SERMÓN
SOBRE EL RESPETO HUMANO
(segunda parte)
II.-
Pero ahora volvamos a empezar de otra manera. Dime, amigo, ¿por qué razón te
mofas tú de los que hacen profesión de piedad, o, para que lo entiendas mejor,
de los que gastan más tiempo que tú en la oración, de los que frecuentan más a
menudo que tú los sacramentos, de los que huyen los aplausos del mundo? Una de
tres: o es que consideráis a estas personas como hipócritas, o, es que os burláis
de la piedad misma o es, en fin, que os causa enojos ver que ellos valen más
que vosotros.
1.
Para tratarlos de hipócritas sería preciso que hubierais leído en su corazón, y
estuvieseis convencidos de que toda su devoción es falsa. Pues bien, ¿no parece
natural, cuando vemos a una persona hacer alguna buena obra, pensar que su
corazón es bueno y sincero? Siendo así, ved cuán ridículos resultan vuestro
lenguaje y vuestros juicios. Veis en vuestro vecino un exterior bueno, y decís
o pensáis que su interior no vale nada. Os muestran un fruto bueno; indudablemente,
pensáis, el árbol que lo lleva es de buena calidad, y formáis buen juicio de
él. En cambio, tratándose de juzgar a las personas de bien, decís todo lo
contrario: el fruto es bueno, pero el árbol que lo lleva no vale nada. No, no,
no sois tan ciegos ni tan insensatos para disparatar de esta manera.
2.
Digo, en segundo lugar, que os burláis de la piedad misma. Pero me engaño; no
os burláis de tal persona porque sus oraciones son largas o frecuentes y hechas
con reverencia. No, no por esto, porque también vosotros oráis (por lo menos,
si no lo hacéis, faltáis a uno de vuestros primeros deberes). ¿Es, acaso,
porque ella frecuenta los sacramentos? Pero tampoco vosotros habéis pasado el
tiempo de vuestra vida sin acercaros a los santos Sacramentos; se os ha visto
en el tribunal de la penitencia, se os ha visto llegaros a la sagrada mesa. No
despreciáis, pues, a tal persona porque cumple mejor que vosotros sus deberes
de religión, estando perfectamente convencidos del peligro en que estamos de perdernos,
Y, por consiguiente de la necesidad que tenemos de recurrir a menudo a la
oración y a los sacramentos para perseverar en la gracia del Señor, Y sabiendo
que después de este mundo ningún recurso queda: bien, o mal, fuerza será
permanecer en la suerte que, al salir de él, nos quepa por toda la eternidad.
3.
No, nada de esto es lo que nos enoja en la persona de nuestro vecino. Es que,
no teniendo el valor de imitarle, no quisiéramos sufrir la vergüenza de nuestra
flojedad; antes quisiéramos arrastrarle a seguir nuestros desordenes y nuestra
vida indiferente. ¿Cuántas veces nos permitimos decir: para qué sirve tanta
mojigatería, tanto estarse en la iglesia, madrugar tanto para ir a ella, y
otras cosas por el estilo? ¡Ah! es que la vida de las personas seriamente
piadosas es la condenación de nuestra vida floja e indiferente. Bien fácil es comprender
que su humildad y el desprecio que ellas hacen de sí mismas condena nuestra
vida orgullosa, que nada saben sufrir, que quisiera la estimación y alabanza de
todos. No hay duda de que su dulzura y su bondad para con todos abochorna nuestros
arrebatos y nuestra cólera; es cosa cierta que su modestia, su circunspección
en toda su conducta, condena nuestra vida mundana y llena de escándalos. ¿No es
realmente esto solo lo que nos molesta en la persona de nuestros prójimos? ¿No
es esto lo que nos enfada, cuando oímos hablar bien de los demás y publicar sus
buenas acciones? Sí, no cabe duda de que su devoción, su respeto a la Iglesia nos
condena, y contrasta con nuestra vida toda disipada y con nuestra indiferencia
por nuestra salvación. De la misma manera que nos sentimos naturalmente inclinados
a excusar en los demás los defectos que hay en nosotros mismos, somos propensos
a desaprobar en ellos las virtudes que no tenemos el valor de practicar. Así lo
estamos viendo todos los días. Un libertino se alegra de hallar a otro libertino
que le aplauda en sus desórdenes; lejos de disuadirle, le alienta a proseguir
en ellos. Un vengativo se complace en la compañía de otro vengativo para
aconsejarse mutuamente, a fin de hallar el medio de vengarse de sus enemigos.
Pero poned una persona morigerada en compañía de un libertino, una persona siempre
dispuesta a perdonar con otra vengativa; veréis cómo en seguida los malvados se
desenfrenan contra los buenos y se les echan encima. ¿Y por qué esto, sino
porque, no teniendo la virtud de obrar como ellos, quisieran poder arrastrarlos
a su parte, a fin de que la vida santa que éstos llevan no sea una continuada
censura de la suya propia? Mas, si queréis comprender la ceguera de los que se
mofan de las personas que cumplen mejor que ellos sus deberes de cristianos,
escuchadme un momento. ¿Qué pensaríais de un pobre que tuviera envidia de un
rico, si él no fuese rico sino porque no quiere serlo? No le diríais: amigo,
¿por qué has de decir mal de esta persona a causa de su riqueza? De ti
solamente depende ser tan rico como ella, y aún más si quieres. Pues de igual
manera, ¿por qué nos permitimos vituperar a los que llevan una vida más
arreglada que la nuestra? Sólo de nosotros depende ser como ellos y aún
mejores. El que otros practiquen la religión con más fidelidad que nosotros no
nos impide ser tan honestos y perfectos como ellos, y más todavía, si queremos
serlo. Digo, en tercer lugar, que la gente sin religión que desprecian a
quienes hacen profesión de ella...; pero, me engaño: no es que los desprecien,
lo aparentan solamente, pues en su corazón los tienen en grande estima.
