Carta
Pastoral Nº 10:
LA
IGLESIA Y LA EVOLUCIÓN SOCIAL Y POLÍTICA
“Si
Dios no edifica la casa, los que la construyen trabajan en vano”
¿Acaso
no tenemos la impresión que esta palabra se utiliza de manera espantosa en
nuestros días? Desde el momento en que los hombres han creído que podían
separarse de Dios para construir la ciudad, ésta se derrumba por todos lados.
Los hombres se obstinan en hacer planes, proyectos, congresos, asociaciones internacionales,
y a medida que preparan su realización, todo lo que aparecía como la solución
ideal, desaparece como deglutido por un terreno movedizo donde no se alcanza a
edificar nada. Es
inútil intentar construir la ciudad sin Dios, pues sólo Él es el verdadero
arquitecto, sólo Él es quien dictó los fundamentos y las leyes, sólo Él es
quien pone la caridad en los corazones, verdadero cimiento de las sociedades
humanas, y la verdad, que ofrece un fundamento sólido en los espíritus. Alejándose
de Dios, los hombres han perdido la sabiduría. Todos los gobiernos humanos se
han derrumba-do, arruinados por el orgullo o la búsqueda insaciable de los
bienes materiales. En el momento en el cual quieren fundarse o trasformarse
estas ciudades en los territorios que nos son queridos, queremos hacer escuchar
el llamado de Dios, la voz de la Iglesia, eco de la de Nuestro Señor, rey y
profeta de todas las naciones. Pensamos cumplir con esto los deberes que
nuestra tarea nos impone, y rendir un servicio a todos aquellos que buscan el
verdadero bien de nuestras poblaciones africanas.
La Iglesia y la política
Quisiéramos,
antes de abordar nuestro tema, definir bien la posición de la Iglesia con
respecto a la política y -por consiguiente- con respecto a los partidos políticos.
En el sentido filosófico de la palabra, como a la política le interesa lo
concerniente al gobierno de la ciudad, no puede por esto dejar sumida en la
indiferencia y la neutralidad a la Iglesia. En efecto, el Estado es una
sociedad inscripta por Dios en la naturaleza de los hombres hechos para vivir
en sociedad. Entonces, es Dios quien da el fundamento de los derechos y deberes
del Estado: el fin de la sociedad civil, sus leyes fundamentales, el límite de
sus poderes y la extensión de sus funciones se inscriben en la naturaleza de
las cosas y de las personas creadas por Dios. La Iglesia siempre le recordó a
los gobiernos y a sus jefes que eran deudores de Dios, que la persona humana y
la familia son —de derecho— anteriores al Estado, y que éste no podía
avasallarlos o disponer de ellos a su gusto; no puede tampoco autorizar para
los ciudadanos ciertas libertades que signifiquen la negación del bien y del
mal.
Los
partidos políticos, aún cuando persigan únicamente el bien común, representan
opciones libres sobre los medios de alcanzar dicho bien. Además de que
demasiado a menudo sus programas se componen de una mezcla de verdades y
errores, hay que añadir también que muy frecuentemente, por desgracia, las
declaraciones que emiten son hechas más para obtener el voto de los electores
que para perseguir verdaderamente el bien de la ciudad, cuando además no se
disimula la defensa de intereses sórdidos. La Iglesia pide a sus fieles que
cumplan sus deberes de ciudadanos teniendo siempre ante sus ojos los principios
que son el fundamento de la sociedad que verdaderamente quiere Dios. Interviene
únicamente en el caso de conductas absolutamente perversas y radicalmente
opuestas a los derechos de Dios, de la Iglesia, de la familia o de la persona
humana, como en el caso del comunismo. No esconde sus temores frente a los que
tienen tendencias netamente opuestas a esos derechos, pero permanece siempre
sobre el plano de la moral y de los derechos hacia Dios.
“La
Iglesia, dice nuestro Santo Padre el Papa Pío XII, se
mantiene alejada de las combinaciones cambiantes. Si juzga que no debe salir de
la neutralidad observada hasta ahora, es porque Dios nunca es neutro con las
cosas humanas frente al abuso de la historia, y a causa de ello, su Iglesia
tampoco puede no serlo. Si habla, es en virtud de su misión divina querida por
Dios. La Iglesia no puede consentir juzgar según criterios exclusivamente
políticos. No puede vincular los intereses de la religión a unas orientaciones
determinadas por fines puramente terrenales. No puede exponerse al peligro que
se tiene de las razones fundadas para dudar de su carácter religioso. Sin
embargo, no se puede olvidar en ningún momento que su calidad de representantes
de Dios sobre la tierra no les permite permanecer indiferentes, ni aún un solo
instante, entre el bien y el mal en las cosas humanas”.
Así
definida la posición de la Iglesia frente a la política y los partidos
políticos, nos es más fácil buscar la luz con respecto al problema social y
político en el sentido etimológico, tal como se plantea actualmente en nuestras
regiones de África. ¿Quién
de ustedes, queridísimos hermanos, no ha leído o escuchado hablar de las
numerosas soluciones propuestas para una evolución hacia una vida social más
perfecta? En esta sed de evolución, de cambio, los intereses, las pasiones se
entrechocan. Las razas, los partidos, se levantan unos contra otros.
