“VIERNES SANTO"
DE LA PASION Y MUERTE DEL SEÑOR
(MAÑANA)
JESÚS CONDENADO POR CAIFÁS. — El sol baña de luz los muros y
pináculos del templo de Jerusalén. Los Pontífices y Doctores de la ley no han hecho
caso de su brillo para satisfacer su odio contra Jesús. Anas, que había
recibido el primero al divino prisionero, ordenan que le conduzcan ante su
yerno Caifas. El indigno Pontífice ha osado someter a un interrogatorio al
mismo Hijo de Dios. Jesús, desdeñando responder, recibe la bofetada de un criado.
Tenían preparados testigos falsos que vinieron a declarar sus mentiras ante el
que es la suma Verdad; intento inútil, pues los testimonios proferidos serán
contradictorios. Entonces, el Sumo Sacerdote viendo que el sistema adoptado
para convencer a Jesús de blasfemo no conducía más que a desenmascarar los
cómplices de su fraude, quiso sacar de la boca del mismo Salvador el delito que
debía hacerle justiciable por la Sinagoga: "Te conjuro por el Dios vivo,
que nos digas si Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios" Esta es la
interpelación que el Pontífice dirige a Cristo. Jesús, queriendo darnos ejemplo
de sumisión a la autoridad, rompe su silencio y responde con firmeza: "Tú
lo has dicho, yo soy: Y os digo que a partir de ahora veréis al Hijo del Hombre
sentado a la diestra del poder de Dios y venir sobre las nubes del cielo."
A estas palabras el Pontífice se levanta y desgarra sus vestiduras, diciendo:
"Ha blasfemado." ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Acabáis de
oír la blasfemia. ¿Qué os parece? Unánimemente respondieron todos: "Reo es
de muerte." El propio Hijo de Dios ha bajado a la tierra para llamar a la
vida al hombre que se había precipitado en la muerte, y lo hace por la más espantosa
inversión. El hombre, en pago de tal beneficio, conduce a su tribunal al Verbo
divino y le juzga reo de muerte. Jesús guarda silencio y no aniquila en su cólera
a estos hombres tan audaces e ingratos. Repitamos en este momento las palabras,
con las cuales la Liturgia Griega interrumpe hoy varias veces la lectura de la
Pasión: "Gloria a tu Pasión, Señor."
ESCENA DE INSULTOS. — Apenas se ha dejado oír en la plaza el grito:
"Reo es de muerte", cuando los criados del Sumo Sacerdote se arrojan
sobre Jesús. Le escupen en el rostro, le vendan los ojos y dándole bofetadas le
dicen: "Profeta, adivina quién te ha pegado" '. Estos son los
homenajes de la Sinagoga al Mesías, cuya expectación la ha vuelto tan altiva.
La pluma se resiste a transcribir tales ultrajes inferidos al Hijo de Dios, y
sin embargo, no son sino el exordio de lo que ha de sufrir el Redentor.
