CAPÍTULO 6
Liberalismo y
catolicismo.
Ahora
examinemos el segundo grupo de documentos pontificios que definen qué es el
liberalismo en relación con la doctrina de la Iglesia sobre la libertad,
doctrina que por ese mismo hecho, condena toda especie de liberalismo. Hay
un librito que mandé reimprimir, que es muy bueno para entender qué es el
liberalismo. Se trata del Liberalismo y catolicismo, una excelente
recopilación de conferencias que dio el Padre Roussel entre 1920 y 1926. Son
sencillas y tratan este tema de un modo muy detallado, porque el liberalismo es
una palabra que engloba a todo el mundo, desde los masones y filósofos del
siglo XVIII, hasta los católicos liberales que fueron condenados por Pío IX y
todos los Papas. Hay toda una gama —como veremos al estudiar la encíclica Libertas,
también del Papa León XIII—, que es fundamental, pues muestra bien los
diferentes grados y escalas del liberalismo. El
objeto de nuestras reflexiones no va a ser el liberalismo tal como lo profesan
sus propagadores: masones y protestantes, porque esto ya lo hemos visto
claramente al examinar las encíclicas sobre la Masonería. Los
que tenemos que conocer mejor ahora son los católicos liberales, extendidos por
todas partes, porque son portadores de una enfermedad más difícil de
diagnosticar. Estamos infectados por las ideas liberales, por esa necesidad que
sienten muchos obispos, sacerdotes y fieles; católicos que, a menudo por
motivos de caridad, apostolado o acercamiento, desearían volver a tomar
contacto con los verdaderos liberales y con los verdaderos enemigos de la
Iglesia, en lugar de oponerles la verdad.
Claro
que hay que dialogar con las personas que queremos convertir, pero ese no es el
objetivo de los liberales llamados “católicos”. Esos hacen lo que se describe
en algunos artículos que pueden consultarse en el Diccionario de Teología
Católica, tomo IX, El liberalismo católico. Ahí hay un artículo muy
bien hecho (columna 509) y que es muy interesante. Hay un párrafo que muestra
cómo se define este liberalismo: «Los
liberales católicos no han dejado de contestar que tienen la misma voluntad de
ortodoxia que la de los más intransigentes, y que su única preocupación son los
intereses de la Iglesia. La conciliación que buscan no es teórica ni abstracta,
sino práctica…» Y
así hacen una distinción falsa entre lo que llaman tesis de hipótesis: «No se trata de una conciliación de derecho, sino de
hecho. Si sus adversarios los condenan es porque consideran la “tesis”, siendo
que ellos siempre se sitúan en la “hipótesis” (es decir, en los hechos). Parten
de un principio práctico y de un hecho que para ellos es innegable. Este
principio es que la Iglesia no puede ser escuchada en el medio concreto en el
que tiene que cumplir su misión divina sin ponerse en armonía con él». El
argumento es sutil: « La Iglesia no puede
ser escuchada en el medio en que está sin ponerse en armonía con él». ¿Hasta
qué punto? Si se trata de adoptar los errores del medio, ¿a qué viene la
Iglesia? Eso ya no es apostolado. “La teoría —dicen— es una cosa. Estamos de
acuerdo en cuanto a la teoría: la verdad no puede aceptar el error, ni se puede
concertar la luz con las tinieblas. Sobre esto estamos de acuerdo. Pero dejemos
eso de lado; ahora hablemos de la práctica y del apostolado. ¿Qué hay que
hacer? Hay que ponerse en armonía con esa gente, es decir: adoptar su modo de
pensar, comprenderlos…” Y así se empieza a mezclar el error con la verdad.