Si
se juzgan estas luchas fratricidas desde la óptica de un espectador imparcial,
no se puede sino deplorarlas amargamente y pensar que en lugar de dividirse,
los hombres tendrían que unirse; que en lugar de odiarse, tendrían que amarse y
trabajar juntos para realizar ese ideal de vida social, que, según el deseo de
Dios, la Iglesia enseñó a todas las naciones y que continúa proponiendo. Ese
ideal no es fruto de la imaginación, ni de la utopía, está inscripto
profundamente en el corazón y el cuerpo de los hombres. El Creador quiso esta
vida social, ha dado a los individuos todos los elementos de esta vida en
sociedad. Por la diversidad de los sexos, ha creado la familia; por la
multiplicidad y la diversidad de los dones, de las aptitudes intelectuales,
morales, físicas, quiso la organización de la sociedad civil con la ayuda
mutua, la prosperidad y la paz. Quisiéramos recordar los principios de ese plan
divino para la vida social que Nuestro Señor ha venido a recordarnos y a darnos
la fuerza necesaria para ponerlo en práctica. Diremos
algunas palabras sobre la persona humana, la cual definitivamente ha sido hecha
para la vida social, y luego hablaremos del medio, del crisol en donde nace y
se forma esta persona, es decir la familia, y por último de la sociedad,
ambiente necesario y favorable al desarrollo y establecimiento de las familias
y de los individuos. Nos
será entonces más fácil poder mostrar cómo debe orientarse, en nuestras
sociedades africanas, la verdadera evolución para una mejor vida social, y de
qué manera deben concurrir todos cuantos viven en estos países.
De la persona humana
“El
hombre - dice el Papa Pío XI - es una persona a
quien el Creador ha provisto admirablemente de un espíritu y un cuerpo. En esta
vida y en la otra, el hombre, por fin último, no tiene más que a Dios”. El
catecismo nos enseña que el hombre ha sido creado para conocer, amar y servir a
Dios, y, por ese medio, llegar a la vida eterna. Servir a Dios quiere decir
cumplir con su deber de estado, el deber de caridad hacia el prójimo en el
lugar y las circunstancias queridas por Dios bajo su mirada paternal. Si
Dios le exige al hombre ese servicio durante toda su vida, que será su
participación en la realización del ideal eterno, a cambio le da - por ese
mismo hecho - unos derechos fundamentales, a saber:
El
derecho a mantener y desarrollar la vida corporal, intelectual y moral; en
particular, el derecho a una formación y una educación religiosa.
El derecho intrínseco al matrimonio y a la obtención de
su fin.
El derecho a la sociedad conyugal y doméstica.
El derecho al trabajo como medio indispensable para el
mantenimiento de la vida familiar.
El derecho a la libre elección de un estado de vida y,
por eso mismo también, al estado sacerdotal y religioso.
El derecho al uso de los bienes materiales, con la
conciencia de los deberes propios y de los límites sociales.
Tales
son los derechos esenciales de la persona humana, tanto de la mujer como del
hombre, del alumno como del maestro. Desde este punto de vista, todo ser humano
tiene los mismos derechos, que derivan de la creación del ser inteligente y
capaz de buscar espontáneamente su fin querido por el Creador. Estos
deberes y derechos son imprescriptibles e inalienables; existen desde el primer
instante de la animación del cuerpo y de la existencia de su personalidad. Su
ejercicio y uso nacerán cuando la persona sea consciente y capaz de ejercerlos,
pero ya los posee desde un principio, independientemente de la familia y de la
sociedad que no pueden desconocerlos. Tales
son los principios que trazan los límites de los derechos de los padres hacia
los hijos y les indican también sus deberes que prohiben y rechazan las
costumbres contrarias. Todas las disposiciones de las leyes que se les oponen
son, por ese mismo hecho, nulas de pleno derecho, pues las sociedades civil y
doméstica están ordenadas hacia el bien de la persona.
De la sociedad familiar
Pero
sería ilusorio buscar el verdadero y perfecto desarrollo de la persona humana
sin estudiar en qué condiciones normales debe llegar, en qué ambiente ideal
Dios la ha colocado, para darle una perfecta conciencia de ella misma, un
conocimiento profundizado de sus deberes, una preparación suficiente para
enfrentar la vida y caminar bajo la mirada del Creador. Conocer
perfectamente qué es la familia, cuál es su constitución, su fin, sus leyes, su
inserción o sus relaciones con la sociedad civil y con la Iglesia será muy útil
para aquellos que buscan el establecimiento de una vida social feliz. No
recordaré aquí más que algunos principios esenciales que muestran a la familia
tal como la quiere Dios, restaurada y elevada por Nuestro Señor Jesucristo. La
familia es la célula madre de la sociedad, anterior a ella de derecho y de
hecho, y por consiguiente, tiene derechos y deberes que les son propios,
independientemente de toda sociedad civil. En efecto, la sociedad doméstica
tiene por principio y base el matrimonio; por tal razón, estudiando qué es el
matrimonio según la ley de Dios y su restauración por Nuestro Señor Jesucristo,
podremos comparar las etapas que debe atravesar la costumbre para llegar al
establecimiento de la familia ideal.
