CAPITULO XVII:
NO ESTA LEJOS DE CADA UNO DE NOSOTROS
Nuestro Señor, que es Dios, es para nosotros el camino
que nos conduce al Cielo. Por el mismo hecho de ser el Verbo Encarnado, es
omnipresente, como Dios y como Verbo 69. Está presente en todas
partes, como Dios y como Verbo. Al mismo tiempo es el Creador y, por
consiguiente, El nos mantiene en la existencia.¿Cuál es la diferencia entre los que no creen y los
que creen, entre los demonios y nosotros, que somos criaturas bautizadas? La
diferencia no es tan sólo una lejanía de Nuestro Señor Jesucristo, una cierta
lejanía física: Dios está evidentemente lejos de los demonios, que lo rechazan,
y sin embargo eso no es lisa y llanamente cierto. Nuestro Señor Jesucristo no
está lejos de los demonios pues, al ser el Verbo es el Creador y, como tal, ha
creado a los demonios y los mantiene en la existencia.
Es lo que dice san Pablo hablando a los paganos
griegos en el Areópago: «Quamvis nos longe sit ab unoquoque nostrum»: «Aunque
no está lejos de cada uno de nosotros» (Act. 17, 27). Y añade: «In ipso Verbum
supernum prodiens, nec Patris linquens dexteram, ad opus suum exiens, venit ad
vesperam», nos hace cantar el himno de Laudes del día de Corpus: «El Verbo
que viene de lo alto, sin dejar la diestra del Padre, saliendo para cumplir su
obra, vino en la tarde de la vida».Con una diferencia, evidentemente: «Desde luego -dice
san Agustín-, la criatura en la que se manifestó el Espíritu Santo no fue
asumida como esta carne y esta humanidad en el seno de la Virgen María» (De
Trinitate, Lib. II, cap. 6, nº 11). enim vivimus, et movemur et sumus»: «Porque
en El vivimos y nos movemos y existimos» (Act. 17, 28).
Hay dos maneras de estar cerca. Nuestro Señor puede
estar cerca como Creador y puede estar cerca por el amor, por la caridad y por
la unión de las almas. En este caso, es evidente que está lejos de los demonios.
En definitiva, nos cuesta mucho (en la medida en que podemos hacerlo) pensar en
lo que será nuestra vida espiritual después de la muerte, y las relaciones
entre Dios y nosotros, y entre todos los espíritus y nosotros. Y sin embargo es
lo más importante para nosotros y lo más real que puede haber. El espíritu es
mucho más real que el cuerpo, puesto que la materia proviene del espíritu y,
por consiguiente, el espíritu es infinitamente más verdadero y más real. Así
que Dios está presente aquí. Nuestro Señor está en medio de nosotros. No sólo
nos escucha sino que nos da la palabra para hablar y nos da los ojos para ver y
los oídos para escuchar. Si Nuestro Señor no estuviese presente, si el Verbo,
Dios, el Creador en quien todo subsiste, no estuviese aquí, no seríamos nada,
volveríamos inmediatamente a la nada. Si Nuestro Señor está aquí, presente,
¿cuál es la diferencia que hay entre nosotros, y los que no creen y los
demonios, ya que está en todas partes?Es que, en cierto modo, la
mirada de Nuestro Señor y la nuestra se cruzan.
Recordemos la vida de Nuestro Señor en Palestina, el
encuentro con los pecadores, los enfermos y los apóstoles; recordemos lo que
Nuestro Señor le dijo a Natanael: «Cuando estabas debajo de la higuera, te
vi» (S. Juan 1, 48). ¿Pero cómo? ¿Me viste? ¿Nuestro Señor estaba escondido?
Nuestro Señor está aquí, con nosotros. Cruza nuestra mirada y nos pregunta. ¿Os
interesáis por mí? ¿Me amáis o no me amáis? ¿Queréis seguirme o no queréis
seguirme? ¿Estáis conmigo o estáis contra mí? Su mirada lo dice todo. Acordaos
de la mirada que Nuestro Señor le dirigió a san Pedro cuando éste acababa de
negarlo por tres veces. El Evangelio dice que Nuestro Señor Jesucristo y san
Pedro se vieron y se encontraron. La mirada de Nuestro Señor dio con la de san
Pedro (S. Luc. 22, 62). Pensad en todo lo que hay en la mirada de Nuestro Señor.
Nuestro Señor no está lejos de nosotros. Está con nosotros, está en nosotros.
En definitiva, todo depende de la actitud que tengamos con Nuestro Señor. Por
supuesto, todo depende de la gracia de Dios, pero todo depende también de
nuestra disposición a recibir a Nuestro Señor en nosotros. ¿Estamos dispuestos
a recibirlo o hay una parte de nosotros mismos (un área reservada) en la que
quisiéramos que Nuestro Señor no entre y que no penetre su mirada? Estamos dispuestos a recibirlo hasta cierto punto: sí,
en nuestro espíritu: «Que Dios me ilumine, que Nuestro Señor me ilumine en mi
voluntad, que ayude a mi voluntad, sí». ¿Pero en mi corazón? Hay cosas que me
gustan y que yo sé que no le agradan a Nuestro Señor. Preferiría que no venga;
preferiría que mi corazón no sea iluminado por su mirada. Podría ver en mí
cosas que no puedo guardar, incompatibles con Nuestro Señor.
