CAPÍTULO 7
Encíclica Libertas
praestantissimum
del Papa León XIII
sobre la libertad humana y el liberalismo
(20 de junio de 1888)
Ya hemos establecido la incompatibilidad de la
Masonería con el catolicismo gracias a los documentos pontificios. Ahora nos
vamos a ocupar de las ideas que presiden a toda organización masónica y que
podemos llamar ideas liberales, que se propagan y difunden a través del mundo,
y que todos van más o menos aceptando, incluso los católicos.
Un espíritu falso
Sin embargo son errores que los Papas han
combatido durante más de un siglo y medio. Para comprender bien los numerosos
documentos pontificios que condenan el liberalismo, se puede consultar el libro
del Padre Roussel, Liberalismo y Catolicismo, que es un resumen
excelente de los errores y de los estudios sobre el liberalismo, presentados
por el autor durante las conferencias que dio en 1926. Primero trata del
liberalismo en general, luego ataca a los católicos liberales y, final-mente,
denuncia todos los errores del catolicismo liberal. Describe muy bien la
mentalidad liberal. Muestra muy bien qué es ese espíritu falso que siempre se
contradice a sí mismo, afirmando una cosa y su contrario, y poniéndose en una
incoherencia continua. Así se entiende
mejor la situación actual de la Iglesia. Una situación inimaginable, que mueve
a algunos fieles desamparados a decir que no hay Papa, ni sacramentos válidos,
ni misas válidas… un radicalismo completo que ignora lo que es el liberalismo.
Hay que hacer un juicio más prudente, porque precisamente los liberales no son
gente absoluta: siempre se sitúan entre el error y la verdad, se contradicen y
se escabullen, y de este modo, evidentemente, destruyen la verdad, el dogma y
la fe, pero no llegan a hacer actos absolutamente inválidos. Conocen bastante
la religión como para no comprometerse con afirmaciones que levantarían una
oposición general contra ellos. Se las ingenian para hacer cosas que, en
principio, son aceptables, que están casi al límite de la ortodoxia y de la validez,
pero que en la práctica son claramente malas. Una cosa, por ejemplo, es la misa
tal como salió de la imprenta del Vaticano y conforme a los decretos, y otra
las misas, traducciones y todo lo que vemos en la práctica, y que hace que esas
misas suelen ser inválidas.
PRIMERA PARTE
¿Qué es la libertad?
El documento más importante que ha publicado el
magisterio sobre el liberalismo es la encíclica Libertas praestantissimum del
Papa León XIII. La primera parte da una definición exacta de la libertad,
porque se suelen tener falsas ideas sobre este tema: «Son no pocos quienes afirman que la Iglesia es una enemiga de la libertad
del hombre; y la causa de que así piensen está en una falsa y extraña idea que
se forman de la libertad. Porque, o la adulteran en su noción misma, o con la
opinión que de ella tienen la dilatan más de lo justo, pretendiendo que alcanza
a gran número de cosas, en las cuales, si se ha de juzgar rectamente, no puede
ser libre el hombre».
¿Por qué esta acusación contra la Iglesia?
Porque la Iglesia está vinculada a la ley, y la ley dirige y orienta la
libertad al orientar la voluntad. Así que la gente que quiere una libertad
total y sin límite, cree que la Iglesia está en contra de ella porque está a
favor del decálogo y de leyes morales concretas, como si la ley por sí misma se
opusiese a la libertad. Creen que la libertad es algo absoluto y que cuando se
limita deja de serlo. Se imaginan que la libertad es una facultad que da la
naturaleza y permite hacer todo lo que uno quiere. De ahí la importancia de saber cómo se define exactamente la
libertad y por qué nos la ha dado Dios. La libertad es una noción relativa,
como también lo es la obediencia. Es buena en la medida en que busca el bien y
deja de ser libertad en la medida en que conduce al mal. La libertad no se nos
ha dado por sí misma, sino para que nos podamos dirigir al bien sin estar determinados
por él.
