la gruta de Lourdes, su profundidad
El padre, cuando no conseguía trabajo y apretaba el hambre, se quedaba en la cama, antes que pedir limosna, y dejaba lo que había para los hijos. Un día llegaron al «calabozo» los gendarmes: se le acusaba a Francisco de haber robado dos sacos de harina que habían desaparecido de la panadería donde trabajaba. Inspeccionaron la habitación: no encontraron rastro de harina, pero sí un grueso madero.
—¿De dónde lo ha sacado?
—Fui a buscar leña, encontré este madero junto
al muro del Sr. Dozous, y lo cogí, pues sabía que no perjudicaba a nadie.
De hecho, nadie lo reclamó, pero a Francisco
le llevaron preso, fue interrogado por el comisario de policía Jacomet, por el
juez instructor Rives, nueve días de investigaciones, escritos, firmas y
sellos, mientras el presunto ladrón de un inservible madero abandonado sufre en
la cárcel pensando en su familia hambrienta. Por fin, haciendo gala de
humanidad y ecuanimidad, un mandamiento judicial del procurador imperial Dutour
requiere al juez que el reo sea puesto en libertad, luego ni hubo proceso.
Episodio burocrático ridículo, si no fuera a la vez trágico. De lo que no se
preocuparon las celosas autoridades fue de que aquella familia pudiese trabajar
y comer.
¡Comer! «Un día, —contaba después la Srta.
Estrade— estaba yo rezando, hacia las dos de la tarde, delante del altar de
Ntra. Sra., en la iglesia de Lourdes, y me figuraba estar sola cuando noté que
se movían las sillas. Me volví y distinguí a un muchacho de unos seis años
pobremente vestido. Su cara era graciosa, pero muy pálida, lo que me indicó se
trataba de un niño mal alimentado. Volví a mis rezos, pero el muchacho
prosiguió su tarea. Con un chis muy seco quise imponerle silencio. El niño
obedeció, pero, a pesar de las precauciones que tomó para no hacer más ruido,
no lo conseguía. Le miré con más atención y observé que se agachaba, raspaba
las losas y se llevaba inmediatamente la mano a la boca. ¿Qué comía? La cera
que había caído de las velas durante un oficio de difuntos.
—¿Comes cera? —le pregunté.
Me hizo signo de que sí.
—¿Tienes hambre?... ¿Querrías comer otra cosa?
Con repetidos movimientos de cabeza me
respondía afirmativamente.
Era Juan María, el hijo de los Soubirous».
Afortunadamente durante mucho tiempo, según la narración, fue invitado todos
los días a comer un plato en casa de los Estrade, aunque el niño nunca quiso
entrar, lo tomaba en el peldaño de la escalera que le. servía de mesa.
María Bernarda Soubirous El 9 de enero de
1844, aniversario de la boda de sus padres, fue bautizada. Su madrina es su tía
Bernarda, de la cual recibe el nombre y para diferenciarla de ella, también el
diminutivo: Bernardita. Diez meses después de nacer, una vela encendida cayó
sobre el vestido de su madre, dormida junto al fuego, lo prendió y causó
algunas quemaduras en el pecho, además estaba esperando otro hijo (que nacerá
en febrero, pero sólo vivió dos meses), por ello buscaron una nodriza para
Bernardita: María Lagües, del pueblo de Bartrés (unos 4 kms., hacia el norte de
Lourdes), quien acababa de perder a su primer hijo, y, desconsolada, fue para
Bernardita una segunda madre, recibiendo cinco francos mensuales en dinero o
harina. Después de la muerte del hijo, la madre quiere que vuelva la niña, pero
la nodriza se resiste, la cuidará gratis, y la tendrá hasta abril de 1846,
cuando ya esperaba otro hijo (Dionisio).
En otoño de 1855 hay una epidemia de cólera,
con numerosas víctimas, Bernardita también cae; es débil desde los seis años, y
aunque logra sobrevivir le queda como consecuencia el asma, que la atormentará
toda su vida.
La tía Bernarda después de un año de
matrimonio enviudó en 1850, se había vuelto a casar y tenía dos niños de dos y
tres años. De su primer marido había heredado un café, y el invierno del 56 al
57 vive con ella su ahijada y le ayuda.
A fines de junio de 1857 la nodriza pide a los
padres de Bernardita se la dejen para cuidar a sus hijos (Dionisio de 11 años,
Josefa de 9, Juan de 7, Josefina de 4 y Juan María de 2). La condición es que
no le pagarían, pero podría ir a la escuela y al catecismo. Son labradores
acomodados, sin embargo, a los dos meses le hacen cuidar de las ovejas y no la
dejan seguir yendo a la escuela. Llega así a los 14 años sin saber ni leer, ni
el catecismo para hacer la primera comunión. Todos la han utilizado siempre
para que trabaje sin preocuparse que fuera a la escuela. Su ama, urgida por un
hermano sacerdote, se decide a enseñarle ella misma el catecismo, al final de
la jornada; con poco fruto y poca paciencia; no es fácil aprender cansada y
soñolienta a pesar del interés que pone; encima el catecismo está en francés,
que apenas entiende.
Bernardita además de buena pastora es dócil y
religiosa. El párroco comentó con el maestro: «Muchas veces al verla he pensado
en los niños de La Salette; la Virgen debió aparecerse a ellos porque serían
tan buenos, sencillos y piadosos como ella».
Finalmente, preocupada por hacer la primera
comunión, consigue que sus padres la lleven de nuevo a casa el 28 de enero de
1858, y al día siguiente va a las Hermanas que tenían una escuela junto al
hospital que llevaban, para inscribirse en las clases de preparación para la
primera comunión.
