lunes, 3 de abril de 2023

LA TRISTEZA, AFLICCIÓN, MIEDO Y ORACIÓN DE CRISTO ANTES DE SER CAPTURADO (MT 26, MC 14, LC 22, LO 18)




 

Oración y mortificación con Cristo

«Y dicho el himno de acción de gracias, salieron hacia el monte de los Olivos». Aunque había hablado de tantas cosas santas durante la cena con sus Apóstoles, sin embargo, y a punto de marchar, quiso acabarla con una acción de gracias. ¡Ah!, qué poco nos parecemos a Cristo, aunque llevemos su nombre y nos llamemos cristianos. Nuestra conversación en las comidas no sólo es tonta y superficial (incluso por esta negligencia advirtió Cristo que deberemos rendir cuenta), sino que a menudo es también perniciosa, y una vez llenos de comida y bebida dejamos la mesa sin acordarnos de Dios y sin darle gracias por los bienes que nos ha otorgado. Un hombre sabio y piadoso, que fue egregio investigador de los temas sagrados y arzobispo de Burgos, da algunos

argumentos convincentes para mostrar que el himno que Cristo recitó con los Apóstoles consistía en aquellos seis salmos que los hebreos llaman el «gran aleluya», es decir, el salmo 112 y los cinco restantes.

Es una costumbre antiquísima que han seguido para dar gracias en la fiesta de Pascua y en otras fiestas importantes. Incluso en nuestros días siguen usando este himno para las mismas fiestas. Por lo que se refiere a los cristianos, aunque solíamos decir diferentes himnos de bendición y

acción de gracias según las épocas del año, cada uno apropiado a su época, ahora hemos permitido que casi todos estén en desuso. Nos quedamos tan contentos diciendo dos o tres palabrejas, cuales-quiera que sean, e incluso ésas las susurramos descuidadamente y bostezando con indolencia.

Salieron hacia el monte de los Olivos, y no a la cama. El profeta decía: «En mitad de la noche me levanté para rendirte homenaje», pero Cristo ni siquiera se reclinó sobre el lecho. Ojalá pudiéramos nosotros, por lo menos, aplicarnos con verdad este otro texto: «Me acordé de ti cuando descansaba sobre mi cama». Y no era el tiempo veraniego cuando Cristo, después de cenar, se dirigió hacia el monte. Porque no debía ocurrir todo esto mucho más tarde del equinoccio de invierno, y aquella

noche hubo de ser fría, como muestra la circunstancia de que los servidores se calentaban junto a las brasas en el patio del sumo pontífice. Ni tampoco era ésta la primera vez que Cristo hacía tal cosa, como claramente atestigua el evangelista al escribir secundum consuetudinem, «según su costumbre». Subió a una montaña para rezar, significando así que, al disponernos a hacer oración, hemos de elevar nuestras mentes del tumulto de las cosas temporales hacia la contemplación de las divinas.

El mismo monte de los Olivos tampoco carece de misterio, plantado como estaba con olivos.

La rama de olivo era generalmente empleada como símbolo de paz, aquella que Cristo vino a establecer de nuevo entre Dios y el hombre después de tan larga separación. El aceite que se extrae del olivo representa la unción del Espíritu: Cristo vino y volvió a su Padre con el propósito de enviar el Espíritu Santo sobre los discípulos, de tal modo que su unción pudiera enseñarles todo aquello que no hubieran podido sobrellevar si se lo hubiera dicho antes.

«Marchó a la otra parte del torrente Cedrón, a un huerto llamado Getsemaní». Corre el Cedrón entre la ciudad de Jerusalén y el monte de los Olivos, y el vocablo «Cedrón» significa en lengua hebrea «tristeza», mientras que «Getsemaní» quiere decir «valle muy fértil» y también «valle de olivos». No se ha de pensar que es simple casualidad el hecho de que los evangelios recordaran con tanto cuidado estos nombres. De lo contrario, hubieran considerado suficiente indicar que fue al monte de

los Olivos, a no ser que Dios hubiera escondido bajo estos nombres algunos misteriosos significados que hombres estudiosos, con la ayuda del Espíritu Santo, intentarían descubrir, por el simple hecho de ser mencionados. Dado que ni una sílaba puede considerarse vana o superflua en un escrito inspirado por el Espíritu Santo mientras los Apóstoles escribían, y dado el hecho de que ni siquiera un pájaro cae a tierra fuera del orden querido por Dios, me es imposible pensar que los evangelistas mencionaran estos nombres de manera fortuita, o bien que los judíos los asignaran a lugares (cualquiera que fuese su intención al hacerlo) sin un plan escondido del Espíritu Santo, que guardó en tales nombres un depósito de misterios para que fueran desenterrados más adelante.

