domingo, 28 de marzo de 2021

LA AGONIA DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO. POR SANTO TOMAS MORO

 



La Humanidad de Cristo

 

Por lo que se refiere a Cristo nuestro Salvador, lo que ocurrió poco después muestra qué lejos estaba de dejarse arrastrar por la tristeza, el miedo o el cansancio, y no obedecer el mandato de su Padre, llevando con valentía a su término todo lo que antes temiera con miedo provechoso y prudente. Por más de una razón quiso Cristo padecer miedo y tristeza, tedio y pena. Digo que quiso, libremente, no que fue forzado, porque ¿Quién puede forzar a Dios? Él mismo dispuso de modo admirable que su divinidad moderara el influjo en su humanidad de tal modo que pudiera admitir las pasiones de nuestra frágil naturaleza humana, y padecerlas con la intensidad que Él quisiera. Como decía, quiso hacerlo así por varias razones.

La primera fue llevar a cabo aquello para lo que vino a este mundo: dar testimonio de la verdad. Pues, aunque fuera verdaderamente hombre y verdaderamente Dios no han faltado quienes, al comprobar la verdad de su naturaleza humana en su hambre, sed, sueño, cansancio y otras cosas parecidas, falsamente se persuadieron a sí mismos de que no era verdadero Dios. No me refiero a los judíos y gentiles que entonces le rechazaban, sino más bien a aquellos que mucho tiempo después, y que incluso profesaron su fe y su nombre, herejes como Arrio y seguidores de su secta, negaron que Cristo fuera consustancial con el Padre, desencadenando así contiendas en la Iglesia durante años.

Contra plagas como ésta opuso Cristo un poderoso antídoto: el depósito sin fin de sus milagros. Pero apareció un peligro igual en el otro extremo, como quien tras escapar de Scilla viene a caer en Caribdis. Hubo, en efecto, quienes fijaron su atención de tal modo en la gloria de sus señales y poderes que, ofuscados y aturdidos por aquel inmenso esplendor, acabaron negando que Cristo fuera un hombre verdadero. Aumentando el número de los que así pensaban hasta formar una secta, no cejaron en su esfuerzo por escindir la unidad santa de la Iglesia católica, destruyéndola y rompiéndola con su desgraciada sedición. Esta insensata postura, no me-nos peligrosa que falsa, buscar minar y trastocar completamente (en la medida en que pueden) el misterio de la redención del género humano. Tratan de cortar y secar la fuente de donde mana nuestra salvación, esto es, la pasión y muerte del Salvador.

Para curar esta enfermedad mortífera, el mejor y más comprensivo de los médicos quiso experimentar en sí mismo la tristeza, el cansancio, el miedo a las torturas, mostrando por medio de estos indicios de humana debilidad que era verdaderamente un hombre.

Vino además a este mundo a ganar para nosotros la alegría por su propio dolor: y ya que nuestra felicidad será consumada en el cielo tanto en el alma como en el cuerpo, quiso de esta manera padecer no sólo el dolor de la tortura corporal, sino experimentar también en su alma, y de la forma más cruda y amarga, la tristeza, el miedo y el tedio. Lo hizo en parte para unirnos más a Él, por razón de todo cuanto padecía por nosotros; y, en parte, para advertirnos cuán equivocados estamos al rechazar el dolor por su causa (ya que Él libremente so-portó tanto e inmenso dolor por la nuestra), o al tolerar de mala gana el castigo merecido por nuestros pecados: porque vemos a nuestro Salvador padeciendo por su propia voluntad toda esa gama de tormentos corporales y mentales, y no porque

los hubiera merecido por una ofensa suya, sino exclusivamente para liberarnos de la maldad que sólo nosotros cometimos.

Una última razón, y dado que nada se le ocultaba a su conocimiento eterno, se encuentra en el hecho de que sabía que habría en la Iglesia personas de diversos temperamentos y condiciones. Y aunque la sola naturaleza sin la ayuda de la gracia nada puede hacer para sobrellevar el martirio (el Apóstol dice que ni siquiera se puede exclamar «Jesús es el Señor» si no es en el Espíritu), sin embargo, Dios no da la gracia a los hombres de tal modo que se suspendan las funciones y procesos de la naturaleza. O bien permite que la naturaleza se acomode a la gracia y la sirva de tal modo que la obra buena sea hecha con más facilidad, o, caso de que la naturaleza esté dispuesta a resistir, Dios hace que esta misma resistencia, vencida y subyugada por la gracia, aumente el mérito de la obra, precisamente en razón de que era difícil de llevar a cabo.