El
matrimonio es la célula fundamental de la sociedad que une en un destino común
a un hombre con su mujer y sus hijos. Esta comunidad familiar tiene su origen
en un contrato elevado a la dignidad de sacramento, libremente consentido, que
comporta unos compromisos prescriptos por la ley natural y por el Creador. La
libertad del contrato reside en la elección del cónyuge, pero no sobre las
obligaciones que, por ser tales, no pueden depender de la voluntad humana. En
efecto, los fines del matrimonio son los siguientes: la procreación y la
educación de los hijos, la ayuda mutua facilitada por la unidad de los
espíritus y los corazones en la busca de una perfección más grande.
El
respeto a estos fines asignados por Dios al matrimonio debe traerles a los
esposos y a sus hijos el verdadero bien al cual Dios los destina para su mayor
gloria. “Así
el matrimonio, dice el Papa Pío XI, y el derecho a su uso natural, son de
origen divino, así la constitución y las prerrogativas fundamentales de la
familia han sido determinadas y fijadas por el Creador mismo y no por las
voluntades humanas ni por los hechos económicos”.Las
prerrogativas son, en particular, la unidad y la indisolubilidad. “Ese
punto capital de la doctrina católica, dice
nuestro Santo Padre el Papa Pío XII, tiene una poderosa eficacia para una
fuerte cohesión de la familia, para el progreso y la prosperidad de la sociedad
civil, para la vida sana del pueblo, para una civilización cuya luz no sea vana
o falsa”. La
Iglesia, recordando estos principios evidentes de la ley natural, tal como lo
hizo Nuestro Señor Jesucristo, le dio a la civilización su base esencial.
“Gracias
a ella, dice el Papa León XIII, el derecho del
matrimonio ha sido equitativamente establecido y hecho igual para todos por la
supresión de la antigua distinción de los esclavos y de los hombres libres; la
igualdad de los derechos ha sido reconocida entre el hombre y la mujer, pues
así como lo dice San Jerónimo: , estos mismos derechos se han mostrado
sólidamente confirmados por el hecho de la reciprocidad de la afección y de los
deberes; la dignidad de la mujer ha sido reafirmada y reivindicada; le ha sido
prohibido al marido violar la fe jurada librándose a la impudicia y a las
pasiones”. También
es un hecho importante que la Iglesia haya limitado tanto cuanto pudo el poder
del padre de familia para que la justa libertad de los hijos y las hijas
quieran casarse no fuese por nada disminuida, y que haya vigilado para
erradicar del matrimonio, tanto como le fue posible, el error, la violencia y
el fraude.
“Esta
igualdad de los derechos entre el hombre y la mujer, dice
el Papa Pío XI, hay que reconocerla en las cosas que son propias a la
persona y a la dignidad humanas, que acompañan el pacto nupcial y que están
implícitas en la vida conyugal. En estas cosas, cada uno de los esposos goza
seguramente de los mismos derechos y está afectado a las mismas obligaciones.
En las demás cosas, son necesarias una cierta desigualdad y una justa
proporción, las que exijan el bien de la familia o la unidad y la estabilidad
necesarias de una sociedad doméstica ordenada”. Sin
embargo, si el marido es la cabeza, la mujer es el corazón; y como el primero
posee la primacía de gobierno, la segunda puede y debe reivindicar como suya la
primacía del amor. Tales
son, expresados por el Papa Pío XI, los principios que deben regir la sociedad
conyugal. Hay que agregar algunas indicaciones sobre la educación de los hijos,
sobre los medios de existencia de la familia.
Los
hijos son la prolongación de los padres, por eso a estos últimos les toca el
deber de educarlos, de prepararlos para la vida inculcándoles los principios de
la fe, la práctica de las virtudes y los conocimientos necesarios para
facilitarles la existencia, orientándolos hacia una profesión. Para
facilitar su existencia y el ejercicio de sus deberes, la familia tiene un
derecho estricto a la propiedad privada, que es más imperioso aún que el de un
solo individuo; su lugar de habitación es indispensable: es la seguridad del
mañana y lo que permite el desarrollo normal de una familia. Esta propiedad
existe sobre todo donde se fijan tradiciones de labor, de ayuda mutua, de amor
mutuo. A esta propiedad privada se vincula también el derecho de heredar y
testar, para asegurarle una existencia estable a la familia. Pero a menudo la
familia, por sí sola, será incapaz de obtener los bienes esenciales como el
trabajo, un cierto seguro contra las pruebas, la facilidad de cumplir con sus
deberes de religión, sus deberes de educación, etc… Por eso, las familias se
asociarán, se sostendrán mutuamente en sociedades privadas, religiosas,
culturales, profesionales, etc. Estas sociedades constituyen el cuadro natural
en el cual las familias se desarrollan y gozan de una vida social feliz,
caracterizada por las costumbres y el folclore regional. Tal
es, bosquejada en sus líneas principales, la doctrina de la Iglesia sobre la
familia. Ella mantuvo ese santuario en su pureza origina, en su unidad; a pesar
de los más ruidosos ataques, transmitió sin fallar las preciosas enseñanzas
recibidas de Dios.
