Nos dice San Agustín: «¿Queréis saber lo que vale vuestra alma? Id, preguntádselo al demonio, él os lo dirá. El demonio tiene en tanto a nuestra alma, que, aunque viviésemos cuatro mil años, si después de esos cuatro mil años de tentaciones nos ganase, tendría por muy bien empleado, su trabajo». Aquel santo varón que de una manera tan particular había sufrido las tentaciones del demonio, nos dice que nuestra vida es una tentación continuada. El mismo demonio dijo un día por boca de un poseso que, “en tanto hubiese un solo hombre sobre la tierra, él estaría allí para tentarle. Puesto que, decía, no puedo soportar que los cristianos, después de tantos pecados, puedan aún esperar el cielo que yo perdí de una sola vez, sin poder reconquistarlo jamás.
- Pero ¡ay! sí, lo podemos experimentar en
nosotros mismos el hecho de que en casi todos nuestros actos nos hallamos
tentados, ya de orgullo, ya de vanidad, ya pensando en la opinión que los demás
formarán, de nosotros, ya concibiendo celos, odios, deseo de venganza... Otras
veces el demonio se nos acerca para presentarnos las imágenes más inmundas e
impuras. Mirad cómo, al orar, agita nuestro espíritu llevándolo de una parte a otra;
y hasta ¿no nos parece que nos hallamos en un estado... (i), cuando estamos en
la santa presencia de Dios? Y aún más, desde Adán hasta nosotros, no hallaréis
santo alguno que de una u otra manera no haya, sido tentado; y los más grandes
santos fueron precisamente los que experimentaron mayores, tentaciones. El
mismo Jesucristo quiso ser tentado, para darnos a entender que también nosotros
lo seríamos: es necesario, pues, atenernos a ello. Si me preguntáis cuál es la
causa de nuestras tentaciones, os responderé que es la hermosura y el valor de
nuestra alma, a la cual el demonio aprecia y apetece tanto, que se conformaría
con sufrir dos infiernos, si fuese preciso, con tal de poderla arrastrar a
compartir sus penas.
Jamás, pues, dejemos de permanecer en guardia,
por temor de que; en el momento menos pensado, el demonio nos engañe. Cuéntanos
San Francisco que un día el Señor le hizo ver la manera como el demonio tentaba
a sus religiosos, sobre todo contra la virtud de la pureza. Vio una multitud de
demonios que se entretenían arrojando flechas contra aquellos religiosos; unas
retornaban violentamente contra los mismos demonios que las arrojaran: entonces
éstos huían dando tremendos alaridos; otras, al dar contra aquellos a quienes
iban dirigidas, caían a sus pies sin causarles daño alguno; otras penetraban
enteras y los atravesaban de parte a parte. Para rechazar las tentaciones, nos
dice San Antonio, hemos de servirnos de las mismas armas: así, cuando nos
tienta con el orgullo, debemos al momento humillamos y rebajamos ante Dios; sí
quiere tentarnos contra la santa virtud de la pureza, debemos esforzarnos en
mortificar el cuerpo y los sentidos, vigilándonos con más diligencia que nunca.
Si quiere tentarnos por medio del fastidio en la hora de la oración, deberemos
redoblar ésta y poner atención más diligente; y cuanto más el demonio nos
induzca a dejar las oraciones de costumbre, mayor número de ellas habremos de
rezar.
Las tentaciones más temibles son aquellas de
las cuales no nos damos cuenta. Refiere San Gregorio que había un religioso que
durante algún tiempo fue muy bueno; un día concibió el deseo de salir del monasterio
y volver al mundo, diciendo que el Señor le quería fuera de aquel monasterio.
El superior le dijo: «Amigo mío, esto es el demonio que se enoja de que logréis
salvar el alma; combatid contra él. No dándose el otro por convencido, el
superior le dio permiso para marcharse; pero, al salir del monasterio, el santo
se puso de rodillas para pedir a Dios que hiciese conocer al pobre religioso
que todo aquello no eran sino asechanzas del demonio empeñado en perderle.