Libertad psicológica y libertad moral
León XIII empieza distinguiendo entre la libertad
psicológica o natural (el libre albedrío) y la libertad moral (el uso bueno o
malo del libro albedrío): «De lo que aquí
tratamos directamente es de la libertad moral, ya se la considere en el
individuo, ya en la sociedad civil y política; pero conviene al principio decir
brevemente algo de la libertad natural». Se distingue la libertad moral, que se refiere a los
actos buenos y malos, de la libertad natural, también llamada libertad
psicológica, que es la del acto libre, la del acto efectuado sin estar
deter-minado por una causa interna. Pero al añadir a este acto la idea del bien
o del mal, la libertad tiene que estar orientada. La libertad moral no puede
extenderse a todo, precisamente porque se relaciona con el bien y el mal. Sólo
puede referirse al bien, porque si se refiere al mal, ya no es realmente libertad
sino que se convierte en libertinaje.
La libertad, signo de inteligencia
León XIII empieza explicando la libertad psicológica o moral
(o libre albedrío del hombre): «El juicio
de todos y el sentido común, voz muy cierta de la naturaleza, reconocen esta
libertad solamente en los que son capaces de inteligencia o de razón». En efecto, sólo se considera libres, por
supuesto, a los seres espirituales, que tienen una inteligencia o razón, y no a
los animales, que sólo obedecen al instinto: «Con razón; porque, cuando los demás
animales se dejan llevar sólo de sus sentidos, y sólo por el impulso de la
naturaleza buscan lo que les aprovecha y huyen de lo que les daña, mientras que
el hombre tiene por guía a la razón en cada una de las acciones de su vida.
Pero la razón juzga que de cuantos bienes hay sobre la tierra; todos y cada uno
pueden ser e igualmente no ser, y por lo mismo juzga que ninguno de ellos se ha
de tomar necesariamente, con lo cual la voluntad tiene poder y opción de elegir
lo que le agrade».
Esto es la libertad psicológica. El Papa prosigue:
«Nadie ha hablado de la simplicidad,
espiritualidad e inmortalidad del alma humana tan altamente como la Iglesia
católica, ni la ha asentado con mayor constancia, y lo mismo se diga de la
libertad; siempre ha enseñado la Iglesia una y otra cosa, y las defiende como
dogma de fe; y, no contenta con esto, tomó el patrocinio de la libertad,
enfrentándose con los herejes y fautores de novedades que la contradecían, y
libró de la ruina a este bien tan grande del hombre (…) Luchó en defensa del
libre albedrío del hombre, sin permitir que el fatalismo se arraigara en tiempo
ni en lugar alguno». Lo contrario de los musulmanes, que enseñan el fatalismo: «La libertad propia, como hemos dicho,
de los que participan de inteligencia o razón, y mirada en sí misma, no es otra
cosa sino la facultad de elegir lo conveniente a nuestro propósito». Esta es la definición exacta de la libertad psicológica.
La libertad moral
Si consideramos luego que el fin último
del hombre es Dios —fin que El ha asignado a nuestra vida y existencia—,
nuestra libertad tiene que elegir entre los medios que nos conducen a este fin
y no a otro. Ahí entran en juego el bien y el mal. Nuestra libertad, al
revés de la de Dios, puede conducirnos al mal a causa de la debilidad de
nuestra inteligencia, que puede equivocarse sobre la bondad de las cosas
particulares. Corremos el riesgo de elegir las que son contrarias a nuestro fin
y obrar así por error, apeteciendo un bien aparente que en realidad es un mal: «Como una y otra facultad distan de ser
perfectas, puede suceder, y sucede, en efecto, muchas veces, que el
entendimiento propone a la voluntad lo que en realidad no es bueno, pero tiene
varias apariencias de bien, y a ello se aplica la voluntad. Pero así como el
poder errar y el errar de hecho es vicio que arguye un entendimiento no del
todo perfecto, así el abrazar un bien engañoso y fingido, por más que sea
indicio de libre albedrío, como la enfermedad es indicio de vida, es, sin embargo,
un defecto de la libertad». Si no, se podría decir que Dios nos ha dado una facultad y
cualidad mala anexa a nuestra voluntad, es decir, la facultad de hacer el mal.
Eso no puede ser. Nos ha dado la voluntad para hacer el bien y no el mal. Es
evidente. «Esta es la causa por la cual Dios,
infinitamente perfecto y que, por ser sumamente inteligente y la bondad por
esencia, es sumamente libre, en ninguna manera puede querer el mal de culpa,
como ni tampoco pueden los bienaventurados del Cielo, a causa de la
contemplación del bien sumo».