LA NEGACIÓN DE PEDRO. — Al mismo tiempo una escena mucho más dolorosa para
el Corazón de Cristo se realiza fuera de la sala, en el palacio del Sumo
Sacerdote. Pedro, que ha entrado allí, se ve envuelto en una contienda con los
guardias y los criados, que le reconocen por uno de los galileos que seguían a
Jesús. El Apóstol, desconcertado y temiendo por su vida, abandona cobardemente a
su Maestro y llega hasta afirmar con juramento que jamás le conoció. ¡Triste ejemplo
de castigo reservado a la presunción! ¡Oh misericordia infinita de Jesús! Los
criados del Sumo Sacerdote le arrastraron hacia el lugar donde se encontraba el
Apóstol; al verle le dirigió una mirada de reproche y de perdón; Pedro se
humilla y llora. En este momento sale del palacio maldito; en adelante,
arrepentido, no se consolará hasta haber visto a su Maestro resucitado y
triunfante. Sea nuestro modelo este discípulo pecador y convertido, en estas
horas de compasión en que la Iglesia quiere que seamos testigos de los dolores
siempre en aumento de nuestro Salvador. Pedro se retira, pues desconfía de su
fragilidad. Quedémonos nosotros hasta el fin; nada tenemos que temer; la dulce
y digna mirada de Jesús que ablanda los corazones más empedernidos se dirige
hacia nosotros. Los Príncipes de los Sacerdotes, viendo que el día comenzaba ya
a clarear, se disponen a conducir a Jesús ante el Gobernador Romano. Ellos han
formulado su causa como se hace con un blasfemo. Mas no pueden aplicarle la ley
de Moisés, según la cual debería ser apedreado. Jerusalén ya no es libre ni la
rigen sus propias leyes. El derecho de vida y muerte sólo lo ejercen los
vencedores y siempre en nombre del César. ¿Cómo no recuerdan estos Pontífices y
Doctores el oráculo de Jacob agonizante que declara que el Mesías vendría,
cuando le fuese arrebatado el cetro a Judá? Pero una nube de rencor les ha ofuscado
y no se percatan de que los malos tratos que ellos dan al Mesías se encuentran
descritos de antemano en las profecías que leen y cuyos custodios son.
LA DESESPERACIÓN DE JUDAS. — El rumor extendido por la
ciudad de que Jesús ha sido apresado esta noche y que se ultiman los
preparativos para llevarle ante el Gobernador, llega a oídos de Judas. El
infeliz amaba el dinero; pero no tenía motivo ninguno para maquinar la muerte de
su Maestro. Conoció el poder sobrenatural de Jesús y tal vez se ilusionaba con
la idea de que las consecuencias de su traición serían vencidas por aquel a
quien obedecen los elementos sobrenaturales. Pero, ahora que le ve en poder de
sus más crueles enemigos y todo anuncia un fin trágico, los remordimientos se
apoderan de su alma. Corre al templo y arroja a los pies de los sacerdotes aquellas
monedas, precio de una Sangre inocente. Diríase que se ha convertido y que va a
implorar el perdón. Pero, ¡ay!, nada de eso. La desesperación es el último
sentimiento que le queda y quiere poner cuanto antes fin a sus días. El
recuerdo de las llamadas, de aquellos aldabonazos, que dio Jesús a su corazón
en la cena del día anterior y en el huerto, no le sirven más que de acicate
para perpetrar un segundo crimen. Dudó de la misericordia, para él su pecado no
podría borrarse y se precipitó en la eterna condenación en el momento mismo, en
que comenzaba a correr la sangre inmaculada.
JESÚS ANTE PILATOS. — Luego, los Príncipes de los Sacerdotes se presentan
ante Pilatos, llevando consigo a Jesús encadenado, y piden se les escuche en un
asunto criminal. El Gobernador se presenta en público y les dice algo enojado: "¿Qué
acusación traéis contra este hombre? Si no fuese malhechor no te lo habríamos
entregado." El desprecio y enojo se refleja en las palabras del Gobernador
y la impaciencia en la respuesta de los Sacerdotes. Se ve que Pilatos se preocupa
poco de ser el ministro de sus venganzas: "Tomadle, les dice, y juzgadle
según vuestra ley, más estos hombres sanguinarios responden que no les es permitido
quitar la vida de nadie'. Pilatos, que había salido al pretorio para hablar a
los enemigos del Salvador, entra dentro y manda introducir a Jesús. El Hijo de
Dios y el representante del mundo pagano se hallan frente a frente. "¿Eres
el Rey de los judíos?", interroga Pilatos. "Mi reino no es de este
mundo", responde Jesús; no tiene que ver nada con los reinos formados por
la violencia; su origen viene de lo alto. "Si mi reino fuera de este
mundo, mis soldados no me habrían dejado caer en poder de los judíos."
