En este ínterin, me había fabricado mi propia
religión. Me gustó la opinión generalizada en la oficina, de que después de la
muerte el alma volvería a este mundo en otro ser, reencarnándose sucesivamente,
sin llegar nunca al fin.
Con esto, estaba resuelto el angustiante
problema del más allá. Imaginé haberlo hecho inofensivo. ¿Por qué no me
recordaste la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro, en la que el
narrador, Cristo, ¿envió después de la muerte a uno al infierno y al otro al
Cielo? Pero, ¿qué habrías conseguido? No mucho más de lo que conseguiste con
todos tus otros discursos beatos. Poco a poco me fui fabricando un dios: con
atributos suficientes para ser llamado así. Bastante lejos de mí, como para que
no me obligara a tener relaciones con él. Suficientemente confuso, como para
poder transformarlo a mi antojo. De este modo, sin cambiar de religión, yo
podía imaginarlo como el dios panteísta del mundo o pensarlo, poéticamente,
como un dios solitario.
Este "dios" no tenía Cielo para
premiarme, ni infierno para asustarme. Yo lo dejaba en paz. En esto consistía
mi culto de adoración. Es fácil creer en lo que agrada. Con el transcurso de
los años, estaba bastante persuadida de mi religión. Se vivía bien así, sin
molestias. Sólo una cosa podría haber roto mi suficiencia: un dolor profundo y
prolongado. Pero este sufrimiento no llegó. ¿Comprendes ahora el significado de
"Dios castiga a aquellos que ama"? Durante un domingo de julio, la
Asociación de Jóvenes organizaba un paseo de A. Me gustaban las excursiones,
pero no los discursos insípidos y demás beaterías. Otra imagen, muy diferente
de la de Nuestra Señora de las Gracias de A., estaba desde hacía poco en el
altar de mi corazón. Era el distinguido Max, del almacén de al lado. Ya
habíamos conversado entretenidos, varias veces. Justamente ese domingo me
invitó a pasear. La otra, con la que acostumbraba a salir, estaba enferma en el
hospital.
El había comprendido que lo miraba mucho. Pero
yo no pensaba en casarme todavía. Su posición económica era muy buena, pero
también demasiado amable con todas las otras jovencitas. En aquel entonces yo
quería un hombre que me perteneciera exclusivamente, como única mujer. Siempre
conservé una cierta educación natural. (Eso es verdad. A pesar de su
indiferencia religiosa, Ani tenía algo noble en su persona. Me desconcierta que
también las personas "honestas" puedan caer en el infierno, si son
deshonestas al huir del encuentro con Dios).
En ese paseo, Max me colmó de amabilidades.
Nuestras conversaciones, es claro, no eran sobre la vida de los santos, como
las de ustedes. Al día siguiente, en la oficina, me reprendiste por no haber
ido al paseo de la Asociación. Cuando te conté mi diversión del domingo, tu
primera pregunta fue: "¿Escuchaste Misa?". ¡Tonta! ¿Cómo podríamos ir
a Misa si salimos a las 6 de la mañana? Me acuerdo que, muy exaltada, te dije:
"El buen Dios no es tan mezquino como lo son los curas". Ahora debo
confesar que Dios, a pesar de su infinita bondad, considera todo con más
seriedad que todos los sacerdotes juntos. Después de este primer paseo con Max,
fui solamente una vez más a la Asociación, en las fiestas de Navidad. Algunas
cosas me atraían. Pero en mi interior, ya me había separado de todas ustedes.
Los bailes, el cine, los paseos, continuaban.
A veces peleábamos con Max, pero yo sabía cómo retenerlo. Odié mucho a mi rival
que, al salir del hospital, se puso furiosa. En realidad, eso me favoreció. La
calma distinguida que yo mostraba produjo una gran impresión en Max, que se
inclinó definitivamente por mí. Conseguí encontrar la forma de denigrarla. Me
expresaba con calma: por fuera, realidades objetivas, por dentro, vomitando
hiel. Estos sentimientos y actitudes conducen rápidamente al infierno. Son
diabólicos, en el sentido estricto del término. ¿Por qué te cuento todo esto?
Para explicarte que así me aparté definitivamente de Dios. En realidad, Max y
yo no llegamos muchas veces al extremo de la familiaridad. Me daba cuenta que
me rebajaría a sus ojos si le concedía toda la libertad antes de tiempo. Por eso,
supe controlarme. Realmente, yo estaba siempre dispuesta para todo lo que
consideraba útil. Tenía que conquistar a Max. Para eso, ningún precio era
demasiado alto.
