Al llegar a Querétaro
De Querétaro llegó un emisario en busca de parque para
continuar la lucha. Narró las angustias de su grupo, que después del primer
golpe andaba a salto de mata por falta absoluta de pertrechos. Era Braulio,
campesino de nacimiento, el cual encendió en su región el fuego de la guerra
santa, recorriéndola en todas direcciones; formó en las rancherías pequeños
núcleos que el día convenido se reunieron llevando sus armas, casi todas de
cacería: escopetas y carabinas de diversos calibres, e incluso de retrocarga o
de taco, con diez o doce cartuchos cada una, y nadie un máuser.
Algunos llevaron pistolas en mal estado y peor dotadas y
la mayor parte sólo tenía un cuchillo de monte; pero todos manifestaban entusiasmo
por servir. El 22 de enero de 1927 dieron su primer golpe de sorpresa, atacando
de improviso el pueblo de Braulio y el destacamento de la estación de
ferrocarril. Se dio la consigna de no disparar hasta tener al enemigo a corta
distancia para economizar las pocas balas disponibles, destacando por delante
dos grupos de unos diez hombres cada uno, a quienes tocó iniciar la lucha con
los soldados de línea, valientes en verdad, perfectamente adiestrados en la
milicia, equipados con excelentes armas y bien pertrechados; pero los cogieron
tan de sorpresa que sólo hicieron unas cuantas descargas y retrocedieron. El
pueblo quedó en poder de los rancheros que llegaban por diversos lugares
lanzando estentóreos gritos y vivas a Cristo Rey. Reorganizados los soldados
callistas, contraatacaron enérgicamente empleando ametralladoras y máuseres a
discreción; lanzaron ataque tras ataque sobre los cristeros parapetados en las
bardas y casas del pueblo. Admirable fue que a pesar de su falta de preparación
militar los nuestros infligieran serios descalabros a la tropa, lo que les
permitió apoderarse de numerosos rifles y parque del enemigo; pero éste,
cargando con rabia y tesón, logró emplazar sus ametralladoras en los lugares
más estratégicos, e inmovilizó así a los cristeros. Se sucedieron instantes
aflictivos en que llegaron a usar los rifles como cachiporras, asiéndolos por
el cañón y golpeando con las culatas, hasta que quemado el último cartucho no
fue posible presentar mayor resistencia y abandonaron las posiciones
conquistadas, pero llevando como trofeo de guerra 26 rifles en magnífico
estado, aunque sin dotación alguna. Se internaron en la serranía y allí estaban
en espera de parque para reanudar la lucha.
Era tal el entusiasmo y la insistencia de Braulio, que logró se le
cediera una parte de los cartuchos que mediante colecta se habían obtenido. El
problema era su transporte. Solicitaron voluntarios y pedí permiso a mis
padres, pues aun cuando ya tenía el consentimiento de ellos para cualquier
actividad dentro del movimiento de resistencia, esta comisión era de gravedad
excepcional. -Ofrecimos a Dios nuestras vidas, así es que se haga su voluntad
-dijo mi padre con emoción-Nunca vaciles en dar la vida cuando la causa sea
justa; si en la empresa mueres, muere como cristiano. Sólo quiero darte la
bendición, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo -dijo
haciendo sobre mí la señal ele la cruz. Conmovido lo estreché fuertemente y
luego abracé a mi madre, que lloraba y en silencio repitió la bendición, con
sus dedos en cruz.
