CAPITULO III
PRACTICA DE LA CUARESMA
TEMOR SALUDABLE. —
Después de emplear tres semanas enteras en reconocer las dolencias de nuestra
alma y sondear las heridas que el pecado nos ha causado, debemos, al presente,
sentirnos preparados a hacer penitencia. Conocemos mejor la justicia y santidad
de Dios, los peligros que corre el alma impenitente; y para obrar en la nuestra
retorno sincero y duradero, hemos roto con las vanas alegrías y futilidades del
mundo. La ceniza se ha derramado en nuestras cabezas y se ha humillado nuestro
orgullo ante la sentencia de muerte que ha de cumplirse en nosotros. En el
curso de esta prueba de cuarenta días, tan largo para nuestra flaqueza, no nos
abandonará la presencia de Nuestro Salvador. Parecía haberse sustraído a
nuestras miradas durante estas semanas pasadas en que no resonaban más que maldiciones
lanzadas contra el hombre pecador; pero esa sustracción nos era beneficiosa; era
propia para hacernos temblar al ruido de las venganzas divinas. "El temor
del Señor es el principio de la sabiduría'"; y por habernos visto sobrecogidos
de miedo, se despertó en nosotros el sentimiento de la penitencia.
EJEMPLO SEDUCTOR DE CRISTO. —
Abramos, por fin, los ojos y paremos mientes. Emmanuel mismo, llegado a la edad
viril, se ostenta de nuevo a nuestros ojos, no ya en apariencia de aquel tierno
niño que adoramos en el pesebre, sino semejante al pecador temblando y
humillándose ante la soberana majestad por nosotros ofendida, y ante la cual se
declara fiador nuestro. A efectos del amor que nos profesa vino a alentarnos con
su presencia y sus ejemplos. Vamos a dedicarnos durante cuarenta días al ayuno
y abstinencia; El, la inocencia personificada, va a consagrar el mismo tiempo a
mortificar su cuerpo. Nos abstraemos durante un período lejos de placeres
bullangueros y sociedades mundanales: El se retira de la compañía y vista de
los hombres. Queremos nosotros acudir frecuentemente, asiduamente a la casa de
Dios, y darnos con mayor ahínco a la oración: El pasará cuarenta días con sus
noches conversando con su Padre en actitud suplicante. Nosotros repasaremos
nuestros años en la amargura de nuestro corazón gimiendo y lamentando nuestros
pecados: El los va a expiar por el sufrimiento y llorarlos en el silenció del
desierto, como si El mismo los hubiera cometido. Apenas sale de las aguas del
Jordán santificándolas y fecundándolas y el Espíritu Santo le lanza al
desierto. Ha llegado, empero, para El la hora de manifestarse al mundo; pero
antes quiere darnos un ejemplo magnífico; y sustrayéndose a las miradas del
Precursor y de la muchedumbre que vió descender la paloma divina sobre El y oyó
la voz del Padre celestial dirige sus pasos al
desierto. A corta distancia del río se levanta una agreste y escarpada montaña
que las generaciones cristianas llamará después: Monte de la Cuarentena. De su
abrupta cresta se domina la llanura de Jericó, el curso del Jordán y el Mar Muerto
que recuerda la cólera de Dios. Allí, al fondo de
una gruta natural cavada en la roca va a cobijarse el Hijo del Eterno, sin más
compañía que las alimañas que buscaron sus cuevas en sus contornos. Jesús
penetra sin alimento alguno para el sostén de sus humanas fuerzas; el agua
misma que pudiera refrescarle no se halla en aquel escarpado desierto. Sólo se
ve la desnuda piedra donde reposar sus cansados miembros. A los cuarenta días
se acercaron los ángeles y le ofrecieron un refrigerio. A sí, pues, se nos
adelanta el Salvador y nos sobrepuja en la santa carrera de la Cuaresma; la
ensaya, la lleva a cabo delante de nosotros para que con su ejemplo parar en
seco todos nuestros pretextos, angustias, repugnancias de nuestra debilidad y
orgullo. Aceptemos la lección en toda su amplitud y comprendamos finalmente la ley
de la expiación. Bajando de esa austera montaña el Hijo de Dios inicia su
predicación por esta sentencia que dirige a todos los hombres: "Haced
penitencia porque el reino de Dios se acerca'". Abramos nuestros corazones
a esta invitación para que no se vea forzado el Redentor a sacudir nuestra
pereza por la amenaza escalofriante que deja oír en otras circunstancias:
"Si no hacéis penitencia, todos pereceréis".