¿Queréis
una prueba de esto? ¿A quién recurrirá una persona, aunque no tenga piedad,
para hallar algún consuelo en sus penas, algún alivio en sus tristezas y
dolores? ¿Creéis que irá a buscarlo en otra persona sin religión como ella? No,
amigos, no. Conoce muy bien que una persona sin religión no puede consolarle,
ni darle buenos consejos. Irá a los mismos de quienes antes se burlaba. Harto
convencido está que sólo una persona prudente, honesta y temerosa de Dios puede
consolarlo y darle algún alivio en sus penas. ¡Cuántas veces, en efecto,
hallándonos agobiados por la tristeza o por cualquiera otra miseria, hemos
acudido a alguna persona prudente y buena y, al cabo de un cuarto de hora de
conversación, nos hemos sentido totalmente cambiados y nos hemos retirado
diciendo ¡Qué dichosos son los que aman a Dios y también los que viven a su
lado! He aquí que yo me entristecía, no hacía más que llorar, me desesperaba;
y, con unos momentos de estar en compañía de esta persona me he sentido todo
consolado. Bien cierto es cuando ella me ha dicho: que el Señor no ha permitido
esto sino por mi bien, y que todos los santos y santas habían pasado penas
mayores, y que más vale sufrir en este mundo que en el otro. Y así acabamos por
decir: en cuanto se me presente otra pena, no demoraré en acudir a él de nuevo
en busca de consuelo. ¡Oh, santa y hermosa religión! ¡Cuán dichosos son los que
te practican sin reserva, y cuán grandes y preciosos son los consuelos v
dulzuras que nos proporcionas...!
Ya
veis, pues, que os burláis de quienes no lo merecen; que debéis, por el contrario,
estar infinitamente agradecidos a Dios por tener entre vosotros algunas almas
buenas que saben aplacar la cólera del Señor, sin lo cual pronto seríamos
aplastados por su justicia. Si lo pensáis bien, una persona que hace bien sus
oraciones, que no busca sino agradar a Dios, que se complace en servir al
prójimo, que sabe desprenderse aun de lo necesario para ayudarle, que perdona
de buen grado a los que le hacen alguna injuria, no podéis decir que se porte mal
antes al contrario. Una tal persona no es sino muy digna de ser alabada y
estimada de todo el mundo. Sin embargo, a esta persona es a quien criticáis;
pero ¿no es verdad que, al hacerlo, no pensáis lo que decís? Ah, es cierto, os
dice vuestra conciencia; ella es más dichosa que nosotros. Oye, amigo mío, escúchame,
y yo te diré lo que debes hacer: bien lejos de vituperar a ésta clase de
personas y burlarte de ellas, has de hacer todos los esfuerzos posibles para
imitarlas, unirte todas las mañanas a sus oraciones y a todos los actos de
piedad que ellas hagan entre día. Pero – diréis – para hacer lo que ellas se
necesita violentarse y sacrificarse demasiado. ¡Cuesta mucho trabajo!... No tanto
como queréis vosotros suponer. ¿Tanto cuesta hacer bien las oraciones de la
mañana y de la noche? ¿Tan dificultoso es escuchar la palabra de Dios con
respeto, pidiendo al Señor la gracia de aprovecharse? ¿Tanto se necesita para
no salir de la iglesia durante las instrucciones? ¿Para abstenerse de trabajar
el domingo? ¿Para no comer carne en los días prohibidos y despreciar a los
mundanos empeñados en perderse?
Si
es que teméis que os llegue a faltar el valor, dirigid vuestros ojos a la cruz
donde murió Jesucristo, y veréis como no os faltará aliento. Mirad a esas
muchedumbres de mártires, que sufrieron dolores que no podéis comprender
vosotros, por el temor de perder sus almas. ¿Os parece que se arrepienten ahora
de haber despreciado el mundo y el qué dirán? Concluyamos diciendo: ¡Cuán pocas
son las personas que verdaderamente sirven a Dios. Unos tratan de destruir la religión,
si fuese posible, con la fuerza de sus armas, como los reyes y emperadores
paganos; otros con sus escritos impíos quisieran deshonrarla y destruirla si
pudiesen; otros se mofan de ella en los que la practican; otros, en fin,
sienten deseos de practicarla, pero tienen miedo de hacerlo delante del mundo.
¡Ay! ¡Qué pequeño es el número de los que andan por el camino del cielo, pues
sólo se cuentan en el los que continua y valerosamente combaten al demonio y sus
sugestiones, y desprecian al mundo con todas sus burlas! Puesto que esperamos
nuestra recompensa y nuestra felicidad de sólo Dios, ¿por qué amar al mundo,
habiendo prometido no seguir más que a Jesucristo, llevando nuestra cruz todos
los días de nuestra vida? Dichoso, aquel que no busca sino sólo a DIOS...
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