SERMÓN SOBRE LA
PENITENCIA.
(Primera Parte)
Convertíos, pues, y haced
penitencia, para que sean borrados vuestros pecados (Actos de los Apóstoles, 3,
19).
Este es el único recurso
que San Pedro propone a los judíos culpables de la muerte de Jesús. Les dice
este gran apóstol: «Vuestro crimen es horrible, puesto que abusasteis de la
predicación del Evangelio y de los ejemplos de Jesucristo, despreciasteis sus
favores y prodigios, y, no contentos con esto, lo desechasteis y condenasteis a
la muerte más infame y cruel. Después de un crimen tal, ¿qué otro recurso os
puede quedar, si no es el de la conversión y penitencia?» A estas palabras
todos los que estaban presentes prorrumpieron en llanto y exclamaron: «¡Ay!
¿qué tendremos que hacer, oh gran apóstol, para alcanzar misericordia?» San
Pedro, para consolarlos, les dijo: «No desconfiéis: el mismo Jesucristo que
vosotros crucificasteis, ha resucitado, y aún más, se ha convertido en la
salvación de todos los que esperan en Él; murió por la remisión de todos los
pecados del mundo. Haced penitencia y convertíos, y vuestros pecados quedarán
borrados».
Este es el lenguaje que
usa también la Iglesia con los pecadores que reconocen la magnitud de sus
pecados y desean sinceramente volver a Dios. ¡Ay! ¡Cuántos hay entre nosotros
que resultan mucho más culpables que los judíos, ya que aquellos dieron muerte
a Jesús por ignorancia! ¡Cuántos renegaron y condenaron a muerte a Jesucristo,
despreciaron su palabra santa, profanaron sus misterios, omitieron sus deberes,
abandonaron los Sacramentos y cayeron en el más profundo olvido de Dios y de la
salvación de su pobre alma! Pues bien, ¿qué otro remedio puede quedarnos en
este abismo de corrupción y de pecado, en este diluvio que mancilla la tierra y
provoca la venganza del cielo? Ciertamente no hay otro, que la penitencia y la
conversión. Decidme: ¿aún no habéis vivido bastantes años en pecado? ¿Aún no
habéis vivido bastante para el mundo y el demonio? ¿No es ya tiempo de vivir
para Dios Nuestro Señor y para aseguraros una eternidad bienaventurada? Haga
cada cual desfilar la vida pasada ante sus ojos, y veremos cuanta necesidad
tenemos todos de penitencia. Mas, para induciros a ella, voy ahora a mostraros
hasta qué punto las lágrimas que derramamos por nuestros pecados el dolor que
por ellos experimentamos y las penitencias que hacemos, nos consuelan y nos confortan a la hora de la
muerte; veremos, en segundo lugar, que, después de haber pecado, debemos hacer
penitencia en este o en el otro mundo; en tercer lugar, examinaremos las
maneras cómo puede uno mortificarse para hacer penitencia.
I.-
Hemos dicho que nada nos consuela tanto durante nuestra vida y nos conforta a
la hora de la muerte como las lágrimas que derramamos por nuestros pecados, el
dolor que por los mismos experimentamos y las penitencias a que nos entregamos.
Es esto muy fácil de comprender, puesto que por semejante medio tenemos la
dicha de expiar nuestras culpas, o satisfacer a la justicia de Dios. Por Él
merecemos nuevas gracias para que nos ayuden a tener la dicha de perseverar.
Nos dice San Agustín que es necesario, de toda necesidad, que el pecado sea
castigado, o por aquel que lo ha cometido, o por aquel contra el cual se ha
cometido. Si no queréis que Dios os castigue, nos dice, castigaos vosotros
mismos. Vemos que el mismo Jesucristo, para mostrarnos cuán necesaria nos es la
penitencia después del pecado, se coloca al mismo nivel de los pecadores (Marc.
2. 16). Nos dice Él que, sin el santo bautismo, nadie entrará en el reino de
los cielos (Juan. 3, 5); y en otra parte, que si no hacemos penitencia; todos
pereceremos (Luc. 13.3). Todo se comprende fácilmente. Desde que el hombre
pecó, sus sentidos todos se revelaron contra la razón; por consiguiente, si
queremos que la carne esté sometida al espíritu y a la razón, es necesario
mortificarla; si queremos que el cuerpo no haga la guerra al alma, es preciso
castigarle a él y a todos los sentidos; si queremos ir a Dios, es necesario
mortificar el alma con todas sus potencias. Y si aun queréis convenceros más de
la necesidad de la penitencia, abrid la Sagrada Escritura, y allí veréis cómo
todos cuantos pecaron y quisieron volver a Dios, derramaron abundantes
lágrimas, se arrepintieron de sus culpas e hicieron penitencia.
