martes, 14 de diciembre de 2021

Profesión de Fe de Monseñor Lazo.

 



El 8 de mayo de 1998, el Cardenal Sin, arzobispo de Manila (Filipinas), organizó una gran reunión intercon­fesional para pedir unas elecciones pacíficas, invitando a budistas, musulmanes, protestantes, taoístas y represen­tantes de cultos indígenas a rezar en la catedral de la In­maculada Concepción, renovando así en Manila el es­cándalo de Asís.

El 17 de mayo de 1998, Monseñor Salvador Lazo, Obispo emérito de La Unión, envió una carta al Carde­nal Sin, reprochándole haber transgredido públicamente el primer mandamiento de la ley de Dios, y recordándo­le las sanciones previstas por el Código de Derecho Ca­nónico (sospecha de herejía según el canon 2316 del Có­digo de 1917... imposición de una pena justa según el mismo Código), así como la amenaza de Nuestro Señor de arrojar fuera “la sal que perdió su sabor”. Lo llama a “volver a la verdadera fe católica, la fe de un San Pío V la que venció en Lepanto, de un Pío XI que, en su encíclica «Mortalium animos» ya condenó lo que usted acaba de hacer”.

El 18 de mayo, mediante un comunicado a la prensa, anunció que el 24 de ese mismo mes iba a hacer una pro­fesión solemne de fe, dirigida a Su Santidad el Papa Juan Pablo II, en la iglesia Nuestra Señora de las Victorias, perteneciente a la Fraternidad San Pío X, e invitó a la prensa a cubrir el acontecimiento.

Ese domingo 24, luego de la Santa Misa, Monseñor Lazo realizó la siguiente profesión solemne de Fe. He aquí su texto:

 

Mi declaración de Fe

 A Su Santidad

El Papa Juan Pablo II

Obispo de Roma y Vicario de Jesucristo,

Sucesor de San Pedro, Príncipe de los Apóstoles,

Supremo Pontífice de la Iglesia universal,

Patriarca de Occidente, Primado de Italia,

Arzobispo y Metropolitano de la Provincia de Roma,

Soberano de la ciudad del Vaticano.

 Jueves de la Ascensión, 21 de mayo de 1998

Santísimo Padre,

 

En el décimo aniversario de la consagración de cuatro Obispos católicos por parte de Su Excelencia Monseñor. Marcel Lefebvre para la supervivencia de la Fe católica, declaro que, por la gracia de Dios, soy católico romano. Mi religión ha sido fundada por Jesucristo cuando dijo a Pedro: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (San Mateo, XVI, 18).

Santo Padre, mi Credo es el Credo de los apóstoles. El depósito de la Fe viene de Jesucristo y se completó con la muerte del último apóstol. Ha sido confiado a la Igle­sia católica romana para servir de guía para la salvación de las almas hasta el fin de los tiempos.

San Pablo ordenó a Timoteo: “Oh, Timoteo, conserva el depósito” (I Timoteo, VI, 20).

¡El depósito de la Fe!

Santo Padre, San Pablo parece decirme: “Guarde el de­pósito... se le ha confiado un depósito, no lo que usted vaya descubriendo. Lo ha recibido, no sacado de su propio fondo. No depende de la intervención personal, sino de la doctrina. No es para su uso privado, sino que pertenece a la Tradición pública. No viene de usted, sino que le ha llegado a usted. No puede actuar con él como si fuese usted su autor, sino solamen­te como un guardián. No es el iniciador, sino el discípulo. No le pertenece a usted el regularlo, sino el ser regulado por él” (San Vicente de Lerins, Commonitorium, nº 22).

El Santo Concilio Vaticano I enseña que “la doctrina de Fe que Dios ha revelado, no ha sido propuesta como un hallaz­go filosófico que deba ser perfeccionado por los ingenios huma­nos, sino entregada a la Esposa de Cristo como un depósito di­vino, para ser fielmente guardada e infaliblemente declarada. De ahí que también hay que mantener perpetuamente aquel sentido de los sagrados dogmas que una vez declaró la santa madre Iglesia y jamás hay que apartarse de ese sentido so pre­texto y nombre de una más alta inteligencia” (Constitución dogmática “Dei Filius”, Dz. 1800).

“No fue prometido a los sucesores de Pedro el Espíritu Santo para que por revelación suya manifestaran una nueva doctrina, sino para que, con su asistencia, santamente custo­diaran y fielmente expusieran la revelación transmitida por los Apóstoles, es decir el depósito de la fe” (Vaticano I, Constitu­ción dogmática “Pastor Aeternus”, Dz. 1836).

Además, “el poder del Papa no es ilimitado: no solamente no puede cambiar nada de lo que es de institución divina, co­mo, por ejemplo, suprimir la jurisdicción episcopal, sino que, colocado para edificar y no para destruir, por ley natural no de­be sembrar la confusión en el rebaño de Cristo” (“Diccionario de teología católica”, T. II, col. 2039-2040).

