Sermón
“El Juicio Final”
Santo Cura de Ars
(2º parte)
II. — Sentencia terrible,
pero infinitamente justa. ¿Qué cosa más justa, en verdad, para los incrédulos
que aseguraban que todo concluía con la muerte? ¿Veis ahora su desesperación?
¿oís cómo confiesan su impiedad? ¿cómo claman misericordia? Mas ahora todo está
acabado; el infierno es vuestra sola herencia. ¿Veis a ese orgulloso que
escarnecía y despreciaba a todo el mundo? ¿le veis abismado en su corazón,
condenado por una eternidad bajo los pies de los demonios? ¿Veis a ese
incrédulo que decía que no hay Dios ni infierno? ¿le veis confesar a la faz de
todo el universo que hay un Dios que le juzga y un infierno donde va a ser
precipitado para jamás salir de él? Verdad es que Dios dará a todos los
pecadores libertad de presentar sus razones y excusas para justificarse, si es
que pueden. Mas, ¡ay! ¿qué podrá decir un criminal que no ve en sí mismo sino
crimen e ingratitud? ¡Ay! todo lo que el pecador pueda decir en aquel momento infausto
sólo servirá para mostrar más y más su impiedad y su ingratitud. He aquí, sin
duda, hermanos míos, lo que habrá de más espantoso en aquel terrible momento:
será el ver nosotros que Dios nada perdonó para salvarnos; que nos hizo
participantes de los méritos infinitos de su muerte en la cruz; que nos hizo
nacer en el seno de su Iglesia; que nos dio pastores para mostrarnos y
enseñarnos todo lo que debíamos hacer para ser felices. Nos dio los Sacramentos
para hacernos recobrar su amistad cuantas veces la habíamos perdido; no puso
límite al número de pecados que quería perdonarnos; si nuestra conversión
hubiese sido sincera, estábamos seguros de nuestro perdón. Nos esperó años
enteros, por más que nosotros no vivíamos sino para ultrajarle; no quería
perdernos, mejor dicho, quería en absoluto salvarnos; ¡y nosotros no quisimos!
Nosotros mismos le forzamos por nuestros pecados a lanzar contra nosotros sentencia
de eterna condenación: Id, hijos malditos, id a reuniros con aquel a quien
imitasteis; por mi parte, no os reconozco sino para aplastaros con todos los
furores de mí cólera eterna.
Venid,
nos dice el Señor por uno de sus profetas, venid, hombres, mujeres, ricos y
pobres, pecadores, quienesquiera que seáis, sea el que fuere vuestro estado y
condición, decid todos, decid vuestras razones, y yo diré las mías. Entremos en
juicio, pesémoslo todo con el peso del santuario. ¡Ah! terrible momento para un
pecador, que, por cualquier lado que considere su vida, no ve más que pecado,
sin cosa buena. ¡Dios mío! ¡qué va a ser de él ! En este mundo, el pecador
siempre encuentra excusas que alegar por todos los pecados que ha cometido;
lleva su orgullo hasta el mismo tribunal; de la penitencia, donde no debiera
comparecer sino para acusarse y condenarse a sí mismo. Unas veces, la
ignorancia; otras, las tentaciones demasiado violentas; otras, en fin, las
ocasiones y los malos ejemplos: tales son las razones que, todos los días,
están dando los pecadores para encubrir la enormidad de sus crímenes. Venid,
pecadores orgullosos, veamos si vuestras excusas serán bien recibidas el día
del juicio; explicaos delante de Aquel que tiene la antorcha en la mano, y que todo
lo vio, todo lo contó y todo lo pesó. ¡No sabías — dices — que aquello fuese
pecado! ¡Ah, desdichado! te dirá Jesucristo: si hubieses nacido en medio de las
naciones idólatras, que jamás oyeron hablar del verdadero Dios, pudiera tener
alguna excusa tu ignorancia; pero ¿tú, cristiano, que tuviste la dicha de nacer
en el seno de mi Iglesia, de crecer en el centro de la luz, tú que a cada instante
oías hablar de la eterna felicidad? Desde tu infancia te enseñaron lo que
debías hacer para procurártela; y tú, a quien jamás cesaron de instruir, de
exhortar y de reprender, ¿te atreves aún a excusarte con tu ignorancia? ¡Ah,
desdichado! si viviste en la ignorancia, fue sencillamente porque no quisiste
instruirte, porque no quisiste aprovecharte de las instrucciones, o huiste de
ellas. ¡Vete, desgraciado, vete! ¡tus excusas sólo sirven para hacerte más
digno aún de maldición ! Vete, hijo maldito, al infierno, a arder en él con tu
ignorancia. Pero — dirá otro — es que mis pasiones eran muy violentas y mi
debilidad muy grande. Mas — le dirá el Señor — ya que Dios era tan bueno que te
hacía conocer tus debilidades, ya que tus pastores te advertían que debías velar
continuamente sobre ti mismo y mortificarte, para dominarlas, ¿por qué hacías
tú precisamente todo lo contrario? ¿Por qué tanto cuidado en contentar tu
cuerpo y tus gustos? Dios te hacía conocer tu flaqueza, ¿y tú caías a cada