Después se han contado historias maravillosas
de su estancia en Bartrés: que si una vez el rebaño atravesó un arroyo sin
mojarse, o no se mojó ella en una tormenta terrible, que si haciendo la comida
multiplicó la harina insuficiente. Pero más tarde, ella, hablando con alguna
amiga, repitió siempre: «No es verdad, todo es falso».
Las apariciones de la Virgen
La Virgen se apareció a Bernardita 18 veces: 2
introductorias, sin hablar: 11 y 14 de febrero; 13 casi seguidas: 18, 19, 20,
21, 23, 24, 25, 27, 28 de febrero, 1,2,3 y 4 de marzo (le dijo que fuese 15
días, pero el 22 y el 26 no se apareció, en la mitad, el 25 brotó la fuente) la
del 25 de marzo y principal «Yo soy la Inmaculada Concepción», y otras dos
finales: 7 de abril y 16 de julio.
Vimos cómo Bernardita había llegado hasta la
gruta de Massabielle con sus compañeras. En diversas ocasiones contó lo
sucedido:
PRIMERA APARICION (jueves, 11 de febrero de 1858)
«Fui algo más lejos a ver si podía pasar sin
descalzarme, pero no era posible. Volví delante de la gruta y empecé a
descalzarme. Nada más quitarme una media oí ruido de viento, como el acercarse
una tempestad. Volví la cabeza hacia la pradera, y vi que los árboles no se
movían. Seguí descalzándome, y cuando iba a entrar en el agua oí otra vez el
mismo ruido. Levanté la cabeza y vi que sólo se agitaban las ramas y zarzas de
la gruta debajo de su abertura más alta. Dentro de ella y detrás de las ramas
vi a una joven no más alta que yo, con un vestido blanco que le llegaba hasta
los pies, de los cuales sólo se veían los dedos, y sobre ellos una rosa
amarilla. El vestido era cerrado hasta el cuello, sujeto por un fiador de
cordón blanco, que le colgaba. Llevaba una faja azul que le caía llegando un
poco más abajo de las rodillas. Un velo blanco le cubría la cabeza dejando al
descubierto algo de pelo, descendía por los hombros y los brazos hasta el
suelo. De su brazo derecho colgaba un rosario grande-, de cuentas blancas
gruesas, muy separadas, y cadena dorada. Tuve miedo, retrocedí, aunque no era
un miedo como otras veces, porque en vez de huir me hubiese quedado mirando
siempre a aquélla. Quise llamar a mis compañeras, pero no pude. Me restregué
los ojos varias veces creyendo era una ilusión.
La joven de ojos azules, estaba toda rodeada
de luz, me sonrió deliciosamente, y me hizo seña con la mano que me acercase.
Entonces se me ocurrió rezar. Cogí el rosario que llevaba en el bolsillo, me
puse de rodillas y quise santiguarme, pero no pude levantar la mano. La joven
cogió su rosario con las manos y se santiguó. Entonces me santigüé yo también y
se me quitó el miedo. Recé el rosario sin dejar de mirarla, Ella pasaba las
cuentas, pero sólo rezaba los glorias, bajando la cabeza. Al acabar el rosario
me saludó sonriendo, se retiró dentro del hueco y desapareció».
Después comentaría: «Jamás vi nada tan
hermoso. Es tan bella que cuando se la ha visto una vez se desea morir para
volver a verla».
Toneta y Juana al volver se asustaron viendo a
Bernardita toda pálida, que terminaba el éxtasis. «¿Qué haces ahí rezando?»
—«Todos los sitios son buenos para rezar». Cruzó el arroyo y encontró el agua
más bien caliente. Al calzarse les preguntó «¿Habéis visto algo?» —«No».
Juana se adelantó sola por la pradera, con un
haz de leña en la cabeza y el cesto con los huesos en el brazo. Las dos
hermanas subieron por el sendero a lo alto de las rocas con la leña. Bernardita
con toda facilidad, ante la extrañeza de Toneta, más fuerte, y que apenas podía
con su carga.
En el camino Bernardita no pudo por menos de
ceder a las instancias de su hermana para que le contase lo que había visto,
haciéndole prometer que guardaría secreto. Pero nada más llegar a su casa lo
dijo a su madre. «¡Pobre de mí! ¿Qué dices tú que has visto?» La madre
bastantes problemas tiene ya: coge la vara de sacudir las mantas y, como
acostumbraba, les pega a las hijas —no debía ser demasiado— «Tú no has visto
más que una piedra blanca. Os prohíbo que volváis». El padre desde la cama
sentencia: «Nunca hemos dado que hablar; no empieces tú ahora». La madre piensa
que será algún alma del purgatorio. «Hay que rezar».
Llega Juana y van a vender los huesos a la
trapera, que les dio seis sueldos, con lo cual compraron una libra de pan, y,
según cuenta Juana, volvieron a casa de los Soubirous a comérselo.
SEGUNDA APARICION. (domingo de carnaval 14 de febrero)
El
viernes 12 ya se enteraron las Hermanas de la escuela; la interrogaron y
aconsejaron: «No hables más de eso; se pueden reír de ti». El sábado 13 por la
tarde, Bernardita se fue a confesar con el Rev. Pomian, coadjutor, quien
después de oír su relato de la aparición, le preguntó: «¿Puedo hablar de esto
al párroco?» El párroco se extrañó que diese importancia a una niñería, y le
contestó únicamente: «Hay que esperar».
No hay comentarios:
Publicar un comentario