Nota del E. cuando San Juan María Vianey escribió este hermoso escrito sobre la santísima virgen María aun no se proclamaba el dogma de la Asunción de María Santísima en donde su Santidad Pío XII le da el nombre de DORMISION y no MUERTE como lo menciona el santo cura de Ars en este escrito. Es una aclaración necesaria para dejar en claro que, en virtud de haber sido preservada del pecado original, la muerte no tuvo nada que ver en su persona.
Quia rcspexit humilitatem
ancilae suae.
Porque el Señor consideró la pequeñez
de su esclava. (S. Lucas, I, 48.)
Si, por una parte, II. M.,
vemos a la Santísima Virgen rebajarse, en su humildad, por debajo de todas las criaturas,
por otra vemos que esta misma humildad la encumbra por encima de todo lo que no
es Dios. No, no son los grandes de la tierra quienes la elevaron a ese supremo
grado de dignidad donde tenemos la dicha de contemplarla ahora. Las tres
Personas de la Santísima Trinidad la colocaron sobre aquel trono de gloria; la
proclamaron Reina de cielos y tierra, y la hicieron depositaria de todos los
celestiales tesoros. No, jamás comprenderemos totalmente las grandezas de
María, ni el poder que Jesús su divino Hijo le concedió; jamás llegaremos a
penetrar el gran deseo que Ella siente de hacernos felices. Ella nos ama como a
hijos; ella se siente gozosa del poder que Dios le ha dado, porque con él puede
sernos más útil. Sí, María es nuestra mediadora. Ella es quien presenta a su divino
Hijo nuestras oraciones, nuestras lágrimas y nuestros suspiros; Ella la que
atrae sobre nosotros las gracias que nos son necesarias para nuestra salvación.
Nos dice el Espíritu Santo que María es, entre todas las criaturas, un prodigio
de grandeza, un prodigio de santidad y un prodigio de amor. ¡Qué dicha la
nuestra, qué fuente de esperanza para nuestra salvación! Reavivemos, pues,
nuestra confianza en una Madre tan buena y tan tierna, considerando: 1. su
grandeza; 2. su celo por nuestra salvación; 3. lo que hemos de hacer para serle
agradables y merecer su protección.
I. — Hablar de las grandezas
de María, es querer empequeñecer la idea sublime que de Ella tenéis; pues nos
dice San Ambrosio que María está encumbrada
en un tan alto grado de gloria, de honor y de poder, que los mismos ángeles son
incapaces de comprenderlo; a sólo Dios está reservado tal conocimiento. De
donde concluyo que todo cuanto ahora podréis oír, será nada o casi nada
respecto a lo que Ella realmente es a los ojos de Dios. El mayor elogio que de
Ella puede hacernos la Iglesia es decirnos que María es la Hija del Padre
Eterno, la Madre del Hijo de Dios, Salvador del mundo, la Esposa del Espíritu
Santo. Si el Padre Eterno escogió a María para que fuese su hija por
excelencia, ¿qué torrente de gracias no habrá derramado sobre su alma? Las
recibió Ella sola en mayor abundancia que todos los ángeles y santos juntos. Comenzó
preservándola del pecado original, gracia que sólo a Ella ha sido concedida, y
la confirmó en dicha gracia con la seguridad de no perderla jamás. Sí, el Padre
Eterno la enriqueció con dones del cielo, a proporción de la dignidad a que
debía elevarla. Hizo de Ella el templo vivo de las tres Personas de la Santísima
Trinidad. En una palabra: hizo por ella todo cuanto le era posible hacer por
una criatura. Y si el Padre Eterno cuidó tanto de honrar a María, vemos también
al Espíritu Santo apresurarse a embellecerla. de tal manera, que, desde el
instante de su concepción, queda convertida en el objeto de las complacencias
de las tres divinas Personas. Sólo a María cabe la dicha de ser la Hija del
Padre Eterno, la Madre del Hijo y la esposa del Espíritu Santo. Y por esta
incomparable dignidad, háyase asociada a las tres Personas de la Santísima
Trinidad, en orden a formar el cuerpo adorable de Jesucristo. De Ella debía
servirse Dios para destruir y aniquilar el imperio del demonio; de Ella se
sirvieron las tres divinas Personas para salvar al mundo dándole un Redentor. ¿Habríais
jamás imaginado en María un abismo tal de grandezas, de poder y de amor?