De la sociedad civil
Acabamos
de hablar de las sociedades u asociaciones privadas, pero es evidente que ellas
no pueden bastar para la ayuda y la protección de las familias y de los
individuos. Por eso, en todo tiempo de la historia de la humanidad, los hombres
se han agrupado en sociedades, que con el correr del tiempo establecen
tradiciones y forman grandes familias atadas a una tierra, a una descendencia:
es la patria, es todo lo que los ancestros, los padres han transmitido como
patrimonio a sus descendientes. No
se podrá poner en duda, dice el Papa León XIII, que la reunión de los hombres
en sociedad sea la obra de la voluntad de Dios. Al hombre, que aislado no podía
procurarse lo que es necesario y útil para la vida, como tampoco era capaz de
adquirir la perfección del espíritu y de los corazones, la Providencia lo hizo
para unirse a sus semejantes en una sociedad tanto doméstica como civil, única
capaz de procurarle lo necesario para la perfección de su existencia. Así
los hombres se unen naturalmente en sociedad, a fin de que por ella vivan en
paz, en la ayuda mutua, en la seguridad. Tienen el derecho de reclamar estos
beneficios de la sociedad, aceptan someterse a la disciplina de las leyes
necesarias para procurarse estos bienes, y a la autoridad que las dicta, hace
ejecutar y sanciona las infracciones.“Si
los individuos, si las familias que entran en la sociedad, encuentran en ella
un obstáculo en lugar de un sostén, una disminución de sus derechos en vez de
una protección, tendrían que huir de esa sociedad en vez que buscarla”.
“Así,
el fin de la sociedad civil, dice Pío XI, es
procurar una perfecta presunción de vida; todo lo que la familia no puede
asegurarle a sus miembros para el desarrollo normal de su vida, le pertenecerá
al Estado proveérselo, y para procurarles efectivamente a los individuos y las
familias ese bien común, que implica pero traspasa singularmente la simple
prosperidad económica, los poderes públicos —cualquiera sea su origen político—
reciben su autoridad del Creador”.
Podemos
entonces enumerar los siguientes principios:
1.-
Los derechos y deberes de la persona y de la familia son anteriores a los de la
sociedad civil.
2.-
Es Estado no debe absorber a las familias y a los individuos atribuyéndose sus
derechos y sus funciones: ése es el error del totalitarismo y del socialismo
exagerado.
3.-
El Estado no debe limitar su acción a una simple seguridad sin concebir ni
organizar un sostén positivo a las asociaciones privadas, a las familias. Es el
error del liberalismo, que deja librados a los débiles a las manos de las
potencias del dinero, que confunde el concepto de libertad con el de licencia.
4.-
El Estado no puede y no debe ignorar su origen divino, lo que le da la justa
medida de sus deberes y derechos; tampoco debe ignorar que su existencia está
hecha para facilitarle a los hombres su vida de aquí abajo con vistas al bien
eterno. El Estado no puede y no debe ser ateo.
5.-
Los que poseen el poder en la sociedad deben compenetrarse de este pensamiento:
están al servicio del bien común. El
modo de designación de los que tienen el poder en la sociedad civil puede ser
múltiple. En democracia, la representación popular tiene una importancia
considerable, por lo que no es inútil recordar los principios rectores.
Decimos
“representación popular”, es decir, del pueblo. Ahora bien, un pueblo no es un
conglomerado cualquiera de individuos, es un conjunto organizado. En un pueblo
digno de ese nombre, dice nuestro Santo Padre el Papa Pío XII, todas las
desigualdades que derivan no del libre capricho, sino de la naturaleza misma de
las cosas, como las desigualdades de cultura, de riqueza, de posición social,
sin perjuicio por supuesto de la justicia y la caridad mutuas, no son de
ninguna manera un obstáculo para la existencia y el predominio de un auténtico
espíritu de comunidad y de fraternidad. Por
eso, la representación popular debe llevar a la asamblea legislativa a una
élite de hombres que no se restrinja sólo a una profesión, a una determinada
condición, sino que sea la imagen de la vida múltiple de todo el pueblo, una
élite de hombres de juicio justo y seguro, de sentido práctico y equilibrado.
Los
pueblos que poseen un temperamento espiritual y moral suficientemente sano y
fecundo encuentran en ellos mismos y pueden darle al mundo los heraldos y los
instrumentos de la democracia… Por el contrario, allí donde faltan estos
hombres, otros llegan para ocupar su lugar y hacer de la actividad política la
arena de su ambición, una carrera para su propia ganancia o la de sus castas o
clases, y es así que la caza de los intereses particulares hace perder de vista
y pone en peligro el verdadero bien común. Tales
son las palabras de Su Santidad Pío XII. Podemos
concluir de nuevo que:
1.- Las minorías étnicas, profesionales, o cualesquiera
que sean, no deben ser excluidas de la representación popular.
