martes, 28 de diciembre de 2021

LA IGLESIA DOLIENTE Y SUBLIME. MONS. MARCEL LEFEBVRE.

 


Mis amados hermanos, mis queridísimos amigos:  

Henos aquí reunidos una vez más en Econe, para participar en esta ceremonia, tan tocante, de la ordenación sacerdotal. Efectivamente si hay una ceremonia que nos hace vivir los instantes más sublimes de la Iglesia, ésa es la ordenación sacerdotal. En particular, ella nos recuerda la última Cena, en cuyo transcurso Nuestro Señor Jesucristo, hizo sacerdotes a sus apóstoles. También nos recuerda la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles el día de Pentecostés. De esa manera la Iglesia continúa y el Espíritu Santo sigue expandiéndose por mano del sucesor de los apóstoles. Hoy nos sentimos dichosos de poder conferir la ordenación sacerdotal a trece nuevos sacerdotes.

No habría tenido que haber ordenaciones sacerdotales este, año ya que como los estudios se han extendido de cinco a seis años, las consecuencias de ese cambio gravitaron sobre 1982. Pero circunstancias particulares, ocasiones especiales, han hecho que hoy ordenemos a siete diáconos de la Fraternidad y a otros seis que forman parte de diversas congregaciones hermanas, que sostienen la misma lucha, con las mismas convicciones e idéntico amor a la Iglesia. Antes de ayer he conferido la ordenación sacerdotal a dos miembros del distrito de Alemania de la Fraternidad, con lo cual el número de sacerdotes este año se eleva a quince.   

Esperemos que, por gracia de Dios y a medida que pasen los años ese número vaya en aumento, puesto que nuestros seminarios, especialmente los de Alemania y Estados Unidos, van ahora a rendir los frutos del trabajo realizado en los años precedentes.

La primera ordenación en Ridgefield (Estados Unidos) se hará el año próximo con tres nuevos sacerdotes. Lo mismo ya ha sucedido, el seminario de Zaitzkofen, en Alemania.

Debemos rezar para que Dios bendiga esos seminarios y haga que los que en ellos se preparan para el sacerdocio reciban en abundancia las gracias que necesitan.

Queridos amigos, vosotros que dentro de pocos instantes vas a ser ordenados sacerdotes, hoy más que nunca comprendéis, estáis de seguro, que esta ordenación habrá de colocaros en el corazón mismo de la obra de la Redención de Nuestro Señor Jesucristo. Por su sacrificio cumplido en la Cruz, Nuestro Señor, en cierta manera, se comprometía a hacer sacerdotes, a hacer participar de su sacerdocio eterno a aquellos que Él elegiría para continuar su sacrificio, fuente de gracias, de la Redención, porque es la gran obra de Dios. Dios creó todo para la Redención. Es su gran obra de caridad.

Dios es caridad. Todo lo que sale de Dios es caridad. Él ha querido divinizarnos, comunicarnos esa caridad inmensa en la que Él arde desde la eternidad. Ha querido comunicárnosla y lo ha hecho mediante una manifestación extraordinaria, por su Cruz, por la muerte de un Dios, por su Sangre derramada. Quiso que hombres elegidos por Él continua­sen ese Sacrificio con el fin de infundir su vida divina a las almas, de curarlas de sus defectos, de sus pecados, de comunicarles su propia Vida, para que un día esa vida nos glorifique y para que seamos glori­ficados con Dios en la eternidad. Esa es la obra de Dios.

Para eso Él ha creado todo; todo ese mundo que vemos Él lo hizo para la Cruz, lo hizo para la Redención de las almas. Lo hizo para el Santo Sacrificio de la Misa. Lo hizo para los sacerdotes. Lo hizo para que las almas puedan unirse a Él, particularmente como Víctima en la Santa Eucaristía. Se comunica a nosotros como Víctima, para que tam­bién nosotros ofrezcamos nuestras vidas con la suya y para que así par­ticipemos no sólo en nuestra Redención sino también en la Redención de las almas.

Ese plan de Dios, ese pensamiento de Dios que ha creado el mundo, es una cosa extraordinaria. Quedamos estupefactos ante ese gran mis­terio que Dios ha realizado en esta tierra. Y precisamente porque el Sacrificio de Nuestro Señor se halla en el corazón de la Iglesia, en el corazón de nuestra salvación, en el centro de nuestras almas, todo aquello que se refiere al Santo Sacrificio de la Misa nos toca profundamente, nos toca a cada uno de nosotros personalmente, porque debemos recibir la Sangre de Jesús por el Bautismo y todos los sacramentos, en particular por el sacramento de la Eucaristía, para salvar nuestras almas. Por eso sentimos tanta adhesión al Santo Sacrificio de la Misa, y más todavía desde el momento en que quiere tocársela para hacerla, supuestamente, más aceptable para los que no tienen nuestra fe, para los que no tienen la fe católica. Todos esos cambios que han sido introducidos estos últimos años en lo que tiene de más precioso la Santa Iglesia, en la liturgia, se han hecho para acercarnos a nuestros hermanos separados, es decir, a los que no tienen nuestra fe.