Comunicada mi aceptación me ordenaron partir
inmediatamente en compañía del Niño García, acejotaemero del Centro de
Estudiantes Católicos. Nos entregaron dos maletas con los cartuchos envueltos
en papel, para amortiguar el peculiar sonido que podían producir chocando unos
contra otros. Aquellas pequeñas maletas resultaron extremadamente peligrosas,
pues su peso hacía que con trabajo maniobráramos con ellas y se notaba al
caminar el esfuerzo que hacíamos. Así las llevamos a través de la estación,
hasta el carro de ferrocarril de segunda clase que nos llevaría a Querétaro. Insistentemente
se nos recomendó colocáramos las maletas en la repisa destinada a los bultos,
lo más lejos posible de nosotros, con el objeto de que en el caso de que fueran
cateadas negáramos terminantemente nos pertenecieran; pero dos circunstancias
impidieron cumplir esa orden: el tren se encontraba lleno al llegar nosotros, y
los portabultos abarrotados, además de que su peso no permitía izarlas
fácilmente para buscarles acomodo en algún pequeño hueco, así que tuvimos que
dejarlas bajo el asiento, entre nuestras piernas. Nos instalamos lo mejor posible. En la banca de enfrente,
una mujer del pueblo cargada de hijos, durante todo el camino estuvo en
constante actividad amamantando al más pequeño, limpiando narices o enjugando
lágrimas y sobre todo comprando y comiendo en cuanta estación nos deteníamos. El
niño llevaba un organillo de boca que tocó hábilmente. Yo llevé las poesías de
Gabriel y Galán, que en ocasiones leía en voz alta.¡Cualquiera se figuraba a lo que íbamos! En el mismo carro viajaban los soldados de la escolta del
tren, tumbados sobre los duros bancos, dormitando unos tan a gusto como si en
la vida no hubieran hecho otra cosa, y charlando otros animadamente; de su
plática sólo alcanzábamos a oír las gruesas interjecciones y sus groseras
carcajadas. Íbamos ya lejos de la ciudad de México cuando el capitán de la
escolta con dos soldados inició el registro del carro revisando los bultos que
le parecieron sospechosos. Al llegar a nosotros, sin decir palabra, separó con
sus manos nuestras piernas para echar una ojeada bajo el asiento, se conformó
con ver nuestras maletas y prosiguió su registro hasta salir del carro para
dirigirse a otros. Al llegar a Querétaro bajamos con nuestras petacas, pero temiendo
llamar demasiado la atención por la dificultad con que las llevábamos,
decidimos encomendarlas a un cargador, que tomando las dos se las echó en la
espalda de golpe y se produjo al choque el ruido característico de las balas.
-¡Ah chirrión! -exclamó el cargador, sin hacer mayor comentario,
y nos dejó preocupados, pues ignorábamos si lo había dicho por el peso, que
seguramente era inesperado para él, o porque hubiera reconocido el ruido de los
cartuchos. Caminando llegamos al hotel que se nos había indicado, notable por
sus muebles de diversos estilos, su hermoso edificio colonial y unos grandes
cuadros que representaban paisajes campestres mexicanos, hechos con popotes de
colores. Nos detuvimos en el centro del salón que servía de comedor y oficina y
se nos acercó un señor de aspecto bonachón, regordete y bajo de estatura, quien con gran afabilidad preguntó en qué podía
sernos útil. Por toda respuesta saqué una tarjeta de visita
rasgada por la mitad, y se la entregué. Algo sorprendido la tomó y buscando en todas sus bolsas extrajo otra mitad que coincidió con la que a mí
me habían dado. ¡Ah ! Luego
ustedes son sí, sí, ya sé, pasen; pero... ¡caramba! si son unos niños Permítanme
manifestarles mi más grande admiración, y el honor de presentarles a mi
esposa y mis hijas; pero antes, si ustedes no tienen a bien disponer otra cosa, guardaremos en lugar seguro sus petacas. -Diciendo y haciendo, las puso en la caja fuerte del hotel. -¡Vaya, vaya!... ¡Qué hermoso es todo
esto! -volvió a exclamar don Luciano, que desempeñaba el cargo de
administrador del hotel- Si algo les hace falta con franqueza díganlo -prosiguió-,
que en pudiendo nos será muy grato complacerlos; les ruego que, sin
ofender a nadie, vean esta humilde familia como la suya propia.
Seguimos a don Luciano, quien nos presentó a su esposa y tres hijas, que calificamos de archisimpáticas. En conversación
fácil y amena nos narraron alegremente "sus aventuras" con motivo del
"tan mentado boycot". De cómo se habían formado grupos de
señoritas que se estacionaban en las afueras de los cines y tiendas
comerciales, para suplicar a las personas se abstuvieran de entrar,
hasta que eran conducidas a prisión. Las substituían otros nuevos grupos
de inquietas y simpáticas compañeras. Nos contaron igualmente entre las tres,
arrebatándose la palabra constantemente, cómo, durante la persecución religiosa
en Jalisco, había ido a dar a la cárcel un numeroso grupo de acejotaemeros. Al
tercer día de su encierro el alcalde de la prisión, creyendo humillarlos,
mandó que debidamente vigilados por doble valla de soldados descargaran un furgón
de leña; mas como algunos transeúntes se dieron cuenta de esto, corrió la voz y
en un momento se encontraron rodeados de gran número de personas, muchas
conocidas, las muchachas al frente. Estas los llamaban por sus nombres y les
festejaban sus payasadas o sus esfuerzos cuando llevaban algún tronco pesado, y
procediendo con justicia, el que tiraba el suyo o cargaba uno pequeño era
objeto de las burlas de aquellas diablillas.