La facultad de hacer el mal es un defecto de nuestra
voluntad
Si esa facultad de hacer el bien y el mal fuese un bien y
una perfección, tendríamos la impresión de poder hacer más que si eligiéramos
sólo cosas buenas: podríamos elegir también las malas. A primera vista, sería
una facultad más amplia, pero no es así, porque si fuera una perfección también
lo sería para Dios, que de este modo también podría hacer el mal. Sin embargo,
Dios es sumamente libre. Posee la libertad en un grado infinito, pero no puede
hacer el mal. Lo mismo sucede con los bienaventurados, ángeles u hombres. En
cambio, los ángeles antes de su prueba, podían hacer el mal moral, es decir,
pecar. Dios les había propuesto algo nuevo: su posible elevación a la visión
beatífica o, como dicen algunos, les había revelado el misterio de la
encarnación y su voluntad de hacerse hombre; y entonces, algunos se revelaron.
Descartaron la necesidad de algo que no poseyeran ya por naturaleza, o siendo espíritus
puros, negaron la obligación de adorar a un hombre Dios, compuesto de materia,
es decir, a Nuestro Señor Jesucristo. Por eso, para los ángeles y para los
hombres la facultad de cometer el mal no es ninguna perfección. En eso
justamente hizo hincapié San Agustín contra los pelagianos: «Si el poder apartarse del bien fuese
según la naturaleza y perfección de la libertad, entonces Dios, Jesucristo, los
ángeles, los bienaventurados, en todos los cuales no se da semejante poder, o
no serían libres, o lo serían con menor perfección que el hombre viador e
imperfecto». Por supuesto, eso es impensable. Dios, los ángeles y los
elegidos serían menos libres y menos perfectos que los hombres. Además, basta
reflexionar un poco: elegir el mal, sólo puede ser un defecto. Si hacemos una
comparación con la enfermedad: qué es más perfecto, ¿poder estar enfermo o no?
Si estar enfermo fuese mejor que no poder estarlo —los santos del cielo no
pueden estarlo— los hombres en la tierra podrían “elegir” entre la salud y la
enfermedad, y así nosotros seríamos más perfectos en la tierra que en el cielo.
Eso es ridículo. Elegir el mal es un defecto y no puede ser más que eso. En el
fondo, se elige la propia destrucción... es suicidarse. Querer lo que es pecado
es querer la propia imperfección y, por lo tanto, la na-da. ¿Cómo podría Dios
querer su propio mal? Eso es imposible, pues ya no sería Dios. ¿Cómo podrían
los ángeles y los elegidos, que están en el gozo perfecto y en la perfección
absoluta, destruirse a sí mismos por buscar el mal? Eso es
imposible. Grabémoslo bien en nuestra cabeza. La facultad de hacer el mal es un
defecto de la libertad. Eso es lo que condena el liberalismo. Para los
liberales, precisamente, el hombre es libre; somos libres y por eso podemos
hacer el bien y el mal, y si no pudiéramos hacer el mal no seríamos libres. Ese
es su razonamiento. Este es el pensamiento que dirige nuestras sociedades
actuales, que se llaman liberales: el hombre es libre y tiene que poder ejercer
su libertad y hacer todo lo que quiera.
¿Qué límites?
Sin embargo había que poner un límite a esa libertad en la
vida social. Si no, las consecuencias se-rían muy graves: se podría matar,
quemar… Entonces se dice: “Los límites son los del orden público”. Eso
puede ser muy amplio, dependiendo de los gobiernos. Está, por ejemplo, todo lo
que no se opone al orden público: defectos inconfesables, como la homosexualidad
y el divorcio, que sin embargo están contra la vida de la familia, y contra el
orden natural y moral… Pero como eso no le molesta a nadie, tiene que ser
libre… Eso es lo que se piensa en las sociedades actuales. Se cree que eso no
perjudica al orden público, pero ¿cómo explicar que haya tantos crímenes, que
la criminalidad aumente estadísticamente cada año y que los criminales sean los
jóvenes, a veces de 17 o incluso de 15 años? Eso pasa porque la familia está
destruida. Esos jóvenes ya no tienen familia. Sus padres se han divorciado o se
han casado otra vez, y han abandonado a los hijos. Es el desorden total. Esos
hijos ya no tienen moral; han visto el mal en casa de sus padres y ya no tienen
noción de nada. Hay que entender que incluso para el orden público hace falta
el orden moral. No se puede permitir que se diga que si ya no hay
libertad de hacer el bien y el mal, ya no hay libertad alguna. Nuestra libertad
no se extiende al mal. Dios nos castigará. Si la esencia de nuestra libertad
consistiera en hacer igualmente el bien y el mal, no podríamos ser castigados.