«Cedrón» significa tanto «tristeza» como «negrura u oscuridad», y da nombre no sólo al torrente mencionado por los evangelistas, sino también -como consta con claridad- al valle por el que corre el torrente y que separa a Getsemaní de la ciudad. Así, todos estos nombres evocan a la memoria (a no ser que nos lo impida ver nuestra somnolencia) la realidad de que mientras estamos distantes del Señor, como dice el Apóstol6, y antes de llegar al monte fructífero de los Olivos y a la agradable finca de Getsemaní -cuyo aspecto no es triste y áspero, sino fértil en toda clase de alegrías-, debemos cruzar el valle y la corriente del Cedrón. Un valle de lágrimas y un torrente de tristeza, en cuyas aguas puedan limpiarse la suciedad y negrura de nuestros pecados. Mas, si cansados y abrumados con dolor y llanto intentamos perversamente cambiar este mundo, este lugar de trabajo y de sacrificio, en puerto de frívolo descanso; si buscamos el paraíso en la tierra, entonces nos apartamos y huimos para siempre de la verdadera felicidad, y buscaremos la penitencia cuando ya es demasiado tarde, y nos veremos además envueltos en tribulaciones intolerables e interminables.

Esta es la lección saludable de la que estos nombres nos advierten, tan oportunamente escogidos están. Y como las palabras de la Sagrada Escritura no están atadas a un solo sentido, sino cargadas con otros misterio-sos, estos nombres de lugares armonizan bien con la historia de la Pasión de Cristo. Parece como si sólo por esta razón la eterna providencia de Dios se hubiera cui-dado de que esos lugares recibieran tales nombres, que serían, siglos después, señales anunciadoras de su

Pasión. El que «Cedrón» signifique «ennegrecido», ¿no parece querer recordar aquella predicción del profeta sobre Cristo, anunciando que entraría en su gloria por un suplicio ignominioso, y que quedaría desconocido por las contusiones y los cardenales, la sangre, los escupitajos y la suciedad hasta tal grado que «no hay forma ni belleza en su rostro»? Y que el nombre del torrente que cruzó no en vano significa «triste» es algo que el mismo Cristo atestiguó al decir: «Mi alma está triste con tristeza de muerte.» «Y le siguieron también sus discípulos», es decir, los once que habían quedado con Él.

El diablo había entrado en el otro Apóstol después de cenar, y afuera también éste marchó, mas no para seguir como discípulo al maestro, sino para perseguirle, como un traidor. Bien se cumplían en él aquellas palabras de Cristo: «El que no está conmigo está en contra de mí»8. En

contra de Cristo ciertamente estaba porque en ese mismo momento tramaba insidias para atraparle, mientras el resto de los discípulos le seguían para rezar. Sigamos nosotros a Cristo y supliquemos al Padre con Él. No imitemos la conducta de Judas, abandonando a Cristo después de haber participado de sus favores y haber cenado espléndidamente con Él, para que no caiga sobre nosotros aquella profecía: «Si veías al ladrón te ibas con él».

«Judas, que le entregaba, conocía bien el sitio por-que solía Jesús retirarse muchas veces a él con sus discípulos»'°. Una vez más los evangelistas aprovechan la ocasión -al mencionar al traidor- para subrayar, y así grabar en nosotros, aquella santa costumbre de Cristo de retirarse con sus discípulos para hacer oración. Si hubiera ido allí únicamente algunas veces y no frecuentemente, no hubiera estado el traidor tan seguro como estaba de encontrar allí al Señor, hasta el punto de llevar a los servidores del sumo sacerdote y a la cohorte de soldados romanos, como si todo se hubiera acordado de antemano. Caso de que hubieran visto que no estaba todo previsto, hubieran juzgado que Judas se burlaba de ellos, y no le habrían dejado marchar impune. Y yo me pregunto: ¿dónde están esos que se creen grandes hombres y se glorían de sí mismos como si hicieran algo extraordinario cuando, en las vigilias de algunas fiestas importantes, prolongan un poco más la oración en la noche o se levantan temprano para la oración de la mañana? Cristo, nuestro Salvador, tenía como costumbre pasar noches enteras en oración, sin dormir.

¿Dónde están los que le llamaban glotón porque no rechazaba la invitación a los banquetes de los publicanos ni despreciaba a los pecadores? ¿Dónde están aquellos que juzgando su moral con rigidez farisaica no la consideraban mejor que la moral de la chusma? Mientras tristes y amargados rezaban los hipócritas en las esquinas de las plazas para ser vistos por los hombres, Él, apacible y amable, almorzaba con pecadores para ayudarles a cambiar sus vidas.

Y, además, solía pasar la noche rezando al descubierto, bajo el cielo, mientras el fariseo hipócrita roncaba a pierna suelta en la blandura de su lecho. ¡Ojalá aquellos de nosotros que, esclavizados en tal forma por la pereza no podemos imitar este ejemplo de nuestro Salvador, tuviéramos, por lo menos, el deseo de traer a la memoria -precisamente mientras nos damos la vuelta en la cama medio dormidos- estas sus noches enteras en oración! Ojalá aprovecháramos esos momentos mientras esperamos al sueño para dar gracias a Dios, para pedirle más gracias y para condenar nuestra apatía y pereza. Estoy seguro de que, si hiciéramos el propósito de adquirir el hábito e intentarlo, aunque sólo fuera un poco, pero con constancia, en breve tiempo nos concedería Dios dar un gran paso y aumentar el fruto.

Fuente: Santo Tomas Moro.

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