2.- Las diferentes clases o grupos de población,
ciudadanos y habitantes del campo, lejos de oponerse para tener el poder, deben
entenderse y colaborar fraternalmente para el bien común de la sociedad en
lugar de considerar a la autoridad como un medio para servir a los suyos y
oprimir a los demás. “El
bien común, he aquí la estrella polar según la cual debe dirigirse el barco de
la administración, dice
el Papa Pío XII; consiste en el
establecimiento de las condiciones públicas normales y estables, para que tanto
a los individuos como a las familias no les sea difícil llevar una vida digna,
regular, feliz según la ley de Dios. Ese bien común es el fin y la regla del
Estado”.La delicada tarea de los que tienen la autoridad civil es
promover todo lo que pueda favorecer estas condiciones y protegerlas contra
todo lo que pueda disminuirlas, sin caer en el exceso de un estatismo
asfixiante ni en un ausentismo que genere la anarquía.
Nuestra época y sus dificultades para la evolución social
A
la viva luz de los principios de la ley divina, las sombras de las
realizaciones aparecen con más evidencia. Para percibirlas todavía es necesario
mirarlas con ojos apaciguados y sin pasiones, o en todo caso, apasionados por
el bien. No
puede resistirme al deseo de repetirles lo que nuestro Santo Padre el Papa
decía en 1940, en las horas más crueles de la guerra: “Las
épocas de angustia son a menudo más largas que los tiempos de bienestar, ricos
en verdaderas y profundas enseñanzas, así como el dolor es a menudo un maestro
más eficaz que el éxito fácil. El Señor les dará la inteligencia, y esperamos
en Dios que la humanidad entera, como también cada nación en particular, saldrá
más sabia, más experimentada, más madura, de la dolorosa y sangrienta escuela
de hoy, que sabrá distinguir con ojos límpidos la verdad de entre las
apariencias tramposas, que abrirá y tendrá el oído atento a la voz de la razón,
agradable o no, que los cerrará a la vacía retórica del error, que reconocerá
la realidad y tomará en serio la puesta en práctica del derecho y de la
justicia, no solamente cuando se trate de reclamar el cumplimiento de sus
propias exigencias, sino también cuando se necesiten satisfacer las justas
reivindicaciones de los demás”. ¿No
estamos ahora en una de estas épocas de profunda inquietud en estos países
africanos? Debemos poner todo en obra para que sean generadores de bien y de
felicidad.
A
ese efecto, nos parece saludable examinar, a la luz de la verdad, las
deficiencias actuales de nuestras regiones, para luego elegir los medios más
sabios que nos permitan acercarnos lo más posible a las normas que fija esta
verdad.A
propósito de las situaciones presentes, algunos emplean demasiados términos
negativos: proponen programas que son también negativos en sí mismos, y que en
el fondo no preconizan más que una destrucción de esta situación actual. En
lugar de ese trabajo negativo, hay que promover un enderezamiento, una
evolución; hay que realizar un esfuerzo vital, hay que asegurar un crecimiento.
Por
cierto, este esfuerzo tendrá que sortear obstáculos y sobrellevar dificultades,
pero debe ser esencialmente constructivo y lo será únicamente en la medida en
que los que se hayan interesado fijen su pensamiento en un ideal común. Para
completar nuestro pensamiento afirmemos que la caridad es la que debe poner la
disposición profunda en todo esfuerzo cívico y social. Ella sostiene y asegura
la perseverancia de la acción; la caridad une, entiende los problemas del
prójimo, desea su felicidad tanto o más que la suya propia. Será
ésta, entonces, una resolución firme para que todos tomen y sostengan, sobre
todo los cristianos que deben dar el ejemplo de la caridad. ¿Para qué sirven
estas discordias de razas, de tribus, de partidos? Todos los que viven sobre
una misma tierra han nacido para ayudarse entre sí y vivir en paz, no en una
paz que consagre la injusticia, sino en la paz que resulta de la justicia y la
caridad. Si
los principios de la ley divina se pusieran en práctica en todas partes, la
humanidad viviría en orden y en paz.Desgraciadamente
no siempre es así, y por eso los pueblos viven frecuentemente en la ansiedad y
la inquietud. Nos parece que la sana evolución de los pueblos africanos hacia
el establecimiento de una vida social normal encuentra dos clases de obstáculos
que trataremos de describir brevemente.
La costumbre
Por
una parte, la costumbre que designa el antiguo estado social y lo que resulta
para los individuos, las familias y la sociedad; por otra parte, el hecho
histórico de la presencia europea con lo que trajo al país. Podemos afirmar sin
temor a equivocarnos que en la costumbre se encuentran elementos preciosos para
la constitución de la sociedad africana, tales como el sentido de la
hospitalidad, el carácter sagrado de la autoridad, el espíritu de ayuda mutua,
virtudes como la fidelidad en los sentimientos de veneración y el respeto de la
madre, el pudor en algunas tribus, la honestidad de las costumbre salvaguardada
sin duda por severas sanciones. Y agreguemos: un sentimiento religioso
profundo, al cual se puede hacer referencia para una real dedicación. Los
principios de la Iglesia expresan esta convicción de la existencia de valores
auténticos en todas las razas, cualesquiera que sean, y su papel misionero
consiste precisamente en ayudar a los pueblos a elevarse bajo la conducta de la
religión cristiana a una forma superior de humanidad y de cultura. Las reglas
de vida cristiana pueden concordar con todas las culturas profanas, a condición
de que éstas sean sanas y puras, ya que pueden hacerse capaces a estas culturas
de proteger la dignidad humana y alcanzar la felicidad.
