martes, 16 de febrero de 2016

TIEMPO DE CUARESMA

CAPITULO III
PRACTICA DE LA CUARESMA

TEMOR SALUDABLE. — Después de emplear tres semanas enteras en reconocer las dolencias de nuestra alma y sondear las heridas que el pecado nos ha causado, debemos, al presente, sentirnos preparados a hacer penitencia. Conocemos mejor la justicia y santidad de Dios, los peligros que corre el alma impenitente; y para obrar en la nuestra retorno sincero y duradero, hemos roto con las vanas alegrías y futilidades del mundo. La ceniza se ha derramado en nuestras cabezas y se ha humillado nuestro orgullo ante la sentencia de muerte que ha de cumplirse en nosotros. En el curso de esta prueba de cuarenta días, tan largo para nuestra flaqueza, no nos abandonará la presencia de Nuestro Salvador. Parecía haberse sustraído a nuestras miradas durante estas semanas pasadas en que no resonaban más que maldiciones lanzadas contra el hombre pecador; pero esa sustracción nos era beneficiosa; era propia para hacernos temblar al ruido de las venganzas divinas. "El temor del Señor es el principio de la sabiduría'"; y por habernos visto sobrecogidos de miedo, se despertó en nosotros el sentimiento de la penitencia.

EJEMPLO SEDUCTOR DE CRISTO. — Abramos, por fin, los ojos y paremos mientes. Emmanuel mismo, llegado a la edad viril, se ostenta de nuevo a nuestros ojos, no ya en apariencia de aquel tierno niño que adoramos en el pesebre, sino semejante al pecador temblando y humillándose ante la soberana majestad por nosotros ofendida, y ante la cual se declara fiador nuestro. A efectos del amor que nos profesa vino a alentarnos con su presencia y sus ejemplos. Vamos a dedicarnos durante cuarenta días al ayuno y abstinencia; El, la inocencia personificada, va a consagrar el mismo tiempo a mortificar su cuerpo. Nos abstraemos durante un período lejos de placeres bullangueros y sociedades mundanales: El se retira de la compañía y vista de los hombres. Queremos nosotros acudir frecuentemente, asiduamente a la casa de Dios, y darnos con mayor ahínco a la oración: El pasará cuarenta días con sus noches conversando con su Padre en actitud suplicante. Nosotros repasaremos nuestros años en la amargura de nuestro corazón gimiendo y lamentando nuestros pecados: El los va a expiar por el sufrimiento y llorarlos en el silenció del desierto, como si El mismo los hubiera cometido. Apenas sale de las aguas del Jordán santificándolas y fecundándolas y el Espíritu Santo le lanza al desierto. Ha llegado, empero, para El la hora de manifestarse al mundo; pero antes quiere darnos un ejemplo magnífico; y sustrayéndose a las miradas del Precursor y de la muchedumbre que vió descender la paloma divina sobre El y oyó la voz del Padre celestial dirige sus pasos al desierto. A corta distancia del río se levanta una agreste y escarpada montaña que las generaciones cristianas llamará después: Monte de la Cuarentena. De su abrupta cresta se domina la llanura de Jericó, el curso del Jordán y el Mar Muerto que recuerda la cólera de Dios. Allí, al fondo de una gruta natural cavada en la roca va a cobijarse el Hijo del Eterno, sin más compañía que las alimañas que buscaron sus cuevas en sus contornos. Jesús penetra sin alimento alguno para el sostén de sus humanas fuerzas; el agua misma que pudiera refrescarle no se halla en aquel escarpado desierto. Sólo se ve la desnuda piedra donde reposar sus cansados miembros. A los cuarenta días se acercaron los ángeles y le ofrecieron un refrigerio. A sí, pues, se nos adelanta el Salvador y nos sobrepuja en la santa carrera de la Cuaresma; la ensaya, la lleva a cabo delante de nosotros para que con su ejemplo parar en seco todos nuestros pretextos, angustias, repugnancias de nuestra debilidad y orgullo. Aceptemos la lección en toda su amplitud y comprendamos finalmente la ley de la expiación. Bajando de esa austera montaña el Hijo de Dios inicia su predicación por esta sentencia que dirige a todos los hombres: "Haced penitencia porque el reino de Dios se acerca'". Abramos nuestros corazones a esta invitación para que no se vea forzado el Redentor a sacudir nuestra pereza por la amenaza escalofriante que deja oír en otras circunstancias: "Si no hacéis penitencia, todos pereceréis".