Después del cuerpo adorable de Jesucristo, es Ella el mejor ornamento de la
corte celestial.
Podemos afirmar que el
triunfo de la Santísima Virgen en el paraíso, es la consumación de todos los méritos
de esta augusta Reina de cielos y tierra. Fue aquel momento cuando recibió el
adorno final, en su incomparable dignidad de Madre de Dios. Después de haber
estado sujeta por algún tiempo a las miserias de la vida y a las humillaciones
de la muerte, pasó a gozar de una vida la más gloriosa y feliz de que es capaz
criatura alguna. Nos extrañará tal vez el hecho de que Jesús, que tanto amaba a
su Madre, la dejase tanto tiempo sobre la tierra después de su resurrección. ¿La
razón de ello está en que con aquella demora quería proporcionarle un mayor
grado de gloria, y además hay que considerar que los apóstoles tenían aún
necesidad de su presencia para que los consolase y guiase? Fue María quién
reveló a los apóstoles los más grandes e interesantes secretos de la vida
oculta de Jesús; y fue también María la que levantó el estandarte de la virginidad,
poniendo de manifiesto todo su esplendor y hermosura y mostrándonos la
inestimable recompensa que a tan santo estado le está reservada.
Mas volvamos a nuestro
propósito, siguiendo a María hasta el momento en que abandona esto mundo. Quiso
Jesucristo que, antes de subir al cielo, pudiese volver a ver una vez más a sus
apóstoles todos, excepto Santo Tomás, fueron transportados alrededor de su
humilde lecho. Llevando hasta el exceso la humildad de que siempre había hecho
tanta estima, besó a todos los pies, pidiéndoles su bendición Aquel acto la
preparaba a la gloria eminente a que debía elevarla su Hijo. A su vez, María dio
también su bendición a todos. Resáltame imposible daros una idea de las
lágrimas que en aquella hora derramaron los apóstoles, ante la inminencia de la
pérdida que iban a experimentar. ¿No constituía acaso la Santísima Virgen,
después del Salvador, toda su felicidad, todo su consuelo? Mas, para aminorar
un poco la pena que experimentaban, María prometió no olvidarlos nunca cerca su
divino Hijo. Créese que el mismo ángel que anunciara el misterio de la
Encarnación, bajó a avisarla, de parte de su Hijo, acerca de la hora en que iba
a morir. La Santísima Virgen contestó al ángel: ¡Ah qué felicidad! ¡Cuánto he
deseado yo este momento! Después de aquella dichosa noticia, quiso hacer su testamento,
lo cual le costó poco trabajo. Tenía dos túnicas y las dejó a dos vírgenes que
desde mucho tiempo la servían. Sintióse después abrasada en tan ardiente amor,
que su alma, semejante a una encendida hoguera, no podía contenerse en su
cuerpo. ¡Momento feliz! ¿Podremos contemplar, las maravillas qui se obraron en
aquella muerte, sin sentir un ardiente deseo de vivir santamente para morir
también, santamente? Cierto que no debemos esperar morir de amor, más a lo
menos abriguemos la esperanza de morir en el amor de Dios. María no teme en
manera alguna la muerte, pues la muerte la pondrá en posesión de la felicidad
perfecta; sabe que el cielo la está aguardando, y que será allí uno de sus más
hermosos ornatos. Su Hijo y toda la corte celestial se preparan para celebrar
aquella brillante fiesta, y los santos y santas del cielo no aguardan más que
las órdenes de Jesús para salir en busca de aquella Reina y llevarla en triunfo
a su reino. Todo queda preparado en el cielo para recibirla; va a disfrutar de
unos honores que exceden a cuánto puede concebirse. Para salir de este mundo,
María no se vio sujeta a enfermedad alguna, pues estaba exenta de pecado. A
pesar de su edad avanzada, su cuerpo no quedó decrépito como el de los demás
mortales; antes, al contrario, a medida que se acercaba su fin parecía adquirir
nuevos atractivos. San Juan Damasceno dice que el mismo Jesucristo vino a
buscar a su Madre. Y así desapareció aquel hermoso astro que por espacio de
setenta y dos años iluminara al mundo. Sí, volvió Ella a ver a su Hijo, más en
un aspecto muy distinto de aquel en que le viera cuando, lleno de sangre,
estaba clavado en cruz.