Mirad a Adán: desde que
pecó se entregó a la penitencia, a fin de poder ablandar la justicia de Dios
(Gen. 3. 15-5)... Mirad a David después de su pecado: por todos los ámbitos del
palacio resonaban sus exclamaciones y gemidos; guardaba los ayunos hasta un
exceso tal, que sus pies eran ya impotentes para sostenerle (Ps. 58, 24).
Cuando, para consolarle, se le decía que, puesto que el Señor le había
asegurado que estaba perdonada su gran culpa, debía moderar su dolor,
exclamaba: ¡Desgraciado de mí! ¿qué es lo que he hecho? He perdido a mi Dios,
he vendido mi alma al demonio; ¡ah! no, no, mi dolor durará lo que dure mi vida
y me acompañará al sepulcro. Corrían sus lágrimas con tanta abundancia, que con
ellas remojaba el pan que comía, y regaba el lecho donde descansaba (PS. 51,
10. y 6, 7)
¿Por qué sentimos tanta
repugnancia por la penitencia, y experimentamos tan escaso dolor de nuestros
pecados? Porque no conocemos ni los ultrajes que el pecado infiere a
Jesucristo, ni los males que nos prepara para la eternidad. Estamos convencidos
de que después del pecado es necesaria hacer penitencia irremisiblemente. Mas,
ved lo que hacemos: lo guardamos para más adelante, como si fuésemos dueños del
tiempo y de las gracias de Dios. ¿Quién de nosotros, si está en pecado, no
temblará sabiendo que no tenemos un instante seguro? ¿Quién de nosotros no se
estremecerá, al pensar que hay fijada en las gracias una cierta medida,
cumplida la cual Nuestro Señor no concede ya ni una más? ¿Quién de nosotros no
se estremecerá al pensar que hay una medida de la misericordia, terminada la
cual todo se acabó? ¿Quién no temblará, al pensar que hay un determinado número
de pecados después del cual Dios abandona el pecador a sí mismo? ¡Ay! cuando la
medida está llena, necesariamente ha de derramarse. Después que el pecador lo
ha llenado todo, es preciso que sea castigado, ¡que caiga en el infierno a
pesar de sus lágrimas y de su dolor! ... ¿Pensáis, que después de haberos
arrastrado, haber rodado, haberos anegado en la más infame impureza y en las
más bajas pasiones; pensáis que después de haber vivido muchos años a pesar de
los remordimientos que la conciencia os sugirió para retornaros a Dios; pensáis
que después dé haber vivido como libertinos e impíos, despreciando todo lo que
de más santo y sagrado tiene la religión, vomitando contra ella todo lo que la
corrupción de vuestro corazón ha podido engendrar; pensáis que, cuando os
plazca exclamar: Dios mío, perdonadme, ¿está ya todo hecho? ¿Que ya no nos
queda más que entrar en el cielo? No, no seamos tan temerarios, ni tan ciegos,
esperando tal cosa. ¡Ay! en ese momento precisamente, es cuando se cumple
aquella terrible sentencia de Jesucristo que nos dice:
«Me despreciasteis
durante vuestra vida, os burlasteis de mis leyes; mas ahora que queréis
recurrir a mí, ahora que me buscáis, os volveré la espalda para no ver vuestras
desdichas (Jerem., 18. 17); me taparé los oídos para no oír vuestros clamores;
huiré lejos de vosotros, por temor a sentirme conmovido por vuestras lágrimas».
Para convencernos de
esto, no tenemos más que abrir la Sagrada Escritura y la historia, dónde están
contenidas y reseñadas las acciones de los más famosos impíos; allí veremos
como tales castigos son más terribles de lo que se cree.... Mas, ¿por qué? ir
tan lejos a buscar los espantosos ejemplos de la justicia de Dios sobre el
pecador que ha despreciado las gracias divinas? Mirad el espectáculo que nos
han ofrecido los impíos, incrédulos y libertinos del pasado siglo; mirad su
vida impía, incrédula y libertina. ¿Acaso no vivieron tan desordenadamente con
la esperanza de que el buen Dios les perdonaría cuando ellos quisiesen implorar
perdón? Mirad a Voltaire. ¿Acaso,
cuantas veces se veía enfermo, no exclamaba: misericordia? ¿No pedía, por
ventura, perdón a aquel mismo Dios que cuando sano insultaba, y contra el cual
no cesaba de vomitar todo lo que su corrompido corazón era capaz de engendrar?