LA VERDADERA PENITENCIA. — Ahora bien, la penitencia estriba en la contrición del corazón y mortificación del cuerpo; estos dos elementos le son esenciales. El corazón del hombre ha escogido el mal, y el cuerpo ha prestado ayuda a perpetrarle. Estando, por otra parte, compuesto el hombre de uno y otro, ha de unirlos en el pleito homenaje que a Dios tributa. El cuerpo ha de participar necesariamente de las delicias eternas o de los tormentos del infierno. No hay, por tanto, vida cristiana completa ni tampoco expiación acabada, si el alma en una y otra no toma parte.

CONVERSIÓN DEL CORAZÓN. — El principio de la verdadera penitencia radica en el corazón; nos lo enseña el Evangelio en los ejemplos del hijo pródigo, del publicano Zaqueo y de S. Pedro. Es necesario que el corazón rompa en absoluto con el pecado, que amargamente le deplore, que conciba horror hacia él, y que evite las ocasiones. Para expresar esta disposición se sirve la Escritura de una expresión que usada en estilo cristiano corriente, refleja admirablemente el estado del alma sinceramente segregada del pecado; la llama: conversión. Debe, por tanto, el cristiano, ejercitarse durante la cuaresma en la penitencia del corazón y considerarla como el fundamento esencial de todas las prácticas propias de este santo tiempo. Sería, sin embargo, ilusoria esta penitencia si no se asocia la ofrenda del cuerpo a los sentimientos interiores que la penitencia inspira. No se contenta el Salvador en la montaña con suspirar y llorar nuestros pecados, los expía por el sufrimiento de su cuerpo; y la Iglesia, intérprete infalible suyo nos advierte que no será aceptada la penitencia de nuestro corazón si no la unimos a la práctica exacta de la abstinencia y del ayuno.


NECESIDAD DE LA EXPIACIÓN. — ¡Cuán disparatada es, pues, la ilusión de tantos cristianos honrados que piensan ser irreprensibles, sobre todo al olvidar su vida pasada, o compararse con otros y que satisfechos de si mismos, jamás piensan en los peligros de una vida muelle que están resueltos a llevar hasta el fin de sus días! No piensan ya en los pecados de otros tiempos. ¿No los han, por ventura, confesado sinceramente? La regularidad con que después se desenvuelve su vida, ¿no es acaso prueba de su virtud sólida? ¿Qué tienen, pues que altercar con la justicia de Dios? En consecuencia, les vemos solicitar regularmente todas las dispensas posibles en Cuaresma. La abstinencia les embaraza, el ayuno es incompatible con la salud, los quehaceres y costumbres del día. No tienen la pretensión de ser mejores que fulano o de tal o de cual que no ayuna ni guarda abstinencia; y, como son incapaces de tener siquiera la idea de suplir por otras prácticas de penitencia a las prescritas por la Iglesia, sucede que sin darse cuenta e insensiblemente, se llega a no ser ya cristianos. Testigo la Iglesia de esta decadencia espantosa del sentido sobrenatural y temiendo una oposición que precipitaría más las últimas pulsaciones de una vida que se va extinguiendo, ensancha más y más el margen de las dispensas. Esperando conservar siquiera una chispa del cristianismo para un mejor porvenir, prefiere abandonar a la justicia del mismo Dios los hijos que ya no la escuchan cuando les enseña los medios de captarse el favor de esa justicia en este mundo; y esos cristianos se dan grandemente por seguros sin ninguna preocupación; sin cuidarse de comparar su vida con los ejemplos de Cristo y de sus santos, con las reglas multiseculares de la penitencia cristiana.