Nos fuimos amando poco a poco, porque ambos
teníamos valiosas cualidades que podíamos apreciar mutuamente. Yo era
habilidosa, eficiente, de trato agradable. Retuve a Max con firmeza y conseguí,
al menos durante los últimos meses antes del casamiento, ser la única que lo
poseía. En eso consistió mi apostasía, en hacer mi dios con una criatura. En
ninguna otra cosa puede realizarse más plenamente la apostasía como en el amor
a una persona del otro sexo, cuando ese amor se ahoga en la materia. Esto es su
encanto, su aguijón y su veneno. La "adoración" que tenía por Max se
convirtió en mi religión. En ese tiempo, en la oficina, yo arremetía
virulentamente contra los curas, los fieles, las indulgencias, los rosarios y
demás estupideces.
Trataste de defender con una cierta
inteligencia todo lo que yo atacada, aunque quizás sin sospechar que en realidad
el problema no estaba en esas cosas. Lo que yo buscaba era un punto de apoyo.
Todavía lo necesitaba para justificar racionalmente mi apostasía. Estaba
sublevada contra Dios. No te dabas cuenta. Creías que todavía era católica. Por
otra parte, yo quería ser llamada así; inclusive pagaba la contribución para el
culto. Porque un cierto "reaseguro" nunca viene mal. Es posible que
tus respuestas a veces dieran en el blanco. Pero no me alcanzaban, porque no te
concedía razón. A raíz de estas relaciones sobre bases falsas, fue pequeño el
dolor de nuestra separación, con motivo de mi casamiento.
Antes de casarme, me confesé y comulgué una
vez más. Era una formalidad. Mi marido pensaba igual. Si era una formalidad,
¿por qué no cumplirla? Ustedes dicen que una comunión así es
"indigna". Bien, después de esa comunión "indigna", logré
un cierto sosiego en mi conciencia. Esa comunión fue la última. Nuestra vida
conyugal transcurría, en general, en armonía. En casi todos los puntos teníamos
la misma opinión. También en esto: no queríamos cargar con hijos. En realidad,
mi marido quería tener uno, uno solo, naturalmente. Finalmente conseguí que él
renunciara a ese deseo. Lo que más me gustaba eran los vestidos, los muebles
lujosos, las reuniones mundanas, los paseos en automóvil y otras distracciones.
Fue un año de placer el que medió entre mi casamiento y mi muerte repentina.
Todos los domingos íbamos a pasear en auto o
visitábamos a los parientes de mi marido. Me avergonzaba de mi madre. Esos
parientes se destacaban en la vida social, igual que nosotros. Pero en mi
interior, sin embargo, nunca fui feliz. Había algo indeterminado que me
corroía. Mi deseo era que, al llegar la muerte - la que sin duda demoraría
mucho todavía - todo acabara. Ocurría tal como yo lo había escuchado de niña,
durante una plática: Dios recompensa en este mundo toda obra buena que se haga.
Si no puede premiarla en la otra vida, lo hace en la tierra. Inesperadamente,
recibí una herencia de la tía Lote. Mi marido tuvo la suerte de ver sus
ingresos notablemente aumentados. Así pude instalar, confortablemente, una casa
nueva.
Mi religión estaba muriendo, como un
resplandor crepuscular en un firmamento lejano. Los bares de la ciudad, los
hoteles y los restaurantes por los que pasábamos en nuestros viajes, no nos
acercaban a Dios. Todos los que los frecuentaban vivían como nosotros: de fuera
hacia adentro, no de dentro hacia afuera. Si durante los viajes de vacaciones
visitábamos una célebre catedral, tratábamos de divertirnos con el valor
artístico de sus obras primas. Los sentimientos religiosos que irradiaban -
especialmente las iglesias medievales - yo los neutralizaba criticando
circunstancias accesorias de un hermano lego que nos guiaba, criticaba su
negligencia en el aseo, criticaba el comercio de los piadosos monjes que
fabricaban y vendían licor, criticaba el eterno repique de campanas llamando a
los sagrados oficios, diciendo que el único fin era ganar dinero...
