Oración y
mortificación con Cristo
«Y dicho el himno de acción de gracias,
salieron hacia el monte de los Olivos». Aunque había hablado de tantas cosas santas
durante la cena con sus Apóstoles, sin embargo, y a punto de marchar, quiso
acabarla con una acción de gracias. ¡Ah!, qué poco nos parecemos a Cristo,
aunque llevemos su nombre y nos llamemos cristianos. Nuestra conversación en
las comidas no sólo es tonta y superficial (incluso por esta negligencia
advirtió Cristo que deberemos rendir cuenta), sino que a menudo es también
perniciosa, y una vez llenos de comida y bebida dejamos la mesa sin acordarnos
de Dios y sin darle gracias por los bienes que nos ha otorgado. Un hombre sabio
y piadoso, que fue egregio investigador de los temas sagrados y arzobispo de
Burgos, da algunos
argumentos convincentes para mostrar que el
himno que Cristo recitó con los Apóstoles consistía en aquellos seis salmos que
los hebreos llaman el «gran aleluya», es decir, el salmo 112 y los cinco restantes.
Es una costumbre antiquísima que han seguido
para dar gracias en la fiesta de Pascua y en otras fiestas importantes. Incluso
en nuestros días siguen usando este himno para las mismas fiestas. Por lo que
se refiere a los cristianos, aunque solíamos decir diferentes himnos de
bendición y
acción de gracias según las épocas del año,
cada uno apropiado a su época, ahora hemos permitido que casi todos estén en
desuso. Nos quedamos tan contentos diciendo dos o tres palabrejas, cuales-quiera
que sean, e incluso ésas las susurramos descuidadamente y bostezando con indolencia.
Salieron hacia el monte de los Olivos, y no a
la cama. El profeta decía: «En mitad de la noche me levanté para rendirte
homenaje», pero Cristo ni siquiera se reclinó sobre el lecho. Ojalá pudiéramos nosotros,
por lo menos, aplicarnos con verdad este otro texto: «Me acordé de ti cuando
descansaba sobre mi cama». Y no era el tiempo veraniego cuando Cristo, después
de cenar, se dirigió hacia el monte. Porque no debía ocurrir todo esto mucho
más tarde del equinoccio de invierno, y aquella
noche hubo de ser fría, como muestra la
circunstancia de que los servidores se calentaban junto a las brasas en el
patio del sumo pontífice. Ni tampoco era ésta la primera vez que Cristo hacía
tal cosa, como claramente atestigua el evangelista al escribir secundum
consuetudinem, «según su costumbre». Subió a una montaña para rezar,
significando así que, al disponernos a hacer oración, hemos de elevar nuestras
mentes del tumulto de las cosas temporales hacia la contemplación de las divinas.
El mismo monte de los Olivos tampoco carece de
misterio, plantado como estaba con olivos.
La rama de olivo era generalmente empleada
como símbolo de paz, aquella que Cristo vino a establecer de nuevo entre Dios y
el hombre después de tan larga separación. El aceite que se extrae del olivo
representa la unción del Espíritu: Cristo vino y volvió a su Padre con el
propósito de enviar el Espíritu Santo sobre los discípulos, de tal modo que su
unción pudiera enseñarles todo aquello que no hubieran podido sobrellevar si se
lo hubiera dicho antes.
«Marchó a la otra parte del torrente Cedrón, a
un huerto llamado Getsemaní». Corre el Cedrón entre la ciudad de Jerusalén y el
monte de los Olivos, y el vocablo «Cedrón» significa en lengua hebrea «tristeza»,
mientras que «Getsemaní» quiere decir «valle muy fértil» y también «valle de
olivos». No se ha de pensar que es simple casualidad el hecho de que los
evangelios recordaran con tanto cuidado estos nombres. De lo contrario,
hubieran considerado suficiente indicar que fue al monte de
los Olivos, a no ser que Dios hubiera
escondido bajo estos nombres algunos misteriosos significados que hombres
estudiosos, con la ayuda del Espíritu Santo, intentarían descubrir, por el
simple hecho de ser mencionados. Dado que ni una sílaba puede considerarse vana
o superflua en un escrito inspirado por el Espíritu Santo mientras los
Apóstoles escribían, y dado el hecho de que ni siquiera un pájaro cae a tierra
fuera del orden querido por Dios, me es imposible pensar que los evangelistas mencionaran
estos nombres de manera fortuita, o bien que los judíos los asignaran a lugares
(cualquiera que fuese su intención al hacerlo) sin un plan escondido del
Espíritu Santo, que guardó en tales nombres un depósito de misterios para que
fueran desenterrados más adelante.