¡Oh Amor divino! ¡he aquí la
más excelsa de tus victorias y de tus conquistas! No podías llegar a más, pero
tampoco podías hacer menos. Sí, H. M., si era necesario que la Madre de Dios
muriese, sólo de un transporte de amor podía morir. ¡Oh muerte hermosa! ¡oh
muerte feliz! ¡oh muerte apetecible! ¡Ah! ¡muy bien indemnizada quedó de aquel
cúmulo de humillaciones y dolores que su santa alma hubo de experimentar
durante su vida mortal! Sí, volvió Ella a ver a su Hijo, pero muy diferente de
cuando le vio en su dolorosa pasión, en manos de sus verdugos, con la cruz a
cuestas, coronado de espinas, y sin poder socorrerle ni aliviarle. ¡Oh! no, no
le ve ahora rodeado de aquel triste aparato, capaz de anonadar a las criaturas
menos sensibles, sino radiante de luz y revestido de una gloria que es la
alegría y felicidad de los cielos; se ve ella rodeada de los ángeles y los
santos, que la alaban, la bendicen y la adoran hasta anonadarse en su
presencia. Sí, vuelve Ella, a ver a su dulce Jesús, libre de todo cuanto pueda
hacerle sufrir. ¡Ah! ¿quién de nosotros no querrá hacer los posibles para ir a
juntarse a la Madre y al Hijo en aquel lugar de delicias? Algunos instantes de
lucha y sufrimiento son largamente recompensados.
¡Ah! ¡qué muerte tan dichosa!
María está libre de todo temor, pues amó a Dios en todo momento; no le duele
tener que dejar nada, pues nunca ha poseído más que a Dios. ¿Queremos morir
también sin temor? Vivamos, cual María, en la inocencia; huyamos del pecado,
que constituye nuestra mayor desgracia para el tiempo y para la eternidad. Si
tuvimos la desdicha de cometerlo, a ejemplo de San Pedro, lloremos hasta la
hora de la muerte, y nuestros remordimientos no acaben más que con nuestra
vida. A imitación del santo rey David, bajemos al sepulcro derramando lágrimas;
lavemos nuestras almas en la amargura de nuestro llanto. ¿Queremos, como María,
morir sin pesar ni tristeza? Vivamos cual ella vivió, sin aficionarnos a las cosas
creadas; hagamos lo que Ella, amemos sólo a Dios, no deseemos más que a Él, no
busquemos otra cosa que agradarle en todas nuestras obras. ¡Feliz el cristiano,
que no deja nada para hallarlo todo!...
Acerquémonos aun por unos
momentos a ese humilde lecho, al que cabe la suerte de sostener tan preciosa
perla, aquella rosa siempre fragante y sin espinas, aquel foco de luz y de
gloria, que debe añadir nuevo resplandor a la corte celestial. Dícese que los
ángeles entonaron cánticos de alegría en la humilde morada donde descansaba el
santo cuerpo, y la estancia quedó saturada de una tan agradable fragancia, que parecía
hubiesen descendido allí todas las dulzuras y suavidades del cielo. Vamos, a lo
menos en espíritu, acompañemos ese sagrado cortejo; sigamos al tabernáculo
donde el Padre había encerrado tantos tesoros, el cual va ser encerrado por
algún tiempo, como lo fue el de su divino Hijo. El dolor y los ' suspiros
impusieron el más respetuoso silencio a los, apóstoles y a los demás fieles,
venidos en masa para ver una vez más a la Madre de su Redentor. Mas, volviendo
sobre sí, prorrumpieron en himnos y cánticos, a fin de honrar al Hijo y a la
Madre. Una parte de los ángeles subió a los cielos para llevar en triunfo
aquella alma sin igual; y otra parte quedose en la tierra para ' celebrar las
exequias del santo cuerpo. Y pregunto yo, H. M., ¿Quién será capaz de pintarnos
y describirnos tan hermoso espectáculo? De un lado se a los espíritus
bienaventurados consagrar todo su ingenio celes- te a testimoniar la alegría
inmensa que sentían por la gloria de su Reina: de otro lado se veía a los apóstoles.
ya gran número de fieles elevar también sus voces para juntarlas a la harmonía
de los celestiales cantores.
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