Sabía Cristo que muchas personas de constitución débil se llenarían de terror ante el peligro de ser torturadas, y quiso darles ánimo con el ejemplo de su propio dolor, su propia tristeza, su abatimiento y miedo inigualable. De otra manera, desanimadas esas personas al comparar su propio estado temeroso con la intrépida audacia de los más fuertes mártires, podrían llegar a conceder sin más aquello que temen les será de todos modos arrebatado por la fuerza. A quien en esta situación estuviera, parece como si Cristo se sirviera de su propia agonía para hablarle con vivísima voz: - «Ten valor, tú que eres débil y flojo, y no desesperes. Estás atemorizado y triste, abatido por el cansancio y el temor al tormento. Ten confianza. Yo he vencido al mundo, y a pesar de ello sufrí mucho más por el miedo y estaba cada vez más horrorizado a medida que se avecinaba el sufrimiento. Deja que el hombre fuerte tenga como modelo mártires magnánimos, de gran valor y presencia de ánimo. Deja que se llene de alegría imitándolos. Tú, temeroso y enfermizo, tómame a Mí como modelo. Desconfiando de ti, espera en Mí. Mira cómo marcho delante de ti en este camino tan lleno de temores. Agárrate al borde de mi vestido, y sentirás fluir de él un poder que no permitirá a la sangre de tu corazón derramarse en vanos temores y angustias; hará tu ánimo más alegre, sobre todo cuando recuerdes que sigues muy de cerca mis pasos -fiel soy, y no permitiré que seas tentado más allá de tus fuerzas, sino que te daré, junto con la prueba, la gracia necesaria para soportarla-, y alegra también tu ánimo cuando recuerdes que esta tribulación leve y momentánea se convertirá en un peso de gloria inmenso. Porque los sufrimientos de aquí abajo no son comparables con la gloria futura que se manifestará en ti. Saca fuerza de la consideración de todo esto y arroja el abatimiento y la tristeza, el miedo y el cansancio, con el signo de mi cruz y como si sólo fueran vanos espectros en las tinieblas. Avanza con brío y atraviesa los obstáculos firmemente confiado en que yo te apoyaré y dirigiré tu causa hasta que seas proclamado vencedor. Te premiaré entonces con la corona de la victoria.» Entre las razones por las que nuestro Salvador tomó sobre sí mismo las pasiones de la natural debilidad humana, esta última de la que acabo de hablar no es menos digna de consideración. Quiero decir que de verdad se hizo débil por causa del débil, para poder así atender a otros hombres débiles gracias, precisamente, a su propia debilidad. Tan impresa tenía en su corazón la preocupación por nuestra felicidad que todo el proceso de su agonía no parece haber sido delineado sino para dejar bien asentada toda una disciplina de lucha y un método para el soldado que, débil y temeroso, necesita ser empujado -por así decir- al martirio.

 

¿Cómo es nuestra oración?

 

Para enseñar que en el peligro o en una dificultad que acecha hemos de pedir a otros que vigilen y

recen, poniendo al mismo tiempo nuestra confianza en sólo Dios; y también con la intención de mostrar que tomaría el cáliz amargo de la cruz Él solo, en soledad y sin otra compañía, mandó a aquellos tres Apóstoles que Él había entresacado de los once y llevado al pie de la montaña, que se quedaran allí, firmes y vigilando con Él. Después se retiró como un tiro de piedra. «Alejándose un poco adelante, se postró en tierra, caído sobre su rostro, y suplicaba que, si ser pudiese, se alejara de Él aquella hora: ¡Padre, Padre mío!, decía, todas las cosas te son posibles. Aparta de Mí este cáliz, mas no sea lo que Yo quiero, sino lo que Tú»21. Lo primero que enseña Cristo Rey, y con su propio ejemplo, a quien quiera luchar por Él es la virtud de la humildad, fundamento de las demás virtudes y que permite a uno remontarse hacia las más altas metas con paso seguro. Siendo Cristo, en cuanto Dios, igual al Padre, se presenta ante Dios Padre humildemente por ser también hombre, y se postra así en el suelo. Paremos, lector, brevemente en este lugar para contemplar con devoción a nuestro rey, postrado en tierra en esa actitud de súplica. Si hacemos esto con verdadera atención,

un rayo de aquella luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo iluminará nuestras inteligencias y veremos, reconoceremos, nos doleremos, y en algún momento llegaremos a corregir, no diré ya la negligencia, la pereza o la apatía de nuestra vida, sino la falta de sentido común, la colmada estupidez, la idiotez o insensatez con la que nos dirigimos a Dios todopoderoso. En lugar de rezar con reverencia nos acercamos a Él de mala gana, perezosamente y medio dormidos; mucho me temo que así no sólo no le complacemos y ganamos su favor, sino que le irritamos y hasta provocamos seriamente su ira.

