viernes, 25 de marzo de 2016

25 Años de la Muerte de Mons. Lefebvre

29 de noviembre de 1905, Tourcoing,Francia.

25 de marzo de 1991, Martigny, Suiza




Misionero, Obispo, Delegado Apostólico. La trayectoria de Monseñor Marcel Lefebvre (1905-1991) se inició como una hermosa línea ascendente. Pío XII lo nombró Obispo de Senegal a los cuarenta y dos años, y Delegado Apostólico para el África francesa a los cuarenta y tres. En 1962 fue elegido Superior General de la Congregación del Espíritu Santo, que contaba con más de cinco mil miembros. Juan XXIII lo designó Asistente al Solio Pontificio y miembro de la Comisión central preconciliar. Durante el Concilio Vaticano II, Mons. Marcel Lefebvre encabezó a la minoría.

Los dos decenios siguientes (1968-1988) no disminuyeron ni su ritmo ni su reputación. Ocupó sin dificultad la primera plana en los periódicos. La «Misa prohibida» que celebró en la feria de muestras de Lille en el «verano caliente» de 1976 le procuró una popularidad definitiva. Mientras Pablo VI denunciaba «el desafío lanzado a las Llaves de San Pedro», Lille vivía algo nunca visto: cuatrocientos periodistas de la prensa escrita, hablada y filmada, que habían venido de los cuatro puntos cardinales, se agolpaban para arrancarle al Obispo una frase u oír una respuesta. Eclipsó a las celebridades políticas y otras. Los Izvestia soviéticos le pidieron a Pablo VI que amordazara al Obispo rebelde; el Primer Ministro francés Jacques Chirac le suplicó a Marcel Lefebvre, «en nombre de Francia, hija primogénita de la Iglesia», que se reconciliara con el Papa. Doce años después, tras haber dicho «no» a la reunión interreligiosa convocada por Juan Pablo II en Asís, el Arzobispo consagró  a cuatro Obispos pese a la prohibición del Papa. Las cámaras de  todas las cadenas de televisión del mundo mostraron la ceremonia  del «gran desgarramiento», que le valió al Prelado de Écone la excomunión por «cisma». ¿Sería ése el destino del «Obispo de Hierro»? La carrera de este hijo de industriales (no siderúrgicos sino textiles) del norte de Francia comenzó cuando, siendo adolescente, Marcel  Lefebvre se convirtió en el apóstol metódico de los conventillos, esas misérrimas viviendas con patios comunes de Tourcoing. Alumno del Seminario Francés de Roma en tiempos de Pío XI y ordenado sacerdote en 1929, coronó sus estudios con un doble doctorado en la Universidad Gregoriana, tras lo cual el Cardenal Liénart destinó al doble doctor a un puesto de prueba: Vicario de un barrio obrero.

Sin embargo, en un giro inesperado, el joven sacerdote decidió  hacerse misionero, e hizo su noviciado en Orly bajo los helicópteros. Espiritano y con barba, lo encontramos en Gabón en 1932 como formador de los sacerdotes africanos del mañana, y luego como explorador experimentado de las riberas del Ogooué y amigo del Doctor Schweitzer. La guerra lo alistó primero contra Charles de Gaule He... Para reclutarlo luego con las tropas de Leclerc, mientras que su padre moría deportado por sus actividades en la resistencia. En 1945 volvió a Francia para su «batalla de Norrnandía», en el Escolasticado de Mortain. ¡Adiós a las misiones! No por mucho tiempo, porque cuando en Dakar el Vicario Apostólico presentó la dimisión de su cargo, la autoridad superior fijó los ojos en Marcel Lefebvre. Consagrado Obispo en 1947, fue nombrado Delegado Apostólico al año siguiente: diplomático sin ser «de carrera».

De Marruecos a Antananarivo, de Dakar a Gao, viajando a veces en sus vuelos en compañía de Francois Mitterrand, se convirtió en un Obispo itinerante y en un perspicaz observador de la realidad africana, sobre la que informaba a Pío XII. De 1948 a 1962 Monseñor Marcel Lefebvre se encontró en el centro de los debates sobre la descolonización y la independencia, organizando una jerarquía católica autóctona: tres de sus antiguos alumnos de Libreville fueron ascendidos al episcopado. En Dakar, las directivas del Arzobispo fueron de una decidida  modernidad, que contrastaba con la imagen que luego se harían algunos del «Obispo tradicionalista». «Hay que saber -recomendaba- obsoleto y esclerótico, que cierra los ojos materialismo y al ateísmo que invade a la juventud». Ése era el hombre a quien Angelo Roncalli, Nuncio en París  futuro Juan XXIII, solía recibir en la nunciatura; el hombre al  que René Coty recibió en el Elíseo, y a quien Charles de Gaulle  consultó en repetidas ocasiones; el hombre que trataba con el Presente norteamericano Lyndon Johnson, y se hacía ayudar a Misa  para el Presidente irlandés Eamon de Valera.