Entonces se ha estremecido nuestro corazón, nuestra inteligencia y se ha conmovido nuestra fe. Nos hemos preguntado: ¿Es posible que se pueda reducir esa realidad, la más grande, la más mística, la más hermosa, la más divina de nuestra Iglesia, la Santa Iglesia Católica Romana? ¿disminuirla de tal suerte que se la deje a disposición de los herejes? No hemos podido comprenderlo, y, emocionados, nos pregun­tamos cómo, realmente, algunos clérigos con ideas ajenas a la Iglesia, sin verdaderas inspiraciones del Espíritu Santo, movidos no por el Espí­ritu de Verdad sino por el espíritu del error, hayan podido ascender hasta la cumbre más alta dé la Iglesia y promulgar reformas que la destruirían. ¡Misterio insondable! ¿Cómo pudo ser? ¿Cómo Dios pudo permitir eso? ¿Cómo pudo per­mitirlo Nuestro Señor, que había hecho todas aquellas promesas a Pedro ya sus sucesores, cómo pudimos llegar a ver esa realidad en nuestra época? ¡Bienaventurados los fieles que vivieron antes que nosotros y que no tuvieron que plantearse y resolver estos problemas!

En pocas palabras, querría intentar llevar a vuestras mentes un poco de luz acerca de lo que creo debe ser nuestra línea de conducta en medio de estos acontecimientos tan dolorosos que vive la Iglesia. Me parece que esta pasión que sufre la Santa Iglesia hoy en día puede compararse con la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Sabéis cuán estupefactos se sintieron los apóstoles mismos ante Nuestro Señor ma­niatado, después de recibir el beso de la traición de Judas. Sé lo llevan, lo disfrazan con un manto escarlata, se burlan de Él, le golpean, le cargan con la Cruz y los apóstoles huyen, escandalizados. ¡No es posible! que aquel a quien Pedro proclamó: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, se vea reducido a esa indigencia, a esa humillación, a esa afrenta, ¡no es posible! Y los apóstoles huyen.

Únicamente la Virgen María con San Juan y algunas mujeres rodean a Nuestro Señor y conservan la fe; no quieren abandonarle. Saben que Nuestro Señor es verdaderamente Dios, pero saben también que es hombre. Precisamente esa unión de la divinidad con la humanidad de Nues­tro Señor es la que ha planteado problemas extraordinarios. Porque Nuestro Señor no quiso solamente ser hombre: quiso ser hombre como

nosotros, con todas las consecuencias del pecado, pero sin el pecado, exento del pecado. Sin embargo, quiso sufrir todas las consecuencias del pecado: el dolor, el cansancio, el sufrimiento, el hambre, la sed, la muerte. Hasta la muerte sí, Nuestro Señor realizó esa cosa extraordinaria que escandalizó a los apóstoles, antes de escandalizar a muchos y otros que se separaron de Nuestro Señor porque no creyeron en Su Divinidad.

En todo el curso de la historia de la Iglesia se encuentra a almas que, atónitas ante la debilidad de Nuestro Señor, no creyeron que Él era Dios. Es el caso de Arrio. Arrio se dijo: “No, no es posible, este hombre no puede ser Dios, puesto que ha dicho que Él era menos que Su Padre, que Su Padre era más grande que Él; por lo tanto, Él es menos que Su Padre. Así, pues, no es Dios. Y luego pronunció aquellas palabras sorprendentes: “Mi alma está triste hasta la muerte”. ¿Cómo , Aquel que tenía la visión beatífica, que veía a Dios en su alma humana y que, por ende, era mucho más glorioso que débil, mucho más eterno que temporal —su alma ya estaba en la eternidad, bienaventurada— podía sufrir y decir: “Mi alma está triste hasta la muerte”, y después pronunciar esas palabras inauditas que nunca hubiéramos podido imaginar en los labios de Nuestro Señor: "Señor, Señor, ¿por qué me has abandonado?” Entonces es cuando el escándalo, por desgracia, se ex­tiende entre las almas débiles y Arrio consigue que casi toda la Iglesia diga: no, esta persona no es Dios.