Pronto, a mi vez ejerceré el imperio terrestre; pero, en este momento, mi reino
no es de aquí abajo. "Luego, ¿Tú eres Rey?", vuelve a interrogar
Pilatos. "Sí, yo soy Rey", contesta el Salvador. "Después de
haber confesado su dignidad augusta, el Hombre-Dios hace un esfuerzo para
elevar al romano por encima de los intereses vulgares; le propone un fin más
digno que el buscar los honores de la tierra." "Yo he venido a este
mundo, le dice, para dar testimonio de la Verdad; cualquiera que es de la
Verdad escucha mi voz." "Y ¿qué es la Verdad?", interroga Pilatos
y sin aguardar la respuesta, para acabar pronto, deja a Jesús y va se en busca
de los acusadores. "No encuentro delito alguno en este hombre", les
dice. El pagano creyó hallar en Jesús un doctor de alguna secta judía cuyas
enseñanzas no valían la pena ser escuchadas y no sólo eso, sino que, al mismo tiempo,
vio en él un hombre inofensivo en quien no se podía, sin injusticia, buscar un
hombre peligroso.
ANTE HERODES. — Apenas ha manifestado su opinión favorable a
Jesús, cuando los Príncipes de los Sacerdotes comienzan a acusar al Rey de los
Judíos. El silencio de Jesús, en medio de tantas mentiras, hace enmudecer al
Gobernador. "¿No oyes, le dice, cómo te acusan?" Estas palabras de un
interés visible, no inmutan a Jesús en su digno silencio; pero provocan en sus
enemigos una nueva explosión de furor: "Perturba al pueblo, gritan frenéticos
los Príncipes de los Sacerdotes, enseñando por toda la Judea, comenzando desde
Galilea hasta aquí" '. Al oír el nombre de Galilea creyó ver un rayo de
luz. Herodes, Tetrarca de Galilea está en Jerusalén. Es necesario remitirle a
Jesús, su súbdito; esta cesión de la causa criminal desembarazaría al
Gobernador y al mismo tiempo restablecería la armonía entre Herodes y él. El
Salvador es arrastrado por las calles de la ciudad, del Pretorio al Palacio de
Herodes. Sus enemigos le siguen con la misma rabia, mas Jesús guarda silencio.
No recibe más que el despreció de Herodes, el asesino de Juan Bautista; pronto
los habitantes de Jerusalén le ven aparecer con la vestidura de un insensato y
le llevan de nuevo ante Pilatos.
BARRABÁS. — Esta reaparición inesperada del acusado, contraría
mucho a Pilatos; pero cree haber hallado un nuevo medio de desembarazarse de esta
causa que le es odiosa. La fiesta de Pascua le facilita la ocasión de indultar
a un culpable; quiere hacer caer este favor en Jesús. El pueblo está amotinado
a las puertas del Pretorio. Pondrá en paralelo a Jesús, al mismo Jesús, que
hace unos días toda la ciudad llevó en triunfo, con Barrabás, el malhechor,
persona odiosa en Jerusalén; la elección del pueblo no puede menos de ser
favorable a Jesús. "¿A quién queréis que dé la libertad, les dice, a Jesús
o a Barrabás?" La respuesta no se hace esperar; voces tumultuosas gritan:
"No a Jesús, sino a Barrabás." Y ¿qué haré con Jesús? Y la chusma corta
las últimas palabras del Gobernador y grita frenética. ¡Crucifícale,
crucifícale! Pero ¿qué mal ha hecho?; le castigaré y le pondré en libertad. "¡No;
crucifícale!"