¡Qué diferentes pueden ser las disposiciones de las
almas con Nuestro Señor! Nuestro Señor quiere adentrarse en nosotros, quiere
amarnos a todos entera, totalmente y sin reticencias. De parte suya, no hay
límites. Su amor por nosotros es total, completo y perfecto. Pero nosotros tenemos
una tendencia a la restricción. «Natanael se acordaba de que había estado bajo
esa higuera en la que Cristo no estaba con su presencia corporal sino por su
ciencia espiritual» (San Agustín, De Verbis Domini, Sermón 40). Como
dice san Pablo: «Dilatamini cor vestrum»: «Ensanchad vuestro corazón»
(Cf. 2 Cor. 6, 13). No lo reduzcáis, no lo estrechéis, empequeñeciéndolo, de
modo que Nuestro Señor no pueda entrar. No, dilatad vuestros corazones y
abridlos a la luz de Nuestro Señor y a su amor. Todo el tiempo que Nuestro
Señor está aquí, llama a nuestra puerta, como dice san Juan en el Apocalipsis: «Ecce
sto ad ostium et pulso»: «Mira que estoy a la puerta y llamo» (Apoc. 3,
20), llama a la puerta de nuestros corazones para pedir que se lo reciba, pero
¿se lo recibe? Esto no son imaginaciones, ni poesía, ni literatura, es la
verdad. Es un hecho; mirad ¿quiénes han sido, las almas privilegiadas que han
recibido realmente las gracias extraordinarias de Nuestro Señor, de Dios? Son
las almas más sencillas e incluso diría, las almas más ignorantes. Nuestro
Señor mismo se lo dijo a los apóstoles. Escogió unos pescadores que encontró en
su camino, gente buena, poco instruidos. Los escogió porque en estos hombres
había almas sencillas, almas rectas, que no se planteaban problemas complicados
y que se fueron abriendo poco a poco a Nuestro Señor. Abrieron completamente su
corazón a Nuestro Señor.
Mirad los santos en general. Podemos decir que Nuestro
Señor tiene realmente una preferencia por las almas sencillas y pobres, y por
los niños. La mayor parte de las apariciones han sido a los niños. Pensad en
santa Juana de Arco, por ejemplo. Nuestro Señor no escogió a una persona
competente, muy inteligente ni de alta sociedad, que tuviese dones naturales
extraordinarios. No: un alma sencilla. Es lo que hace, felizmente, que las
almas que no tienen una ciencia particular puedan ser tan santas como las
personas muy versadas en teología, en Sagrada Escritura y en todas las ciencias
de la Iglesia. Por otra parte, es un gran consuelo saber que el amor de Nuestro
Señor por nosotros depende de lo dispuestas que estén nuestras almas a
recibirlo, eso es todo.
De esto es de lo que tenemos que preguntarnos: «¿Hay
rincones en mí que no quiero que Nuestro Señor vea ni que entre en ellos,
porque si entra su luz tendré que darme cuenta de que no están sanos y no los
quiero curar? Los hombres son así. Cuántos católicos lo son sólo a medias.
Dicen: «Sí, creo en Dios, creo en Nuestro Señor Jesucristo», cumplen con su
deber, lo estrictamente necesario del deber que tienen que cumplir. Pero
pedidles que hagan un retiro, entrar en el silencio y estar a solas con Nuestro
Señor, con quien los mantiene en la existencia, a solas con quien les da la
vida y les da todo y que será su juez. Huyen. Tienen miedo de que los secretos
de su corazón sean descubiertos, siendo que esto les haría mucho bien.
Por este motivo, en los retiros, las confesiones
suelen ser un consuelo extraordinario para las almas que quieren seguir bien su
retiro de manera verdaderamente sincera y humilde. «Tengo que darme de una vez
a Dios». Entonces la luz de Dios penetra en sus almas y la gracia de Dios viene
en su ayuda. Helas aquí libres. Esto es Nuestro Señor Jesucristo. Tenemos que meditar y pensar que nuestra santificación
es algo muy sencillo. No hay que buscar a Nuestro Señor con consideraciones
metafísicas y teológicas y decirse: «No puedo santificarme si no entiendo bien
la teología». Claro que no, por supuesto.
Normalmente, cuanto más estudiamos el misterio de
Nuestro Señor, tendríamos que amarlo más y tendríamos que ser más de El. Por
desgracia, no es eso lo que suele suceder. Nos complacemos en la ciencia y en
los dones naturales que Dios nos ha dado, y nos olvidamos de someternos
humildemente a la luz de Nuestro Señor y a su amor, y seguirlo con toda
sencillez y hacer su voluntad. A menudo tenemos que recordar y meditar esta
palabra de san Pablo: «Non est longe»: «No está lejos, está aquí». «En
El vivimos y nos movemos y existimos». Tendríamos que poder decir: «Dios mío,
aquí estás, yo te amo. Dios mío, sólo te quiero a Ti. No quiero vivir sino para
Ti. Tú eres mi todo». Como lo expresaba santa Teresa de Jesús: «Dios es
todo, yo no soy nada». Esta debe ser la exclamación de nuestro corazón y de
nuestra alma.
Vivamos con Nuestro Señor de un modo constante, en
todas nuestras dificultades, nuestras pruebas y nuestros deseos, y que todo
esté sometido a Nuestro Señor. No estemos nunca desprovistos ni solos cuando
podemos hallar el socorro de quien nos ha creado y ha muerto por nosotros en la
Cruz, y que, cada vez que lo recibimos, viene a nosotros con su Cuerpo, su
Sangre, su alma humana y su divinidad.
CONTINUA...
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