martes, 5 de enero de 2016

"EL MISTERIO DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO"


CAPITULO XXII:
EL ESPIRITU SANTO, ESPIRITU DEL HIJO


Después de haber reflexionado sobre las relaciones de Nuestro Señor con su Padre y sobre las relaciones del Padre con el Hijo, y de haber estudiado en qué consiste la gloria del Padre y la comunicación de esta gloria del Padre al Hijo, pasemos ahora a las relaciones del Hijo con el Espíritu Santo y a la unidad del Hijo con el Espíritu Santo. Estas consideraciones son, evidentemente, muy difíciles y algunas veces pueden parecernos muy abstractas durante nuestras meditaciones u oraciones. Puede parecernos casi inaccesible elevarnos a esta esfera de la Santísima Trinidad, colocarnos en su presencia y darnos cuenta de los lazos que unen a Nuestro Señor (que era al mismo tiempo hombre y Dios) con su Padre y el Espíritu Santo.

Sin embargo, en la Sagrada Escritura están las palabras mismas que pronunció Nuestro Señor, que son claras y que no podemos descuidar. El Espíritu Santo tiene una parte muy importante en la realización de la Encarnación. La Encarnación es la obra de la Santísima Trinidad y no solamente del Verbo que se encarnó. Por esto mismo, el Padre, el Espíritu Santo y el Hijo se mostraron visiblemente unidos en el bautismo de Nuestro Señor.

Sobre todo en el Evangelio de san Lucas destaca la mención de la acción del Espíritu Santo. Todos conocemos, por supuesto, esta intervención del Espíritu Santo ante la Santísima Virgen. El ángel Gabriel le contesta: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por esto el hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios» (S. Luc. 1, 35). Es la primera mención del Espíritu Santo en la realización de la Encarnación. Un poco más adelante leemos: «Había en Jerusalén un hombre llamado Simeón, justo y piadoso, que esperaba la consolación de Israel, y el Espíritu Santo estaba en él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Cristo del Señor. Movido del Espíritu, vino al templo» (S. Luc. 2, 25-27).Parece que el Espíritu Santo fue sobre todo el que manifestó la Encarnación; la realizó en la Santísima Virgen María y la manifestó por el anciano Simeón.

Es también san Lucas el que hace la narración del bautismo de Nuestro Señor, de este modo: «Aconteció, pues, cuando todo el pueblo se bautizaba, que bautizado Jesús y orando, se abrió el cielo y descendió el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma, sobre El, y se dejó oír del cielo una voz: “Tú eres mi Hijo amado, en Ti me complazco”» (S. Luc. 3, 21-22). Y en el capítulo cuarto, el evangelista añade: «Jesús, lleno del Espíritu Santo, se volvió del Jordán, y fue llevado por el Espíritu al desierto» (S. Luc. 4, 1).

Estas frases del Evangelio son realmente reveladoras de lo que Dios ha hecho por nosotros. Es admirable pensar que Dios ha querido precisamente manifestar esta presencia del Espíritu Santo en la concepción de Jesús, después en la manifestación que proclamó el anciano Simeón, y luego aún en el bautismo de Nuestro Señor, de un modo corporal, y con la palabra del Padre que también se manifiesta.

No se puede, pues, decir, que la divinidad de Nuestro Señor sólo se manifestó en el Evangelio al final de su vida y, menos aún, que Nuestro Señor mismo sólo conoció su divinidad al fin de su vida. ¡Es inconcebible! Y sin embargo es lo que con frecuencia pretenden los teólogos modernistas. Es interesante leer atentamente todos estos pasajes de los evangelios para apreciar bien la unión de Nuestro Señor con el Espíritu Santo, como lo escribe san Lucas: «Jesús, impulsado por el Espíritu, se volvió a Galilea» (S. Luc. 4, 14). Aquí hay, si así se puede decir, una gran inmanencia del Espíritu Santo en Nuestro Señor, mucho más que por la gracia santificante.

La presencia simultánea de las tres Personas en la Santísima Trinidad manifiesta la igualdad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y la consustancialidad de las tres Personas. Nuestro Señor mismo lo afirma en el Evangelio de san Juan. Ahí, sus afirmaciones relativas al Espíritu Santo son mucho más explícitas: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y Yo rogaré al Padre, y os dará otro Abogado, que estará con vosotros para siempre; el Espíritu de verdad, que el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni le conoce; vosotros le conocéis, porque permanece con vosotros y está en vosotros. No os dejaré huérfanos» (S. Juan 14, 15-18). Un poco más adelante, en los versículos 25 y 26, el apóstol que Jesús amaba continúa: «Os he dicho estas cosas mientras permanezco entre vosotros; pero el Abogado, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, ése os lo enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que Yo os he dicho». Y en el capítulo 16, Nuestro Señor insiste más: «Muchas cosas tengo aún que deciros, mas no podéis llevarlas ahora; pero cuando viniere Aquel, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la verdad completa, porque no hablará de sí mismo» (S. Juan 16, 12-13).

Las frases que siguen son las más características sobre el Espíritu Santo y manifiestan precisamente las relaciones con el Espíritu Santo en el seno de la Santísima Trinidad. «Porque no hablará de sí mismo, sino que hablará lo que oyere y os comunicará las cosas venideras. El me glorificará, porque tomará de lo mío y os lo dará a conocer» (S. Juan 16, 13-14).

Anteriormente, Nuestro Señor hablaba sobre todo del Padre: «Mi Padre os lo enviará; mi Padre os lo comunicará», pero aquí no. Luego siguen unas frases realmente misteriosas y al mismo tiempo profundas: «Todo cuanto tiene el Padre es mío; por esto os he dicho que tomará de lo mío y os lo hará conocer» (S. Juan 16, 15). Nuestro Señor está aquí en igualdad con el Padre: «Todo cuanto tiene el Padre es mío» y, por consiguiente, lo que el Padre le hace decir al Espíritu Santo, todo esto también viene de mí. El Espíritu Santo recibirá de lo mío. Es la unión íntima del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. La Santísima Trinidad es el gran misterio. Es la afirmación de la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo y de la indisolubilidad de la Santísima Trinidad.

No podemos dejar de profesar nuestra fe en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, ni podemos separar a una Persona de otra (por ejemplo, profesar únicamente al Padre), porque las tres Personas son consubstanciales. San Juan dice también muy bien en sus epístolas: «El que niega al Hijo, tampoco tiene al Padre». En nuestra fe no se puede separar a las Personas de la Santísima Trinidad. Por eso no se puede decir, como ahora se oye a menudo, que tenemos el mismo Dios que los judíos y musulmanes. Con frecuencia se habla de las “tres grandes religiones monoteístas”, poniéndolas en pie de igualdad, ¡como si adorásemos al mismo Dios!


Por el hecho mismo de que los judíos rechazan a Nuestro Señor, por el hecho mismo de que los musulmanes no reconocen la divinidad de Nuestro Señor, ni unos ni otros adoran al mismo Dios que nosotros. De ninguna manera se puede decir que tienen el mismo Dios que nosotros, pues no es cierto. Desde el momento en que se rechaza a la Santísima Trinidad, se rechaza a Dios. Nuestro Señor no está separado del Padre: son consubstanciales, hay un solo Dios. Al negar a Jesucristo ya no se adora al verdadero Dios. 

CONTINUA...

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