Dios nos castigará en la medida en que hayamos empleado para el mal la facultad
que nos ha dado. Nuestro mérito es poder escoger libremente entre los bienes.
Por ejemplo: los jóvenes que han elegido ser seminaristas y sacerdotes,
hubieran podido escoger el matrimonio o seguir siendo solteros o ejercer una
profesión. Al haber elegido entre los bienes, su acto es meritorio; para
eso tenían la libertad, y no para elegir “entre” el bien y el mal. Los falsos
principios se reducen así a la nada. Ellos dicen: “El hombre es libre”. Es su
gran principio, y de ahí proviene la libertad de religión: se puede elegir la
que se quiera. Ya no hay ni error ni verdad; se puede elegir uno u otro, e
incluso entre el vicio y la virtud. Las leyes son cada vez más laxistas y
permisivas, siempre en el sentido de esa famosa definición de la libertad, que
tenemos que atacar en su fundamento como hizo muy bien el Papa León XIII. Los
liberales se detienen en la facultad de elegir entre los medios que están a
nuestra disposición en la vida sin considerar el debido fin. El Papa, como buen
filósofo, dice: “Escoger entre los medios que conducen no sólo a lo que se
propone, sino también al debido fin”.
La libertad es la facultad de elegir entre los medios,
guardando el orden a un debido fin.
Nuestra elección tiene que estar determinada por el fin, y
más allá de nuestros fines particulares, Dios nos ha determinado el fin para
siempre. Es el fin último de nuestra vida, es decir, la gloria de Dios y la
salvación de nuestra alma. No podemos usar nuestra libertad para alejarnos de
este fin. Somos libres para un fin determinado y para los medios que nos
conducen a él. ¿Alguien quiere ir a Roma? Puede escoger entre los diversos
caminos que conducen a ella —que es el fin determinado—, pero si en pleno
trayecto uno se dice: “¿Y por qué no voy a cambiar de tren?” y se va hacia Amsterdam,
ya no tiene un fin determinado y debido. La moralidad de nuestros actos la
constituye el hecho de estar orientados hacia el fin último. Las leyes del
decálogo que se nos han dado son como carteles indicadores del camino que nos
llevan al fin. Por eso, la ley no está hecha para
limitar nuestra libertad sino para orientarla bien. Gracias a las leyes, se
puede elegir el buen camino, puesto que ellas indican que por él se llega al
fin. Eso es lo que niegan los liberales. Para ellos, si el fin está determinado
ya no somos libres. Hay que saber qué es lo que se pretende: o llegar a la
desgracia del castigo eterno, o llegar al gozo que Dios nos ha preparado si
usamos precisamente nuestra libertad según su voluntad que ha puesto en
nosotros y que ésta impresa en nuestra naturaleza. De ahí la importancia de
esta encíclica Libertas, que es quizás la única en que el Papa se ha
esforzado por llegar hasta el fondo en la definición de la libertad para descartar
todos los errores del liberalismo.
«Dirigirse a su propio fin y alcanzarlo
—dirá más adelante— es perfección verdadera de toda naturaleza, y el fin
supremo a que debe aspirar la libertad del hombre no es otro que Dios mismo».
Son cosas que la gente no quiere entender. Oye con gusto a
los que hablan a favor de la libertad, pero se indignan ante los que hablan de
limitar la libertad fijándole un fin. La libertad es una especie de espejismo.
