BAUTIZMO DE JWSUCRISTO POR SAN JAUN BAUTISTA
Comentando el Evangelio del Segundo Domingo de
Adviento, expuse y desarrollé una interesante cuestión: ¿Se puede
afirmar que habrá “señales” que permitan discernir la proximidad de la Parusía
y que den a conocer el estado de la Fe y la situación de la Iglesia en esos
momentos? ¿Qué nos dicen la Sagrada Escritura y la Tradición al respecto?
A pesar de la extensión del sermón, con sus
citas y material para reflexionar, puede ser que haya quienes estimen que la
cuestión no queda suficientemente resuelta. Lo cual me hace recordar un famoso
texto, que quiero compartir, parafraseándolo y aplicándolo a nuestro caso. Se
trata de una Parábola… Veamos.
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Os oigo decir, con cierta especie de disgusto:
lo escrito parece muy pobre; ni corresponde a nuestra expectación, ni es capaz
de llenar nuestra curiosidad. Esperábamos noticias claras y particulares no
solamente sobre la substancia, sino también y mucho más, sobre las
circunstancias del estado de la Iglesia en los últimos tiempos. Esperábamos que
los signos y señales, no sólo se evocasen, sino que se explicasen y aclarasen
con ideas claras...
Esperábamos, por ejemplo, ver y entender
perfectamente la estructura externa de la Iglesia en aquellos momentos, sus
instituciones, su jerarquía, sus leyes, su liturgia, sus ceremonias en el rito
externo, su disciplina, la administración de los Sacramentos…
De estas preguntas podéis hacer cuantas se ofrecieren
a vuestra imaginación, pues el campo es ciertamente amplísimo; más la respuesta
a todas ellas me parece a mí tan fácil como breve y compendiosa.
Si yo respondiese que todas estas cosas las
ignoro, porque no las hallo en la Revelación, ¿quedareis por eso en derecho de
negarlo todo, incluso la substancia?
Para que podáis comprender un poco, os
propongo una Parábola, una Semejanza:
Pocos años antes del nacimiento de Jesucristo,
cuando ya todo el Imperio Romano, acabadas las guerras civiles con la muerte de
Antonio y de Cleopatra, había quedado en paz bajo Augusto, un pequeño Rabino,
reputado con razón por el ínfimo, o por uno de los ínfimos, se puso a leer y
estudiar con estudio formal los Libros Sagrados; añadiendo para su mejor
inteligencia el estudio no menos principal de cuantos escritores o
legisdoctores le fueron accesibles.
Habiendo perseverado en este estudio más de
veinte años, entendió finalmente, entre otras cosas, tres puntos capitales, o
tres misterios gravísimos, que ya instaban, o que no podían tardar mucho tiempo
según las Escrituras.
Entendió primero, con ideas claras, sin poder
ya dudarlo, que venido el Mesías (cuya venida ya instaba, conforme a las
semanas de Daniel, cap. IX) el pueblo de Dios, que tantos siglos lo había
esperado y deseado, sería su mayor enemigo; que lo perseguiría, que lo
reprobaría, que lo trataría como a uno de los más inicuos delincuentes,
poniéndolo al fin en el suplicio infame y doloroso de la cruz.
Entendió en segundo lugar que, por este sumo
delito, y mucho más por su incredulidad y obstinación, Israel, por la mayor
parte, sería reprobado de Dios y dejaría en fin de ser pueblo de Dios.
Entendió finalmente que, en lugar de Israel
inicuo e incrédulo, llamaría Dios a todas las gentes, tribus y lenguas, de
entre las cuales (las que oyesen y obedeciesen al Evangelio) sacaría otro
Israel, otro pueblo, otra iglesia suya sin comparación mayor y mejor; que en
esta iglesia, esparcida sobre la tierra (y al mismo tiempo congregada en un
solo cuerpo moral, y animada y gobernada por un mismo Espíritu de Dios), se le
ofrecería por todas partes un sacrificio de justicia limpio y puro, e
infinitamente agradable al mismo Dios; y que este sacrificio no sería ya según
el orden de Aarón… sino según el orden de Melquisedec. (Melquisedec fue rey y sacerdote de Salem o Jerusalén en tiempos de Abraham)
Sobre estos tres puntos capitales que había
entendido con ideas claras en la lectura y estudio de los Libros Santos,
escribió nuestro Rabino un opúsculo pobre y simple; más por eso mismo tan
convincente, que aun los más doctos y eruditos, que parecían ser las
columnas, no hallaron modo alguno razonable de impugnarlo directamente,
aunque lo buscaron con todo el empeño posible. ¿Por qué?