El
catolicismo liberal traiciona a su religión
Los
liberales no tienen espíritu escolástico. Santo Tomás nos enseña que hay
principios que se deben poner en práctica, de modo que toda práctica —como
decía el Padre Berto— se reduce a buenos principios tomistas. Los principios,
por supuesto, tienen que guiar nuestra acción por medio de la virtud de la
prudencia, que nos enseña cómo hay que proceder para ponerlos en práctica. Pero
no se puede decir: “Los principios son
algo distinto; no hay que ocuparse de ellos estando en la realidad”. Ese
exactamente es el caso del liberal, que en su casa y en su familia es católico:
en su casa se reza por la mañana y por la tarde en familia, y el domingo se va
a misa y respeta al párroco. Pero cuando sale de casa, en su profesión, en la
política, en la vida pública y en todos los contextos sociales, lo vemos con
los socialistas y quizás pronto con los comunistas, y es favorable a todo lo
que difunden los enemigos de la Iglesia; y ahí ya no es católico. Da su voto a
cualquier candidato y a cualquier partido, y favorece el divorcio; pero en su
familia: “En casa —como dice él— todos somos católicos fervorosos”. Y fuera de
casa, ¡se acabó! Desde que sale de casa, se pasa prácticamente al enemigo. Es
una especie de contradicción continua, porque dice: “No, eso es otra cosa. Eso
es un terreno político, que no le concierne al católico. Es otro punto de
vista. Yo me sitúo en el punto de vista general. Hay que saber comprender a los
demás, hay que trabajar con ellos”. Quizás
lo dice también por ambición, porque quiere llegar a ser diputado o alcalde, y
en ese caso se acaba todo. Tiene una actitud totalmente diferente y otro modo
de ver las cosas. Es horroroso, porque realmente es una traición a la religión. En
este libro, Liberalismo y catolicismo, del Padre Roussel, hay también
varias páginas de bibliografía muy interesantes. Por desgracia, esos libros
casi no se encuentran más que en librerías de segunda mano o cuando se vende
alguna biblioteca.
Vaticano
II: el triunfo del liberalismo
La
Iglesia muerte del liberalismo, de que está impregnada desde que hizo estragos
en el Concilio. La división entre los cardenales salió a relucir claramente
cuando yo era miembro de la Comisión Central Preparatoria del Concilio.
Formaban parte de ella setenta cardenales, con unos veinte arzobispos y
obispos, y cuatro superiores de grandes órdenes religiosas. Esta Comisión Central
estaba presidida por el Papa Juan XXIII, que la visitaba con frecuencia. Todos
los documentos estaban centralizados. Pues bien: muy rápido apareció la
división entre los cardenales. Estaban los liberales y los conservadores, es
decir, los cardenales tradicionalistas. Era una división en el interior de la
Iglesia. Nunca se había visto cosa semejante, y esta división existe desde que
el liberalismo católico nació gracias a la Revolución Francesa. Hay gente que
ha querido ponerse de acuerdo con la Revolución para no oponerse a ella.
Los
Papas, por su parte, condenaron la Revolución y todos sus principios malos.
Católicos como Lamennais o Montalembert y otros, y lo mismo en todos los
países, dijeron: “No, no hay que com-batir siempre; hay que llegar a un
acuerdo”. Quisieron hacer un compromiso entre los principios de la Revolución y
el catolicismo. En el fondo, quisieron “casar” a la Iglesia con la Revolución,
y de ahí viene la división que apareció en la Iglesia entre los que seguían
oponiéndose a esos principios y los que querían que hubiese una adaptación. Hay
otro libro: El Posconcilio liberal, de Prelot, que reconstituye la
historia del liberalismo. Tiene un párrafo significativo: «Finalmente,
el liberalismo ha triunfado en el Concilio Vaticano II, después de un siglo y
medio de lucha y condenaciones [dice bien: condenaciones de parte de Roma].
Después de una lucha continua, le llegó al liberalismo el momento de triunfar:
fue el Concilio Vaticano II». En
cierto modo, ese es un testimonio claro y nítido. Los que hacen esa constancia
son seglares, como Henry Fesquet en Le Monde. Lo han dicho o escrito
todos los grandes liberales: «¡Ya
está! En el Concilio Vaticano II han triunfado nuestras tesis».
¿Por
qué pudo triunfar el liberalismo en el Concilio? Porque era un concilio
“pastoral”. Si hubiese sido un concilio dogmático, el Espíritu Santo hubiese
impedido que el liberalismo hiciese estragos; pero era un concilio pastoral,
que no tenía que definir verdades. El Papa Juan XXIII y el Papa Pablo VI
lo dijeron y repitieron: “No es un concilio dogmático sino pastoral”. Es el
único caso en la historia de la Iglesia de un concilio “pastoral”. La Iglesia
siempre se reunía para definir o profundizar algunas verdades contra los errores
que se esparcían en el mundo. Lo que sí hubiera podido y tenido que condenar,
por ejemplo, era el comunismo. Si en el momento del Vaticano II había un error
grave que empezaba a dominar al mundo, era desde luego el comunismo. Habría
sido necesario estudiarlo a fondo y la Iglesia en Concilio tendría que haberlo
condenado, y quizás también el socialismo. Se tendrían que haber estudiado a
fondo estos errores; hacer tesis y descripciones completas, y luego pronunciar
condenaciones. Entonces el Concilio habría sido extraordinariamente útil, pero
fue sólo un Concilio “pastoral” sin una finalidad concreta. Se quiso dirigir
una especie de mensaje al mundo entero, y lo que ocurrió fue que las
influencias liberales fueron decisivas y los liberales do-minaron el Concilio.
