sábado, 6 de agosto de 2022

Videns Jesús civitatem, flevit super illam. (Viendo Jesús la ciudad, lloro sobre ella) (S. Lc. XIX, 41)


Nota. Bien podríamos aplicar estas palabras evangélicas a nuestro mundo actual, decir, diríamos; “Videns Jesús mundum, flevit super eum”(viendo Jesús al mundo, lloro sobre el). Por esta vez dejare al gran santo cura de Ars continuar con su profundo tema y algún día volveré a tomar esta frase divina para otro tema relacionado a la situación actual del mundo.

Al entrar Jesucristo en la ciudad de Jerusalén, lloró sobre ella, diciendo: «Si conocieses, al menos, las gracias que vengo a ofrecerte y quisieses aprovecharte de ellas, podrías recibir aún el perdón; mas no, tu ceguera ha llegado a un tal exceso, que todas estas gracias sólo van a servirte para endurecerte y precipitar tu desgracia; has asesinado a los profetas y dado muerte a los hijos de Dios; ahora vas a poner el colmo en- aquellos crímenes dando muerte al mismo Hijo de Dios». Ved, H. M., lo que hacía derramar tan abundantes lágrimas a Jesucristo al acercarse a la ciudad. ¡Ay! en medio de aquellas abominaciones, presentía la pérdida de muchas almas incomparablemente más culpables que los judíos, ya. que iban a ser mucho más favorecidas que ellos lo fueron en cuanto a gracias espirituales, j ¡Ay! H. M., lo que más vivamente le conmovió fue que, a pesar de los méritos de su pasión y muerte, con los cuales se podrían rescatar mil mundos mucho mayores que el que habitamos, la mayor parte de los hombres iban a perderse. Sí, H. M., Jesús veía ya de antemano a todos los que en los siglos venideros despreciarían sus gracias, o sólo se servirían de ellas para su desdicha. ¡Ay! H. M., ¿quién, de los que aspiran a conservar su alma digna del cielo, no temblará al considerar esto? ¡Ay! ¿seremos por ventura del número de aquellos infelices? ¿se refería a nosotros Jesucristo, cuando dijo llorando: «¡Ah! si mi muerte y mi sangre no sirven para vuestra salvación, a lo menos ellas encenderán la ira de mi Padre, que caerá sobre vosotros por toda una eternidad); ¡Un Dios vendido!... ¡un alma reprobada!... ¡un cielo rechazado!... ¿Será posible que nos mostremos insensibles a tanta desdicha?... ¿Será posible que, a pesar de cuanto ha hecho Jesucristo para salvar nuestras almas, nos mostremos nosotros tan indiferentes ante el peligro de perderlas?... Para sacaros de una tal insensibilidad, H. M., voy a mostraros lo que sea un alma; lo que ella cuesta a Jesucristo; y lo que hace el demonio para perderla.

I. — ¡Ah! H. M., si acertáramos a conocer el valor de nuestra alma, ¿con qué cuidado la conservaríamos? ¡Ay! ¡jamás lo comprenderemos bastante! Querer mostraros, H. M., el gran valor de un alma, es imposible a un mortal; sólo Dios conoce todas las bellezas y perfecciones con que ha adornado a un alma. Únicamente os diré que todo cuanto ha creado Dios: el cielo, la tierra y todo lo que contienen, todas esas maravillas han sido creadas para el alma; El catecismo nos da la mejor prueba posible de la grandeza de nuestra alma. Cuando preguntamos a un niño: ¿Qué quiere decir que el alma humana ha sido creada a imagen de Dios? Esto significa, responde el niño, que el alma, como Dios, tiene la facultad de conocer, amar, y determinarse libremente en todas sus acciones. Ved aquí, H._ M., el mayor elogio de las cualidades con que Dios ha hermoseado nuestra alma, creada por las tres Personas de la Santísima Trinidad, a su imagen y semejanza. Un espíritu, como Dios, eterno en lo futuro, capaz, en cuanto es posible a una criatura, de conocer todas las bellezas y perfecciones de Dios; un alma que es objeto de las complacencias de las tres divinas Personas; un alma que puede glorificar a Dios en todas sus acciones; un alma, cuya ocupación toda será cantar las alabanzas de Dios durante la eternidad; un alma que aparecerá radiante con la felicidad que del mismo Dios procede; un alma cuyas acciones son tan libres que puede dar su amistad o su amor a quien le plazca: puede amar a Dios o dejar de amarle; más, si tiene la dicha de dirigir su amor hacia Dios, ya no es ella quien obedece a Dios, sino el mismo Dios quien parece complacerse en hacer la voluntad de aquella alma (1). Y hasta podríamos afirmar que, desde el principio del mundo, no hallaremos una sola alma que, habiéndose entregado a Dios sin reserva, Dios le haya denegado nada de lo que ella deseaba. Vemos que Dios nos ha creado infundiéndonos unos deseos tales, que, de lo terreno, nada hay capaz de satisfacerlos. Ofreced a un alma todas las riquezas y todos los tesoros del mundo, y aun no quedará contenta; habiéndola creado Dios para El, sólo Él es capaz de llenar sus insaciables deseos. Sí, H. M., nuestra alma puede amar a Dios, y ello constituye la mayor de todas las dichas. Amándole, tenemos todos los bienes y placeres que podamos desear en la tierra y en el cielo (2). Además, podemos servirle, es decir, glorificarle en cada uno de los actos de nuestra vida. No hay nada, por insignificante que sea, en que no quede Dios glorificado, si lo hacemos con objeto de agradarle, mientras estamos en la tierra, la sola diferencia está en que nosotros vemos todos los bienes divinales solamente con los ojos de la fe.

