CAPITULO
XXII:
EL
ESPIRITU SANTO, ESPIRITU DEL HIJO
Después
de haber reflexionado sobre las relaciones de Nuestro Señor con su Padre y
sobre las relaciones del Padre con el Hijo, y de haber estudiado en qué
consiste la gloria del Padre y la comunicación de esta gloria del Padre al
Hijo, pasemos ahora a las relaciones del Hijo con el Espíritu Santo y a la
unidad del Hijo con el Espíritu Santo. Estas
consideraciones son, evidentemente, muy difíciles y algunas veces pueden
parecernos muy abstractas durante nuestras meditaciones u oraciones. Puede
parecernos casi inaccesible elevarnos a esta esfera de la Santísima Trinidad,
colocarnos en su presencia y darnos cuenta de los lazos que unen a Nuestro
Señor (que era al mismo tiempo hombre y Dios) con su Padre y el Espíritu Santo.
Sin
embargo, en la Sagrada Escritura están las palabras mismas que pronunció
Nuestro Señor, que son claras y que no podemos descuidar. El
Espíritu Santo tiene una parte muy importante en la realización de la
Encarnación. La Encarnación es la obra de la Santísima Trinidad y no solamente
del Verbo que se encarnó. Por esto mismo, el Padre, el Espíritu Santo y el Hijo
se mostraron visiblemente unidos en el bautismo de Nuestro Señor.
Sobre
todo en el Evangelio de san Lucas destaca la mención de la acción del Espíritu
Santo. Todos conocemos, por supuesto, esta intervención del Espíritu Santo ante
la Santísima Virgen. El ángel Gabriel le
contesta: «El
Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su
sombra, y por esto el hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios» (S.
Luc. 1, 35). Es
la primera mención del Espíritu Santo en la realización de la Encarnación. Un
poco más adelante leemos: «Había
en Jerusalén un hombre llamado Simeón, justo y piadoso, que esperaba la
consolación de Israel, y el Espíritu Santo estaba en él. Le había sido revelado
por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Cristo del Señor.
Movido del Espíritu, vino al templo» (S. Luc. 2, 25-27).Parece
que el Espíritu Santo fue sobre todo el que manifestó la Encarnación; la
realizó en la Santísima Virgen María y la manifestó por el anciano Simeón.
Es
también san Lucas el que hace la narración del bautismo de Nuestro Señor, de
este modo: «Aconteció,
pues, cuando todo el pueblo se bautizaba, que bautizado Jesús y orando, se
abrió el cielo y descendió el Espíritu Santo en forma corporal, como una
paloma, sobre El, y se dejó oír del cielo una voz: “Tú eres mi Hijo amado, en
Ti me complazco”» (S. Luc. 3, 21-22). Y
en el capítulo cuarto, el evangelista añade: «Jesús,
lleno del Espíritu Santo, se volvió del Jordán, y fue llevado por el Espíritu
al desierto» (S. Luc. 4, 1).
Estas
frases del Evangelio son realmente reveladoras de lo que Dios ha hecho por
nosotros. Es admirable pensar que Dios ha querido precisamente manifestar esta
presencia del Espíritu Santo en la concepción de Jesús, después en la
manifestación que proclamó el anciano Simeón, y luego aún en el bautismo de
Nuestro Señor, de un modo corporal, y con la palabra del Padre que también se
manifiesta.
No
se puede, pues, decir, que la divinidad de Nuestro Señor sólo se manifestó en
el Evangelio al final de su vida y, menos aún, que Nuestro Señor mismo sólo
conoció su divinidad al fin de su vida. ¡Es inconcebible! Y sin embargo es lo
que con frecuencia pretenden los teólogos modernistas. Es
interesante leer atentamente todos estos pasajes de los evangelios para
apreciar bien la unión de Nuestro Señor con el Espíritu Santo, como lo escribe
san Lucas: «Jesús,
impulsado por el Espíritu, se volvió a Galilea» (S. Luc. 4, 14). Aquí
hay, si así se puede decir, una gran inmanencia del Espíritu Santo en Nuestro
Señor, mucho más que por la gracia santificante.