Todas las campañas electorales se hacen en su nombre. No se quiere entender que
la libertad para hacer el mal lleva a la ruina de la sociedad. Se olvida por
qué nos ha dado Dios esta facultad que está vinculada con la inteligencia y la
voluntad. Como la razón tiene la capacidad de conocer y de comparar los medios
para conseguir un fin, puede hacer una elección y proponer a la voluntad que
obre de tal o cual manera, según los principios de la razón y de la fe.
La ley, ayuda valiosa a nuestra libertad
¿Qué es lo que nos tiene que ayudar hacer buen uso de
nuestra libertad? La ley. Leamos a León XIII: «En primer lugar fue necesaria la ley,
esto es, una norma de lo que había de hacerse y omitirse, la cual no puede
darse propiamente en los animales, que obran forzados por la necesidad, pues
todo lo hacen por instinto, ni de por sí mismos pueden obrar de otra manera».
Podemos decir que, en cierto modo, por comparación, en los animales
también hay una ley. Es el instinto, al que siguen ciegamente. No reflexionan,
sino que están guiados. La misma vegetación tiene sus leyes: la germinación, el
crecimiento de la planta, la floración, la reproducción… porque Dios ha creado
a las plantas con una finalidad determinada, lo mismo que a los animales. Les
ha dado leyes que están impresas en su naturaleza y que siguen con perfección.
Una planta nunca se alejará de su ley, a menos que un acontecimiento natural se
lo impida, porque la semilla está hecha para germinar, y el germen nace y
crece. Dios, que ha creado a los hombres, les ha dado una inteligencia para que
puedan conocer la propia ley, que los dirige a su fin y con la gracia
sobrenatural los conduce a la bienaventuranza eterna. Conseguiremos esa
felicidad en la medida en que apliquemos nuestra inteligencia y voluntad a esta
ley. Es absolutamente increíble que los seres que tienen inteligencia, es
decir, conocimiento de la ley que los rige, con todo hagan el mal. Al
contrario, deberían apegarse a esta ley con mayor perfección que las plantas y
animales. Dios nos ha dado la inteligencia precisamente para que de buen grado
empleemos las energías que ha puesto en nosotros y podamos llegar al fin que
nos ha determinado, y ¿nosotros nos negamos a alcanzar este fin? A primera
vista, es inconcebible que el hombre peque. Por desgracia, a causa de su
constitución y de su conocimiento, que de hecho es limitado, imperfecto y
dividido, puede apegarse a bienes aparentes que le conducen a la muerte. El
pecado tiene por objeto un bien falso y desordenado que no se subordina al fin.
Orientar bien nuestra razón
Por ejemplo: la bebida es un bien en la
medida en que es necesaria para la salud. Pero si el que se emborracha, la
quiere de modo desordenado, se dirige al suicidio; ya no sigue la ley. Lo mismo
su-cede con todos los bienes a que nos apegamos de modo desordenado. Son
bienes, pero con medida; son buenos en la medida en que nos orientan al fin que
ha sido determinado por Dios. De ahí la necesidad que todos tienen de la ley,
que se resume en la de la caridad: amar a Dios y al prójimo. Si alguien, por
ejemplo, destruye su propia salud con el abuso de la bebida, perjudica a los
suyos y falta a la caridad con su familia.
¿Cuál es la definición de la ley? Así nos la da León XIII: «La razón prescribe a la voluntad a
dónde debe tender y de qué debe apartarse para que el hombre pueda alcanzar su
último fin, al que todo se ha de enderezar. Esta ordenación de la razón es
la ley». Es una señal en el camino que tenemos que seguir. Eso es
también lo que justifica la ley. Podemos distinguir entre leyes buenas y malas:
las que orientan bien nuestra razón y las que la orientan mal. Una ley mala no
es ley, porque ya no es una ordinatio rationis: ordenación de la razón, pues
va contra la razón; se le tiene que desobedecer: «Por
todo lo cual, la razón por la que la ley es necesaria al hombre ha de buscarse
primera y radicalmente en el mismo libre albedrío, esto es, en que nuestras
voluntades no discrepen de la recta razón. Y nada puede decirse ni pensarse más
perverso y absurdo que la afirmación de que el hombre, porque naturalmente es
libre, se halla exento de dicha ley; si así fuera, que para la libertad es
necesario no ajustarse a la razón, cuando la verdad es todo lo contrario, esto
es, que el hombre, precisamente porque es libre, ha de sujetarse a la ley, la
cual así queda constituida como guía del hombre en el obrar, moviéndole a obrar
bien con el aliciente del premio, y alejándole del pecado con el terror del
castigo».