Una vez terminado el castigo pidieron hablar con el
alcaide de la penitenciaría, que consintió en recibir a una comisión de ellos
en su despacho particular, convencido de que iban a rogarle no les impusiera
trabajos forzados, pues ignoraba lo ocurrido y creía haber avergonzado a
aquellos señoritos bien. Grande fue su desconcierto y enojo cuando el más
resuelto de la comisión le dijo:
-Señor, venimos a ver si tiene por allí algún otro furgón
que nos haga favor de permitirnos descargar. Al día siguiente fuimos
despertados por dos acejotaemeros de la localidad que también iban a llevar
chocolates. Los habían recibido en un cargamento de huacales de piñas.
Nos dio don Luciano nuestras maletas y abordamos un destartalado
automóvil de confianza. ¡Por algo dice el dicho que de los de confianza nos
libre Dios' No habíamos recorrido medio kilómetro cuando fue necesario bajarnos
para darle aire a una llanta que, según el chofer, se había sentado. Como
carecía de repuesto tuvimos que repetir esta operación infinidad de veces y
optamos por ir en el estribo con la bomba en la mano turnándonos en el trabajo.
Al terminar la inflada corríamos lo más rápido posible, hasta que la pérdida de
aire nos obligaba nuevamente a detenernos, y así hasta llegar a una pequeña y
simpática población. Con apetito voraz entramos a la fonda del lugar, donde la
dueña servía personalmente los productos de su establo y huerta. Mientras
saboreaba los mejores huevos rancheros que he comido, pregunté al patrón de la
fonda, como quien no quiere la cosa, si había cristeros por allí.
-¡Grandísimos bribones! -refunfuñó el patrón- Si pudiera,
los fusilaba a todos.
-¡Caramba! -dije a los tres acejotaemeros de la región que
nos acompañaban. Me parece que no son tan populares como quieren hacérnoslo
creer en Querétaro.
-¡Vamos, Ramón! -dijo la patrona ¿Cómo es posible que tú
siendo tan bueno digas semejante cosa?
-¿Es que vas a hacer creer aquí a los señores que tomas
partido por ellos? -contestó el patrón.
-No estoy tomando partido con nadie, Ramón. Creo que lo
que hacen es una locura y que nos van a llover males mayores; pero de eso a
desear la muerte a esos jóvenes hay mucha distancia. De aquí se han ido muchos
de los muchachos más buenos y sensatos, tú bien lo sabes.
-Sí -dijo el patrón-, siempre son los buenos los que
cuando se meten causan más desórdenes.
-No simpatiza usted con la cristiada -dije yo al patrón..,
y sin embargo tiene usted la casa llena de imágenes de santos.
-Eso es distinto -me contestó-: no es que yo no sea
católico, ¡Dios me libre!; pero ellos no pueden triunfar, no pueden luchar sin
elementos contra un ejército formidablemente equipado, contra un gobierno que
cuenta con el apoyo yanki, del que obtiene sin limitación cuanto elemento
combativo pudiera desear y que cuenta con la riqueza nacional para pagarlo. Yo
soy comerciante y tengo obligaciones. Por su dichoso boycot estoy perdiendo y
no van a ser ellos los que vayan a la Tesorería Municipal a pagar mi boleta de
contribuciones. ¿No cree usted? En esto entraron a la tienda dos campesinos,
tipo del ranchero mexicano: altos, esbeltos, el calzón blanco ceñido con faja
roja en la cintura, sarape terciado, gran sombrero de copa baja y puntiaguda,
andar cadencioso, pelo negro y brillante, pómulos ligeramente salidos, grandes
ojos negros muy expresivos, de sonrisa franca e invitadora.
-¡Alabado sea Dios! -dijo uno de ellos adelantándose- Nos
han madrugado.
-¡Arriando! dijo el otro ya está aquí mi compadre. ¡Hijo
del maíz! Madrugaste, hermano.
Nuestros acompañantes queretanos les salieron al
encuentro y los saludaron con fuerte abrazo. Después de presentarnos nos
invitaron a salir y todos juntos nos dirigimos a la plaza del pueblo, donde
varios caballos triscaban el empedrado bajo el ojo avizor de un peón membrudo,
renegrido por el sol y los vientos, enjuto de carnes, cuyos ojillos vivaces nos
veían con amistosa curiosidad. -Brínquenle a los cuacos y dejémonos de cosas!
-dijo Epifanio, lugarteniente de Braulio, quien con él andaba en armas y
esperaba ansioso el parque que les llevábamos. Con trabajos pudimos seguirles
el Niño y yo en sus rápidos movimientos, a pesar de que de nuestras maletas ya
se había hecho cargo el peón que cuidaba los caballos. Salíamos del pueblo,
cuando el compañero de Epifanio exclamó:(…)
No hay comentarios:
Publicar un comentario