Poco a poco hicieron callar, uno tras otro, a los cardenales conservadores. Se
sentía claramente que la corriente estaba a favor de los liberales, y que el
Papa Pablo VI los apoyaba contra los que querían mantener la tradición y la fe.
Es muy importante conocer el liberalismo y ver la influencia que ha ejercido
ahora que vemos sus consecuencias desastrosas. Por no haber pretendido dar,
aparentemente, objetivos precisos a este Concilio, se llegó a querer “casar” al
error con la verdad, y a engendrar una confusión total. Esa confusión hace que
la gente ya no sabe qué tiene que creer o no, ni dónde está la virtud, el
vicio, la verdad, el error, etc. Los
nuevos catecismos ya no definen la verdad, y en lo que se refiere a la moral,
¿cuál es la que se enseña, por ejemplo, sobre el matrimonio? Ya no queda nada;
es un desorden total. Hay
otros libros cuya lectura es muy útil para conocer el liberalismo. Por ejemplo,
el libro del diputado Emilio Keller, titulado El Syllabus, Pío IX y los
principios de 1789. Otra
fuente de información es el tratado sobre la Iglesia del cardenal Billot, en el
segundo tomo de su obra De Ecclesia, “Relaciones de la Iglesia con la
sociedad civil”. El autor ha consagrado unas cuarenta páginas al error del
liberalismo, en las que, por ejemplo, se lee:
«El
liberalismo como error en materia de fe y de religión es una doctrina más o
menos variada que tiende a emancipar al hombre de Dios, de su ley y de su
revelación, y por consiguiente, destruye toda dependencia de la sociedad civil
con relación a la sociedad religiosa, es decir, a la Iglesia, que es la
guardiana de la ley divinamente revelada, que interpreta y enseña».
El
cardenal Billot explica muy bien el liberalismo, al que define como una
incoherencia. ¿Por qué? Porque por una parte el liberal católico afirma su fe
católica, y por otra, en la práctica, se com-porta de modo distinto a su fe.
Está en un continuo estado de contradicción. Es algo llamativo.
Pablo
VI: un Papa liberal
Ese
era el caso de Pablo VI que, con seguridad, era un Papa liberal. Cuántas veces
se ha dicho de él: “Es un hombre de dos caras”. Los que se le acercaban
quedaban impresionados. Pablo VI tenía unas veces cara de católico, y otras de
muy modernista, muy favorable a los diálogos con las demás religiones y el
falso ecumenismo, siempre esa doble cara y actitud para destruir a la Iglesia.
Esa especie de dialéctica continua y de lucha interior entre el catolicismo y
los principios falsos de la Masonería y de la Revolución. Los principios del
racionalismo y del naturalismo, contrario a lo sobre-natural —y en definitiva,
contra Nuestro Señor— han sometido a la Iglesia a una especie de martilleo
continuo, la Iglesia destruyéndose a sí misma. Otro ejemplo de su doble actitud
que es que Pablo VI mismo denunció la “autodemolición” de la Iglesia, que él
mismo contribuyó particularmente a crear. No se puede vivir en esa situación de
contradicción permanente. Por ese motivo, Pablo VI, al final de su vida, fue un
hombre torturado. Estaba en una situación espantosa, pues por una parte veía la
destrucción que tenía lugar en la Iglesia según los principios que él mismo
había favorecido y puesto en obra, y eso le hacía sufrir; y por otra parte, se
sentía siempre inclinado a seguir en la misma dirección, la de los principios
que destruyen a la Iglesia: libertad de cultos, separación de la Iglesia y del
Estado, y acuerdo con los comunistas, con los masones y con todos sus enemigos;
cosa que no podía llevarla sino a su destrucción. Por una parte empujaba y por
otra tenía miedo, porque veía
claramente que él iba a ser el responsable. Era un hombre desgarrado. Algunas
veces se ha dicho que gritaba durante la noche. De
hecho, esta situación era fruto de su liberalismo. Los liberales, si se dan
cuenta de lo que hacen, no pueden tener la conciencia en paz; es una especie de
enfermedad de querer ponerse de acuerdo con los enemigos de la Iglesia: “¡Hay
que ponerse de acuerdo! ¡Hay que dejar de luchar y de oponerse!”. Esto no sólo
es algo utópico sino que es contrario al camino que Dios nos ha señala-do.