En cambio, otros reaccionaron y dijeron: quizá todo eso que Nuestro Señor sufrió, la sangre, las heridas, la Cruz, todo esa es pura imaginación. ¿En realidad, se trata de fenómenos exteriores que sucedieron? pero que no eran reales, algo así como lo del arcángel Rafael cuando acompañó a Tobías y le dijo después: Creíais que yo comía cuando, tomaba alimento, pero no, me nutría de un alimento espiritual. El arcángel Rafael no tenía un cuerpo como el de Nuestro Señor Jesucristo; no había sido concebido en el seno de una madre terrenal como lo había sido Nuestro Señor en el seno de la Virgen María. Dijeron que Nuestro Señor era un fenómeno como ese, y que parecía comer y no comía, que parecía sufrir y no sufría. Esos fueron los que negaron la naturaleza humana de Nuestro Señor Jesucristo, los monofisitas, los monotelitas, que negaron la naturaleza y la voluntad humana de Nuestro Señor Jesu­cristo: todo era divino en Él, y todo lo que había sucedido no era sino apariencia.

Ved las consecuencias de aquellos que se escandalizan de la rea­lidad, de la Verdad. Haría aquí una comparación con la Iglesia de hoy. Nos hemos escandalizado, sí verdaderamente escandalizado de la situa­ción de la Iglesia. Pensábamos qué la Iglesia era realmente divina, que nunca podía equivocarse y que nunca podía engañarnos.

Y en verdad es así. La Iglesia es divina; la Iglesia no puede perder la Verdad; la Iglesia custodiará siempre la Verdad eterna. Pero también es humana, y mucho más humana que Nuestro Señor Jesucristo: Nues­tro Señor no podía pecar, era el Santo, el Justo por excelencia.

La Iglesia, si es divina, y verdaderamente divina, nos proporciona todas las cosas de Dios —particularmente la Santa Eucaristía—, cosas eternas que jamás podrán cambiar, que harán la gloria de nuestras almas en él Cielo. Sí, la Iglesia es divina, pero también es humana. Está sostenida por hombres que pueden ser pecadores, que son pecadores y que, si bien participan en cierta manera de la divinidad de la Iglesia, en cierta medida —como el Papa, por ejemplo, por su infalibilidad, por el carisma de la infalibilidad participa de la divinidad de la Iglesia, no obstante seguir siendo hombre—, siguen siendo pecadores. El Papa, salvo en el caso en que usa su carisma de infalibilidad, puede equivo­carse, puede pecar.

No tenemos por qué escandalizarnos y decir, como algunos, al es­tilo de Arrio, que, entonces, no es Papa. Así decía Arrio: “No es Dios, no es verdad, Nuestro Señor no puede ser Dios”.

También nosotros nos sentimos tentados de decir: “No es Papa, no puede ser Papa si hace lo que hace”. (esto es arrianismo puro)

O si no, en cambio, como otros que divinizarían a la Iglesia al punto de que todo sería perfecto en la Iglesia, podríamos decir: “No es cuestión de que hagamos algo que se oponga a lo que viene de Roma, porque todo es divino en Roma y debemos aceptar todo lo que de allí venga”. (Monofisismo y monotelismo) Los que así dicen hacen como aquellos que decían que Nuestro Señor era de tal manera Dios que no era posible que sufriere, que todo aquello no eran sino apariencias de sufrimientos, que en realidad no sufría, que en realidad Su Sangre no manaba, que no eran sino apa­riencias que afectaban los ojos de los que Le rodeaban, pero no una realidad. Lo mismo sucede hoy en día con algunos que siguen diciendo: “No, nada puede ser humano en la Iglesia, nada puede ser imperfecto, en la Iglesia”. También esos se equivocan. No admiten la realidad de las cosas. ¿Hasta dónde puede llegar la imperfección de la Iglesia, hasta dónde puede llegar—diría yo— el pecado en la Iglesia, el pecado en la inteligencia, el pecado en el alma, el pecado en el corazón y en la voluntad? Los hechos nos lo muestran.

Hace un momento os decía que nunca nos habríamos atrevido a colocar en labios de Nuestro Señor las palabras: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Y bien, tampoco nunca habríamos pen­sado que el mal, que el error, pudieran penetrar en el seno de la Iglesia. Ahora vivimos esa época: no podemos cerrar los ojos. Los hechos se nos aparecen ante los ojos y no dependen de nosotros. Somos testigos de lo que sucede en la Iglesia, de todo lo espantoso que ha ocurrido a partir del Concilio, de las ruinas que se acumulan día tras día, año tras año en la Santa Iglesia. A medida que pasa el tiempo, más se ex­tienden los errores y más pierden los fieles la fe católica. Una encuesta hecha recientemente en Francia indicó que nada más que dos millones de franceses son todavía verdaderamente católicos en la práctica.

Estamos llegando al fin. Todo el mundo caerá en la herejía. Todo el mundo caerá en el error porque, como decía San Pío X, hay clérigos que se han infiltrado en el interior de la Iglesia y la han ocupado. Han difundido los errores gracias a los puestos claves que ocupan en la Iglesia.