«Cedrón» significa tanto «tristeza» como
«negrura u oscuridad», y da nombre no sólo al torrente mencionado por los
evangelistas, sino también -como consta con claridad- al valle por el que corre
el torrente y que separa a Getsemaní de la ciudad. Así, todos estos nombres
evocan a la memoria (a no ser que nos lo impida ver nuestra somnolencia) la
realidad de que mientras estamos distantes del Señor, como dice el Apóstol6, y
antes de llegar al monte fructífero de los Olivos y a la agradable finca de
Getsemaní -cuyo aspecto no es triste y áspero, sino fértil en toda clase de
alegrías-, debemos cruzar el valle y la corriente del Cedrón. Un valle de
lágrimas y un torrente de tristeza, en cuyas aguas puedan limpiarse la suciedad
y negrura de nuestros pecados. Mas, si cansados y abrumados con dolor y llanto
intentamos perversamente cambiar este mundo, este lugar de trabajo y de sacrificio,
en puerto de frívolo descanso; si buscamos el paraíso en la tierra, entonces
nos apartamos y huimos para siempre de la verdadera felicidad, y buscaremos la
penitencia cuando ya es demasiado tarde, y nos veremos además envueltos en
tribulaciones intolerables e interminables.
Esta es la lección saludable de la que estos
nombres nos advierten, tan oportunamente escogidos están. Y como las palabras
de la Sagrada Escritura no están atadas a un solo sentido, sino cargadas con
otros misterio-sos, estos nombres de lugares armonizan bien con la historia de
la Pasión de Cristo. Parece como si sólo por esta razón la eterna providencia
de Dios se hubiera cui-dado de que esos lugares recibieran tales nombres, que
serían, siglos después, señales anunciadoras de su
Pasión. El que «Cedrón» signifique
«ennegrecido», ¿no parece querer recordar aquella predicción del profeta sobre
Cristo, anunciando que entraría en su gloria por un suplicio ignominioso, y que
quedaría desconocido por las contusiones y los cardenales, la sangre, los escupitajos
y la suciedad hasta tal grado que «no hay forma ni belleza en su rostro»? Y que
el nombre del torrente que cruzó no en vano significa «triste» es algo que el
mismo Cristo atestiguó al decir: «Mi alma está triste con tristeza de muerte.»
«Y le siguieron también sus discípulos», es decir, los once que habían quedado con
Él.
El diablo había entrado en el otro Apóstol
después de cenar, y afuera también éste marchó, mas no para seguir como
discípulo al maestro, sino para perseguirle, como un traidor. Bien se cumplían
en él aquellas palabras de Cristo: «El que no está conmigo está en contra de
mí»8. En
contra de Cristo ciertamente estaba porque en
ese mismo momento tramaba insidias para atraparle, mientras el resto de los
discípulos le seguían para rezar. Sigamos nosotros a Cristo y supliquemos al Padre
con Él. No imitemos la conducta de Judas, abandonando a Cristo después de haber
participado de sus favores y haber cenado espléndidamente con Él, para que no
caiga sobre nosotros aquella profecía: «Si veías al ladrón te ibas con él».
«Judas, que le entregaba, conocía bien el
sitio por-que solía Jesús retirarse muchas veces a él con sus discípulos»'°.
Una vez más los evangelistas aprovechan la ocasión -al mencionar al traidor-
para subrayar, y así grabar en nosotros, aquella santa costumbre de Cristo de
retirarse con sus discípulos para hacer oración. Si hubiera ido allí únicamente
algunas veces y no frecuentemente, no hubiera estado el traidor tan seguro como
estaba de encontrar allí al Señor, hasta el punto de llevar a los servidores
del sumo sacerdote y a la cohorte de soldados romanos, como si todo se hubiera acordado
de antemano. Caso de que hubieran visto que no estaba todo previsto, hubieran
juzgado que Judas se burlaba de ellos, y no le habrían dejado marchar impune. Y
yo me pregunto: ¿dónde están esos que se creen grandes hombres y se glorían de
sí mismos como si hicieran algo extraordinario cuando, en las vigilias de
algunas fiestas importantes, prolongan un poco más la oración en la noche o se
levantan temprano para la oración de la mañana? Cristo, nuestro Salvador, tenía
como costumbre pasar noches enteras en oración, sin dormir.
¿Dónde están los que le llamaban glotón porque
no rechazaba la invitación a los banquetes de los publicanos ni despreciaba a
los pecadores? ¿Dónde están aquellos que juzgando su moral con rigidez
farisaica no la consideraban mejor que la moral de la chusma? Mientras tristes
y amargados rezaban los hipócritas en las esquinas de las plazas para ser
vistos por los hombres, Él, apacible y amable, almorzaba con pecadores para
ayudarles a cambiar sus vidas.
Y, además, solía pasar la noche rezando al
descubierto, bajo el cielo, mientras el fariseo hipócrita roncaba a pierna
suelta en la blandura de su lecho. ¡Ojalá aquellos de nosotros que,
esclavizados en tal forma por la pereza no podemos imitar este ejemplo de
nuestro Salvador, tuviéramos, por lo menos, el deseo de traer a la memoria
-precisamente mientras nos damos la vuelta en la cama medio dormidos- estas sus
noches enteras en oración! Ojalá aprovecháramos esos momentos mientras
esperamos al sueño para dar gracias a Dios, para pedirle más gracias y para
condenar nuestra apatía y pereza. Estoy seguro de que, si hiciéramos el
propósito de adquirir el hábito e intentarlo, aunque sólo fuera un poco, pero
con constancia, en breve tiempo nos concedería Dios dar un gran paso y aumentar
el fruto.
Fuente: Santo Tomas Moro.
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