LA FLAGELACIÓN. — La prueba no ha tenido éxito y la situación del
cobarde Gobernador es más crítica que antes. En vano ha buscado para rebajar al
inocente al nivel de un malhechor; la pasión de un pueblo ingrato y agitado no
ha tenido cuenta alguna de ello. Pilatos se ve obligado a prometer que
castigará a Jesús de modo bárbaro, para apagar un poco la sed de sangre que devora
al populacho; pero no sirve más que para provocar un nuevo grito de muerte. No
vayamos más lejos sin ofrecer una reparación al Hijo de Dios por los ultrajes
de que acaba de ser objeto. Comparado con un infame, es preferido éste. Si
Pilatos quiere por compasión salvarle, es con la condición de hacerle sufrir
esta vergonzosa comparación, que resultaría vana. Las voces que cantaban el
Hosanna al Hijo de David hace unos días no profieren sino aullidos feroces; y
el Gobernador, temiendo una sedición, se ha comprometido a dar un castigo a aquel cuya inocencia acaba de
confesar. Jesús es entregado a los soldados para que le flagelen; se le despoja
violentamente de sus vestidos y se le ata a la columna que servía para estas
ejecuciones. Los látigos más crueles cruzan su cuerpo y la sangre, aquella sangre inmaculada,
corre por sus divinos miembros. Recojamos esta segunda efusión de sangre, por
la cual Jesús expía todas las complacencias y crímenes de la carne de la humanidad
entera. Es la mano de los gentiles quien le da este tratamiento; los judíos le
entregan y los romanos son los ejecutores, pero todos nosotros tomamos parte en
el deicidio.
LA CORONACIÓN DE ESPINAS.-—Los soldados están cansados
de golpearle y los verdugos desatan a su víctima. ¿Se habrán compadecido de El? No. A tanta crueldad va a
seguir una burla sacrílega. Jesús se ha llamado Rey de los Judíos y los
soldados aprovechan el título para dar una forma nueva a sus ultrajes. Un rey
lleva corona y los soldados van a imponérsela al Hijo de David. Tejiendo, de
prisa, una diadema con ramas espinosas, la clavan en la cabeza, y por tercera vez
corre la sangre de Jesús. Después, para completar la ignominia, ponen en sus
espaldas un manto de púrpura y en su mano una caña, a modo de cetro. Entonces
se ponen de rodillas delante de El y dicen: "¡Dios te salve, Rey de los
judíos!" Pero no paró aquí su crueldad: Como acompañamiento a este
homenaje insultante le escupen en el rostro y lanzan al aire
sonoras carcajadas; de cuando en cuando le arrancan la caña de la mano para
darle con ella en la cabeza, y de ese modo clavan más las espinas.
HOMENAJE REPARADOR. — Ante este espectáculo el cristiano se postra en
doloroso respeto y dice a su vez: "¡Dios te salve, Rey de los judíos! Sí;
Tú eres el Hijo de David, nuestro Mesías y nuestro Redentor. Israel no reconoce
tu reinado que proclamaba no ha mucho, y la gentilidad ha hallado medios de
ultrajarte; pero tú, reinarás, por la justicia en Jerusalén, que no tardará en sentir
los golpes de tu cetro vengador; por la misericordia sobre los gentiles, que
pronto los Apóstoles traerán a tus pies. Recibe nuestro homenaje y nuestra
sumisión. Reina desde hoy en nuestros corazones y en nuestra vida entera."
ECCE-HOMO. — Jesús es conducido a Pilatos en el estado en que
le ha dejado la crueldad de los soldados. El Gobernador no duda que una víctima
en estado examine encontrará gracia ante el pueblo; mandando subir a Jesús a
una galería del palacio le muestra a la multitud diciendo: ECCE-HOMO. "He
aquí el Hombre." Esta palabra era más significativa de lo que creía
Pilatos. No decía: He aquí a Jesús, ni he aquí al Rey de los Judíos; se servía
de una expresión general de la que no tenía la clave; y el cristiano posee su
conocimiento. El primer hombre en su sublevación contra Dios había trastornado
con su pecado la obra entera del Creador; en castigo de su orgullo y su codicia,
la carne había avasallado al espíritu, y la tierra misma, en señal de
maldición, no producía más que espinas. El nuevo hombre que llevó, no la
realidad, sino la apariencia del pecado, aparece. La obra del Creador vuelve a
tomar con El su antigua armonía; mas es por medio de la violencia. Para
demostrar que la carne debe estar sometida al espíritu, su carne es azotada con
látigos; para demostrar que el orgullo debe ceder su lugar a la humildad, lleva
una corona formada por las espinas de la tierra maldita. Triunfo del espíritu
sobre los sentidos, abatimiento de la voluntad soberbia bajo el yugo de la
sentencia. He ahí al hombre.