instante? ¿Por qué, pues, no recurrir a Dios en demanda de su gracia? ¿por qué
no escuchar a tus pastores que no cesaban de exhortarte a pedir las gracias y
las fuerzas necesarias para vencer al demonio? ¿Por qué tanta indiferencia y
desprecio por los Sacramentos, donde hubieras hallado abundancia de gracia y de
fuerza para hacer el bien y evitar el mal? ¿Por qué tan frecuente desprecio de
la palabra de Dios, que te hubiera guiado por el camino que debías seguir para
llegar a El? ¡Ah, pecadores ingratos y ciegos! todos estos bienes estaban a
vuestra disposición; de ellos podíais serviros como tantos otros se sirvieron
¿Qué hiciste para impedir tu caída en el pecado? No oraste sino por rutina o
por costumbre. ¡Vete, desdichado! Cuanto más conocías tu flaqueza, tanto más
debías haber recurrido a Dios, que te hubiera sostenido y ayudado en la obra de
tu salvación. Vete, maldito, por ella te haces aún más criminal. Pero, ¡las
ocasiones de pecar son tantas! — dirá todavía otro. — Amigo mío, tres clases
conozco de ocasiones que pueden conducirnos al pecado. Todos los estados tienen
sus peligros. Tres clases hay, digo, de ocasiones: aquellas a las cuales
estamos necesariamente expuestos por los deberes de nuestro estado, aquellas
con las cuales tropezamos sin buscarlas, y aquellas en las cuales nos enredamos
sin necesidad. Si las ocasiones a las cuales nos exponemos sin necesidad no han
de servirnos de excusa, no tratemos de excusar un pecado con otro pecado. Oíste
cantar — dices — una mala canción; oíste una maledicencia o una calumnia; pero
¿por qué frecuentabas aquella casa o aquella compañía? ¿por qué tratabas con aquellas
personas sin religión? ¿No sabías que quien se expone al peligro es culpable y
en él perecerá? El que cae sin haberse expuesto, en seguida se levanta, y su caída
le hace aún más vigilante y precavido. Pero ¿no ves que Dios, que nos ha
prometido su socorro en nuestras tentaciones, no nos lo ha prometido para el
caso en que nosotros mismos tengamos la temeridad de exponernos a ellas? Vete,
desgraciado, has buscado la manera de perderte a ti mismo; mereces el infierno
que está reservado a los pecadores como tú. Pero —diréis— es que continuamente
tenemos malos ejemplos delante de los ojos. ¿Malos ejemplos? Frívola excusa. Si
hay malos ejemplos, ¿no los hay acaso también buenos? ¿Por qué, pues, no seguir
los buenos mejor que los malos? Veías a una joven ir al templo, acercarse a la
sagrada Mesa; ¿por qué no seguías a ésta, mejor que a la otra que iba al baile?
Veías a aquel joven piadoso entrar en la iglesia para adorar a Jesús en el Sagrario;
¿por qué no seguías sus pasos, mejor que los del otro que iba a la taberna? Di
más bien, pecador, que preferiste seguir el camino ancho, que te condujo a la
infelicidad en que ahora te encuentras, que el camino que te había trazado el
mismo Hijo de Dios. La verdadera causa de tus caídas y de tu reprobación no
está, pues, ni en los malos ejemplos, ni en las ocasiones, ni en tu propia
flaqueza, ni en la falta de gracias y auxilios ; está solamente en las malas
disposiciones de tu corazón que tú no quisiste reprimir. Si obraste el mal, fue
porque quisiste. Tu ruina viene únicamente de ti. Pero —replicaréis todavía—
¡se nos había dicho siempre que Dios era tan bueno !Dios es bueno, no hay duda;
pero es también justo. Su bondad y su misericordia han pasado ya para ti; no te
queda más que su justicia y su venganza. ¡Ay, hermanos míos! con tanta
repugnancia como ahora sentirnos en confesarnos, si, cinco minutos antes de
aquel gran día, Dios nos concediese sacerdotes para confesar nuestros pecados,
para que se nos borrasen, ¡ah! ¡con qué diligencia nos aprovecharíamos de esta
gracia! Mas ¡ay! que esto no nos será concedido en aquel momento de desesperación.
Mucho más prudente que nosotros fue el Rey Bogoris. Instruido por un misionero
en la religión católica, pero cautivo aún de los falsos placeres del mundo,
habiendo llamado a un pintor cristiano para que le pintara, en su palacio, la
caza más horrible de bestias feroces, éste, al revés, por disposición de la
divina providencia, le pintó el juicio final, el mundo ardiendo en llamas,
Jesucristo en medio de rayos y relámpagos, el infierno abierto ya para engullir
a los condenados, con tan espantosas figuras que el rey quedó inmóvil. Vuelto
en sí, acordóse de lo que el misionero le había enseñado para que aprendiese a
evitar los horrores. De aquel momento en el cual no cabrá al pecador otra
suerte que la desesperación; y renunciando, al instante, a todos sus placeres,
pasó lo restante de su vida en el arrepentimiento y las lágrimas.
