La Cátedra de San Pedro en Antioquía -
22 de febrero.
(Año
40 de J. C.)
Después
que el Espíritu Santo bajó visiblemente sobre los sagrados Apóstoles,
llenándolos de aquellos dones sobresalientes con que habían de dar la última
perfección a la grande obra de la Iglesia, que acababa de fundar el Salvador
del mundo, solo pensaron los Apóstoles en desempeñar las funciones de su
evangélica misión, llevando la luz de la fe por todo el ámbito de la tierra.
Repartiendo,
pues, entre sí aquellos doce humildes pescadores, la gloriosa conquista de todo
el universo, a San Pedro, como cabeza de todos, destinó el cielo para la
capital del Imperio; pero como en Roma aún había cristianos, tampoco podía
haber obispo, porque para que haya pastor es menester rebaño; con que era
menester dar tiempo para que la luz de la fe, que comenzaba entonces a reinar
en los albores de la aurora, fuese poco a poco penetrando las densas tinieblas
del gentilismo. Mientras se llegaba este dichoso día, quiso el Príncipe de los
Apóstoles echar los primeros fundamentos de su pontificado en la ciudad de
Antioquía, la cual siendo cabeza del Oriente, se podía entonces considerar
también como cabeza del cristianismo; y parecía puesto en razón, dice San Juan
Crisóstomo, que aquella ciudad en que los fieles habían tomado la primera vez
el glorioso nombre de cristianos, tuviese la gloria de haber merecido por
primer maestro y por primer pastor al primero de todos los apóstoles; y que le
Vicario de Jesucristo, cabeza visible de toda la Iglesia, colocase su primera
silla en aquella ciudad, donde la religión había hecho mayores progresos entre
los gentiles.
Opinan
muchos que San Pedro entró en Antioquía al tercero o cuarto año de la muerte
del Salvador; pero es más probable que no fue hasta después de la conversión
milagrosa de Cornelio centurión. Noticiosos los Apóstoles de los rápidos
progresos que hacia el evangelio en aquella populosa ciudad, enviaron allí a
San Bernabé, para que de vuelta de Tarso, en compañía de San Pablo, cultivasen
los dos la cristiandad de Antioquía. Un año estuvieron en ella juntando el
rebaño antes que viniese el mayoral de los pastores, quien por consiguiente no
estableció su primera silla patriarcal hasta siete u ocho años después de la
Pasión de Cristo, que viene a concurrir con el año de cuarenta.
Siete
años gobernó San Pedro la Iglesia de Antioquía, hasta que habiendo penetrado en
el Occidente las luces de la fe, pasó a colocar su silla en la capital de todo
el universo, y fijó, según los eternos designios de la Divina Providencia, el
centro de la unidad y la cátedra de la religión en Roma, que hasta entonces
había sido la señora del mundo.
Fácilmente
se puede discurrir los maravillosos progresos que haría el evangelio en
Antioquía por el celo del Príncipe de los apóstoles; mas no son tan fáciles de
comprender ni de contar los prodigios que obró por todo el tiempo que duró su
residencia en aquella ciudad. Basilio de Seleucia, que floreció en el año de
450, habla de los milagros que obró San Pedro en Antioquía como de cosa
notoria, sabida de todo el mundo. A los Patriarcas de Antioquía se les da el
título de sucesores en la cátedra de San Pedro; en cuya atención eran
respetados como cabezas de todos los obispos de Oriente, y después de la Romana
era reputada aquella dignidad por la primera de la Iglesia.
Es
tan antigua en ella la fiesta de este día con el título de la cátedra de San
Pedro, que ya se celebraba en Roma hacía la mitad del cuarto siglo, como se
observa en un calendario dispuesto por el tiempo del Papa Liberio, donde tal
día como hoy se lee: Natalis Petri de Cathedra; es decir, el día
aniversario de la cátedra de San Pedro en Antioquía.
Creen
algunos que la costumbre establecida ya en el testamento antiguo, y tan
religiosamente observada por la Iglesia católica en todos tiempos, de celebrar
cada año la fiesta de la dedicación de los templos consagrados a Dios, movió a
los fieles a celebrar también la de la consagración de los obispos, templos
vivos del Señor, y como el alma de los otros templos materiales; pero
especialmente a solemnizar la fiesta anual del obispado del obispo de los
Obispos, cabeza de todos los pastores después de Jesucristo, su lugarteniente y
príncipe de los apóstoles, el gloriosísimo San Pedro.
Otros
por el contrario son de opinión que la antigua costumbre que tenían los obispos
de celebrar anualmente el día de su consagración, dio motivo a la institución
de la fiesta de la cátedra de San Pedro, así en Antioquía como en Roma; pero no
hallándose ni papa ni obispo de los que acostumbraron a celebrar la fiesta de
su consagración, que no sea posterior a la costumbre que ya se tenía en la
Iglesia de celebrar la cátedra de San Pedro, es mucho más verosímil que esta
fiesta universal dio motivo a solemnizar aquellas otras consagraciones
particulares, que el que estas consagraciones particulares fuesen ocasión de
instituir aquella otra dedicación universal.
No
se hallan en San León sermones propios sobre la fiesta de San Pedro; pero nos
han quedado tres sobre su promoción al pontificado, cuya memoria celebraba
todos los años. “La divina misericordia”, dice en el primero de estos sermones;
“que sin mérito alguno de mi parte, se dignó elevarme a puesto tan eminente,
acredita bien en este solo ejemplo los asombrosos efectos de su liberalidad y
de su bondad infinita, pues buscando para él al menor, y al más digno de todos
sus siervos, honorabilmen mihi hodiernam diem fecit, hizo este día
acreedor a mi mayor veneración, el mismo apóstol San Pedro es el que gobierna
hoy la Santa Iglesia de Roma, el mismo el que asiste muy particularmente a los
que somos sucesores suyos en el trono, que en otro tiempo ocupó”; y así a San
Pedro se tributan los honores, al Santo Apóstol se le honra siempre que los
nuevos pontífices celebran la fiesta de su coronación: “Illi
adscribimus hoe festum, cujus patrocinio sedis ipsius meriumus ese consortes”.