LA VERDADERA PENITENCIA. — Ahora
bien, la penitencia estriba en la contrición del corazón y mortificación del
cuerpo; estos dos elementos le son esenciales. El corazón del hombre ha
escogido el mal, y el cuerpo ha prestado ayuda a perpetrarle. Estando, por otra
parte, compuesto el hombre de uno y otro, ha de unirlos en el pleito homenaje
que a Dios tributa. El cuerpo ha de participar necesariamente de las delicias
eternas o de los tormentos del infierno. No hay, por tanto, vida cristiana
completa ni tampoco expiación acabada, si el alma en una y otra no toma parte.
CONVERSIÓN DEL CORAZÓN. — El
principio de la verdadera penitencia radica en el corazón; nos lo enseña el
Evangelio en los ejemplos del hijo pródigo, del publicano Zaqueo y de S. Pedro.
Es necesario que el corazón rompa en absoluto con el pecado, que amargamente le
deplore, que conciba horror hacia él, y que evite las ocasiones. Para expresar
esta disposición se sirve la Escritura de una expresión que usada en estilo
cristiano corriente, refleja admirablemente el estado del alma sinceramente
segregada del pecado; la llama: conversión. Debe, por tanto, el
cristiano, ejercitarse durante la cuaresma en la penitencia del corazón y
considerarla como el fundamento esencial de todas las prácticas propias de este
santo tiempo. Sería, sin embargo, ilusoria esta penitencia si no se asocia la
ofrenda del cuerpo a los sentimientos interiores que la penitencia inspira. No
se contenta el Salvador en la montaña con suspirar y llorar nuestros pecados,
los expía por el sufrimiento de su cuerpo; y la Iglesia, intérprete infalible
suyo nos advierte que no será aceptada la penitencia de nuestro corazón si no
la unimos a la práctica exacta de la abstinencia y del ayuno.
NECESIDAD DE LA EXPIACIÓN. — ¡Cuán
disparatada es, pues, la ilusión de tantos cristianos honrados que piensan ser
irreprensibles, sobre todo al olvidar su vida pasada, o compararse con otros y
que satisfechos de si mismos, jamás piensan en los peligros de una vida muelle
que están resueltos a llevar hasta el fin de sus días! No piensan ya en los
pecados de otros tiempos. ¿No los han, por ventura, confesado sinceramente? La regularidad
con que después se desenvuelve su vida, ¿no es acaso prueba de su virtud
sólida? ¿Qué tienen, pues que altercar con la justicia de Dios? En
consecuencia, les vemos solicitar regularmente todas las dispensas posibles en
Cuaresma. La abstinencia les embaraza, el ayuno es incompatible con la salud,
los quehaceres y costumbres del día. No tienen la pretensión de ser mejores que
fulano o de tal o de cual que no ayuna ni guarda abstinencia; y, como son
incapaces de tener siquiera la idea de suplir por otras prácticas de penitencia
a las prescritas por la Iglesia, sucede que sin darse cuenta e insensiblemente,
se llega a no ser ya cristianos. Testigo la Iglesia de esta decadencia
espantosa del sentido sobrenatural y temiendo una oposición que precipitaría
más las últimas pulsaciones de una vida que se va extinguiendo, ensancha más y
más el margen de las dispensas. Esperando conservar siquiera una chispa del cristianismo
para un mejor porvenir, prefiere abandonar a la justicia del mismo Dios los
hijos que ya no la escuchan cuando les enseña los medios de captarse el favor
de esa justicia en este mundo; y esos cristianos se dan grandemente por seguros
sin ninguna preocupación; sin cuidarse de comparar su vida con los ejemplos de
Cristo y de sus santos, con las reglas multiseculares de la penitencia cristiana.