Sin
embargo, la idea de la persona humana tal como Dios la creó y redimió está muy
desfigurada dentro de la costumbre; sea que se trate de siervos descendientes
de esclavos, atados al clan, sea que se trate de la mujer, los derechos de la
persona son desconocidos hasta en lo que tienen de elemental. Raras son las
mujeres que pueden considerarse como enteramente libres. Las
mujeres son las más oprimidas particularmente en el derecho a un matrimonio con
libre elección del cónyuge; no se pertenecen, y parece que otro tiene derecho a
ellas por imperio de una suma de dinero, por cambio con otra mujer o hasta por
el precio de unos objetos. Y esto se puede renovar hasta en varias
oportunidades. A menudo se les lesiona el derecho que tienen sobre sus hijos,
los cuales les son quitados: no se considera que la mujer tenga ningún derecho
sobre su progenie. Todavía la gran mayoría vive bajo esos estatutos
consuetudinarios.
La
mujer no tiene derecho, en general, a la propiedad hipotecaria ni a la
herencia, puesto que muy a menudo ella misma forma parte de una herencia. Los
hijos, según el espíritu de la costumbre, tampoco tienen ningún derecho hasta
que los varones llegan a la edad de la ceremonia de iniciación. No hay derechos
para las niñas. Se
debe desear que, por medio de una verdadera educación en la auténtica libertad,
que consiste en hacer espontáneamente el bien, estas personas se hagan dignas
de ese hombre y aprendan a hacer uso de esa libertad conforme a la voluntad del
Creador. Esa educación no se puede lograr sino bajo la influencia de la
religión. Una educación en la cual Dios está ausente, conducirá fatalmente a la
licencia, que no es otra cosa que el mal uso de la libertad.
El
derecho a la propiedad privada no está aún difundido en todos los lugares y a
menudo el clan posee más que una persona o familia. Esta ausencia de propiedad
privada es también considerablemente nociva para el desarrollo de una persona,
que no dispone libremente del fruto de su trabajo. Sin hablar de la costumbre
que quiere que sean los sobrinos y no los hijos los que hereden, todos saben
cuán difícil es —por no decir imposible— que un trabajador asalariado pueda
guardarse su sueldo. Éste le pertenece al clan, y es así que todos los miembros
de ese clan exigir vivir del sueldo de aquel que trabaja. ¿Cómo, en estas
condiciones, se podrá llegar a un ahorro que permita la construcción de un habitat,
y los medios normales de subsistencia? La propiedad, tal como Dios la quiere
para realizar su deber de estado aquí abajo, aún se ha alcanzado poco en
nuestros territorios africanos. Aquí
todavía hay que transformar al clan por medio de una educación del espíritu de
familia, donde se desarrolle la personalidad humana según la ley natural que
debe tender hacia los esfuerzos de los jóvenes que aspiran a mejores
condiciones de vida social.
Si
se considera cuán arraigada está la idea de la verdadera familia que constituye
la sociedad doméstica querida por la ley natural, uno está obligado a comprobar
que las familias que se conforman a ese ideal son aún una minoría muy pequeña. Por
cierto, ya ahora se encuentran en todos los lugares algunos hogares modelos que
no tienen nada que envidiar a las mejores familias cristianas de los países
desde hace mucho cristianizados, lo cual prueba que ahí donde penetró el
espíritu de verdad y caridad, la felicidad se desarrolla por sí misma en los
corazones bien dispuestos.
Pero
si el clan limitó el mal y protegió a sus miembros de una gran corrupción
moral, o hasta de la hambruna, hay que confesar que por su tiranía saca la
libertad del matrimonio con libre elección del cónyuge a las mujeres y
frecuentemente hasta a los hombres, quienes no pueden casarse por falta de
dinero. El clan difícilmente permite la propiedad privada que invita al
esfuerzo, al trabajo, al ahorro, a la construcción del habitat, etc… Por otra
parte, si la familia no adquiere nada para ella, ¿cómo tendría interés en el
trabajo? ¿No está allí la explicación de la facilidad con la cual se abandona
el trabajo? La idea de permanecer, de preparar un futuro a los hijos, existe
muy poco, sino es nula. Por eso se ve cómo los jóvenes se expatrían, se alejan
de los que viven a costa de ellos a fin de poder ahorrar.