JESÚS Y PILATOS. — Israel es como el tigre; la vista de la sangre
excita su sed y no está contento hasta que se baña en ella. Apenas ha visto a su
víctima ensangrentada, grita con nuevo furor: "¡Crucifícale, crucifícale!"
¡Está bien!, "dice Pilatos", tomadle y crucificadle vosotros mismos; yo
no hallo en El crimen alguno." Y sin embargo, por orden suya, se le ha
puesto en un estado que, con él solo, puede causarle la muerte. Su cobardía será
desbaratada. Los judíos replican invocando el derecho que los Romanos dejan a
los pueblos conquistados. "Tenemos una ley y según esa ley debe morir,
porque se proclama Hijo de Dios." A esta reclamación Pilatos se turba;
vuelve a la sala con Jesús y le dice: "¿De dónde eres Tú?" Jesús se
calla, Pilatos no era digno de oír al Hijo del Hombre darle razón de su origen
divino. Pilatos se irrita: ¿A mí no me respondes?, le dice: "¿No sabes que
tengo poder para crucificarte y para absolverte?" Jesús se digna hablar para
enseñarnos que todo poder de gobierno, aun entre los infieles, viene de Dios y
no de lo que se llama pacto social. "No tendrías ese poder, responde, sino
te hubiese sido dado de lo alto; por tanto, el pecado de quien me ha entregado
a ti, es mayor". La nobleza y la dignidad de estas palabras, subyugan al
Gobernador; quiere aún salvar a Jesús. Pero los gritos del pueblo penetran de
nuevo hasta él: "Si le dejas libre, le dicen, no eres amigo del César;
pues todo el que se hace Rey, se levanta contra el César." A estas
palabras Pilatos, tratando en una última tentativa de mover a piedad a este
pueblo furioso, sale de nuevo y sube a un estrado al aire libre; se sienta y
manda conducir a Jesús: "He aquí, dice, vuestro Rey; ved si César tiene
que temer algo por su parte." Mas los gritos aumentan: "Quítale, quítale.
Crucifícale." "Pero ¿voy a crucificar a vuestro Rey?", dice el
Gobernador, que aparenta no ver la gravedad del peligro. Los Pontífices responden:
"No tenemos otro rey que el César." Palabra indigna que cuando sale
del santuario anuncia a los pueblos que la fe está en peligro; al mismo tiempo
palabra de reprobación para Jerusalén, porque si no tiene otro rey que el César,
el cetro no está ya en Judá y la hora del Mesías ha llegado.
JESÚS CONDENADO POR PILATOS. — Pilatos viendo que la sedición
ha llegado al culmen y que su responsabilidad de Gobernador está amenazada, determina
dejar a Jesús en manos de sus enemigos. Muy a pesar suyo dicta la sentencia que
ha de producir pronto en su conciencia un remordimiento del que tratará de
librarse con el suicidio. El mismo traza sobre una tablilla, con un punzón, la
inscripción que ha de ponerse sobre la cabeza de Jesús. Más aún; concede al
odio de los enemigos del Salvador, para mayor ignominia, que sean crucificados
con El dos ladrones. Este hecho era necesario para dar cumplimiento al oráculo
profético: "Será contado entre los criminales"; y después que acaba
de mancillar i su' alma con el más odioso de los crímenes, se i lava públicamente
las manos, al mismo tiempo que grita en presencia del pueblo: "Inocente
soy de la sangre de este justo; allá os lo veréis vosotros." Y todo el
pueblo responde con este anhelo: "Su sangre caiga sobre nosotros y
sobre nuestros hijos." Este fué el
momento en que el i parricidio se imprimió en la frente del pueblo J ingrato y sacrílego,
como en otro tiempo sobre! la de Caín. Diez y nueve siglos de servidumbre,! de
miseria y de desprecio no lo han borrado aún. J Nosotros, hijos de la
gentilidad sobre los que esta sangre divina ha descendido como un rocío! misericordioso,
demos gracias al Padre celestial | que "ha amado tanto al mundo que le ha
dado! a su único Hijo". Demos gracias al amor de estel Hijo único de Dios,
que viendo que nuestras! manchas no podían ser lavadas sino en su sangre, nos
la da hoy hasta en la última gota.