DISPENSAS. — Hay,
sin duda algunas excepciones a esa molicie peligrosa; pero cuan raras son sobre
todo en las ciudades. ¡Cuántos prejuicios, qué de pretextos fútiles, cuántos
malhadados ejemplos contribuyen a falsear las almas! ¡Cuántas veces se oye de
boca de quienes se precian de católicos, la escusa que no guardan abstinencia, que
no ayunan, porque la abstinencia y el ayuno les molestaría, les cansaría! Como
si la penitencia y el ayuno tuviera otro fin que el de imponer un yugo
trabajoso a este cuerpo de pecado
Parece, en verdad, que los tales han perdido la razón; y grande será su
extrañeza el día del juicio cuando les confronte el Señor con tantos pobres
musulmanes que en el seno de su religión depravada y sensual, tienen cada año
la entereza de cumplir las duras privaciones de su Ramadán, durante treinta
días. ¿Será, empero, necesario, compararles con otros más que consigo mismos
tan incapaces, según piensan, de guardar abstinencias y ayunos tan mitigados de
una Cuaresma cuando Dios los ve imponerse tantas fatigas inmensamente más trabajosas
en la búsqueda de intereses y goces mundanales? Cuánta salud ajada en placeres frivolos
por lo menos, y siempre peligrosos, salud que se hubiera conservado lozana si
la ley cristiana y no el afán de agradar al mundo hubiera regido y dominado la
vida. Pero a tal extremo llega la relajación que no se experimenta inquietud y
remordimiento alguno; se relega la Cuaresma a la edad media, sin parar mientes
siquiera que la Iglesia ha dosificado la observancia a nuestra debilidad física
y moral. Se ha reconquistado o conservado por la misericordia de Dios la fe de
los padres; no se han dado cuenta todavía ni recordado nuestros fieles que la
práctica de la Cuaresma es señal esencialísima del catolicismo, y que la
reforma protestante del siglo XVI tiene como distintivo suyo muy señalado, estampado
en bandera, la abolición de la abstinencia y ayuno.
LEGÍTIMA DISPENSA Y NECESIDAD DE
ARREPENTIMIENTO.— Se nos dirá, por ventura, ¿no
hay, pues, dispensas legítimas? Seguramente que las hay, y en este tiempo de
agotamiento general muchas más que en épocas anteriores; pero hay que tener
cuidado con las ilusiones. Si tenéis fuerzas para sobrellevar otras fatigas ¿no
las tendréis para cumplir el deber de la abstinencia? Si el miedo o una
incomodidad menuda os asustan, habéis por lo mismo olvidado que el pecado no se
perdona sin la expiación. El parecer de los científicos que auguraron mengua de
vuestras fuerzas como consecuencia del ayuno, puede estar basado en razón; se
trata ahora de saber si no es cabalmente esa mortificación de la carne lo que
la Iglesia os prescribe en interés de vuestras almas. Demos, sin embargo, por
legítima la dispensa, y que vuestra salud corre en verdad serio riesgo, que
vuestros deberes esenciales sufrirán quiebra si guardareis a la letra las
prescripciones de la Iglesia; en este caso ¿no pensáis en sustituir por otra
obra de penitencia, las que vuestras fuerzas no os permiten ejecutar? ¿Sentís
vivo pesar, confusión sincera de no poder llevar con los verdaderos fieles el
yugo de la disciplina cuaresmal? ¿Pedís a Dios la gracia de poder otro año
participar en los méritos de vuestros hermanos, y llevar a cabo con ellos estas
santas prácticas que han de ser motivo de la misericordia y del perdón? Si así
es, la dispensa no os habrá dañado, y cuando la fiesta de Pascua convide a los
hijos de la Iglesia a sus goces inefables, os podréis asociar confiados a los
que han ayunado, porque si la debilidad de vuestros cuerpos os estorbó seguir
sus pasos, vuestro espíritu, no obstante ello, permaneció fiel al espíritu de
la Cuaresma.
PROVECHOSA INSTITUCIÓN DEL AYUNO. —
Pensamos, al escribir estas páginas, en los lectores cristianos, que, hasta el
presente, nos siguen, pero ¿qué sucedería si recapacitamos en el resultado de
la suspensión de las leyes santas cuaresmales, en la masa de los pueblos, sobre
todo en las ciudades? Y ¿cómo los publicistas católicos, que tantas cuestiones
han ventilado, no han insistido tenazmente sobre los efectos lamentables que
acarrea a la sociedad el cese de una práctica que recordando cada año la
necesidad de expiación, sostenía, más que cualquier otra institución, el vivo
sentimiento del bien y del mal? No es necesario cabilar mucho para persuadirse de
la superioridad de un pueblo que se impone, duramente cuarenta días cada año,
una serie de privaciones con el fin de reparar las trasgresiones cometidas en
el orden moral, sobre tal otro pueblo que en ningún tiempo sueña con la idea de
reparación y enmienda.
ANIMO Y CONFIANZA. — Cobren
pues, aliento los hijos de la Iglesia y aspiren a esa paz de conciencia que es
patrimonio exclusivo del alma penitente de verdad. La inocencia perdida se
recobra por la confesión humilde del pecado cuando va acompañada de la
absolución del sacerdote; pero ha de esquivar el ñel el prejuicio peligroso, de
que nada queda ya por hacer después de el perdón. Recordemos esta grave
sentencia del Espíritu Santo en la Escritura: "Del pecado perdonado no
quieras nunca estar sin miedo'". La certeza del perdón corre parejas con
el cambio del corazón; y puede uno dar rienda a la confianza en cuanto
constantemente siente el pesar de haber pecado y la solicitud constante
asimismo, de expiar en vida los pecados. "Nadie sabe de cierto si es digno
de amor o de aversión'", dice también la Escritura. Puede esperar ser
digno de amor el que siente dentro de sí mismo que no le ha desamparado el
espíritu de penitencia.