El
vicio de estructura de la sociedad africana es grave, pues el esfuerzo y el
trabajo son la base de la economía de un país. La
corrupción de la familia es alentada además por las facilidades que se le
otorgan al divorcio y a la poligamia, de allí la inexistencia de la sociedad
conyugal tal como ha sido descripta anteriormente, inexistencia de esta
igualdad de las personas y de la intimidad del hogar, tan favorable para la
educación de los hijos. Si
uno extiende estas consideraciones al pueblo o a la tribu, que es todavía la
imagen empobrecida de la sociedad africana de antaño, percibe que es en este
escalón donde la presencia extranjera ha modificado las costumbres, sin
eliminar los defectos radicales que señalamos, pues ahora un jefe de cantón
nombrado por la administración, ha suplantado medianamente al jefe
acostumbrado, pero obra frecuentemente casi como lo hacía su antecesor,
arreglando las dificultades internas de los clanes según los usos y costumbres,
no sin llamar a los brujos en varios casos, ni sin olvidar que su pequeño
gobierno debe servirlo. Por lo general es polígamo, si no lo es ahora lo ha
sido antes, y todo favor se paga con un buen precio. Desgraciadamente, no se
puede decir que se le haya dado una educación sobre cómo ejercer el poder:
nadie se preocupó por eso. Nos hallamos aquí ante uno de los efectos de esta
educación que los europeos hubieran debido brindarles a los africanos para
ayudarlos a entrar en una vida social moderna más perfecta y que ha sido
malograda.
Presencia de la sociedad europea
Llegamos
así a la segunda fuente de obstáculos para una evolución social y sana y
normal, la presencia de una sociedad europea privada del espíritu cristiano. No
queremos decir ni que todos los europeos carezcan de espíritu cristiano, ni que
la sociedad europea en cuanto gobierno y administración no tenga ningún efecto
saludable; sería una evidente inexactitud. Debemos, a decir verdad, enumerar
algunos efectos de esta presencia, pues también los mismos europeos pueden y
deben concurrir al establecimiento de una vida social feliz:
- La libertad de circulación y de trabajo.
- La seguridad de las personas y de los bienes.
- La desaparición progresiva de las grandes epidemias y
todo lo que trae aparejado el servicio de salud.
- Una instrucción que, aunque inadaptada y atea,
conlleva algunas aptitudes para una mejor vida social.
- La puesta en lugar de la infraestructura económica
moderan, caminos, ferrocarriles, puertos, etc… con una valorización cierta de
las riquezas del país.
- Un conjunto de condiciones de vida que marcan una
progresión cierta sobre las de antaño.
Pero
hay que confesar que esta presencia tiene el riesgo de saldarse con un fracaso,
a pesar de la dedicación incomparable de algunos individuos: administradores,
médicos, instructores, etc., por la siguiente razón: esta sociedad no ha creído
en su propia civilización. Queremos decir que para comunicarles a las
poblaciones africanas las riquezas gracias a las cuales la civilización europea
y francesa predominaron por sobre las civilizaciones costumbristas africanas,
era necesario que los europeos, representantes y responsables de esta civilización
occidental, aceptasen sondear las razones de esta superioridad. Era
necesario que comprendiesen que dicha superioridad procedía menos del grado de
sus técnicas que del valor de los principios cristianos, fundamentos de la
civilización. Se debe decir, desgraciadamente, que los responsables de esa
presencia europea han rechazado, mayoritariamente, este análisis, la vuelta a
las fuentes. Tienen miedo de rehacer su historia.
De
tal forma, la civilización europea se ha privado, ante los ojos de estas poblaciones,
del título más valioso ante los ojos de los pueblos que abordaba: el título de
mensajera de una mejor civilización, más consciente y respetuosa de la dignidad
humana por inspiración de Dios, con todo lo que implica en la educación
religiosa, moral, social, económica y política. Todo
se relaciona: es imposible pensar en implantar una política que suponga todavía
algunos principios de derecho cristiano, o una economía o una sociología
fundadas sobre los postulados de la civilización cristiana, y al mismo tiempo
renunciar a esos principios cristianos.
Nuestra
juventud africana evolucionada no carece de inteligencia y facilidad de
adaptación, pero siente cruelmente la deficiencia de la familia, y sobre todo
en el ámbito rural, sufre al vivir en una sociedad conyugal que ya no la
satisface, se siente atenazada por la imposibilidad consuetudinaria para
ahorrar; es incapaz de resistir a las presiones del clan, de la tribu. Siente
la necesidad de una educación religiosa y moral que esté a la altura de su
nivel intelectual. Esa educación que desean y buscan nuestros jóvenes africanos
en sus misioneros, con mil pretextos se ha abstenido de dárselas: respecto por
las costumbres, laicismo de la legislación.
El
comercio buscó crear las necesidades. En la medida en que ellas hubieran
marcado una elevación de la vida social, lo habríamos comprobado con felicidad.
