lunes, 30 de agosto de 2021

VANIDAD DE VANIDADES, SINO SOLO SERVIR A DIOS: SAN JAUN DE AVILA


 

SAN JUAN DE AVILA

“La vanidad es yuyo malo que envenena toda huerta, es preciso estar alerta manejando el azadón” dicho argentino.

Serviréis a, dioses ajenos de día y de noche (Jerem., 16, 13), echa Dios por maldición a los que sirven a los falsos dioses; y cúmplese muy bien en los que adoran la honra. Hablando San Juan (12, 43) de una gente principal de Jerusalén, que creyeron en Cristo, mas no osaron publicarse por suyos por respeto de los hombres, dice de ellos con gran vituperio que amaron más la honra de los hombres que la honra de Dios. Lo cual con mucha razón se puede decir de estos amadores de la honra, pues vemos que por no ser despreciados de los hombres desprecian a Dios, cuya Ley se avergüenzan de seguir, por no ser avergonzados de los hombres.

Mas hagan lo que quisieren; honren su honra basta que no puedan más; que fija y firme está la sentencia pronunciada contra ellos por Jesucristo, soberano Juez, que dice (Lc, 9, 26): Quien se avergonzare de Mí y de mis palabras, avergonzarse ha de él el Hijo de la Virgen; cuando viniere en su Majestad y de su Padre y de sus ángeles. Y entonces cantarán todos los ángeles y todos los Santos (Ps., 118, 137): Justo eres, Señor, y justos tus juicios; que, si el vil gusano se avergonzó de seguir al Rey de la Majestad, que Tú, Señor, te avergüences, siendo la misma honra y alteza, de que una cosa tan baja y tan mala esté en compañía de los tuyos y tuya. ¡Oh, con qué ímpetu (Apoc, 18, 21) será entonces echada la honra de Babilonia en los profundos infiernos, en compañía de tormentos del soberbio Lucifer, pues quisieron ser compañeros de él en la culpa de la soberbia! No se burle; nadie, ni tenga por pequeño mal el amor de la honra del mundo, pues el Señor, que escudriña los corazones, dijo a los fariseos (Jn., 5, 44): ¿Cómo podéis creer en Mí, pues que buscáis ser honrados unos de otros, y no buscáis la honra que de sólo Dios viene? Y pues este mal afecto es tan poderoso, que bastó a hacer que no creyesen en Jesucristo, ¿qué mal no podrá?, ¿y quién de él no se santiguará? Por lo cual dijo San Agustín que ninguno sabe qué fuerzas tiene para dañar el amor de la honra vana, sino aquel a quien ella hubiere movido guerra.

Mucha ayuda contra este mal nos debía ser, que la misma lumbre natural lo condene; pues nos enseña que el hombre ha de hacer obras dignas de honra, mas no por la honrar merecerla y no preciarla; y que el corazón grande debe despreciar el ser preciado y el ser despreciado; y que ninguna cosa debe tener por grande, sino la virtud.

Mas si con todo esto no tuviere el cristiano corazón para despreciar esta vanidad, alce los ojos a su Señor puesto en cruz, y verle ha tan lleno de deshonras, que, si bien se pesaren, pueden competir con la grandeza de los tormentos que recibía. Y no sin causa eligió el Señor muerte con extrema deshonra, sino porque conoció cuan poderoso tirano es el amor de la honra en el corazón de muchos; que no dudan de ponerse a la muerte, y huyen del género de la muerte, si es con deshonra. Y para darnos a entender que no nos ha de espantar lo uno ni lo otro, eligió muerte de cruz, en la cual se juntan graves dolores con excesiva deshonra.

Mirad, pues, si ojos tenéis, a Cristo estimado por el más bajo de los hombres, y aviltado (vilmemente menospreciado, afrentado) con graves deshonras; unas, que la misma muerte de cruz trae consigo, pues era la más infame de todas; y otras con que particularmente ofendieron a nuestro Señor, pues ningún género de gente quedó que no se emplease en le blasfemar, despreciar e injuriar con géneros de deshonras no vistos; y veréis cuán bien cumple lo que predicando había dicho (Jn., 8): Yo no busco mi honra. Haced vos así. Y si paras las orejas de vuestra alma has de oír con atención aquel lastimero pregón que contra la misma inocencia se dio, pregonando a Jesucristo nuestro Señor por malhechor por las calles de Jerusalén, os confundiréis vos cuando lo vieres que os honran, o cuando deseéis ser honrada; y diréis con gemido entrañable: ¡Oh Señor! ¿Vos pregonado por malo, y yo alabada por buena? ¿Qué cosa de mayor dolor? Y no sólo se os quitará la gana de la honra del mundo, más tendréis gana de ser despreciada, por ser conforme al Señor, seguir al cual, como dice la Escritura (Ecli., 23, 38), es grande honra.  Y entonces diréis con San Pablo (Gal., 6, 14): No agrade a Dios que yo me honre, sino en la cruz de Jesucristo nuestro Señor; y desearéis cumplir lo que el mismo Apóstol dice (Hebr., 13, 13): Salgamos, a Él fuera del campamento, cargados con su oprobio.