Es tan noble nuestra alma, desde su nacimiento está dotada de tan bellas cualidades, que Dios no la ha querido confiar más que a un príncipe de la corte celestial. Nuestra alma es tan preciosa a los ojos del mismo Dios, que, a pesar de toda su sabiduría, no halló el Señor otro alimento digno de ella que su adorable Cuerpo, del cual quiere hacer su pan cotidiano; ni otra bebida digna. de ella que la Sangre preciosa de Jesús. «Sí, H. M., tenemos un alma a la cual Dios ama tanto, nos -dice San Ambrosio, que, aunque fuese sola en el mundo, Dios no habría creído hacer demasiado muriendo por ella; y aun cuando Dios, al crearla, no hubiese hecho también el cielo, habría creado un cielo para ella sola», como manifestó un día a Santa Teresa. «Me eres tan agradable, le dijo Jesucristo, que, aunque no existiese el cielo, crearía uno para ti sola». «¡Oh, cuerpo mío, exclama San Bernardo, cuán dichoso eres al albergar un alma adornada con tan bellas cualidades! ¡Todo un Dios, con ser infinito, hace de ella el objeto de todas sus complacencias!» Sí, H. M., nuestra alma está destinada a pasar su eternidad en el mismo seno de Dios. Digámoslo de una vez, H. M.: nuestra alma es algo tan grande, que sólo Dios la excede. Un día Dios permitió a Santa Catalina ver un alma. Esta Santa la hallo tan hermosa que prorrumpió en estas exclamaciones: «Oh, Dios mío, si la fe no me enseñase que existe un solo Dios, pensaría que es una divinidad; ¡no, ya no me extraña, ¡Dios mío, ya no me admira que hayáis muerto por un alma tan bella!»

Sí, H. M., nuestra alma en el porvenir será eterna como el mismo Dios. No vayamos más lejos, H. M. no se pierde en este abismo de grandeza. Atendiendo únicamente a esto, H. M., os invito a pensar si deberemos admirarnos de que Dios, perfecto conocedor de 1 su mérito, llorase tan amargamente la pérdida de un alma. Y podéis considerar también cuál habrá de ser nuestra diligencia por conservar todas sus bellezas. ¡Ay! H. M., es tan sensible Dios a la pérdida de un alma, que la lloró antes que tuviese ojos para derramar lágrimas; se valió de los ojos de sus profetas para llorar la pérdida de nuestras almas. Bien manifiesto lo hallamos en el profeta Amos. «Habiéndome retirado a la obscuridad, nos dice aquel profeta, considerando la espantosa multitud de crímenes que el pueblo - de Dios cometía cada día, viendo que la cólera de Dios estaba a punto de Caer sobre él y que el infierno abría sus fauces para tragárselo, los congregué a todos, y temblando de pavor, les dije, en medio de amargas lágrimas: ¡Oh, hijos míos! ¿sabéis en qué me ocupo noche y día? ¡Ay! me estoy representando vivamente vuestros pecados, en medio de la mayor amargura de mi corazón. Si por fuerza... rendido por la fatiga, llego a adormecerme, al punto vuelvo a despertar sobresaltado, exclamando, con los ojos bañados en lágrimas y el corazón partido de dolor: Dios mío, Dios mío, ¿habrá en Israel algunas almas que no os ofendan? Cuando esta triste y deplorable idea llena mi imaginación, expreso al Señor mis sentimientos, y gimiendo amargamente en su Santa presencia, le digo: Dios mío, ¿qué medio hallaré para obtener el perdón de ese tu pueblo infeliz? Oíd lo que me ha contestado el Señor: “Profeta, si quieres alcanzar el perdón de ese pueblo ingrato, ve, corre por las calles y las plazas; haz resonar en ellas los más amargos llantos y gemidos; entra en las tiendas de los comerciantes y artesanos; llégate hasta los lugares donde se administra justicia; sube la cámara de los grandes y entra en el gabinete de los jueces; di a todos cuantos hallares dentro y fuera de la ciudad : «¡Infelices de vosotros! ¡ah! ¡infelices! ¡De vosotros, que pecasteis contra el Señor!» Aun no hay bastante con esto; buscarás el auxilio de cuantos sean capaces de llorar, para que unan sus lágrimas a las tuyas; sean vuestros gritos y gemidos tan espantosos que llenen de consternación los corazones de los que os oigan, para que así abandonen el pecado y lo lloren hasta la sepultura, y con esto comprendan cuánto me duele la pérdida de sus almas».

 

(1)   Volúntatelo, timentium se faciet (Ps.

(2)   Quid énim mihi est in cáelo; et a te (Ps. XXXII, S5).

 Fuente: Sermones del santo cura de Ars

CONTINUARA…

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