Apenas puso el pie en el umbral de la puerta para salir, un espantoso dragón se
le echó encima. «¡Socorro, hermanos míos, exclamó, que viene un gran dragón a devorarme!»
Los religiosos, al oír aquel ruido, acudieron a ver qué sucedía, y hallaron al
religioso tendido en tierra casi muerto; le condujeron al monasterio, y
entonces el infeliz reconoció verdaderamente que todo aquello eran sólo
tentaciones del demonio que moría de rabia al ver que su superior había rogado
por él y le impedía ganar aquella alma. ¡Ay!, cuánto hemos de temer que no
lleguemos a conocer nuestras tentaciones! Y si no se lo pedimos a Dios, nunca
las conoceremos.
¿Qué hemos de sacar de todo esto, si no es que
nuestra alma es algo muy grande a los ojos del demonio, toda vez que está tan
atento a no dejar perder ocasión de tentarnos, a fin de perdernos y
arrastrarnos a compartir su desgracia? Mas si, por una parte, hemos visto, cómo
nuestra alma es algo grande, cuánto la ama Dios, cuánto padeció para salvarla,
los bienes que le prepara en la otra vida; y, por otra parte, hemos visto todas
las astucias y lazos que el demonio nos tiende para perderla, ¿que habremos de
pensar, de todo esto? ¿qué estima haremos de nuestra alma? ¿qué precauciones
tomaremos por ella? ¿Hemos pensado siquiera una vez en su excelencia y en los
cuidados que respecto a ella debemos tener?
¿Qué hacemos, de esa alma que tanto ha costado
a Jesucristo? ¡Ay, que es como si la tuviésemos únicamente para hacerla
desgraciada y causarle sufrimientos!... La consideramos menos estimable que los
más viles animales; a las bestias que tenemos en la cuadra, les damos de comer;
cuidamos muy bien de cerrar las puertas a fin de que los ladrones no nos las
roben; cuando están enfermas, acudimos pronto en busca del veterinario para que
las cure; a veces hasta nos sentimos conmovidos viéndolas sufrir. Y esto ¿lo
hacemos, por nuestra alma? ¿Nos preocupamos de alimentarla con la gracia, o
mediante la frecuencia de sacramentos? ¿Cuidamos de cerrar las puertas para que
los ladrones no nos la roben? ¡Ay!, confesémoslo para nuestra vergüenza, la
dejamos perecer de miseria; dejamos que nuestros enemigos, que son las
pasiones, la desgarren; dejamos abiertas todas las puertas; llega el demonio
del orgullo, y le permitimos entrar para asesinar y devorar a la pobre alma;
llega el de la impureza, y también entra, para ensuciarla y corromperla. «¡Ah!
pobre alma, nos dice San Agustín, en muy poca estima eres tenida. ¡El orgulloso
te vende por un pensamiento de soberbia, el avaro por un pedazo de tierra, el
beodo por un vaso de vino, ¡el vengativo por un pensamiento de venganza!»
Realmente, ¿dónde están nuestras oraciones
bien hechas, nuestras comuniones devotas, nuestras misas santamente oídas,
nuestra resignación y conformidad con la voluntad de Dios en las penas, nuestra
caridad para con los enemigos? ¿Será posible, que hagamos tan poco caso de un
alma tan bella, a la cual Dios amó más que a sí mismo, pues murió por salvarla?