Así era como conseguía apartar a la gracia,
cada vez que me llamaba. Especialmente descargaba mi mal humor frente a algunas
pinturas de la Edad Media representando al Infierno en libros, cementerios y
otros lugares. Allí el demonio asaba a las almas sobre fuego rojo o amarillo,
mientras sus compañeros, con largas colas, le traen más víctimas. ¡Clara, el
infierno puede ser dibujado, ¡pero nunca exagerado! Siempre me burlaba del
fuego del infierno. Acuérdate de una conversación durante la cual te puse un
fósforo encendido bajo la nariz, preguntándote: "¿Así huele?"
Apagaste en seguida la llama. Aquí nadie
consigue hacerlo. Te digo más: el fuego del que habla la Biblia no es el
tormento de la consciencia. ¡Fuego es fuego! Debe ser interpretado al pie de la
letra cuando Aquel dijo: "Apartáos de mí, malditos, id al fuego
eterno". ¡Al pie de la letra! ¿Y cómo puede ser tocado un espíritu por el
fuego material? Preguntarás. ¿Y cómo puede sufrir tu alma, en la tierra, si
pones el dedo sobre una llama? Tampoco tu alma se quema, mientras tanto el
dolor lo sufre todo el individuo. Del mismo modo, nosotros estamos aquí
espiritualmente presos al fuego de nuestro ser y de nuestras facultades.
Nuestra alma carece de la agilidad que le sería natural; no podemos pensar ni
querer lo que querríamos.
No te sorprendas de mis palabras. Es un misterio contrario a las leyes de la naturaleza material: el fuego del infierno quema sin consumir. Nuestro mayor tormento consiste en saber que nunca veremos a Dios. ¿Cómo puede atormentarnos tanto esto, si en la tierra nos era indiferente? Mientras el cuchillo está sobre la mesa, no te impresiona. Le ves el filo, pero no lo sientes. Pero si el cuchillo entra en tus carnes, gritarás de dolor. Ahora, sentimos la pérdida de Dios. Antes, sólo pensábamos en ella.
No todas las almas sufren igual. Cuanto mayor
fue la maldad, cuanto más frívolo y decidido, tanto más le pesa al condenado la
pérdida de Dios, tanto más lo sofoca la criatura de que abusó. Los católicos
que se condenan sufren más que los de otras religiones, porque recibieron y
desaprovecharon, por lo general, más luces y mayores gracias. Los que tuvieron
mayores conocimientos sufren más duramente que los que tuvieron menos. El que
pecó por maldad sufre más que el que cayó por debilidad. Pero ninguno sufre más
de lo que mereció. Oh, si esto no fuera verdad, ¡tendría un motivo para odiar!
Un día me dijiste: nadie va al infierno sin
saberlo. Eso le habría sido revelado a una santa. Yo me reía, mientras me
atrincheraba en esta reflexión: "siendo así, siempre tendré tiempos
suficiente para volver atrás". Esta revelación es exacta. Antes de mi
muerte repentina, es verdad, no conocía al infierno tal como es. Ningún ser
humano lo conoce. Pero estaba perfectamente enterada de algo: "Si mueres,
me decía, entrarás en la eternidad como una flecha, directamente contra Dios;
habrá que aguantar las consecuencias". Como te dije, no volví atrás.
Perseveré en la misma dirección, arrastrada por la costumbre, con la que los
hombres actúan cuanto más envejecen.
Mi muerte ocurrió así: Hace una semana - digo
según las cuentas que llevan ustedes, porque si calculara por mis dolores,
podría estar ardiendo en el infierno desde hace diez años - mi marido y yo
salimos en otra excursión dominguera, que fue la última para mí. El día estaba
radiante de sol. Me sentía muy bien, como pocas veces. Sin embargo, me
traspasaba un presentimiento siniestro. Inesperadamente, en el viaje de
regreso, mi marido y yo fuimos enceguecidos por los faros de un automóvil que
venía en sentido contrario, a gran velocidad. Max perdió el control del vehículo.
Jesús! Se escapó de mis labios, no como oración sino como grito. Sentí un dolor
aplastante: comparado con el tormento actual, una bagatela. Después perdí el
sentido.
¡Qué extraño! Aquella misma mañana, sin
explicación, había surgido en mi mente este pensamiento. "Por una vez,
podrías ir a Misa". Era como una súplica. Un "¡no!" claro y
decidido cortó el curso de la idea. "Con esas cosas tengo que terminar
definitivamente". Es decir, asumí todas las consecuencias. Ahora las
soporto.
Lo que ocurrió después de mi muerte lo sabes.