También San Pablo fortalecía así la fe de sus convertidos: "Pero, aun cuando nosotros mismos, o un ángel del cie­lo os predicase un Evangelio distinto del que os hemos anun­ciado, sea anatema" (Gálatas, I, 8).

Como Obispo católico, he aquí brevemente mi posi­ción sobre las reformas posconciliares del Concilio Vati­cano II:

Si las reformas conciliares son conformes a la volun­tad de Jesucristo, entonces colaboraré con gusto en su realización. Pero si las reformas conciliares están plani­ficadas para la destrucción de la religión católica funda­da por Jesucristo, entonces rehúso mi cooperación.

Santo Padre, en 1969 se recibió en San Fernando, dió­cesis de La Unión, una notificación de Roma. Decía que la Misa latina tridentina debía ser suprimida y que debía ser utilizado el Novus Ordo Missæ. No se daba ningu­na razón. La orden, prove­niente de Roma, fue acatada sin protestas (Roma locuta est, causa finita est).

Me jubilé en 1993, 23 años después de mi consagración episcopal. Desde mi jubila­ción he descubierto la verda­dera razón de la supresión ilegal de la Misa latina tradi­cional: la Misa antigua era un obstáculo para la introduc­ción del ecumenismo. La Mi­sa católica contenía los dog­mas católicos que los protes­tantes niegan. A fin de llegar a la unidad con las sectas protestantes, la Misa latina tridentina debía ser puesta en desuso y reemplazada por el Novus Ordo Missæ.

El Novus Ordo Missæ fue compuesto por Annibale Bugnini, un masón; seis mi­nistros protestantes ayuda­ron a Monseñor Bugnini a fa­bricarla. Los novadores se esmeraron en que ningún dogma católico que ofendiera a los oídos protestantes fuese dejado en las oraciones. Suprimieron todo lo que plenamente expresaban los dogmas católicos y lo reemplazaron por textos muy am­biguos de tendencias protestantes y herejes. Hasta han cambiado la forma de la Consagración dada por Jesucris­to. Con tales modificaciones, el nuevo rito se volvió más protestante que católico.

Los protestantes afirman que la Misa no es más que una simple cena, una simple comunión, un simple ban­quete, un memorial. El Concilio de Trento insistió en la realidad del Sacrificio de la Misa, que es la renovación incruenta del sacrificio sangriento de Cristo sobre el Cal­vario.

“Así, pues, el Dios y Señor nuestro, aunque había de ofrecerse una sola vez a sí mismo a Dios Padre en el altar de la cruz (...) ofreció a Dios Padre su cuerpo y su sangre bajo las espe­cies de pan y de vino y bajo los símbolos de esas mismas cosas, los entregó, durante la Última Cena, la noche en que librado, a fin de dejar a la Iglesia, su esposa bienamada, un sacrificio que fuese visible (como lo exige la naturaleza humana) por el cual el sacrificio sangriento cumplido una vez por todas sobre la cruz pueda ser presentado de nuevo” (Dz. 938).

 En consecuencia, la Misa es también una comunión del sacrificio que acaba de ser celebrado: un banquete donde se come la Víctima inmolada en sacrificio. Pero si no hay sacrificio, no hay comunión con él. La Misa es, primero y, ante todo, un sacrificio, y, en segundo lugar, una comunión o cena.

También se debe remarcar que, en el Novus Ordo Missæ, la presencia real de Cristo en la Eucaristía está implícitamente negada. La misma observación también es verdadera con respecto a la doctrina de la Iglesia sobre la transubstanciación.

Con relación a eso, el sa­cerdote, que antaño era un sacerdote que ofrecía un sa­crificio, en el Novus Ordo Missæ ha sido rebajado al papel de presidente de una asamblea. Para tal papel es que se presenta frente al pue­blo. En la Misa tradicional, en cambio, el sacerdote se presenta frente al sagrario y al altar, donde se encuentra Jesucristo.

Luego de haber tomado conciencia de estos cambios, he decidido dejar de decir el nuevo rito de la Misa que ha­bía dicho durante más de 27 años por obediencia a mis superiores eclesiásticos.   He vuelto a la Misa latina tridentina, porque es la Misa ins­tituida por Jesucristo en la Última Cena, la renovación incruenta del Sacrificio de Jesucristo sobre el Calvario. Esa Misa de siempre santificó la vida de millones de cris­tianos con el correr de los siglos.

Santo Padre, con todo el respeto que tengo por Usted y por la Santa Sede de San Pedro, no puedo seguir su en­señanza personal sobre la “salvación universal”: está en contradicción con las Sagradas Escrituras.

Santo Padre, ¿todos los hombres serán salvados? Je­sucristo quería que todos los hombres sean redimidos. Murió, de hecho, por todos nosotros. Sin embargo, no todos los hombres serán salvados, porque no todos los hombres cumplen las condiciones necesarias para pertenecer al número de los elegidos de Dios en el cielo.