Ahora bien, ¿estamos obligados a seguir el error porque nos venga por vía de autoridad? Así como no debemos obedecer a padres indig­nos que nos exijan hacer cosas indignas, así tampoco debemos obe­decer a los que nos exijan renegar de nuestra fe y abandonar toda la tradición. No hay nada que hacer. Ciertamente, es un gran misterio esa unión de la divinidad con la humanidad.

La Iglesia es divina, y la Iglesia es humana. Hasta qué punto las fallas de la humanidad pueden afectar, me atrevo a decir, la divinidad de la Iglesia, sólo Dios lo sabe. Es un gran misterio. Comprobados los hechos, debemos enfrentarlos y nunca debemos abandonar la Iglesia, la Iglesia Católica Romana; nunca debemos abandonarla, ni abandonar nunca al sucesor de San Pedro, pues por su intermedio estamos unidos a Nuestro Señor Jesucristo. Pero si, por desgracia, arrastrado por vaya a saber qué idea o qué formación o qué presión que sufriese, o por negligencia, nos abandona y nos arrastra por caminos que nos hacen perder la fe, pues entonces, no deberemos seguirlo, aunque reconozca­mos que es Pedro y que, si habla con el carisma de la infalibilidad de­bemos aceptarlo, pero cuando no hable con el carisma de la infalibilidad bien puede equivocarse, desgraciadamente. No es la primera vez que sucede una cosa así en la historia.

Nos sentimos profundamente perturbados, profundamente mortifi­cados, nosotros que tanto amamos a la Santa Iglesia, que la hemos venerado, que la veneramos siempre. Por eso existe este seminario, por amor a la Iglesia Católica Romana, y por eso existen todos esos semina­rios. Nos sentimos profundamente heridos en el amor a nuestra Madre, al pensar que, por desgracia, sus servidores ya no la sirven, e incluso la traicionan. Debemos orar, debemos sacrificarnos, debemos permanecer como la Virgen María, al pie de la Cruz, no abandonar a Nuestro Señor Jesucristo, aunque parezca que, como dice la Sagrada Escritura, "Era como un leproso” sobre la Cruz, Pues bien: la Virgen María tenía fe y detrás de esas, llagas, detrás del corazón traspasado, veía a Dios en su Hijo, su divino Hijo.

Nosotros también, a través de las llagas de la Iglesia, a través de las dificultades, de la persecución que sufrimos, inclusive por parte de aquellos que ostentan autoridad en la Iglesia, no abandonamos a la Iglesia, amamos a nuestra Santa Madre Iglesia y seguiremos sirviéndola a pesar de las autoridades, si fuera necesario. A pesar de esas autori­dades que equivocadamente nos persiguen, sigamos nuestro camino: queremos conservar la Santa Iglesia Católica Romana, queremos conti­nuarla y la continuaremos por el Sacerdocio, por el Sacerdocio de Nues­tro Señor Jesucristo, por los verdaderos sacramentos de Nuestro Señor Jesucristo, por su verdadero catecismo.

¿Por qué, mis queridos amigos? Sabéis que yo mismo, y todos mis colegas de cierta edad aquí presentes, fuimos ordenados en la Santa Misa tradicional de siempre; hemos recibido el poder de celebrar la Santa Misa y el Santo Sacrificio en el rito romano de siempre. Recordad eso: fui ordenado en ese rito y no quiero dejarlo, no quiero abandonarlo. Es la Misa en la que fui ordenado y en la que quiero seguir viviendo. Es verdaderamente la Misa de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana.

Sed fieles, fieles a vuestro Santo Sacrificio de la Misa, que os brindará tantos y tantos consuelos, tantas alegrías, tantos auxilios en vuestras dificultades, en vuestras pruebas, en las persecuciones que arros­tráis y sufrir. Hallaréis la fuerza para sufrir con Nuestro Señor Jesucristo todas esas afrentas, hallaréis esa fuerza en el Santo Sacrificio de la Misa. Al dar verdaderamente a Nuestro Señor Jesucristo en su Cuerpo, en su Sangre, en su Alma, en su Divinidad a los fieles, les daréis también el valor para seguir a la Iglesia en su tradición y para imitar los ejemplos de todos los Santos que nos han precedido, todos aquellos que han sido beatificados, canonizados, señalados como modelos de santidad en la Santa Iglesia. Ellos seguirán siendo nuestro modelo.

Que la Santísima Virgen María, en particular, sea nuestro modelo. Pidámosle hacer de vosotros, queridos amigos, sacerdotes santos, sacer­dotes como Ella lo desea. Si la invocáis en el curso de vuestra vida, os protegerá y hará de vosotros sacerdotes según el corazón de Nuestro Señor Jesucristo, su divino Hijo.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Marcel Lefebvre Arzobispo

Econe, 29 de junio de 1982.

 

 

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