Carta
PastoralNº 17
LA
CARIDAD SACERDOTAL.
Después de la participación
en los Santos Ejercicios del retiro anual, pensad animosamente en el nuevo año
de apostolado y santificación personal. Permítanme que os sugiera algunos
saludables pensamientos y reflexiones sobre este apostolado, a fin de que sea
siempre más conforme al espíritu de caridad y de verdad que nos ha sido dado
por Nuestro Señor, a fin de animar y guiar nuestra “misión”. “Accipe
Spiritum Sanctum… et ecce Ego mitto vos”. Nuestra entera vida
sacerdotal es una vida de caridad. Vida de caridad hacia Dios, en Nuestro
Señor, que es el “Orante” por excelencia, enseñándonos a rezar en espíritu y en
verdad. En efecto, la vida de oración es la primera manifestación de la
caridad: amor y adoración del Padre que está en los cielos por su Divino Hijo y en su Espíritu. ¡Bienaventuradas
las horas del Breviario, de la oración! ¡Sublimes instantes de nuestra Santa
Misa, que son la manifestación de nuestra caridad hacia Dios! Vida de caridad
fraterna en el respeto por la autoridad “non ad oculum servientes, sed
propter Deum”. Caridad fraterna en la comunidad sacerdotal y misionera
compuesta por nuestros compañeros, por nuestros auxiliares: hermanos,
religiosas, catequistas; caridad que lleva hacia la oración en común, hacia el
común acuerdo en el trabajo, hacia una unidad de pensamiento y celo apostólico,
que no es más que la unidad del Espíritu Santo. Bienaventurados los catequistas
o laicos responsables, bienaventurados los hermanos, las religiosas guiadas y
animadas por sacerdotes animados con esta caridad. Pero esta caridad es
exigente: reclama de nosotros una profunda humildad que no conozca el
desprecio, ni la violencia, ni la desconsideración, ni el olvido, ni la
indiferencia.
Guardémonos de provocar en
las almas una amargura que poco a poco arruina la confianza y molesta para las
confesiones. ¿Algunos sacerdotes piensan en la difícilmente reparable herida
que causan las palabras de desprecio, el libre curso de la impaciencia o el
rechazo de un socorro espiritual o material muy legítimamente pedido? ¡Qué
responsabilidad!
¡Guardémonos de la invasión
de la vida fácil y abandonada a los caprichos y la indisciplina! Tal es el
egoísmo que penetra en la vida de comunidad y en la vida sacerdotal: vigilemos
los gastos exagerados de tabaco, bebidas, radio; evitemos los viajes inútiles.
Vigilemos el cuidado de los vehículos manejando con precaución y a velocidad
moderada: ¡cuántas reparaciones costosas se evitarían! La indisciplina de vida
y la invasión del egoísmo se manifiestan además en las inexactitudes, los
retrasos continuos a los oficios, a las comidas, y en una vida diaria
abandonada a los impulsos. Un primer movimiento aparece en la inclinación a
evitar las tareas que no nos gustan, a establecer una contabilidad personal que
no esté sometida al párroco o al superior.
¡Cuántas cadenas que
asfixian la caridad y dificultan la unidad de los espíritus y los corazones se
forja de esta manera uno! “Caritas non quærit quas sua sunt” (I Cor.
XIII, 5). Semejantes inclinaciones aceptadas, consentidas sin esfuerzo para
enderezarlas, son graves. Hay que vivir la caridad que libera el alma de todas
estas servidumbres del egoísmo, siempre lista para prestar servicio, para
manifestar a quien competa la gestión de su tarea, de sus cuentas, preocupada por
mantenerse en la obediencia y el abandono de la voluntad divina. A la caridad
fraterna en la comunidad misionera debe corresponder la caridad apostólica en
la realización de la “misión”. Caridad en la autenticidad y la verdad del
testimonio, sensible y evidente en todas las páginas del Nuevo Testamento en
particular. La fe en Jesucristo, testigo del Padre, Dios mismo, Creador del
mundo fuera de quien nadie puede ir al Padre, es toda nuestra razón de ser. Nuestra
gran caridad hacia el mundo será llevarle ese testimonio tal como Nuestro Señor
nos lo transmitió por la Iglesia. Las conclusiones derivan de ellas mismas, es
inútil insistir. El sacerdote que no sea más el perfecto reflejo del
pensamiento de la Iglesia pierde su razón de ser, se hace indigno de su
sacerdocio. La verdadera caridad no contribuye a dejar los espíritus en el
error y las almas en el pecado. Una cosa es entender las almas y el camino que
las llevó al error y al pecado, y otra cosa es darle al error una apariencia de
verdad, al pecado un semblante de virtud, lo que haría creer a nuestro
interlocutor que está en la verdad y en el bien. Ciertamente, se trata aquí de
matices, pero la verdadera y entera caridad, hecha de buena fe en Jesucristo,
no se equivoca y no pondrá la luz bajo el celemín. Es más fácil el no
contradecir nunca, aprobarlo todo siempre y crearse una popularidad fácil a costa de Nuestro Señor
mismo: así, uno se busca a sí mismo y no se ejerce la verdadera caridad. ¡Bienaventurada
la caridad que encuentra el camino de las almas, a fin de llevarlas al único
Pastor! Esta caridad será tan celosa como pueda para permanecer verdadera, no
como una ola impetuosa que barre a su paso toda disciplina, todo reglamento,
todo dominio de sí. Siendo profundamente humilde y olvidadiza de sí misma, se
preocupará por aliar un celo desbordante con una perfecta sumisión a la
voluntad de Dios; una y otra, estando indisolublemente ligadas, no pueden
concebir que se las separe.
Feliz el sacerdote que
estableció su vida sacerdotal en estas convicciones de fe y caridad; puede
vivir con esperanza, su alma está establecida en Dios. Puede decir con toda
verdad: “In te, Domine, speravi: non confundar in æternum” (Ps. XXX,
1,1).
Pedimos a la Santísima
Virgen que nos dé a cada uno de nosotros esa verdadera caridad que llenó su
corazón.
Monseñor Marcel Lefebvre
Carta
circular a los sacerdotes, Dakar, 29 de julio de 1960
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