Porque citaba fielmente en todo su contexto
lugares clarísimos de la Sagrada Escritura, comenzando desde Moisés y
todos los Profetas.
Porque combinaba unos lugares con otros; y con
esta combinación hacía más patente la verdad de Dios.
Porque con esta verdad de Dios clara e
innegable convencía de arbitrarias, de impropias, de violentas, y por
consiguiente de falsas las interpretaciones que se pretendían dar a dichos
lugares clarísimos de la Escritura Santa.
No obstante; como estas ideas, aunque
concordes perfecta y manifiestamente con las Escrituras, parecían
diametralmente opuestas a las ideas vulgarmente recibidas, fue como una
consecuencia natural que se alborotasen no pocos, unos más, otros menos, según
el talento y erudición de cada uno.
Decían los más (y los menos cuerdos): ¿no es
este el ínfimo, o uno de los ínfimos entre todos nuestros escribas? Pues ¿es
creíble que este ínfimo haya venido a descubrir unos misterios tan grandes y
tan nuevos, que hasta ahora se habían ocultado a nuestros doctísimos? Y
se escandalizaban en él.
Otros, más cuerdos o más sagaces, conociendo
bien la dificultad de combatir directamente la substancia de aquel escrito (en
el cual no hallaban otra cosa que la misma Escritura fielmente citada y
combinada) se dedicaron enteramente a atacar las circunstancias.
Empezaron desde luego a oprimir al pequeño
autor con preguntas, no menos importunas que irrisorias, a las que ni él ni
otro alguno era capaz de responder.
Le preguntaban, por ejemplo:
— ¿Cómo sería este nuevo pueblo de Dios, este
nuevo Israel, o esta nueva Iglesia compuesta de tantas gentes, pueblos y
lenguas?
— ¿Cuál su orden, o su jerarquía?
— ¿Cuál sería su ciudad capital, o el centro
de unidad de una iglesia tan vasta?
— ¿Cuáles sus leyes, sus costumbres, su
disciplina, su culto exterior, su sacerdocio, sus sacrificios, sus ceremonias?
Etc. Etc.
Le instaban algunos fuertemente (y no
pocos, tentándole, para poderle acusar), que se explicase más sobre
la inteligencia literal que pretendía dar a aquel texto de Malaquías: No
está mi voluntad en vosotros…, ni recibiré ofrenda alguna de vuestra mano.
Porque desde donde nace el sol hasta donde se pone, grande es mi nombre entre
las gentes, y en todo lugar se sacrifica y ofrece a mi nombre ofrenda pura;
porque grande es mi nombre entre las gentes, dice el Señor de los ejércitos.
Le pedían, que explicase con ideas claras:
— ¿Qué sacrificio sería este?
— ¿Con qué ritos o ceremonias se ofrecería al
verdadero Dios?
— ¿Si habría en todas partes templos tan
magníficos como el de Jerusalén?
— ¿Si habría sacerdotes tomados
indiferentemente de todos los pueblos, tribus y lenguas, o de alguna tribu o
familia particular?
— ¿Qué vestidos usarían estos, así en los
templos como fuera de ellos?
— ¿Si sería obligado el nuevo Israel de Dios a
circuncidarse efectivamente y a observar toda la ley de Moisés?
— ¿Si en lugar de esta ley se daría otra y
cuál? Etc. Etc. Etc.
El pequeño escriba o Rabino, apenas digno de
este nombre, se sentía no sólo embarazado, sino oprimido con tantas preguntas.