LA ORACIÓN. —
Entremos, pues, resueltos a la vida santa que abre a nuestros ojos la Iglesia y
hagamos fecundo nuestro ayuno por los otros dos medios que Dios nos propone en
los Libros de la sagrada Escritura: Oración y limosna. A la par que por la
palabra ayuno, la Iglesia entiende recomendarnos todas las obras de
mortificación cristianaren la palabra oración, encierra todos los ejercicios
piadosos con que el alma se dirige a Dios. Visitas más asiduas a la Iglesia,
asistencia diaria a la santa Misa, lecturas piadosas, meditación de las
verdades saludables y de los sufrimientos del Redentor, examen de conciencia, rezo
de los Salmos, asistencia a sermones y pláticas de este santo tiempo, y sobre
todo recepción de los Sacramentos de Penitencia y Eucaristía, son los medios
principales con los que pueden los fieles ofrecer a Dios el homenaje de la
Oración.
LA LIMOSNA. —
Contiene la limosna todas las obras de misericordia para con el prójimo; por eso
los santos doctores de la Iglesia la han recomendado unánimemente como
necesario complemento del ayuno y oración durante la Cuaresma. Es ley
establecida por Dios y a la que se dignó someterse El mismo, que la caridad
practicada con nuestros hermanos con el fin de complacerle, alcanza de su
paternal corazón los mismos resultados que si para con El mismo se llevara a
cabo. Tal es la fuerza y santidad del lazo con que quiso trabar entre sí a los
hombres. Y así como no le place el amor de un corazón cerrado a la
misericordia, pregona verdadera y como hecha a Sí, la caridad del cristiano que
aliviando a su hermano, testimonia gran estima al sublime lazo con que se unen todos
los hombres en una familia de la que Dios es Padre. Merced a este sentimiento,
la limosna es algo más que un acto de humanidad, sino que se sublima a
ejercicio de religión y se remonta rectamente a Dios y satisface su justicia. Recordemos
la última recomendación del Arcángel Rafael a la familia de Tobías al volverse al
cielo: "La oración acompañada del ayuno y la limosna supera a todos los
tesoros; la limosna libra de la muerte, borra los pecados y hace hallar misericordia
y vida eterna'". Y no es menos explícita la doctrina de los Libros
Sapienciales: "Como el agua apaga el fuego ardentísimo, así la limosna
destruye el pecado'". "Encierra la limosna en el corazón del pobre y
ella rogará por ti para librarte de todo mal". Estén siempre estas
consoladoras promesas en el pensamiento del fiel, mayormente en tiempo de
Cuaresma; y que el pobre que ayuna todo el año, note que también hay una
temporada en que el rico se impone privaciones. Una vida más frugal, da por lo
común lugar a un remate superfluo, con relación a otras temporadas del año; que
ese superfluo sea refrigerio de Lázaro. No habría cosa más opuesta al espíritu
de Cuaresma que rivalizar el lujo y derroche de comida con las temporadas en
que Dios permite vivamos conforme a las posibles que El nos ha otorgado.
Espectáculo hermoso es ver que en estos días de misericordia y penitencia, la
vida del pobre aparece más suave en proporción que la del rico, participa más
de cerca de la frugalidad y abstinencia patrimonio de la mayoría de los
hombres. Entonces sí que pobres y ricos se presentarán con sentimiento
fraternal seguramente al sublime banquete de la Pascua con que Cristo resucitado
nos convidará de aquí a cuarenta días.
