SERMÓN DEL SANTO CURA DE ARS
“SOBRE LA LIMOSNA”
(primera parte)
“Date eleemosynan, et ecce omnia munda sunt vobis.”
Haced
limosna, y os serán borrados vuestros pecados.
(S. Luc., XI, 41.)
¿Qué cosa podremos imaginarnos más
consoladora para un cristiano que tuvo la desgracia de pecar, que el hallar un
medio tan fácil de satisfacer a la justicia de Dios por sus pecados?
Jesucristo, nuestro divino Salvador, sólo piensa en nuestra felicidad, y no ha
despreciado medio para proporcionárnosla. Por la limosna podemos fácilmente rescatarnos
de la esclavitud de los pecados y atraer sobre nosotros y sobre todas nuestras
cosas las más abundantes bendiciones del cielo, mejor dicho, por la limosna
podemos librarnos de caer en las penas eternas. ¡Cuan bueno es un Dios que con
tan poca cosa se contenta! De haberlo querido Dios, todos seríamos iguales. Mas
no fue así, pues previó que, por nuestra soberbia, no habríamos resistido a
someternos unos a otros.
Por esto puso en el mundo, ricos y pobres,
para que unos a otros nos ayudáramos a salvar nuestras almas. Los pobres se
salvarán sufriendo con paciencia su pobreza y pidiendo con resignación el
auxilio de los ricos. Los ricos, por su parte, hallarán modo de satisfacer por
sus pecados, teniendo compasión de los pobres y aliviándolos en lo posible. Ya
veis pues, cómo de esta manera todos nos podemos salvar. Si es un deber de los
pobres sufrir pacientemente la indigencia e implorar con humildad el socorro de
los ricos, es también un deber indispensable de los ricos dar limosna a los
pobres, sus hermanos, en la medida de sus posibilidades, ya que de tal
cumplimiento depende su salvación. Pero será muy aborrecible a los ojos de Dios
aquel que ve sufrir a su hermano, y, pudiendo aliviarle, no lo hace. Para
animaros a dar limosna, siempre que vuestras posibilidades lo permitan, y a
darla con pura intención, solamente por Dios, voy a mostraros:
1° Cuán
poderosa sea la limosna ante Dios para alcanzar cuanto deseamos;
2° Cómo
la limosna libra, a los que la hacen, del temor del juicio final;
3° Cuán
ingratos seamos al mostrarnos ásperos para con los pobres, ya que, al despreciarlos,
es al mismo Jesucristo a quien menospreciamos.
I. Bajo cualquier aspecto que consideremos la
limosna, hallaremos ser ella de un valor tan grande que resulta imposible
haceros comprender todo su mérito; solamente el día del juicio final llegaremos
a conocer todo el valor de la limosna. Si queréis saber la razón de esto, aquí
la tenéis: podemos decir que la limosna sobrepuja a todas las demás buenas
acciones, porque una persona caritativa posee ordinariamente todas las demás
virtudes. Leemos en la Sagrada Escritura que el Señor dijo al profeta Isaías: «Vete a decir a mi pueblo que me han
irritado tanto sus crímenes que no estoy dispuesto a soportarlos por más tiempo:
voy a castigarlos perdiéndolos para siempre jamás». Presentóse el profeta
en medio de aquel pueblo reunido en asamblea, y dijo: «Escucha, pueblo ingrato
y rebelde, he aquí lo que dice el Señor tu Dios: Tus crímenes han excitado de
tal manera mi furor contra tus hijos, que mis manos están llenas de rayos para
aplastaros y perderos para siempre. Ya veis, les dice Isaías, que os halláis
sin saber a dónde recurrir; en vano elevaréis al Señor vuestras oraciones, pues
Él se tapará los oídos para no escucharlas; en vano lloraréis, en vano ayunaréis,
en vano cubriréis de ceniza vuestras cabezas, pues Él no volverá a vosotros sus
ojos; si os mira, será en todo caso para destruiros. Sin embargo, en medio de
tantos males como os afligen, oíd de mis labios un consejo: seguirlo, será de
gran eficacia para ablandar el corazón del Señor, de tal suerte que podréis en
alguna manera forzarle a ser misericordioso para con vosotros. Ved lo que
debéis hacer: dad una parte de vuestros bienes a vuestros hermanos indigentes;
dad pan al que tiene hambre, vestido al que está desnudo, y veréis cómo
súbitamente va a cambiarse la sentencia contra vosotros pronunciada».