Su respuesta a todas ellas era general (ni
podía ser de otra manera); pues el modo y las circunstancias particulares de
nuestra Iglesia presente no se hallan ciertamente en la Revelación, no obstante
que se halla clarísima toda la substancia de este gran misterio.
Así decía a grandes voces, sin temor de la
tempestad de piedras que veía en las manos de la plebe: la cosa sucederá
puntualmente, así como está escrita, pues, como dice el Señor, aunque a otro
propósito: Mi consejo subsistirá, y toda mi voluntad será hecha. Israel
dejará de ser pueblo de Dios por su incredulidad, y las gentes serán llamadas a
ocupar su lugar. El modo y circunstancias particulares, con que se obrará este
gran misterio, yo no lo sé, porque no lo hallo expreso y claro en las Sagradas
Escrituras. Sólo sé por ellas (proseguía diciendo), que el Mesías, cuando
venga, se ofrecerá a sí mismo en sacrificio a Dios su Padre por los pecados de
todo el mundo. Sólo sé que esta descendencia muy duradera, o, lo
que parece lo mismo, esta sucesión continuada de hijos de Dios, engendrados por
el Mesías mismo con su muerte dolorosísima, con su sangre y con la efusión de
su divino Espíritu, serán tantos en toda la tierra, que será imposible
numerarlos y contarlos: aquel mismo justo mi siervo justificará a
muchos con su ciencia, y él llevará sobre sí los pecados de ellos… Este rociará
muchas gentes. Sólo sé por el salmo CIX que, habiéndose ofrecido a sí
mismo por el pecado, será un Sacerdote eterno, y ya no según
el orden de Aarón, sino según el orden de Melquisedec.
De este modo respondía nuestro simple Rabino a
todas las preguntas que se le hacían, y a todas las dificultades que se le
proponían.
Y en efecto, ¿cómo era posible que un hombre
ordinario (y aunque hubiese sido de una perfecta ciencia), pudiese
responder treinta años antes del nacimiento de Jesucristo a tantas y tan
diversas preguntas sobre el modo de ser de nuestra Iglesia presente?
¿Quién podría saber entonces con ideas claras
y circunstancias individuales, lo que debía suceder en el mundo después de la
muerte del Mesías?
La substancia de este gran misterio se halla
ciertamente en las Escrituras, y nuestra propia experiencia nos lo enseña así,
y nos lo hace advertir frecuentísimamente; más las circunstancias particulares
no se hallan.
Pues, ¿cómo las podían saber ni aun sospechar,
los que vivían en Jerusalén en tiempo de Augusto?
— ¿Podría entonces probarse con algún lugar de
la Escritura, que el Mesías elegiría doce hombres humildes y simples, para
fundar su Iglesia y llamar y congregar en ella toda suerte de gentes?
— ¿Podría entonces probarse con algún lugar de
la Escritura Santa, que uno de estos simples, constituido príncipe entre todos,
sería enviado a poner su silla en la misma capital del grande y soberbio
Imperio Romano?
— ¿Que esta silla humilde se mantendría en
Roma firme e inmutable, a pesar de todas las oposiciones, contradicciones y
violencias del mayor imperio del mundo?
— ¿Que este imperio que parecía eterno, se
vería en fin precisado a ceder su puesto a la silla de un pobre pescador?
— ¿Que esta silla sería reconocida y respetada
como el verdadero centro de unidad de todos los creyentes verdaderos de todo el
orbe?
— ¿Que estos verdaderos creyentes de todo el
orbe edificarían en todas sus ciudades, en sus villas, y aun en sus campiñas,
templos innumerables para dar culto en ellos al verdadero Dios?
— ¿Que en todos estos templos innumerables se
ofrecería incesantemente a Dios vivo un sacrificio continuo;
¿esto es, el sacrificio y oblación pura de que se habla en Malaquías?
— ¿Que este sacrificio, y oblación pura no
sería otra cosa sino el mismo Cuerpo y Sangre de Cristo que se ofreció en la
cruz una vez, y esto bajo las especies de pan y vino; según el orden de
Melquisedec?