¡Ay! amamos al mundo y sus placeres; en cambio, todo cuanto se refiere a la
gloria de Dios o a la salvación del alma, nos enoja y nos fastidia y llegamos
hasta a quejarnos cuando nos vemos forzados a ejecutarlo. ¡Ay! ¡Cuál será
nuestro remordimiento otro día!... En apariencia, parece que el mundo nos
proporciona algún placer; pero nos equivocamos. Escuchad lo que nos dice San
Juan Crisóstomo, y veréis cómo es más feliz el que se preocupa de salvarse, que
el que sólo corre en busca de los placeres y deja abandonada su pobre alma. “Mientras
dormía, nos dice este gran Santo, tuve un sueño muy singular, el cual, al
despertarme, me ofreció muchos motivos de reflexión y meditación delante de
Dios. En aquel sueño, vi un paraje delicioso, un valle agradable, en el cual la
naturaleza había reunido todas las bellezas, todas las riquezas y todos los
placeres capaces de complacer a un mortal. Lo que más me admiró, fue ver en
medio de aquel vahe de delicias a un hombre con el semblante triste, el rostro
alterado y el espíritu preocupado; por su talante se adivinaba la turbación y la
emoción de su alma: unas veces permanecía inmóvil, mirando fijamente al suelo,
otras andaban a grandes pasos y con aire extraviado; otras se paraban
repentinamente, exhalando profundos suspiros, sumiéndose en honda melancolía,
rayana en la desesperación. Contemplando todo aquello atentamente, vi que aquel
valle de delicias terminaba en un espantoso precipicio, en una sima inmensa
hacia donde parecía verse aquel hombre arrastrado por una fuerza extraña. A
pesar de tantas delicias, aquel hombre se mostraba agitado, pues, a la vista de
aquellos abismos, le era imposible disfrutar un solo momento de paz y de
alegría. Mas, dirigiendo mi vista hacia lo lejos, vi otro lugar de aspecto
totalmente distinto del valle que os he descrito: era un valle sombrío y
obscuro, formado por abruptas montañas y estériles desiertos; la sequedad más
desoladora dominaba enteramente en aquellos parajes; nada de vegetación ni de frondosidad,
sólo zarzas y espinas: todo inspiraba tristeza, desolación y horror. Pero fue
grande mi sorpresa cuando divisé en aquel valle a un hombre pálido, enjuto,
extenuado, y sin embargo, con el rostro sereno, el aspecto tranquilo y el aire
satisfecho; a pesar de la apariencia exterior no muy gallarda, todo hacía
adivinar que se trataba de un hombre que disfrutaba de la paz del alma, pero,
mirando aún más a lo lejos, vi, al extremo de aquel valle de miserias y de
aquel horroroso desierto, un sitio delicioso, un agradable rincón donde se
descubría toda suerte de bellezas. El hombre contemplaba sin cesar aquel
extremo sin perderlo jamás de vista,
andaba con decisión, sin detenerse ante los
estorbos de las zarzas y espinas que a veces llegaban a herir sos carnes; las
hagas parecían avivar sus fuerzas. Al rato al ver todo aquello, pregunte por
que causa el uno estaba tan triste en un lugar de placeres y el otro tan
tranquilo en una mansión de miserias. Entonces o una voz que dijo: Estos dos
hombres son, respectivamente, la imagen de aquellos que están enteramente,
entregados al mundo, y de los que se consagran sinceramente al servicio de
Dios. El mundo, me dijo aquella voz ofrece desde el primer momento a sus
seguidores la riqueza y el placer, a lo menos en apariencia: los incautos se
entregan a ellos inconsideradamente; pero pronto han de reconocer que no alcanzaron
lo que pensaban. Lo más triste y desalentador es que al final se encuentran
indefectiblemente con un abismo donde van a precipitarse cuantos andan por
aquella senda en apariencia tan agradable. El otro, continuó la voz,
experimenta en sí mismo todo lo contrario: y es que, en servicio de Dios, se
haya ante todo pruebas y penalidades, debe habitar en un valle de lágrimas; hay
que mortificarse, hacerse violencia, privarse de las dulzuras de la vida, pasar
los días en grande apretura. Pero el espíritu se anima ante la vista y la
esperanza de un porvenir eternamente feliz; dura es la vida del hombre que mora
en aquel valle triste, más el pensamiento de la felicidad que le aguarda, le
consuela y le sostiene en todas sus luchas. Todo es consolador para él, y su
alma comienza ya a gustar de los bienes prometidos que le esperan y de los
cuales pronto gozará plenamente».
¿Podremos hallar, una comparación más exacta y
natural para comprender la diferencia entre los que durante su vida sólo
procuran servir a Dios y salvar su alma, y los que dejan de lado a su Dios y a
su alma, para correr tras los placeres, que conducen al infierno?
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