Ley eterna, ley natural y ley humana
En resumen: en esta primera parte de la encíclica, el Papa
trata de explicar la razón de ser de la ley con relación a la libertad. Así
aparece la distinción entre la ley eterna, la ley natural y la ley humana. La ley
natural es la que: «…está inscrita y grabada en la mente de
cada uno de los hombres, por ser la misma razón humana mandando obrar bien y
vedando pecar».
La ley humana no es más que la aplicación de esta ley
natural por la autoridad. El Papa añade: «Este género de decretos no tienen su
principio en la sociedad humana, porque ésta, así como no engendró a la
naturaleza humana, tampoco crea el bien que le es conveniente, ni el mal que se
le opone: sino más bien son anteriores a la misma sociedad, y proceden
enteramente de la ley eterna». La ley natural depende íntimamente de la ley eterna, la ley
que está en Dios, legislador supremo. «Síguese, pues, que la ley natural es
la misma ley eterna, ingénita en las criaturas racionales, inclinándolas a las
obras y fin debidos, como razón eterna que es de Dios, Creador y Gobernador del
mundo universo».
Necesidad de la ley humana
Estas consideraciones son muy importantes, porque aquí es
donde se funda la necesidad de nuestra obediencia a la ley. La ley no es
arbitraria; tiene que corresponder siempre a la ley superior, y Ordenación de la razón por parte del legislador divino o
humano. La
misma ley eterna no es el decreto de la voluntad arbitraria e indescriptible,
sino la orden de la divina sabiduría. La ley natural no es arbitraria, pues
corresponde al bien de nuestra naturaleza, y la ley humana tampoco, puesto que
se tiene que conformar con la ley natural.
por consiguiente, a la ley eterna. Las
leyes humanas —leyes eclesiásticas, como la de la autoridad civil de la
sociedad— tienen que estar en relación con la ley del creador, que ha hecho la
misma naturaleza. Eso es lo que tiene que guiar nuestra obediencia: «Lo que en los primeros hace la razón y
ley natural, eso mismo hace en la sociedad la ley humana, promulgada para el bien común de los
ciudadanos…». En cuanto a las prescripciones del poder civil: «...no dimanan del derecho natural
inmediata y próximamente, sino remota e indirectamente, de-limitando las cosas variables, a las cuales no proveyó la
naturaleza sino de un modo general y vago. Por ejemplo, manda la naturaleza que
los ciudadanos cooperen a la tranquilidad y prosperidad del Estado; pero hasta
qué punto, de qué modo y en qué casos, no es el derecho natural, sino la sabiduría
humana quien lo determina». Hay, pues, una gran latitud que tiene
que precisar la autoridad. De ahí la necesidad del código civil y, en la
Iglesia, del derecho canónico, que tienen que tener siempre relación con la ley
funda-mental, que es a la vez la ley natural y la ley eterna. La ley humana no
puede, en ningún caso, prescribir cosas contrarias a la ley eterna. «Por
donde se ve que la libertad (…) si ha de tener nombre verdadero de libertad en
la sociedad misma, no ha de consistir en hacer lo que a cada uno se le antoje,
de donde resultarían grandísima confusión y turbulencias, opresoras, al cabo,
de la sociedad, sino en que por medio
de las leyes civiles pueda cada uno fácilmente vivir según los mandamientos de
la ley eterna».
No olvidéis esta maravillosa definición de la libertad moral
en la sociedad: es lo que se llama libertad civil, y ved la relación necesaria
entre la ley humana (civil) y la ley eterna. «La libertad, en los que gobiernan, no
está en que puedan mandar sin razón y a capricho, cosa no menos perversa que
dañosa en sumo grado a la sociedad, sino que toda la fuerza de las leyes humanas
está en que se hallen modeladas según la eterna». Eso es lo que constituye la fuerza de las leyes civiles. «De modo que si por cualquier autoridad
se estableciera algo que se aparte de la recta razón y sea pernicioso a la
sociedad, ninguna fuerza de ley tendría». ¡Ni siquiera sería una ley!