La
presencia simultánea de las tres Personas en la Santísima Trinidad manifiesta
la igualdad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y la consustancialidad de
las tres Personas. Nuestro
Señor mismo lo afirma en el Evangelio de san Juan. Ahí, sus afirmaciones relativas al Espíritu Santo son mucho más explícitas: «Si
me amáis, guardaréis mis mandamientos; y Yo rogaré al Padre, y os dará otro
Abogado, que estará con vosotros para siempre; el Espíritu de verdad, que el mundo
no puede recibir, porque no lo ve ni le conoce; vosotros le conocéis, porque
permanece con vosotros y está en vosotros. No os dejaré huérfanos» (S. Juan
14, 15-18). Un
poco más adelante, en los versículos 25 y 26, el apóstol que Jesús amaba
continúa: «Os
he dicho estas cosas mientras permanezco entre vosotros; pero el Abogado, el
Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, ése os lo enseñará todo y os
traerá a la memoria todo lo que Yo os he dicho». Y
en el capítulo 16, Nuestro Señor insiste más: «Muchas
cosas tengo aún que deciros, mas no podéis llevarlas ahora; pero cuando viniere
Aquel, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la verdad completa, porque no
hablará de sí mismo» (S. Juan 16, 12-13).
Las
frases que siguen son las más características sobre el Espíritu Santo y
manifiestan precisamente las relaciones con el Espíritu Santo en el seno de la
Santísima Trinidad. «Porque
no hablará de sí mismo, sino que hablará lo que oyere y os comunicará las cosas
venideras. El me glorificará, porque tomará de lo mío y os lo dará a conocer» (S.
Juan 16, 13-14).
Anteriormente,
Nuestro Señor hablaba sobre todo del Padre: «Mi Padre os lo enviará; mi Padre
os lo comunicará», pero aquí no. Luego
siguen unas frases realmente misteriosas y al mismo tiempo profundas: «Todo
cuanto tiene el Padre es mío; por esto os he dicho que tomará de lo mío y os lo
hará conocer» (S. Juan 16, 15). Nuestro
Señor está aquí en igualdad con el Padre: «Todo cuanto tiene el Padre es mío»
y, por consiguiente, lo que el Padre le hace decir al Espíritu Santo, todo esto
también viene de mí. El Espíritu Santo recibirá de lo mío. Es la unión íntima
del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. La
Santísima Trinidad es el gran misterio. Es la afirmación de la divinidad de
Nuestro Señor Jesucristo y de la indisolubilidad de la Santísima Trinidad.
No
podemos dejar de profesar nuestra fe en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo,
ni podemos separar a una Persona de otra (por ejemplo, profesar únicamente al
Padre), porque las tres Personas son consubstanciales. San Juan dice también
muy bien en sus epístolas: «El que niega al Hijo, tampoco tiene al Padre». En
nuestra fe no se puede separar a las Personas de la Santísima Trinidad. Por
eso no se puede decir, como ahora se oye a menudo, que tenemos el mismo Dios
que los judíos y musulmanes. Con frecuencia se habla de las “tres grandes
religiones monoteístas”, poniéndolas en pie de igualdad, ¡como si adorásemos al
mismo Dios!
Por
el hecho mismo de que los judíos rechazan a Nuestro Señor, por el hecho mismo
de que los musulmanes no reconocen la divinidad de Nuestro Señor, ni unos ni
otros adoran al mismo Dios que nosotros. De ninguna manera se puede decir que
tienen el mismo Dios que nosotros, pues no es cierto. Desde el momento en que se
rechaza a la Santísima Trinidad, se rechaza a Dios. Nuestro Señor no está
separado del Padre: son consubstanciales, hay un solo Dios. Al negar a
Jesucristo ya no se adora al verdadero Dios.
CONTINUA...
No hay comentarios:
Publicar un comentario