La suerte de mi marido, de mi madre, lo que ocurrió con mi cadáver, mi
entierro, lo sé por una intuición natural que tenemos todos los que estamos
aquí. Del resto de lo que ocurre en el mundo poseemos un conocimiento confuso.
Sabemos lo que se refiere a nosotros. De este modo veo el lugar donde vives.
Desperté de improviso en el momento de mi muerte. Me encontré inundada por una
luz ofuscante. Era el mismo sitio donde había caído mi cadáver. Sucedió como en
el teatro, cuando se apagan las luces de la sala, sube el telón y aparece una
escena trágicamente iluminada. La escena de mi vida. Como en un espejo, mi alma
se mostró a sí misma. Vi las gracias despreciadas y pisoteadas, desde mi
juventud hasta el último "no" frente a Dios.
Me sentí como un asesino, al que llevan ante
el tribunal para ver a la víctima exánime. ¿Arrepentirme? ¡Nunca!
¿Avergonzarme? ¡Jamás!
Mientras tanto, no conseguía permanecer bajo
la mirada de Dios, a quien rechazaba. Sólo tenía una salida: la fuga. Así como
Caín huyó del cadáver de Abel, así mi alma se proyectó lejos de esta visión de
horror.
Este era el Juicio particular.
Habló el invisible juez: "APÁRTATE DE
MI". De inmediato mi alma, como una sombra amarilla de azufre, se despeñó
al lugar del eterno tormento.
Epílogo de Clara:
Así terminó la carta de Anita sobre el
Infierno. Las últimas palabras eran casi ilegibles, tan torcidas estaban las
letras. Cuando terminé de leer la última línea, la carta se convirtió en
cenizas. ¿Qué es lo que escucho? En medio de los duros términos de las palabras
que imaginaba haber leído, resonó el dulce tañido de una campana. Me desperté
de inmediato. Estaba acostada en mi cuarto. La luz matinal entraba por la
ventana. Las campanadas de las Avemarías llegaban de la iglesia parroquial.
¿Todo había sido un sueño?
Nunca había sentido antes en el Ángelus tanto
consuelo como después de ese sueño. Lentamente, fui rezando las oraciones.
Entonces comprendí: la bendita Madre del Señor quiere defenderte. Venera a
María filialmente, si no quieres tener el destino que te contó - aunque fuera
en sueños - un alma que jamás verá a Dios. Temblando todavía por la visión
nocturna, me levanté, me vestí con prisa y hui a la capilla de la casa. Mi
corazón palpitaba con violencia. Los huéspedes que estaban más cerca me miraban
con preocupación. Quizás pensaban que estaba agitada por correr escaleras
abajo.
Una bondadosa señora de Budapest, un alma
sacrificada, pequeña como una niña, miope, aún fervorosa en el servicio de
Dios, de gran penetración espiritual, me dijo por la tarde en el jardín:
"Señorita, Nuestro Señor no quiere ser servido con excitación". Pero
ella advertía que otra cosa me había excitado y aún me preocupaba. Agregó,
bondadosamente: "Nada te turbe - conoces el aviso de Santa Teresa - nada
te espante. Todo pasa. Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios
basta". Mientras susurraba esto, sin adoptar un aire magisterial, parecía
estar leyendo mi alma.
"Sólo Dios basta". Sí, Él ha de
bastarme, en éste o en el otro mundo. Quiero poseerlo allí un día, por más
sacrificios que tenga que hacer aquí para vencer. No quiero caer en el
infierno.
Conclusión:
Quizás no como objeción, pero no puede
eludirse una pregunta: ¿Cómo puede haber recordado Clara con tal precisión
todas las palabras de la carta de la condenada? Respondemos: quien hace lo más,
puede hacer lo menos. Quien comienza una obra, puede también concluirla. Si la
manifestación de ultratumba es un hecho preternatural, Clara debe haber tenido
también una asistencia preternatural para escribir con exactitud todas las
palabras leídas durante la visión.
La eternidad de las penas del infierno es un
dogma. Seguramente, el más terrible de todos. Tiene su fundamento en las
Sagradas Escrituras.
De la conveniencia de ilustrar este dogma con
un caso particular, nos da ejemplo Nuestro Señor Jesucristo en la parábola del
rico Epulón y el pobre Lázaro. Allí se encuentra una descripción del infierno y
del peligro de caer en él. No es otra la intención de este trabajo. Expresa
también nuestra finalidad el siguiente consejo: "Vayamos al infierno mientras
estemos vivos, para no caer allí después de la muerte".
No hay comentarios:
Publicar un comentario