ESPÍRITU DE RECOGIMIENTO. — Hay,
finalmente un último medio de asegurar en nosotros los frutos de Cuaresma. Es
el espíritu de retiro y separación del mundo. Las costumbres de este santo
tiempo deben destacarse en todo de las del resto del año; de otro modo, bien
pronto se disiparía la saludable impresión recibida al imponernos la Santa
Madre Iglesia la ceniza en nuestras frentes. Debe, pues, el cristiano, dar de mano
en estos santos días a vanas diversiones del siglo, a fiestas mundanas,
reuniones profanas. Por lo que se refiere a espectáculos malos o enervantes a
esas tardes de placeres que son escollo de la virtud, y el triunfo del espíritu
profano, si en algún tiempo están vedados de participar de cualquier modo en
ellas al discípulo de Cristo, fuera del caso de necesidad o situación oficial,
¿cómo podrán aparecer en ellas estos días de penitencia y recogimiento, sin
abjurar en cierto modo su título de cristiano, sin chocar y romper con todos
los sentimientos de un alma empapada en el pensamiento de sus pecados, en el
temblor de los juicios del Señor? Ya no tiene la sociedad cristiana hoy durante
la Cuaresma la tonalidad exterior tan importante de duelo y seriedad que
admiramos en los siglos de fe; pero de Dios al hombre y del hombre a Dios nada
ha cambiado. Siempre campea la gran sentencia: "Si no hacéis penitencia,
todos pereceréis." Pero hay pocos hoy que prestan atención a esta grave
palabra y por eso muchos se condenan. Mas aquellos a quienes toca esta palabra deben
acordarse de los avisos que el mismo Salvador nos dirigía el domingo de
Sexagésima. Nos decía que una parte de la semilla es pisoteada por los
viandantes o devorada por los pájaros del cielo; otra, seca por la aridez de la
piedra en que cae; otra, por fin, ahogada entre cardos y espinas. No
escatimemos por tanto, cuidado alguno para llegar a ser esa buena tierra en que
no sólo es recibida la simiente, sino que fructifica el ciento por uno para la
cosecha del Señor que ya se acerca.
ATRAYENTE AUSTERIDAD DE LA CUARESMA. — Al leer
estas páginas en que. hemos procurado reflejar el pensamiento de la Iglesia tal
cual se nos muestra no tan sólo en la Liturgia, sino en los cánones conciliares
descritos de los santos Padres, más de un lector nuestro se entregue, por
ventura, a añorarnos de día en día la dulce y graciosa poesía en que rebosaba
el año litúrgico durante los cuarenta días en que celebramos el nacimiento del
Emmanuel. Ya se ha encargado el tiempo de Septuagésima de correr un velo
sombrío sobre todas aquellas placenteras imágenes; y henos aquí adentrados en el
árido desierto sembrado de espinas, sin agua refrigerante. No nos
descorazonemos sin embargo; conoce la Santa Iglesia nuestras verdaderas necesidades
y quiere satisfacerlas. Para llegarnos a Cristo niño nos exigió tan sólo la
suave preparación de Adviento, porque los misterios del Hombre-Dios estaban en
sus comienzos. Muchos se llegarán al pesebre con la simplicidad de los pastores
de Belén, sin conocer todavía suficientemente la santidad de Dios encarnado, ni
el estado peligroso y culpable de sus almas; pero hoy que el Hijo de Dios ha entrado
en la vía de la penitencia, cuando, bien pronto le veremos víctima de todas las
humillaciones y dolores en el árbol de la Cruz, la Iglesia nos despierta y saca
de nuestra equivocada seguridad. Nos dice golpeemos nuestros pechos; aflijamos nuestras
almas, mortifiquemos el cuerpo porque somos pecadores. La penitencia debiera ser
nuestra heredad de toda la vida; las almas fervorosas nunca la interrumpen; es
justo y saludable, por lo menos nos decidamos a hacer un ensayo en estos días,
en que el Salvador sufre en el desierto, en espera de la muerte en el Calvario.
No pasemos por alto la sentencia que dirigió a las mujeres de Jerusalén que
lloraban a su paso el día de su Pasión: "Si así tratan al árbol verde,
¿qué harán del seco?" Por la misericordia del Redentor, empero, el leño
seco puede recobrar la savia y librarse del fuego. Tal es la esperanza, tal es
el deseo de la Santa Madre Iglesia, y por esto nos impone el yugo de la
Cuaresma. Recorriendo constantes esta vía trabajosa, veremos resplandecer poco a
poco la luz a nuestras miradas anhelantes. Si nos halláremos lejos de Dios por
el pecado, este santo tiempo será para nosotros la vía purgativa de que
hablan los doctores místicos; y nuestros ojos se purificarán para que
podamos contemplar a Dios vencedor de la muerte. Y si ya caminamos
por los senderos de la vía iluminativa, después de haber buceado tan
provechosamente en las profundidades de nuestras miserias en
tiempo de Septuagésima; hallaremos ahora a Aquel que es nuestra Luz; y
si acertamos a verle en los rasgos del Niño de Belén sin
dificultad le reconoceremos en el divino Penitente del desierto y
pronto, muy pronto en la víctima sangrienta del Calvario.
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