Las leyes malas
Pensemos en las leyes actuales del divorcio y aborto, y en
las destructoras del matrimonio y la familia. No pueden obligar y se les puede
desobedecer. Lo mismo sucede para las leyes eclesiásticas: si nos mandan cosas
contrarias al bien de la Iglesia y a la salvación de las almas, ya no son leyes
y no podemos someternos a ellas. Es el caso de las re-formas actuales: sus
consecuencias son nefastas. Era de prever, pues eran contrarias a la tradición
y a todo lo que se había hecho antes en la Iglesia. ¿Tenemos que creer que
nuestros predecesores se han equivocado durante veinte siglos? Eso es
imposible. Sus leyes santificaron a las almas. ¿Cómo puede ser que se hagan
otras nuevas que les son opuestas? Un ejemplo es que antes no se aceptaba un
matrimonio entre católico y protestante sin que los es-posos hubiesen firmado
un escrito en el que se comprometían a que los hijos serían bautizados educados
en la religión católica. Ahora ya no lo exigen. Esto es inconcebible y
contrario a la fe. La salvación de los hijos depende de ello. Es imposible que
la Iglesia pueda prescribir semejantes leyes con un espíritu supuestamente
ecuménico, porque no se puede menoscabar la fe católica para agra-dar a los
protestantes. Eso significa que en la Iglesia ha habido malos legisladores que
han causado un daño considerable. ¿Y cómo se ha podido dar el imprimatur
a los nuevos catecismos? Ha sido también por causa de leyes malas. A los
niños no se les puede dar una mala enseñanza como la que contienen los manuales
modernistas, que desnaturalizan la verdadera religión, poniendo en duda la
virginidad de la Santísima Virgen y no hablando ya del pecado original. ¿Cómo
podríamos someternos a leyes y obligaciones tan contrarias al fin de la
sociedad, de la Iglesia y de las almas? Sigamos
la lectura de la encíclica: «De modo que si por cualquier autoridad [el
Papa no dice: “por parte de la autoridad de la sociedad civil”, sino de
cualquier autoridad] se estableciera algo que se aparte de la recta razón y sea
pernicioso a la sociedad [con mayor razón al interés de las almas], ninguna
fuerza de ley tendría, puesto que no sería norma de justicia y apartaría a los
hombres del bien al que está ordenada la sociedad». La Iglesia ha sido instituida para la
salvación de las almas. Esa es la primera ley, y cualquiera que sea contraria a
ésta, no vale nada.
La verdadera libertad postula una ley
«De todo lo dicho resulta que la
naturaleza de la libertad, de cualquier modo que se la mire, ya en los
particulares, ya en la comunidad, y no menos en los gobernantes que en los
súbditos, incluye la necesidad de someterse a una razón suma y eterna, que no
es otra sino la autoridad de Dios que manda y que veda; y está tan lejos este
justísimo señorío de Dios en los hombres de quitar o mermar siquiera la
libertad, que, antes bien, la defiende y perfecciona; por cuanto el dirigirse a
su propio fin y alcanzarlo es perfección verdadera de toda naturaleza
[insisto: tenemos libertad para elegir entre varios medios respetando el orden
a un fin debido], y el fin supremo a que debe aspirar la libertad del hombre no
es otro que Dios mismo».
No podemos hacer nada que nos aleje de Dios, pues en ese
caso no usaríamos la libertad, sino que nos entregaríamos al libertinaje.
Hay que ver claramente la diferencia: el libertinaje se extiende a
cualquier cosa y es hacer lo que se quiere, mientras que la libertad es la facultad
de moverse en el bien. Esto es lo que la Iglesia ha enseñado siempre:«Aleccionada la Iglesia por las
palabras y ejemplos de su divino Autor, ha afirmado y propagado siempre estos
preceptos de la más alta y verdadera doctrina, tan manifiestos a todos aun por
la sola luz de la razón, sin cesar jamás de ajustar a ellos su ministerio y de
imprimirlos en el pueblo cristiano».
La nueva ley del Evangelio
León XIII no deja de añadir unas palabras sobre la
superioridad de la nueva ley promulgada por Nuestro Señor en el Evangelio:
«En lo tocante a la moral, la ley
evangélica no sólo supera con gran exceso a toda la sabiduría de los paganos, sino
que abiertamente llama al hombre y le forma para una santidad inaudita en lo antiguo,
y acercándole más a Dios, lo pone en posesión de una libertad más perfecta».