DISPENSAS. — Hay, sin duda algunas excepciones a esa molicie peligrosa; pero cuan raras son sobre todo en las ciudades. ¡Cuántos prejuicios, qué de pretextos fútiles, cuántos malhadados ejemplos contribuyen a falsear las almas! ¡Cuántas veces se oye de boca de quienes se precian de católicos, la escusa que no guardan abstinencia, que no ayunan, porque la abstinencia y el ayuno les molestaría, les cansaría! Como si la penitencia y el ayuno tuviera otro fin que el de imponer un yugo trabajoso a este cuerpo de pecado  Parece, en verdad, que los tales han perdido la razón; y grande será su extrañeza el día del juicio cuando les confronte el Señor con tantos pobres musulmanes que en el seno de su religión depravada y sensual, tienen cada año la entereza de cumplir las duras privaciones de su Ramadán, durante treinta días. ¿Será, empero, necesario, compararles con otros más que consigo mismos tan incapaces, según piensan, de guardar abstinencias y ayunos tan mitigados de una Cuaresma cuando Dios los ve imponerse tantas fatigas inmensamente más trabajosas en la búsqueda de intereses y goces mundanales? Cuánta salud ajada en placeres frivolos por lo menos, y siempre peligrosos, salud que se hubiera conservado lozana si la ley cristiana y no el afán de agradar al mundo hubiera regido y dominado la vida. Pero a tal extremo llega la relajación que no se experimenta inquietud y remordimiento alguno; se relega la Cuaresma a la edad media, sin parar mientes siquiera que la Iglesia ha dosificado la observancia a nuestra debilidad física y moral. Se ha reconquistado o conservado por la misericordia de Dios la fe de los padres; no se han dado cuenta todavía ni recordado nuestros fieles que la práctica de la Cuaresma es señal esencialísima del catolicismo, y que la reforma protestante del siglo XVI tiene como distintivo suyo muy señalado, estampado en bandera, la abolición de la abstinencia y ayuno.


LEGÍTIMA DISPENSA Y NECESIDAD DE ARREPENTIMIENTO.—  Se nos dirá, por ventura, ¿no hay, pues, dispensas legítimas? Seguramente que las hay, y en este tiempo de agotamiento general muchas más que en épocas anteriores; pero hay que tener cuidado con las ilusiones. Si tenéis fuerzas para sobrellevar otras fatigas ¿no las tendréis para cumplir el deber de la abstinencia? Si el miedo o una incomodidad menuda os asustan, habéis por lo mismo olvidado que el pecado no se perdona sin la expiación. El parecer de los científicos que auguraron mengua de vuestras fuerzas como consecuencia del ayuno, puede estar basado en razón; se trata ahora de saber si no es cabalmente esa mortificación de la carne lo que la Iglesia os prescribe en interés de vuestras almas. Demos, sin embargo, por legítima la dispensa, y que vuestra salud corre en verdad serio riesgo, que vuestros deberes esenciales sufrirán quiebra si guardareis a la letra las prescripciones de la Iglesia; en este caso ¿no pensáis en sustituir por otra obra de penitencia, las que vuestras fuerzas no os permiten ejecutar? ¿Sentís vivo pesar, confusión sincera de no poder llevar con los verdaderos fieles el yugo de la disciplina cuaresmal? ¿Pedís a Dios la gracia de poder otro año participar en los méritos de vuestros hermanos, y llevar a cabo con ellos estas santas prácticas que han de ser motivo de la misericordia y del perdón? Si así es, la dispensa no os habrá dañado, y cuando la fiesta de Pascua convide a los hijos de la Iglesia a sus goces inefables, os podréis asociar confiados a los que han ayunado, porque si la debilidad de vuestros cuerpos os estorbó seguir sus pasos, vuestro espíritu, no obstante ello, permaneció fiel al espíritu de la Cuaresma.


PROVECHOSA INSTITUCIÓN DEL AYUNO. — Pensamos, al escribir estas páginas, en los lectores cristianos, que, hasta el presente, nos siguen, pero ¿qué sucedería si recapacitamos en el resultado de la suspensión de las leyes santas cuaresmales, en la masa de los pueblos, sobre todo en las ciudades? Y ¿cómo los publicistas católicos, que tantas cuestiones han ventilado, no han insistido tenazmente sobre los efectos lamentables que acarrea a la sociedad el cese de una práctica que recordando cada año la necesidad de expiación, sostenía, más que cualquier otra institución, el vivo sentimiento del bien y del mal? No es necesario cabilar mucho para persuadirse de la superioridad de un pueblo que se impone, duramente cuarenta días cada año, una serie de privaciones con el fin de reparar las trasgresiones cometidas en el orden moral, sobre tal otro pueblo que en ningún tiempo sueña con la idea de reparación y enmienda.