VÍA DOLOROSA. — Aquí comienza la Vía dolorosa, y el Pretorio de
Pilatos en que fué pronunciada la sentencia de Jesús, es la primera estación.
El Redentor es abandonado a los judíos por la autoridad del Gobernador. Los
soldados se la podrán de El y le conducen fuera del patio del í Pretorio. Le quitan
el manto de púrpura y le i visten con sus propios vestidos que le habían sido
quitados para flagelarle; por fin le cargan la cruz sobre sus desgarradas
espaldas. El lugar en que el nuevo Isaac recibió en sí la leña de su sacrificio
es designado como la segunda estación. El escuadrón de soldados, reforzado con
los ejecutores, con los príncipes de los Sacerdotes, con los Doctores de la ley
y con mucho pueblo, se pone en marcha. Jesús avanza bajo el peso de la cruz;
pero en seguida, desfallecido, a causa de la sangre que ha perdido y por los
sufrimientos de todo género, no puede sostenerse y cae bajo la carga, señalando
así con su caída la tercera estación.
ENCUENTRO DE JESÚS
CON SU MADRE. — Los soldados levantan con brutalidad al divino
cautivo que sucumbía, más aún bajo el peso de nuestros pecados, que bajo el del
instrumento de su suplicio. Acaba de reanudar su marcha vacilante y al punto se
encuentra con su Madre llorosa. La mujer fuerte, cuyo amor maternal es
invencible, ha salido al encuentro de su Hijo; quiere verle, seguirle, unirse a
El hasta que expire. Su dolor está por encima de toda ponderación humana. Las
inquietudes de estos últimos días han agotado sus fuerzas; todos los
sufrimientos de su Hijo le han sido manifestados por revelación; se ha asociado
a ellos y los soporta todos y cada uno en particular. Sin embargo de eso, no
puede permanecer por más tiempo lejos de la vista de los hombres; el sacrificio
avanza en su curso, su consumación se acerca; es necesario estar con su Hijo y
nada podrá detenerla en este momento. Magdalena está cerca de ella llorosa; Juan,
María, madre de Santiago y Salomé la acompañan también; éstas lloran por su
Maestro; mas ella llora por su Hijo. Jesús la ve y no puede consolarla, pues
todo esto no es sino el comienzo de los dolores. El sentimiento de agonía que
experimenta en este momento el corazón de la más tierna de las madres acaba de
oprimir con un nuevo peso el corazón del más amante de los hijos. Los verdugos
no concedieron un momento de espera en la marcha, en favor de la madre de un
condenado; si quiere, puede seguir el funesto cortejo; sin embargo, el
encuentro de Jesús y María en el camino del calvario señalará para siempre la
cuarta estación.
EL CIRINEO. — El camino es largo aún, porque, según la ley, los
criminales debían sufrir el suplicio fuera de la ciudad. Los judíos temen que la
víctima expire antes de llegar al lugar del sacrificio. Un hombre que volvía
del campo, llamado Simón de Cirene, encuentra el doloroso cortejo; se le
detiene; y por un sentimiento cruelmente humano hacia Jesús, se le obliga a compartir
con El el honor y la fatiga de llevar el instrumento de la salvación del mundo.
Este encuentro de Jesús con Simón Cirineo da lugar a la quinta estación.
LA SANTA FAZ. — A unos pasos de allí, un incidente inesperado
llena de admiración y estupor a los mismos verdugos. Una mujer atraviesa la
muchedumbre, aparta a los soldados y va hacia. el Salvador. Sostiene entre sus
manos el velo que ha desplegado y enjuga con mano temblorosa el rostro de Jesús,
desfigurado por la sangre, el sudor y las bofetadas. Sin embargo de eso, lo ha
reconocido porque le ama; y no ha temido exponer su vida para ofrecerle este
ligero alivio. Su amor será recompensado; el rostro del Redentor se imprime milagrosamente
en el lienzo, que será en adelante su más preciado tesoro, y tiene la gloria de
señalar con su acto intrépido la sexta estación de la Vía dolorosa.