Aquí el Papa escoge un hermoso ejemplo de auténtica
liberación, fruto de la ley evangélica: la abolición progresiva de la
esclavitud, no con una revolución violenta sino con la verdadera fraternidad de
los hombres en Jesucristo:
«También se ha manifestado siempre la
grandísima fuerza de la Iglesia en guardar y defender la libertad civil y
política de los pueblos: materia en la que no hay para qué enumerar los méritos
de la Iglesia. Basta recordar, como trabajo y beneficio principalmente suyo, la
abolición de la esclavitud, vergüenza antigua de todos los pueblos del
gentilismo».
Se ha querido hacer creer que la esclavitud no fue suprimida
por la Iglesia sino hasta el siglo XVIII gracias a los principios
revolucionarios del liberalismo. La verdad es que la Iglesia no pudo enseguida,
desde la época de Constantino, cambiar la organización de una sociedad que, por
desgracia, tenía sus costumbres, sino que
poco a poco, con su influencia, liberó a los hombres de esos vínculos
inhumanos. Por ejemplo: en África la
costumbre es comprar y vender a las mujeres. Cuando uno llega por primera vez a
esos países, es algo que provoca indignación: “¡Es una vergüenza!” Pero no es
tan fácil hacer que las cosas cambien. Los obispos de Camerún intentaron actuar
contra ese tráfico increíble, logrando que los cristianos, y sobre todo los
catequistas, diesen el ejemplo, es decir, que se casaran o casaran a sus hijos
sin pagar dinero por la esposa. ¿Qué pasó entonces? Las mujeres estaban tan
acostumbradas a que se pagase por ellas, y tenían tal sentimiento de que cuanto
más se pagaba más valían y más se las estimaba, que pensaban que si su esposo
no había pagado nada para obtenerlas, no había un verdadero vínculo entre
ambos, y que como no se las tenía en consideración, a la primera discusión
podían irse a su casa. Resultado: los matrimonios no duraban. Hubo un intento
de obrar bien, pero se volvió contra el mismo matrimonio. Entonces hubo
discusiones que no terminaban nunca… De hecho, sólo la conversión puede cambiar
las mentalidades. Hay que saber no ir demasiado rápido; se necesitan varios
siglos de cristianismo. Así que si nos preguntamos por qué la Iglesia no
suprimió la esclavitud desde Constantino, hay que darse cuenta de que los
esclavos, privados de pronto de su dueño, que les daba esposa, alimen-, techo,
vestido, etc., se hubiesen perdido totalmente. ¿Adónde hubieran ido? Muchos
habrían vuelto a la casa de su dueño. Por supuesto, trabajaban, no podían ir
por donde querían, ni disponer de sí mismos. Estaban apegados —siervos— totalmente
a la casa. Pero para cambiar eso tenía que hacerse poco a poco; preparar las
mentalidades y dar la libertad a los esclavos sólo cuando pudiesen utilizarla
legítimamente para su bien. Volviendo sobre las leyes buenas y malas, el Papa
explica que:
«Es, además, obligación muy verdadera
la de prestar reverencia a la autoridad y obedecer con sumisión a las leyes
justas (…) pero cuando falta el derecho de mandar, o se manda algo contra la
razón, contra la ley eterna, o los mandamientos divinos, entonces, desobedecer
a los hombres por obedecer a Dios se convierte en un deber. Cerrado así el paso
a la tiranía, el Estado no lo absorberá todo, y quedarán a salvo los derechos
de los individuos, los de la familia, los de todos los miembros de la sociedad,
usando así todos de la libertad verdadera, que está, como hemos demostrado, en
que cada uno pueda vivir según las leyes y la recta razón». Después de haber mostrado claramente la relación de las
leyes con la libertad, León XIII puede comprobar que:«Si quienes a
cada paso disputan sobre la libertad la entendieran honesta y legítima, como
acabamos de describirla, nadie osaría acusar a la Iglesia de lo que con tanta
injusticia propalan, esto es, de ser enemiga de la libertad».
CONTINUA...
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