Y si es poderosa cosa el afecto de la honra vana, muy más poderosa es la medicina del ejemplo y gracia de Cristo, que de tal manera la vencen y desarraigan del corazón, que le hacen sentir que es cosa muy abominable, que viendo un cristiano al Señor de la Majestad bajarse a tales desprecios, se quede el gusano vil hinchado con amor de la honra. Por lo cual el Señor nos convida y esfuerza con su ejemplo, diciendo (Jn., 16, 33): Confiad, que yo vencí el mundo. Como si dijese: Antes que yo acá viniese, cosa grande era luchar contra el mundo engañoso, desechando lo que en él florece, y abrazando lo que él desecha; más después que contra mí puso todas sus fuerzas, inventando nuevo género de tormentos y deshonras, todo lo cual yo sufrí sin volverles el rostro, ya no solamente pareció flaco, pues encontró con quien pudo más sufrir; más aún queda vencido para vuestro provecho, pues con mi ejemplo que yo os di, y fortaleza que os gané, lo podréis ligeramente vencer, sobrepujar y hollar.

Mire el cristiano, que pues el mundo despreció al bendito Hijo de Dios, que es eterna Verdad y Bien sumo, no hay por qué nadie en nada le tenga, ni en nada le crea. Antes mirando que fue engañado en no conocer una tan clarísima luz, y en no honrar al que es verdaderísima honra; aquello repruebe el cristiano, que el mundo aprueba; y aquello precie y ame, que el mundo aborrece y desprecia; huyendo con mucho cuidado de ser preciado de aquel que a su Señor despreció; y teniendo por grande señal de ser amado de Cristo, el ser despreciado del mundo, con Él y por Él.

De lo cual resulta, que, así como los qué son de este mundo no tienen orejas para escuchar la verdad y doctrina de Dios, antes la desprecian, así el que es del bando de Cristo no las ha de tener para escuchar ni creer las mentiras del mundo. Porque ahora halagué, ahora persiga, ahora prometa, ahora amenace, ahora espante, o parezca blando, en todo se engaña y quiere engañar, y con tales ojos lo debemos mirar; pues es cierto que en tantas mentiras y falsas promesas le hemos tomado, que las medias (las medias: la mitad)) que un hombre dijese, en ninguna cosa nos fiaríamos de él, y a duras penas, aunque dijese verdad, le daríamos crédito. No es bien ni mal verdadero lo que el mundo puede hacer, pues no puede dar ni quitar la gracia de Dios. Ni aun en lo que parece que puede, no puede nada, pues que no puede llegar al cabello de nuestra cabeza sin la voluntad del Señor (Lc., 21, 18): y si otra cosa nos quisiere hacer entender, no le creamos. ¿Quién habrá ya que no ose pelear contra un enemigo qué no puede nada?

Para que mejor entendáis lo que se os ha dicho, habéis de saber que una cosa es amar la honra o estimación humana por sí misma y quedarse en ella, y esto es malo según se ha dicho, y otra cosa es cuando estas cosas se aman por algún buen fin, y esto no es malo.

Claro es que una persona que tiene mando o estado de aprovechar a otros, puede querer aquella honra y estima para tratar su oficio con mayor provecho de los otros; pues que, si tienen en poco al que manda, tendrán en poco su mandamiento, aunque sea bueno.

Y no solamente estas personas, más generalmente todo cristiano debe cumplir lo que está escrito (Eccli., 41, 15): Ten cuidado de la buena fama. No porque ha de parar en ella, más porque ha de ser tal un cristiano, que quienquiera que oyere o viere su vida, dé a Dios gloria; como la solemos dar viendo una rosa, o un árbol con fruto y frescura. Esto es lo que manda el santo Evangelio (Mí., 5, 13), que luzca nuestra luz delante de los hombres, de manera que, viendo nuestras buenas obras, den gloria al celestial Padre, del cual procede todo lo bueno.