ANIMO Y CONFIANZA. — Cobren pues, aliento los hijos de la Iglesia y aspiren a esa paz de conciencia que es patrimonio exclusivo del alma penitente de verdad. La inocencia perdida se recobra por la confesión humilde del pecado cuando va acompañada de la absolución del sacerdote; pero ha de esquivar el ñel el prejuicio peligroso, de que nada queda ya por hacer después de el perdón. Recordemos esta grave sentencia del Espíritu Santo en la Escritura: "Del pecado perdonado no quieras nunca estar sin miedo'". La certeza del perdón corre parejas con el cambio del corazón; y puede uno dar rienda a la confianza en cuanto constantemente siente el pesar de haber pecado y la solicitud constante asimismo, de expiar en vida los pecados. "Nadie sabe de cierto si es digno de amor o de aversión'", dice también la Escritura. Puede esperar ser digno de amor el que siente dentro de sí mismo que no le ha desamparado el espíritu de penitencia.


LA ORACIÓN. — Entremos, pues, resueltos a la vida santa que abre a nuestros ojos la Iglesia y hagamos fecundo nuestro ayuno por los otros dos medios que Dios nos propone en los Libros de la sagrada Escritura: Oración y limosna. A la par que por la palabra ayuno, la Iglesia entiende recomendarnos todas las obras de mortificación cristianaren la palabra oración, encierra todos los ejercicios piadosos con que el alma se dirige a Dios. Visitas más asiduas a la Iglesia, asistencia diaria a la santa Misa, lecturas piadosas, meditación de las verdades saludables y de los sufrimientos del Redentor, examen de conciencia, rezo de los Salmos, asistencia a sermones y pláticas de este santo tiempo, y sobre todo recepción de los Sacramentos de Penitencia y Eucaristía, son los medios principales con los que pueden los fieles ofrecer a Dios el homenaje de la Oración.


LA LIMOSNA. — Contiene la limosna todas las obras de misericordia para con el prójimo; por eso los santos doctores de la Iglesia la han recomendado unánimemente como necesario complemento del ayuno y oración durante la Cuaresma. Es ley establecida por Dios y a la que se dignó someterse El mismo, que la caridad practicada con nuestros hermanos con el fin de complacerle, alcanza de su paternal corazón los mismos resultados que si para con El mismo se llevara a cabo. Tal es la fuerza y santidad del lazo con que quiso trabar entre sí a los hombres. Y así como no le place el amor de un corazón cerrado a la misericordia, pregona verdadera y como hecha a Sí, la caridad del cristiano que aliviando a su hermano, testimonia gran estima al sublime lazo con que se unen todos los hombres en una familia de la que Dios es Padre. Merced a este sentimiento, la limosna es algo más que un acto de humanidad, sino que se sublima a ejercicio de religión y se remonta rectamente a Dios y satisface su justicia. Recordemos la última recomendación del Arcángel Rafael a la familia de Tobías al volverse al cielo: "La oración acompañada del ayuno y la limosna supera a todos los tesoros; la limosna libra de la muerte, borra los pecados y hace hallar misericordia y vida eterna'". Y no es menos explícita la doctrina de los Libros Sapienciales: "Como el agua apaga el fuego ardentísimo, así la limosna destruye el pecado'". "Encierra la limosna en el corazón del pobre y ella rogará por ti para librarte de todo mal". Estén siempre estas consoladoras promesas en el pensamiento del fiel, mayormente en tiempo de Cuaresma; y que el pobre que ayuna todo el año, note que también hay una temporada en que el rico se impone privaciones. Una vida más frugal, da por lo común lugar a un remate superfluo, con relación a otras temporadas del año; que ese superfluo sea refrigerio de Lázaro. No habría cosa más opuesta al espíritu de Cuaresma que rivalizar el lujo y derroche de comida con las temporadas en que Dios permite vivamos conforme a las posibles que El nos ha otorgado. Espectáculo hermoso es ver que en estos días de misericordia y penitencia, la vida del pobre aparece más suave en proporción que la del rico, participa más de cerca de la frugalidad y abstinencia patrimonio de la mayoría de los hombres. Entonces sí que pobres y ricos se presentarán con sentimiento fraternal seguramente al sublime banquete de la Pascua con que Cristo resucitado nos convidará de aquí a cuarenta días.