No obstante (¡nobleza obliga!) Monseñor Lefebvre tuvo que  abandonar África. Nombrado Arzobispo-obispo de Tulle, donde sirvió a encontrar con Jacques Chirac, estuvo muy cerca de sus sacerdotes, a quienes visitaba en sus casas parroquiales, y que lo consideraban «un excelente Obispo práctico, de una presencia extraordinaria Elegido resueltamente como Superior General de los Padres del  Espíritu Santo, emprendió en su Congregación una obra de saneamiento que le ganó amistades y enemistades. Pero todos, partidarios  adversarios, estaban de acuerdo en reconocer en él una incontestable aura de singular encanto, una formidable prestancia y una paternidad amante y amada. En el aula conciliar, no pudiendo resignarse a ser espectador pasivo de la gran fisura que se abría en la Iglesia en pleno aggiornamento,  convirtió en el estratega de una encarnizada batalla, relatada con pasión por los medios de comunicación; y varias veces lo que llegó a  denominarse el «efecto Lefebvre» invirtió el rumbo de las cosas.

En 1968, a sus sesenta y tres años, por negarse a avalar lo que  consideraba el auto destrucción de su Congregación, Monseñor  Lefebvre se vio en la calle, maleta en mano, como «Obispo desocupado». A él se dirigieron, en plena crisis del sacerdocio, las vocaciones desamparadas: « ¡Monseñor -le decían-, haga algo por vosotros. Funde un seminario!».¿Sabía él adónde lo iban a llevar esas súplicas, qué virtualidades e su gracia episcopal lo obligarían a desplegar y hasta qué punto? Pero los hechos hablaron por sí mismos: con el viento en contra, pero rodeado de toda una juventud, el anciano emprendedor recomenzó de cero y creó una obra sacerdotal aprobada por la Iglesia. No tardó en  contar con una descendencia de más de cuatrocientos sacerdotes y de  doscientos religiosos y religiosas, presentes en los cinco continentes.¿De dónde venía la energía de ese optimismo emprendedor? Seguramente de la virtud de su raza, porque al tenaz flamenco se le superponía el industrioso faber (<<obrero, artesano, herrero»), como lo indicaban desde hacía tres siglos el nombre y la profesión de los Lefebvre. Pero ¿no sería Marcel un heredero de otro orden? La hipótesis podríadar la clave sobre el destino excepcional del Prelado,  a quien los medios de comunicación presentaron como el «soldado solitario» por excelencia, y que sin embargo siempre afirmó no haber actuado nunca según sus ideas personales.

Nos hemos dedicado, pues, a una labor de búsqueda meticulosa de testimonios y documentos que permitan esclarecer el itinerario del Arzobispo no conformista. Había que sopesar todas las influencias ejercidas en la adolescencia y en la juventud clerical de aquél que llegaría a ser el hombre menos influenciable del mundo. Hemos querido recurrir a todas las fuentes de archivos accesibles y abrirlos de par en par a nuestro lector.

Con el fin de mantenemos en el rigor que impone el método histórico, hemos confrontado sin cesar las afirmaciones y los recuerdos de un prelado que, durante dos decenios decisivos en la evolución de una Iglesia en mutación, comentó minuciosamente a sus seminaristas cada novedad eclesial y explicó cada una de sus reacciones y decisiones, a medida que se aceleraba, con el correr de los años, el movimiento giratorio de un torbellino de acontecimientos que él dominaba tanto más hábilmente cuanto más dócilmente se dejaba conducir por su curso.

Así nos veremos llevados a perfilar los móviles profundos de la acción sorprendente de este Obispo fuera de serie y a penetrar en los repliegues de una personalidad que los mejores observadores han pintado como llena de fuertes contrastes: a la vez tímido y audaz, conciliador e intratable, dogmático y pragmático. ¿Lograremos discernir la unidad oculta de esta figura que no es monolítica? Para intentado, no hemos dudado en recibir el testimonio de los enemigos más irreductibles del Arzobispo, que fueron, en cierto sentido, los amigos que más espontáneamente lo admiraron.


Tal vez entonces el lector pueda descubrir con nosotros, página tras página, el secreto de Monseñor Marcel Lefebvre, el misterio de un hombre cuya extraordinaria seguridad en sí mismo sólo se debió a su absoluta seguridad en Dios. 



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