Y este intento de la honra de Dios y de aprovechar a los prójimos movió a San Pablo (2 Cor., 4) a contar de sí mismo grandes y secretas mercedes que nuestro Señor le había hecho, sin tenerse por quebrantador de la Escritura, que dice (Prov., 27): Alábete la boca ajena, y no la tuya. Porque contaba él estas sus alabanzas tan sin pegársele nada de ellas, como si no las hablara; cumpliendo él mismo lo que había dicho a los de Corinto (1 Cor., 7), que los que tienen mujeres sean como si no las tuviesen, y los que lloran como si no llorasen, con otras cosas semejantes a éstas.

En lo cual quiere decir, que aquél provechosamente usa de lo temporal, próspero o adverso, gozoso o triste, que no se le pega el corazón a ello; más pasa por ello como por cosa vana y que presto se pasa. Y cierto, cuando San Pablo contaba estas cosas de sí, con un corazón las decía, no sólo despreciador de la honra, más amador del desprecio y deshonra por Jesucristo, cuya cruz él tenía por honra suprema. (Gal, 6, 14.) Y de estos tales corazones bien se puede fiar que reciban honra, o digan ellos cosas que aprovechen para tenerla; porque nunca harán estas cosas sino cuando fuere muy menester; para algún buen fin.

Más, así como es cosa de mucha virtud tener la cosa cómo si no la tuviesen, y no pegarse al corazón la honra que de fuera nos dan, así es cosa dificultosa y que muy pocos la alcanzan. Porque, como San Crisóstomo dice: «Andar entre honras y no pegarse al corazón del honrado, es como andar entre hermosas mujeres sin alguna vez mirarlas con ojos no castos.» Y la experiencia nos ha mostrado que las dignidades y lugares de honra

muy pocas veces han hecho de malos buenos, y muy muchas de los buenos malos; Porque para sufrir el peso de la honra y ocasiones que vienen con ella, es menester gran fuerza y virtud. Porque, según San Jerónimo dice: «Los montes más altos con mayores vientos son combatidos.» Y cierto es que se requiere mayor virtud para tener mando que para obedecer. Y no sin causa, y gran causa, nuestro soberano Maestro y Señor, que todo lo sabe, huyó de ser elegido por Rey (Jn., 6). Y pues Él no podía peligrar en estado por alto que fuese, claro está que es doctrina para nuestra flaqueza, que debe ella huir de lo peligroso, pues huyó Él, que estaba seguro.

Y si es atrevimiento muy grande, y contra el ejemplo de Cristo, recibir el estado de honra cuando lo ofrecen, ¿Qué será desearlo y qué será procurarlo? Porque para decir cuánto mal es dar dineros por ello, no hay hombre que baste. Cosa es de grandísimo espanto, que pudiendo un hombre andar seguramente por tierra llana, escoja los peligros de andar por la mar; y no con bonanza, sino con tempestades continuas. Porque, según San Gregorio dice: «¿Qué otra cosa es el poderío de la alteza sino tempestad del ánima?» Y tras estos trabajos y peligros que en lugar alto hay, sucede aquélla terrible amenaza dicha por Dios, aunque de pocos oída y sentida, (Sab., 6): Juicio durísimo será hecho en los que tienen mando. ¿Qué será esto, que siendo el juicio ordinario de Dios tal, que los más estirados en la virtud tiemblan y dicen (Sal., 142, 2): No entres en juicio con tu siervo? Señor, hay gente tan atrevida que elija entrar en juicio, no cualquiera, ¿más estrechísimo y durísimo? Y viendo que un Rey Saúl, a quien fue el reinó ofrecido de parte de Dios, sin que por ello él se ensalzase ni hiciese caso de él, y aun se escondió por no recibirlo, y fue hallado porque Dios lo manifestó (1 Reg., 10), con todo esto maltratóle tan mal la alteza de la dignidad con sus ocasiones, que habiendo precedido elegirlo Dios, y huirlo él, sucedió tan mala vida y mal fin, que debe poner temor y escarmiento a los que entran en estados de honra, aun llamados y por buena puerta, y muy mayor a los que no entran por tal.

 

 

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