uniforme,
estruendoso, como el bramido del océano, un 'no', enérgico y repetido por tres
o más veces.'—Os dijeron, añadió Diéguez, que yo quería una demostración de que
sois católicos. —Sí, sí —gritó estruendosamente la multitud. —Pues bien, ya lo
sé, ya lo sabía hace mucho tiempo, pero vuestros sacerdotes os engañan, os han
engañado siempre. — ¡No, no! —contestaron los católicos. —Ellos no quieren acatar
la ley obedeciendo el Decreto. Pues bien, no tenéis más que dos caminos: acatar
el Decreto expedido por el Congreso o abandonar el Estado como parias".
—Resonó entonces una estrepitosa carcajada, en tanto que Diéguez volvía la
espalda a la multitud, y ésta se desataba en duras maldiciones.
Desde luego se comprendió, por la actitud de Diéguez, y por la
prohibición a la Prensa, de que diera cuenta de aquella manifestación, que se
había iniciado la derrota del Gobierno perseguidor, y se apretó más la presión
con las protestas que de todas partes llegaban al Congreso, y por fin el 4 de
febrero de 1919 el Decreto fue derogado. Pero aquel triunfo indudable, vino a
reforzar en el ánimo de Anacleto la idea que ya había concebido desde la
derrota de Villa, de que no por la fuerza, sino por la resistencia pacífica, y
con la sangre de mártires únicamente, entre cuyo número aspiraba a contarse él
algún día, era como había de obligarse a los conspiradores contra el orden
cristiano de la sociedad, a cambiar de procederes.
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