JESÚS SE COMPADECE DE JERUSALÉN. — Con todo eso, las fuerzas de
Jesús se debilitan más y más, a medida que se acerca el término fatal. Un
desfallecimiento súbito derriba al suelo—por segunda vez—a la víctima y señala
la séptima estación, Jesús es en seguida levantado con violencia por los soldados
y camina de nuevo por el sendero que va rociando con su sangre. Tan indignos tratos
excitan los gritos y lamentaciones de un grupo de mujeres que, movidas de
compasión hacia el Salvador, se habían colocado detrás de los soldados y habían
hecho caso omiso de sus insultos. Jesús, emocionado del amor de estas mujeres,
que, a pesar de la debilidad de su sexo, mostraban más grandeza de alma que el pueblo
entero de Jerusalén, les dirige una mirada bondadosa, y tomando toda la
dignidad del lenguaje de Profeta les anuncia, en presencia de los Príncipes de
los Sacerdotes y de los Doctores de la Ley, el castigo que seguirá en seguida
al atentado de que son testigos y que lloran con tan copiosas lágrimas.
"¡Hijas de Jerusalén!, las dice en el mismo lugar indicado por la octava estación;
¡Hijas de Jerusalén! No lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros
hijos; pues vendrán días en que se dirá: ¡Bienaventuradas las estériles y las
entrañas que no engendraron y los senos que no amamantaron! ¡Dirán entonces- a
las montañas: Caed sobre nosotros; y a las colinas: Cubridnos; y si se trata
hoy así al leño verde ¿cómo se tratará entonces al seco?"
LLEGADA AL CALVARIO.---Por fin llegan a la colina del Calvario; Jesús
debe aún escalarla antes de llegar al lugar de su sacrificio. Por tercera vez su
extrema fatiga le hace caer en tierra y santifica el lugar que los fieles
venerarán como la nona estación. La soldadesca bárbara interviene de nuevo para
obligar a Jesús a reanudar su penosa marcha y después de unos pocos pasos llega
por fin a la cima de este cerro que servirá de altar al más sagrado y poderoso
de los holocaustos. Los verdugos se apoderan de la cruz y la extienden sobre la
tierra esperando atar en ella a la víctima. Antes, según el uso de los romanos,
que también lo practicaban los judíos, se ofrece a Jesús una copa que contenía
vino mezclado con mirra. Este brebaje que tenía la amargura de la hiel, era un
narcótico para adormecer hasta cierto punto los sentidos del paciente y
disminuir los dolores de sus tormentos. Jesús acerca un momento a sus labios
esa bebida que le ofrecen más por costumbre que por humanidad; pero rehúsa bebería,
queriendo padecer sin mitigación alguna, todos los tormentos que se ha dignado aceptar
por la salvación de los hombres. Entonces los verdugos le despojan de las
vestiduras, pegadas a sus llagas, y se disponen a conducirle al lugar en que le
espera la cruz. El lugar del Calvario en que Jesús fue así despojado, y donde le
presentaron la bebida amarga, es designado como la décima estación de la Vía
dolorosa. Las nueve primeras pueden verse aún en las calles de Jerusalén, desde
el lugar del Pretorio hasta el pie del Calvario; esta última, en cambio, y las
cuatro siguientes están en el interior de la iglesia del Santo Sepulcro, que
encierra en su vasto recinto el teatro de las últimas escenas de la Pasión del
Salvador. Pero suspendamos nuestro relato; hemos ya incluso adelantado un poco
las horas de este gran día, y más tarde volveremos de nuevo al Calvario. Ahora
unámonos a la Santa Iglesia en la función con que se dispone a celebrar la
muerte del Señor.
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