D'Alembert, Diderot, Juan Jacobo Rousseau, al igual que todos sus compañeros de
libertinaje, creían también que, cuando fuese de su gusto pedir perdón a Dios,
les sería otorgado; mas podemos decirles lo que el Espíritu Santo dijo a
Antíoco:
“Estos impíos imploran un
perdón que no les ha de ser concedido» (2 Marc., 9. 13).”
¿Y por qué esos impíos no
fueron perdonados, a pesar de sus lágrimas? Esto fue porque su dolor no
procedía de un verdadero arrepentimiento, ni de pesar por los pecados
cometidos, ni del amor de Dios, sino solamente del temor del castigo. ¡Ay! por
terribles y espantosas que sean estas amenazas, aun no abren los ojos de los
que andan por el mismo camino que aquellos infelices. ¡Ay! cuán ciego y
desgraciado es aquel que, siendo impío y pecador, tiene la esperanza de que
algún día dejará de serlo! ¡A cuántos el demonio conduce, de esta manera al
infierno! Cuando menos lo piensan, reciben el golpe de la justicia de Dios.
Mirad a Saúl; él no sabía que, al burlarse de las órdenes que le daba el
profeta, ponía el sello a su reprobación y al abandono, que de Dios hubo dé
sufrir (1 Reg. 15. 23). Ved si pensaba Amán que, al preparar la horca para
Mardoqueo; él mismo sería suspendido en ella para entregar allí su vida (Est.
7. 9). Mirad al rey Baltasar bebiendo en los vasos sagrados que su padre había
robado en Jerusalén, si pensaba que aquel sería el último crimen que Dios iba a
permitirle (Dan. 5. 23). Mirad aún a los dos viejos infames, si pensaban que
iban a ser apedreados y de allí bajar al infierno, cuando osaron tentar a la
casta Susana (Dan.,13. 61). Indudablemente que no. Sin embargo, aunque esos
impíos y libertinos ignoren cuándo ha de tener fin tanta indulgencia, no dejan
por eso de llegar al colmo de sus crímenes, hasta un extremo en que no pueden
menos de recibir el castigo.
Pues bien, ¿Qué pensáis
de todo esto, vosotros que tal vez habéis concebida el propósito espantoso de
permanecer algunos años en pecado, y quizá hasta la muerte? No obstante; estos
ejemplos terribles han inducido a muchos pecadores a dejar el pecado y hacer
penitencia; ellos han poblado los desiertos de solitarios, llenado los
monasterios de santos, religiosos, é inducido a tantos mártires a subir al
patíbulo, con más alegría que los reyes al subir las gradas del trono: todo por
temor de merecer los mismos castigos que aquellos de que os he hablado. Si
dudáis de ello, escuchadme un momento; y si vuestro endurecimiento no llegó
hasta el punto en que Dios abandona el pecador a sí mismo, los remordimientos
de conciencia van á despertarse en vosotros hasta desgarraros el alma.
San Juan Clímaco nos
refiere (La escala Santa, grado 5º) que fue un día a un monasterio; los
religiosos que en él moraban tenían tan fuertemente grabada en su corazón la
magnitud de la divina justicia, estaban poseídos de un temor tal de haber
llegado al punto en que nuestros pecados agotan la misericordia de Dios; que su
vida hubiera sido para vosotros un espectáculo capaz de haceros morir de pavor;
llevaban una vida tan humilde, tan mortificada, tan crucificada; sentían hasta
tal punto el peso de sus faltas; eran tan abundantes sus lágrimas y sus
clamores tan penetrantes, que, aun teniendo un corazón más duro que la piedra,
era imposible impedir que las lágrimas saltasen de los ojos. Con sólo cruzar
los umbrales del monasterio, nos dice el mismo Santo, presencié acciones
verdaderamente heroicas...
Pues bien, ahí tenéis unos cristianos como
nosotros v mucho menos pecadores que nosotros; ahí tenéis, unos penitentes que
esperaban el mismo cielo que nosotros, que tenían un alma por salvar como
nosotros. ¿Por qué, pues, tantas lágrimas, tantos dolores y tantas penitencias?
Es que ellos sentían el gran peso de los pecados, y conocían cuán espantoso es
el ultraje que infiere a Dios el pecado; ahí tenéis lo que hicieron los que
habían comprendido cuán gran desdicha es perder el cielo. ¡Oh, Dios mío! ¿no es
el mayor de todos los males ser insensible a tanta desdicha? ¡Oh, Dios mío!
¿los cristianos que me oyen teniendo la conciencia cargada de pecados y que no
han de esperar otra suerte que la de los réprobos, podrán vivir tranquilos?
¡Ay! ¡cuán desdichado es el que perdió la fe!
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