¡Ah,
hermanos míos! si este príncipe no se hubiese convertido, hubiera llegado
igualmente para él la muerte ; hubiera tardado algo más, es verdad, en dejar
todos sus bienes y sus placeres; pero, al morir, aun cuando hubiese vivido
siglos, habrían pasado a otros, y él estaría en el infierno ardiendo por
siempre jamás; mientras que ahora se halla en el cielo, por una eternidad,
esperando aquel gran día, contento de ver que todos sus pecados le han sido
perdonados y que jamás volverán a aparecer, ni a los ojos de Dios, ni a los
ojos de los hombres. Fue este pensamiento bien meditado el que llevó a San
Jerónimo a tratar su cuerpo con tanto rigor y a derramar tantas lágrimas. ¡Ah!
exclamaba él en aquella vasta soledad— paréceme que oigo, a cada instante,
aquella trompeta, que ha de despertar a todos los muertos, llamándome al tribunal
de mi Juez. Este mismo pensamiento hacía temblar a David en su trono, y a San
Agustín en medio de sus placeres, a pesar de todos sus esfuerzos por ahogar
esta idea de que un día sería juzgado. Decíale, de cuando en cuando, a su amigo
Alipio: ¡ Ah, amigo querido ! día vendrá en que comparezcamos todos ante el
tribunal de Dios para recibir la recompensa del bien o el castigo del mal que
hayamos hecho durante nuestra vida ; dejemos, amigo mío — le decía — el camino
del crimen por aquel que han seguido todos los santos. Preparémonos, desde la
hora presente, para ese gran día. Refiere San Juan Clímaco que un solitario
dejó su monasterio para pasar a otro con el fin de hacer mayor penitencia. La primera
noche fue citado al tribunal de Dios, quien le manifestó que era deudor, ante
su justicia, de cien libras de oro. ¡Ah, Señor! exclamó él— ¿ qué puedo hacer
para satisfacerlas? Permaneció tres años en aquel monasterio, permitiendo Dios que
fuese despreciado y maltratado de todos los demás, hasta el extremo de que
nadie parecía poderle sufrir. Apareciósele Nuestro Señor por segunda vez,
diciéndole que aún no había satisfecho más que la cuarta parte de su deuda.
¡Ah, Señor! —exclamó él— ¿ qué debo, pues, hacer para justificarme? Fingióse
loco durante trece años, y hacían de él todo lo que querían; tratábanle
duramente, cual si fuera una acémila. Apareciósele por tercera vez el Señor,
diciéndole que tenía pagada la mitad.
¡Ah,
Señor! —repuso él— puesto que yo lo quise, es preciso que sufra para satisfacer
a vuestra justicia. ¡Oh, Dios mío! no esperéis a castigar mis pecados después
del juicio. Cuenta el mismo San Juan Clímaco otro hecho que hace estremecer.
Había un solitario que llevaba ya cuarenta años llorando sus pecados en el
fondo de una selva. La víspera de su muerte, abriendo de golpe los ojos, fuera
de sí, mirando a uno y otro lado de su cama, como si viese a alguien que le
pedía cuenta de su vida, respondía con voz trémula : Sí, cometí este pecado,
pero lo confesé e hice penitencia de él años y años, hasta que Dios me lo
perdonó. También cometiste tal otro pecado, le decía la voz. No —respondió el
solitario— ese nunca lo he cometido. Antes de morir, se le oyó exclamar ¡Dios
mío, Dios mío! quitad, quitad, os pido, mis pecados de delante de mis ojos,
porque no puedo soportar su vista. ¡Ay! ¿qué va a ser de nosotros, si el
demonio echa en cara aun los pecados que no se han cometido, cubiertos como
estarnos de culpas reales y de las cuales no hemos hecho penitencia? ¡Ah! ¿por
qué diferirla para aquel terrible momento? Si apenas los santos están seguros, ¿qué
va a ser de nosotros? ¿Qué debemos concluir de todo esto, hermanos míos? Hemos
de concluir que es necesario no perder jamás de vista que un día seremos
juzgados sin misericordia, y que nuestros pecados se manifestarán a la vista
del universo entero; y que, después de este juicio, si nos hallamos culpables de
estos pecados, iremos a llorarlos en los infiernos, sin poder ni borrarlos, ni
olvidarlos. ¡Oh! ¡qué ciegos somos, hermanos míos, si no nos aprovechamos del
poco tiempo que nos queda de vida para asegurarnos el cielo! Si somos
pecadores, tenemos ahora esperanza de perdón; al paso que, si aguardamos a
entonces, no nos quedará ya recurso alguno. ¡Dios mío !hacedme la gracia de que
nunca me olvide de tan terrible momento, en especial cuando me vea tentado,
para no sucumbir; a fin de que en aquel día podamos oír, salidas de la boca del
Salvador, estas dulces palabras: «Venid, benditos de mi Padre, a poseer el
reino que os está preparado desde el comienzo del mundo.»
San Juan Bautista María Vianney (Cura de Ars)
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