Una
lucha espiritual
Dios
mismo es quien decretó que habría una lucha cuando le dijo a Satanás: «Pondré
una enemistad entre ti y la mujer, y entre tu descendencia y la suya», es
decir, la Santísima Virgen y Nuestro Señor. «Tu descendencia»: eso significa,
en particular, la Masonería y las sectas; y de un modo general, todos los que
dependen de Satanás. Entre él, y la Virgen y su descendencia —es decir, Nuestro
Señor y su Cuerpo místico— iba a haber una enemistad y lucha continua. Por eso
San Agustín escribió que las dos ciudades se han opuesto desde el principio de
la humanidad. Hay una lucha, y Nuestro Señor ha venido a luchar. Triunfó por su
cruz, que fue su acto más espléndido. Reinó por su cruz. La
lucha sigue. Por eso nosotros los católicos no podemos decir de repente: “¡La
lucha ya ha ter-minado! ¡Hace falta la paz! ¡La paz a cualquier precio! ¡Paz
con nuestros enemigos! ¡Pongámonos de acuerdo con ellos! ¡Ahora ya no hay
lucha!”. Eso no puede ser, porque sería lo mismo que decir que el demonio ya no
existe y que nadie está bajo su influencia… El
liberal está completamente obsesionado por la búsqueda de la unión y ya no
quiere combatir el mal. De ese modo, lo que sucede es que el liberal destruye
las fuerzas de resistencia de la Iglesia. Busca un compromiso, como hizo el
periódico L’Avenir de Lamennais, que decía:
«Muchos
católicos de Francia aman la libertad [¡eso se podría decir de todos los
países!]. Los verdaderos liberales tienen que ponerse de acuerdo con ellos para
reclamar “la libertad total y absoluta de opinión, doctrina, conciencia y
culto” y todas las libertades civiles (…) sin privilegios ni restricciones… Por
otra parte, los católicos tienen que comprender que la religión “sólo necesita
una cosa: la libertad”.
¡Qué
confusión! El mismo se adelantó a lo que pedían los enemigos de la Iglesia,
como ha dicho muy bien el Padre Roussel en la introducción a la recopilación de
sus conferencias: el liberal es al-guien que confunde todas las nociones, y sus
palabras son fácilmente ambiguas si no se definen bien, como es el caso,
particularmente, de la palabra “libertad”.
El
equívoco de la libertad de conciencia
«El
católico —dice el Padre Roussel— afirma y sostiene dos principios: la realidad
del libre albedrío del hombre contra los deterministas, y su necesaria dependencia
de Dios, sus leyes y las autoridades que de El proceden. El hombre, al mismo
tiempo, es libre psicológicamente, puesto que posee un alma espiritual, exenta
del determinismo de la materia; y está obligado o necesitado moralmente, puesto
que depende de Dios y de sus leyes (…) Pero el liberal, al contrario, empieza
confundiendo estas nociones y gracias a los equívocos que pueden así ocurrir,
no deja de erigir como derechos absolutos sus propios derechos, voluntades y
caprichos. Con un ejemplo entenderemos mejor esta oposición radical. El
liberal, como católico, preconiza la libertad de conciencia».
Démonos
cuenta de la ambigüedad. ¿Qué quiere decir para un católico: “Pido la libertad
de con-ciencia”? Eso se puede entender de dos modos diferentes. Si no se define
ni se dice nada, el católico dirá: “Sí, estoy de acuerdo con vosotros, yo
también pido la libertad de conciencia, por supuesto”. Y así va en el sentido
del otro, que por su parte, no cambia el suyo. Por
eso el Padre Roussel explica el significado que el verdadero católico le da a
la libertad de conciencia:«El católico entiende así la plena facultad que todo
individuo tiene de conocer, amar y servir a Dios sin trabas; el derecho de
practicar su religión, la católica, y lograr que las leyes de su país la
protejan y apoyen; y el derecho de que la Iglesia cumpla su misión en el mundo:
ut
destructis adversitatibus universis, Ecclesia tua secura tibi serviat libertate ».