Antes de subir al cielo, Jesucristo les confió a sus apóstoles el deber de predicar el Evangelio a toda la creación. Sus instrucciones ya indicaban que no todas las almas serían salvadas. Dice: “Id por el mundo entero, predicad el Evangelio a toda la creación. Quien creyere y fue­re bautizado, será salvo; más, quien no creyere, será condena­do” (San Marcos, XVI, 15-16).

San Pablo empleaba el mismo lenguaje para con sus convertidos: “¿No sabéis que los inicuos no heredarán el rei­no de Dios? No os hagáis ilusiones. Ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldi­cientes, ni los que viven de rapiña, heredarán el reino de Dios” (I Corintios, VI, 9-10).

Santo Padre, ¿debemos respetar a las falsas religio­nes? Jesucristo fundó una sola Iglesia en el seno de la cual se puede ser salvo: es la Santa Iglesia católica, apos­tólica y romana. Cuando enseñó todas las doctrinas y verdades necesarias para salvarse, Jesucristo no dijo: “respeten a todas las falsas religiones”. De hecho, el Hijo de Dios ha sido crucificado sobre la cruz porque en sus en­señanzas no tuvo compromisos con nadie.

En 1910, en su carta “Notre charge apostolique”, el Papa San Pío nos puso en guardia contra el espíritu in­terconfesional, que forma parte de un gran movimiento de apostasía organizado en todos los países para erigir una iglesia mundial.

El Papa León XIII advirtió que “tratar a todas las reli­giones de la misma manera (...) es algo calculado para arrui­nar toda forma de religión, y especialmente la religión católica, que por ser la verdadera no puede sin gran injusticia— ser mirada como simplemente igual a las otras religiones” (“Humanum genus”)El procedimiento va desde el catoli­cismo al protestantismo, desde el pro­testantismo al modernismo, desde el modernismo al ateísmo.

El ecumenismo, tal como se lo practi­ca hoy, se opone diametralmente a la doctrina y a la práctica católica tradicio­nales.

Rebajar la única religión verdadera, fundada por Nuestro Señor, al mismo ni­vel que las religiones falsas, obras de los hombres, es algo que los Papas en el cur­so de los siglos han prohibido estricta­mente a los católicos que lo hagan.

“Es evidente que la Sede Apostólica de ninguna manera puede tomar parte de estas asambleas (ecuménicas) y que de ninguna manera les está permitido a los católicos dar­les su aprobación o sostén a tales empresas”. (Pío XI, Mortalium animos”).

Soy partidario de la Roma eterna, la Roma de los San­tos Pedro y Pablo. No quiero seguir a la Roma masóni­ca. El Papa León XIII condenó a la masonería en su en­cíclica “Humanum genus en 1884.
No acepto tampoco a la Roma modernista. El Papa San Pío condenó al modernismo en su encíclica “Pascendi dominici gregis” en 1907.
No sirvo a la Roma controlada por los masones, que son los agentes de Lucifer, el Príncipe de los demonios.
Pero me adhiero a la Roma que conduce fielmente la Iglesia católica, a fin de cumplir la voluntad de Jesucris­to, la glorificación del Dios tres veces santo, Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Me considero feliz por haber recibido, en medio de esta crisis de la Iglesia cató­lica, la gracia de haber vuelto a la Iglesia que se adhiere a la Tradición católica. Gracias a Dios, digo de nuevo la Misa tradicional: la Misa instituida por Jesús en la Últi­ma Cena, la Misa de mi ordenación.
Que la Bienaventurada Virgen María, San José, mi santo Patrono San Antonio, San Miguel y mi Ángel de la Guarda se dignen ayudarme a permanecer fiel a la Igle­sia católica fundada por Jesucristo para la salvación de los hombres.
Ojalá obtenga yo la gracia de permanecer hasta la muerte en el seno de la Santa Iglesia católica apostólica y romana, que adhiere a las antiguas tradiciones, y que sea siempre fiel sacerdote y Obispo de Jesucristo, Hijo de Dios.

Muy respetuosamente,

Monseñor Salvador L. Lazo, DD Obispo emérito de San Fernando de La Unión. Revista “Iesus Christus” nº 59, septiembre-octubre 1998, págs. 23-25.

Mons. Lazo como obispo al redactar este testimonio de fe manifiesta su determinación firme y decidida de permanecer fiel a la Iglesia de siempre.

En estos momentos de gran confusión siempre nos son de provecho saber que otro obispo se manifestó abiertamente contra la Roma de corte modernista con esas fuertes expresiones propias de un obispo sumamente indignado.

Este testimonio adquiere mas importancia porque fue dicho a pocos días o meses de su muerte y lo manifestó públicamente sin temer a las “autoridades vaticanas” y, quizá esperaba el mismo premio de Mons, Marcel Lefebvre, la excomunión por su atrevida carta.

Para los Padres que luchamos por mantener la VERDADERA FE, la defensa de la doctrina, de la Iglesia y de la devosio a la Santísima Virgen María y, sobre todo el Santo Sacrificio de la Misa.

No nos sorprenda la redacción de esta carta en defensa de la Fe, porque la formalidad en la cual es redactada es propia de un obispo católico en donde lo “caballero no quita lo cortes”

 

 

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