Pero estas necesidades han provocado el deseo del dinero, y salvo raras
excepciones, el dinero se encuentra en la función pública o en el empleo del
comercio. La instrucción, condición necesaria para tener estos empleos, se hizo
también objeto de un deseo generalizado y se inició un éxodo de la campiña
hacia las ciudades, donde se logra más fácilmente una instrucción, donde se
encuentran los empleos. Pues bien, desde ahora la instrucción ya no es más
remuneradora porque los puestos son menos numerosos que los pedidos, y la
muchedumbre de los descontentos y desempleados aumenta regularmente. Parece que
se ha perdido de vista el hecho de que una sociedad no puede componerse
únicamente de funcionarios y comerciantes, sino que tiene que tener por base,
en primer lugar, a la agricultura, y luego a la industria. ¿No será necesario
formar al campesino, al propietario hipotecario, fomentarles el amor por el trabajo
de la tierra y la propiedad, necesarias para el cuidado de su familia, darles
una instrucción conveniente y una educación seria? La base de la economía es
hacer campesinos más felices y mejor acomodados. Pero
para eso, hay que liberarlo de las trabas consuetudinarias que le ocupan lo
mejor de su tiempo; fomentar la familia monogámica, educar a la mujer y
volverla libre, establecer una familia digna de ese nombre, que viva en sus
tierras, ligada a sus bienes, etc. Luego vendrá la asociación de familias en
comunas donde los campesinos aprenderán a guiarse por intereses comunes, a
construir su lugar de culto, su escuela, su casa comunal, sus vías de
comunicación, su dispensario, etc… Todo lo que puede estar hecho para la
evolución religiosa, intelectual, moral, económica del campesino, es capital
para el futuro de la sociedad.
Es
cierto que estas transformaciones de la sociedad no pueden ser valiosas si no
tienen por fundamento los mismos principios religiosos que son la base de toda
sociedad verdaderamente civilizada. Aunque
ya estas comprobaciones son conocidas por todos los que viven en el terruño
africano, hayan nacido o no en él, estamos convencidos de que en las
poblaciones africanas hay una sabiduría??? y un deseo de sana evolución que
debe ser el fermento de una sociedad organizada según la ley divina. Es
necesario, a cualquier costo, que nuestros jóvenes hogares cristianos, que
nuestros estudiantes africanos, estudien los verdaderos principios de la
sociología cristiana y que se inspiren de éstos para actuar en reuniones y
congresos donde pidan su aplicación por parte de los ediles de la nación.
Que
se empleen en hacer evolucionar las costumbres, a fin de poder darle a los
esposos, o a la madre, la dignidad que les conviene como personas humanas
libres y conscientes de sus deberes, a reducir la poligamia que no es digna de
criaturas inteligentes, a los derechos iguales frente a Dios. Que se esfuercen
para mejorar, por medio de asociaciones sindicales rurales, la condición del
campesino.
Que
concurran a la fundación de escuelas artesanales rurales.
Que
pidan con insistencia que la instrucción religiosa forme parte de los horarios
escolares.
Que
susciten en las ciudades y el campo, centros de educación social para la mujer
y la joven, a fin de dar a los hogares un valor moral y humano más grande.
Que
frecuenten los centros culturales destinados a darles una verdadera cultura
intelectual, moral y religiosa, que los hará más aptos para cumplir sus deberes
en la sociedad doméstica y civil.
Que
impulsen la formación de asociaciones comunales donde los miembros puedan
aprender a administrar los intereses comunes, sociales o profesionales.
Que
pongan manos a la obra para evitar las discusiones y las querellas políticas,
esforzándose por buscar una unión que permita la consecución de una situación
política estable y bienhechora. Ojalá
nuestros jóvenes cristianos, inspirados por la caridad de Nuestro Señor,
muestren el ejemplo de las iniciativas constructivas, contra los que no buscan
más que el odio y la discordia. Si esta generación de nuestros jóvenes
católicos no estuviera a la altura de su tarea, podríamos dudar de que el
futuro sea feliz para nuestras queridas poblaciones africanas. Los
movimientos de Acción Católica le darán a la élite de nuestros católicos la
claridad, la fortaleza y el orgullo de emprender una tarea tan grave.
Si
bien este llamado se dirige particularmente a los católicos africanos, les
solicito también a los católicos europeos que tomen conciencia de su
responsabilidad cristiana. Ojalá comprendan la urgente necesidad de agruparse
en los rangos de la Acción Católica para estar en estado de llevar de nuevo,
con todo su vigor, la fuerza del Evangelio en su auxilio.Nos
dirigimos a todas las almas de buena voluntad, africanos y europeos que busquen
la evolución social en la paz, a todos los que tengan responsabilidades
políticas para que hagan callar los egoísmos, para que practiquen una sincera y
fraternal colaboración en la busca del bien de todos.
¿Será
verdaderamente imposible que nuestro Senegal se ubique a la vanguardia de las
felices iniciativas en materia social y política que, inspirándose de los
principios divinos, procuren a todos los senegaleses por nacimiento o por
opción, de toda condición, pobres o ricos, campesinos o de ciudad, los
beneficios a los que tienen derecho dentro de una sociedad civilizada?
Pedimos
al Señor y a la Virgen María la gracia de llevar a los corazones de nuestros
queridos senegaleses la inteligencia de la verdadera libertad, el amor por la
justicia y el verdadero bien que han venido a traer a los hombres de buena
voluntad, a fin de que vivan en paz.
Monseñor
Marcel Lefebvre
Carta pastoral de Cuaresma de 1955 en Dakar
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