ESPÍRITU DE RECOGIMIENTO. — Hay, finalmente un último medio de asegurar en nosotros los frutos de Cuaresma. Es el espíritu de retiro y separación del mundo. Las costumbres de este santo tiempo deben destacarse en todo de las del resto del año; de otro modo, bien pronto se disiparía la saludable impresión recibida al imponernos la Santa Madre Iglesia la ceniza en nuestras frentes. Debe, pues, el cristiano, dar de mano en estos santos días a vanas diversiones del siglo, a fiestas mundanas, reuniones profanas. Por lo que se refiere a espectáculos malos o enervantes a esas tardes de placeres que son escollo de la virtud, y el triunfo del espíritu profano, si en algún tiempo están vedados de participar de cualquier modo en ellas al discípulo de Cristo, fuera del caso de necesidad o situación oficial, ¿cómo podrán aparecer en ellas estos días de penitencia y recogimiento, sin abjurar en cierto modo su título de cristiano, sin chocar y romper con todos los sentimientos de un alma empapada en el pensamiento de sus pecados, en el temblor de los juicios del Señor? Ya no tiene la sociedad cristiana hoy durante la Cuaresma la tonalidad exterior tan importante de duelo y seriedad que admiramos en los siglos de fe; pero de Dios al hombre y del hombre a Dios nada ha cambiado. Siempre campea la gran sentencia: "Si no hacéis penitencia, todos pereceréis." Pero hay pocos hoy que prestan atención a esta grave palabra y por eso muchos se condenan. Mas aquellos a quienes toca esta palabra deben acordarse de los avisos que el mismo Salvador nos dirigía el domingo de Sexagésima. Nos decía que una parte de la semilla es pisoteada por los viandantes o devorada por los pájaros del cielo; otra, seca por la aridez de la piedra en que cae; otra, por fin, ahogada entre cardos y espinas. No escatimemos por tanto, cuidado alguno para llegar a ser esa buena tierra en que no sólo es recibida la simiente, sino que fructifica el ciento por uno para la cosecha del Señor que ya se acerca.


ATRAYENTE AUSTERIDAD DE LA CUARESMA. — Al leer estas páginas en que. hemos procurado reflejar el pensamiento de la Iglesia tal cual se nos muestra no tan sólo en la Liturgia, sino en los cánones conciliares descritos de los santos Padres, más de un lector nuestro se entregue, por ventura, a añorarnos de día en día la dulce y graciosa poesía en que rebosaba el año litúrgico durante los cuarenta días en que celebramos el nacimiento del Emmanuel. Ya se ha encargado el tiempo de Septuagésima de correr un velo sombrío sobre todas aquellas placenteras imágenes; y henos aquí adentrados en el árido desierto sembrado de espinas, sin agua refrigerante. No nos descorazonemos sin embargo; conoce la Santa Iglesia nuestras verdaderas necesidades y quiere satisfacerlas. Para llegarnos a Cristo niño nos exigió tan sólo la suave preparación de Adviento, porque los misterios del Hombre-Dios estaban en sus comienzos. Muchos se llegarán al pesebre con la simplicidad de los pastores de Belén, sin conocer todavía suficientemente la santidad de Dios encarnado, ni el estado peligroso y culpable de sus almas; pero hoy que el Hijo de Dios ha entrado en la vía de la penitencia, cuando, bien pronto le veremos víctima de todas las humillaciones y dolores en el árbol de la Cruz, la Iglesia nos despierta y saca de nuestra equivocada seguridad. Nos dice golpeemos nuestros pechos; aflijamos nuestras almas, mortifiquemos el cuerpo porque somos pecadores. La penitencia debiera ser nuestra heredad de toda la vida; las almas fervorosas nunca la interrumpen; es justo y saludable, por lo menos nos decidamos a hacer un ensayo en estos días, en que el Salvador sufre en el desierto, en espera de la muerte en el Calvario. No pasemos por alto la sentencia que dirigió a las mujeres de Jerusalén que lloraban a su paso el día de su Pasión: "Si así tratan al árbol verde, ¿qué harán del seco?" Por la misericordia del Redentor, empero, el leño seco puede recobrar la savia y librarse del fuego. Tal es la esperanza, tal es el deseo de la Santa Madre Iglesia, y por esto nos impone el yugo de la Cuaresma. Recorriendo constantes esta vía trabajosa, veremos resplandecer poco a poco la luz a nuestras miradas anhelantes. Si nos halláremos lejos de Dios por el pecado, este santo tiempo será para nosotros la vía purgativa de que hablan los doctores místicos; y nuestros ojos se purificarán para que podamos contemplar a Dios vencedor de la muerte. Y si ya caminamos por los senderos de la vía iluminativa, después de haber buceado tan provechosamente en las profundidades de nuestras miserias en tiempo de Septuagésima; hallaremos ahora a Aquel que es nuestra Luz; y si acertamos a verle en los rasgos del Niño de Belén sin dificultad le reconoceremos en el divino Penitente del desierto y pronto, muy pronto en la víctima sangrienta del Calvario.

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