En efecto, en cuanto hubieron comenzado a
poner en práctica lo que el profeta les aconsejara, el Señor llamó a Isaías, y
le dijo: «Profeta, ve a decir a los de mi pueblo, que me han vencido, que la
caridad ejercida con sus hermanos ha sido más potente que mi cólera. Diles que
los perdono y que les prometo mi amistad.» ¡Oh hermosa virtud de la caridad!,
¿eres hasta poderosa para doblegar la justicia de Dios? Mas ¡ay! ¡cuán
desconocida eres de la mayor parte de los cristianos de nuestros días! Y ¿a qué
es ello debido? Proviene que estamos demasiado aferrados a la tierra, solamente
pensamos en la tierra, como si sólo viviésemos para este mundo y hubiésemos
perdido de vista, y no los apreciásemos en lo que valen, los bienes del cielo. Vemos
también que los santos la estimaron hasta tal punto la caridad para con los
demás, que tuvieron, por imposible salvarse sin ella. En primer término os diré
que Jesucristo, que en todo quiso servirnos de modelo, la practicó hasta lo
sumo. Si abandonó la diestra de su Padre para bajar a la tierra, si nació en la
más humilde pobreza, si vivió en medio del sufrimiento y murió en el colino del
dolor, fue porque a ello le llevó la caridad para con nosotros. Viéndonos
totalmente perdidos, su caridad le condujo a realizar toda cuanto realizó, a
fin de salvarnos del abismo de males eternos en que nos precipitara el pecado.
Durante el tiempo que moró en la tierra, vemos su corazón tan abrasado de
caridad, que, al hallarse en presencia de enfermos, muertos, débiles o
necesitados, no podía pasar sin aliviarlos o socorrerlos. Y aun iba más lejos:
movido por su inclinación hacia los desgraciados, llegaba hasta el punto de
realizar en su provecho grandes milagros. Un día, al ver que los que le seguían
para oír sus predicaciones estaban sin alimentos, con cinco panes y algunos
peces alimentó hasta saciarlos, a cuatro mil hombres sin contar a los niños y a
las mujeres; otro día alimentó cinco mil. No se detuvo aún aquí. Para
mostrarles cuánto se interesaba por sus necesidades, dirigiáse a sus apóstoles,
diciendo con el mayor afecto y ternura: «Tengo compasión de ese pueblo que
tantas muestras de adhesión me manifiesta; no puedo resistir más: voy a obrar
un milagro para socorrerlos. Temo que, si los despido sin darles de comer, van
a morir de hambre por el camino. Haced que se sienten; distribuidles estas
pocas provisiones; mi poder suplirá a su insuficiencia» (Math., 15, 32-38.).
Quedó tan contento con poderlos aliviar, que llegó a olvidarse de sí mismo.
¡Oh, virtud de la caridad, cuán bella eres, cuán abundantes y preciosas san las
gracias que traes aparejadas! Hasta vemos cómo los santos del Antiguo
Testamento parecían prever ya cuán apreciada sería del Hijo de Dios esta
virtud, y así podemos observar cómo muchos de ellos ponen su dicha y emplean
todo el tiempo de su vida en ejercitar tan hermosa y amable virtud. Leemos en
la Sagrada Escritura que Tobías, santo varón que había sido desterrado de su
tierra por causa de la cautividad, ponía el colmo de su gozo en practicar la
caridad con los desgraciados. Por la mañana y por la noche, distribuía entre
sus hermanos pobres todo cuanto tenía, sin reservarse nada para sí. Unas veces
se le veía junto a los enfermos exhortándolos a padecer y a conformarse con la
voluntad de Dios, y mostrándoles cuán grande iba a ser su recompensa en el
cielo; otras veces veíasele desprenderse de sus propios vestidos para darlos a
los pobres, sus hermanos. Cierto día se le dijo que había fallecido un pobre,
sin que nadie se prestase a darle sepultura. Estaba comiendo y se levantó al
momento, cargóselo sobre sus hombros y se lo llevó al lugar donde tenía que ser
sepultado. Cuando creyó llegado el fin de su vida, llamó a su hijo junto al
lecho de muerte: «Hijo mío, le dijo, creo que dentro de poco el Señor va a
llevarme de este mundo. Antes de morir tengo que recomendarte una cosa de gran importancia.