Es
una oración litúrgica, en que pedimos que después de haber sido destruidos los
errores del mundo entero y todo lo que se opone a ella, la Iglesia pueda servir
a Dios en una libertad segura. Luego nuestro autor explica el sentido que le da
el liberal a la libertad de conciencia:
«El
liberal, por su parte, quiere afirmar con esto la plena independencia del
individuo en el orden religioso, la libertad de creer lo que se quiera o
incluso de no creer para nada; el derecho al error y a la apostasía, y el poder
exigir además que las leyes del país tengan en cuenta su escepticismo e
incredulidad».
Así
es como el liberal entiende la libertad de conciencia: que el país acepte todo,
incluso el ateísmo, y que se les dé a todos los errores el derecho de
difundirse. El
auténtico católico, en cambio, no puede entenderlo de esta manera. Para él la
libertad de con-ciencia es que el hombre sea libre de seguir, según la
conciencia de su deber, lo que Dios quiere en los preceptos de la religión.
Dios nos ha dado una religión por medio de Nuestro Señor Jesucristo, que ha
fundado la Iglesia y La Religión. No puede haber un montón de religiones, sino
sólo La verdadera fundada por Dios. Por eso, el verdadero católico pide la libertad
para su conciencia y poder así obedecer a las órdenes de Dios. Mientras
que, por su parte, el liberal dice: “¡Nada de órdenes ni de coacción! Todo el
mundo tiene que tener libertad de hacer lo que quiera…” Quiere la libertad no
sólo desde el punto religioso y de la fe, sino también, por supuesto, del
pensamiento y de la moral... libertad total. Así es como el liberal entiende la
libertad de conciencia. Por eso hay que tener mucho cuidado cuando se emplean
esas palabras. Hay que definirlas bien, porque se corre el riesgo de trabajar
para nuestros enemigos y de caer en la trampa que nos ponen. No nos dejemos
arrastrar por la imprudencia de decir, con un im-pulso de generosidad mal
entendida: “Sí, todos estamos de acuerdo y todos queremos la libertad de
conciencia, los derechos del hombre, etc.” Eso sería caer en una confusión
total.
El
Padre Roussel lo precisa con mucha claridad:
«Cuando la Iglesia reclama la libertad de conciencia o,
por mejor decir, de las conciencias, no se puede dudar que, bajo la identidad
de fórmula, se esconde un malentendido radical. Se emplean las mismas palabras
pero se entienden en sentidos totalmente opuestos».
Aceptar
el equívoco es algo enteramente característico del liberalismo católico.
“¡Dios:
déjanos!”
José
de Maistre ha descrito también a los que pretenden arrojar a Dios en nombre de
la libertad. En los Ensayos sobre los principios generadores de las
constituciones políticas, dice:
«Principalmente en Francia, la rabia filosófica no
tiene límites y pronto, al formarse con tantas formas reunidas una sola
terrible, en medio de Europa culpable se la ha oído gritarle a Dios: “¡Déjanos!
Habrá que temblar eternamente ante los que dirigen, y recibir de ellos la
instrucción que nos quieran dar. En toda Europa la verdad se esconde tras el
humo del incensario. ¡Ya es hora de que salga de esa nube fatal! Nos desagrada
todo lo que existe, porque tu Nombre está escrito en todo lo que existe.
Queremos destruirlo todo y volverlo a hacer sin Ti. ¡Sal de nuestros consejos,
de nuestras academias y de nuestras casas! Nos basta la razón. ¡Déjanos!”».
De
Maistre ha definido muy bien al liberalismo. Realmente es eso: “¡Dios: déjanos!». Nos quedamos
asombrados al ver la ignorancia de obispos, sacerdotes y muchos católicos que
no quieren admitir esa lucha o combate continuo que existe, y que tiene que
existir y seguir existiendo. Dios lo ha querido así. El no quiere el mal, pero
lo permite para un bien mayor.
Volviendo sobre todo lo que
acabo de decir, y es algo importante, voy a consagrar el siguiente capítulo a
desarrollar y precisar los errores mencionados y los argumentos necesarios para
que los verdaderos católicos puedan fortalecer su fe, y no ceder nunca a la
seducción de las ideas falsas de los católicos liberales.
CONTINUA...
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