— ¿Que este sacrificio, en fin, se ofrecería a
Dios con estas, o con aquellas ceremonias?
Todas estas cosas particulares, que ahora
vemos y gozamos, ¿se podrían saber treinta años antes del nacimiento de Jesucristo,
solamente con la lección de la Ley y de los Profetas?
+++
Aplíquese entonces, la semejanza al asunto de
que ahora tratamos: ¿cuáles son las “señales” que permitan discernir la
proximidad de la Parusía y que den a conocer el estado de la Fe y la situación
de la Iglesia en esos momentos? ¿Qué nos dicen la Sagrada Escritura y la
Tradición al respecto?
La aplicación no puede ser más fácil.
A todas las preguntas que me hicieren, y a las
cuestiones y dificultades que me presentasen los sapientísimos, yo no puedo
responder de otro modo que confesando simplemente (sin tener por qué
avergonzarme de esta confesión) que las Sagradas Escrituras y la Tradición no
dicen palabra sobre las circunstancias y particulares que sucederían o
sucederán respecto de la situación de la Santa Iglesia durante la apostasía
general, cumplidos los tiempos de las naciones, llegada la conversión parcial
de los judíos, y establecido el dominio universal de las dos Bestias, el
Anticristo y el Falso Profeta.
Ignoro también el modo y circunstancias con
que deberán verificarse incluso aquellas mismas que anuncian clarísimamente las
Sagradas Escrituras y la Tradición, pero cuya substancia o misterio general
están consignadas de manera innegable.
No obstante, aun en medio de esta ignorancia y
obscuridad, en lo que toca al modo, yo pienso todo cuanto bueno puedo pensar,
así en lo moral como en lo físico; y me extiendo cuanto puedo cuando me veo
como convidado y aun excitado de las vivísimas expresiones de los Profetas de
Dios.
Habrá pues, una prueba suprema para la
Iglesia, que será una verdadera Pasión, capitaneada por el
hombre del pecado, el hijo de la perdición. Y éste, a su vez, no se
manifestará sino después de una apostasía general, y después de la desaparición
de un obstáculo providencial, es decir, la fe católica de la Iglesia Romana.
Por consiguiente, no se encontrará casi ya la
fe sobre la tierra, es decir, casi habrá desaparecido completamente de todas
las instituciones terrestres.
Finalmente, habrá para la Iglesia militante
como una verdadera derrota: “se dará a la Bestia el poder de hacer la
guerra a los santos y vencerlos” …
La Iglesia será privada de todo poder
temporal y será despojada del brillo mismo que proviene de los dones
sobrenaturales y se callarán las enseñanzas de la doctrina… (como dice San
Gregorio Magno).
En esos tiempos la Iglesia podría ser
reducida a una sola provincia… (como expresó San Roberto Bellarmino).
La Iglesia será llevada cada vez más a
proporciones simplemente domésticas e individuales… (como sentenció el
Cardenal Pie).
Ecclesia non apparebit… (según enseñó
San Agustín), es decir, la Iglesia no aparecerá, no será visible, estará
eclipsada…
Esto sucederá en los últimos tiempos, cuando
la Iglesia haya sido quitada de en medio… (como explicó San
Victorino de Pettau).
La Iglesia se dispersará, será impulsada a ir
al desierto, y será por un tiempo, como era en el principio, invisible… (como
enseñan todos los Padres de la Iglesia, según nos asegura el Cardenal Manning).
Por tanto, me admiro con grande
admiración, de ver los grandes e inútiles esfuerzos que procuráis hacer, no
digo para negar, sino para prescindir absolutamente de esta verdad de Dios, que
ya conocéis, no menos que yo; lo cual infiero evidentemente de vuestras
pretensiones, y mucho más de la ineficacia y aun frialdad extrema de vuestros
argumentos.
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Si su lectura ha llegado hasta aquí, tal vez
usted desea saber quién es el autor de la Parábola parafraseada.
Pues bien, la misma está tomada del libro del
Reverendo Padre Manuel Lacunza Venida del Mesías en Gloria y Majestad,
Tercera Parte, Capítulo XIII.
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