Prométeme, hijo mío, que la observarás. Da limosna todos los días de tu vida;
no desvíes jamás tu vista de los pobres. Haz limosna según la medida de tus
posibilidades. Si tienes mucho, da mucho, si tienes poco, da poco, pero pon
siempre el corazón en tus dádivas y da además con alegría. Con ello acumularás
grandes tesoros para el día del Señor. No olvides jamás que la limosna borra
nuestros pecados y preserva caer en otros muchos. El Señor ha prometido que un
alma caritativa no caerá en las tinieblas del infierno, donde ya no hay lugar a
la misericordia. No, hijo mío, no desprecies jamás a los pobres, ni tengas
tratos con los que menosprecian, pues el Señor te perderá. La casa, le dijo,
del que da limosna, pone sus cimientos sobre la dura piedra que no se
derrumbará nunca, mientras que la del que se resiste a dar limosna será una casa
que caerá por la debilidad de sus cimientos»; con lo cual nos quiere manifestar,
que una casa caritativa jamás será pobre, y, por el contrario, que aquellos que
son duros con los indigentes perecerán junto con sus bienes. El profeta Daniel
nos dice: «Si queremos inducir al Señor a olvidar nuestros pecados, hagamos
limosna, en seguida el Señor los borrará de su memoria». Habiendo el rey Nabucodonosor
tenido un sueño que le aterrorizó, llamó ante su presencia al profeta Daniel y le
suplicó le interpretara aquel sueño. Díjole el profeta: «Príncipe, vais a ser
echado de la compañía de los hombres, comeréis hierbas como una bestia, el
rocío del cielo mojará vuestro cuerpo y permaneceréis siete años en tal estado,
a fin de que reconozcáis que todos los reinos pertenecen a Dios, que los
entrega y los quita a quien le place. Príncipe, añadió el profeta, he aquí el
consejo que voy a daros: satisfaced por vuestros pecados mediante la limosna, y
libraos de vuestras inquietudes mediante las buenas obras que realicéis en
favor de los desgraciados». En efecto, el Señor dejóse conmover de tal manera
por las limosnas y por todas las buenas obras que hizo el rey en favor de los
pobres que le devolvió el reino y le perdonó sus pecados. (Dan., 4.). Vemos
también que, en los primeros tiempos del cristianismo, parecía que los fieles
solamente se complacían en poseer bienes para tener el gusto de entregarlos a Jesucristo
en la persona de los pobres; leemos en los Actos de los Apóstoles que su
caridad era muy grande, que nada querían poseer en particular. Muchos vendían
sus bienes para dar el dinero a los indigentes ( Act., 2,. 44-45.). Nos dice
San Justino: «Mientras no tuvimos la dicha de conocer a Jesucristo, siempre
estábamos con el temor de que el pan nos faltase; mas desde que tenemos la
suerte de conocerle, ya no amamos las riquezas. Si nos reservamos algunas, es
para hacer participantes de ellas a nuestros hermanos pobres; y ahora que sólo
buscamos a Dios, vivirnos mucho más contentos». Escuchad lo que el mismo
Jesucristo nos dice en el Evangelio: «Si dais limosnas, yo bendeciré vuestros
bienes de un modo especial. Dad, nos dice, y se os dará; si dais en abundancia,
se os dará también en abundancia» (Luc., 6. 38). El Espíritu Santo nos dice por
boca del Sabio: «Queréis haceros ricos? Dad limosna, ya que el seno del
indigente es un campo tan fértil que rinde ciento por uno» (Prov., 29. 15.).
San Juan, conocido con el sobrenombre de «el Limosnero», por razón de la gran
caridad que por los pobres sentía, nos dice que cuanto más daba, más recibía:
«Un día, refiere él, encontré a un pobre sin vestido, y le entregué el que yo
llevaba. En seguida una persona me facilitó medios con qué proporcionarme
muchos». El Espíritu Santo nos dice que quien desprecie al pobre será
desgraciado todos los días de su vida (Prov., 17. 5.). EL santo rey David nos
dice: «Hijo mío, no permitas que tu hermano muera de miseria si tienes algo
para darle, ya que el Señor promete una abundante bendición al que alivie al
pobre; y El mismo atenderá a su conservación (Ps., 40.50.). Y añade después,
que aquellos que sean misericordiosos para con los pobres el Señor los librará
de tener desgraciada muerte (Ps., 111. 7.). Vemos de ello un ejemplo elocuente
en la persona de la viuda de Sarepta. EL Señor le envió el profeta Elías para
que la socorriese en su pobreza, mientras dejó que todas las viudas de Israel
padeciesen los rigores del hambre. ¿Queréis saber la razón de ello? «Es porque
-dice el Señor a su profeta- ella había sido caritativa todos los días de su
vida.» Y el profeta dijo a la viuda: «Tu caridad te mereció una muy especial
protección de Dios; los ricos, con todo su dinero, perecerán de hambre; mas ya
que fuiste tan caritativa para con los pobres, serás aliviada, pues tus provisiones
no disminuirán hasta que termine el hambre general» (3.Reg., 17.).
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