Aunque
el pensamiento de un Obispo, dice San Agustín, debe estar perpetuamente ocupado
en las gravísimas obligaciones de su elevado ministerio, pero con mucha
especialidad debe dedicarse a meditarlas en el día aniversario de su
consagración, examinando cuidadosamente lo que ha hecho; previniendo diligentemente
lo que debe hacer, corrigiendo lo malo, confirmándose en lo bueno, dando
gracias al Señor por los beneficios recibidos de su liberal mano; humillándose,
y castigándose así mismo los yerros que hubiere cometido, y por el bien que
hubiere dejado de hacer, teniendo obligación a hacerle; pidiendo finalmente
perdón de sus errores pasados, por medio de un dolo saludable y de una sincera
confesión, y renovando con nuevo aliento el fervor desmayado de su espíritu: Cùn
diez anniversarius nostrae ordinationis exoritur, tum maximè honor ejus
officii, tanquam primo imponitur, attenditur, etc.
En
el tercer concilio de Milán, celebrado por San Carlos Borromeo, se ordena, que
se renueve y se ponga en ejecución el decreto del Papa Félix IV, donde se manda
a los obispos, que cada año celebren el día de su consagración. En el Concilio
IV se renovó este mismo canon, y se añadió que se notase en el calendario el
día de la consagración del obispo, y que se anunciase al pueblo, para excitarle
a pedir a Dios, especialmente en aquel día, por su pastor y por su padre; que
el obispo tuviese obligación a predicar en él, implorando la asistencia del
Señor por las oraciones de sus ovejas; y que finalmente examinase con
diligencia la conducta que había observado hasta allí para corregir lo que
fuere necesario, entablando una vida más arreglada y más ejemplar, y cumpliendo
con las obligaciones de su sagrado ministerio con mayor celo, y con más
fervorosa devoción. No
se contenta el concilio con exhortar a solos los obispos a que celebren cada
año el día de su consagración; quiere también que todos los sacerdotes hagan lo
mismo el día aniversario en que se ordenaron y recibieron el sacerdocio.
Aconséjalos que en este día rindan duplicadas gracias al Señor, porque se dignó
elevarlos a tan sublime dignidad, considerando la santidad de su ministerio, y
haciéndose más cargo que nunca de la espantosa carga de sus obligaciones.
Pero
no solamente los Obispos, ni solamente los Ministros del Altísimo estaban
obligados a solemnizar el día de su orden, o de su consagración, que se
llamaba: El Nacimiento Episcopal, como que en el nacían de nuevo a
la vida del espíritu; pero en aquella primera edad de la Iglesia, en aquellos
tiempos felices, en aquellos dichosos días del primitivo fervor; cada cristiano
se consideraba con estrecha obligación de festejar solemnemente el día de su
consagración a Dios por el santo bautismo. Se llamaba este día en el oriente, y
en la iglesia griega el día del renacimiento en Jesucristo; y en la
iglesia latina se le daba el nombre de Pascha annotinum,
Pascua anual y particular de cada uno. Con mucha razón se celebraba todos los
años el día de aquel primero felicísimo momento de nuestra santificación, así
para reconocer la gracia que recibimos en él de hijos adoptivos de Dios, como
para renovarnos en el espíritu de Jesucristo, ratificándole las promesas que le
hicimos en el bautismo. El mismo San Carlos renovó también esta antigua y
devotísima costumbre en su sexto concilio de Milán: Religiosi instituti
olim fuit diem baptismi quotannis á fidelibus pié celebrari. Cita a San
Gregorio Nacianceno, que da razón de esta costumbre, asegurando que todos los
cristianos celebraban el día de su nacimiento, dedicándose aquel día a muchos
ejercicios de devoción; y exhorta a los padres de familia a que enseñen a sus
hijos esta utilísima costumbre, sobre todo dándoles ejemplo: Parentum
cura sit diem ob cam causam notare, quo filius Christo renatus est. Es
verosímil que estas devociones y estas consagraciones particulares hubiesen
derivado su principio de la fiesta que hoy se solemniza.
Muchos
son de parecer que el haberse determinado la fiesta de la Cátedra de San Pedro
al día 22 de febrero, fue porque quiso la Iglesia oponer la piedad y la
devoción de los cristianos a la superstición y al desorden con que los gentiles
profanaban este día y el antecedente, convidándose recíprocamente a grandes
festines y banquetes sobre las sepulturas de sus parientes. Acaso por esto fue
costumbre entre los fieles, cuando solemnizaban el pontificado de San Pedro,
renovar entre sí cierta especie de agapas, o convites de pura
caridad, así en muestras de regocijo, como para desacreditar con su templanza
los excesos de los paganos; y aun por eso se llamó este día Festum
Petri epularum, la fiesta de la comida de San Pedro.
Pero
como es fácil abusar de las costumbres más santas, especialmente cuando
lisonjean la natural inclinación de los sentidos, se introdujeron con el tiempo
tantos excesos, y aun se mezclaron tantas supersticiones por la comunicación
con los gentiles, que el concilio Turonense celebrado en el año 567 se vio precisado
a desterrar dichas comidas, exhortando a los fieles a que dejando los banquetes
celebrasen la Cátedra de San Pedro con ejercicios piadosos, y con ejemplar
devoción.
"Año
cristiano o Ejercicios devotos para todos los días del año” del Padre Juan
Croisset (1656-1738)
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