Sería muy de desear que, alguna vez, hiciéramos un esfuerzo especial, inmediatamente después de acabar un rato de oración, para traer de nuevo a la memoria todo lo que pensamos durante el tiempo que hemos estado rezando. ¿Qué locuras y necedades veríamos allí? ¿Cuánta vana distracción y,

algunas veces, hasta asquerosidades podríamos captar? Nos quedaríamos de verdad asombrados de que todo eso fuera posible; de que, en tan corto espacio de tiempo, pudiera la imaginación disiparse por tantos lugares, tan dispares y lejanos entre sí; o entre tantos asuntos y cosas tan variopintos como carentes de importancia. Si alguien (como quien hace un experimento) se propusiera esforzar su mente para distraerse en el mayor grado posible y de la manera más desordenada, estoy seguro que no lo lograría tan bien como de hecho lo hace nuestra imaginación cuando, medio abandonada, desvaría por todas partes mientras la boca masculla las horas del oficio y otras oraciones vocales muy usadas. Así, si uno se pregunta o tiene alguna duda sobre la actividad de su mente mientras los sueños conquistan la consciencia al dormir, no encuentro mejor

comparación que ésta: su mente se ocupa de la misma manera que se ocupan las mentes de aquellos que están despiertos (si se puede decir que están «despiertos» los que de esta guisa rezan), pero cuyos pensamientos vagan descabelladamente durante la oración revoloteando con frenesí en un tropel de absurdas fantasías. Mas hay una diferencia con el que sueña dormido; porque algunas de las extrañas visiones del que sueña despierto (rezando), y que su imaginación abraza en sus viajes mientras la lengua corre por las oraciones como si fueran sonidos sin sentido, son monstruosidades tan sucias y abominables que, de haber sido vistas estando dormido, ciertamente nadie, por muy desvergonzado, se atrevería a contarlas al despertar; ni siquiera entre un grupo de golfos.

Y el viejo proverbio es sin duda verdadero: «que el rostro es el espejo del alma». En efecto, este estado de desorden e insensatez de la mente se refleja con nitidez en los ojos, en las mejillas, en los párpados y en las cejas, en las manos y en los pies, en suma, en el porte del cuerpo entero. Cuando nuestra cabeza deja de prestar atención, ocurre un fenómeno parecido con el cuerpo.

Pretendemos, por ejemplo, que la razón para llevar vestidos más ricos que los corrientes en los días de fiesta es el culto a Dios, pero la negligencia con que luego rezamos muestra claramente nuestro fracaso en el intento de encubrir el motivo verdadero, a saber, un altivo y vanidoso deseo de lucirnos delante de los demás. En nuestra dejadez y descuido tan pronto paseamos como nos sentamos en un banco; pero, incluso si rezamos de rodillas, procuramos apoyarnos sobre una sola rodilla, levantando la otra y descansando así sobre el pie; o hacemos colocar un buen almohadón bajo las rodillas, y algunas veces (depende de cuán flojos y consentidos seamos) incluso buscamos apoyar los codos sobre un almohadón confortable. Con toda esta precaución parecemos una casa ruinosa que amenaza derrumbarse de un momento a otro.

Por lo que se refiere a nuestra conducta, las mismas cosas que hacemos nos traicionan de mil maneras mostrando que la cabeza está ocupada en algo muy ajeno a la oración. Porque nos rascamos la cabeza, y limpiamos las uñas con un cortauñas, y con los dedos nos hurgamos las narices; y mientras tanto nos equivocamos en lo que hemos de responder. Al olvidar lo que hemos dicho y lo que todavía no hemos dicho, nos limitamos a adivinar a la buena ventura lo que queda por decir. ¿Acaso no nos da vergüenza rezar en estado mental y corporal tan falto de sentido común? ¿Cómo es posible que nos comportemos así en algo tan importante para nosotros como la oración? ¿De esa manera pedimos perdón por nuestras faltas suplicándole que nos libre del castigo eterno? Porque de tal modo rezamos que, incluso si no hubiéramos pecado antes, nos hacemos merecedores de castigos diez veces mayores al acercarnos a la majestad soberana de Dios con tan poco aprecio.

Imaginad, si queréis, que habéis cometido un crimen de alta traición contra un príncipe o contra alguien que tiene vuestra vida en sus manos, pero tan misericordioso que está dispuesto a calmar su indignación si os ve arrepentidos y en actitud de humilde súplica. Imaginad que está decidido a conmutar la sentencia de muerte por una multa, o incluso, a perdonar del todo la ofensa con la sola condición de que le mostréis indicios convincentes de vergüenza y dolor. Suponed ahora que, llevados ante la presencia del príncipe, os adelantáis y empezáis a hablar descuidadamente, sin interés alguno, como a quien no le importa nada lo que pasa; mientras él está quieto en su sitio y escucha con atención, vosotros os movéis paseando de aquí para allá mientras exponéis vuestra situación. Cansados de deambular os sentáis en una silla; o si la cortesía y educación exige que os rebajéis y arrodilléis en el suelo, mandáis primero que alguien venga y coloque un buen almohadón bajo las rodillas; o mejor todavía, le pedís que traiga un reclinatorio con más almohadillas para que apoyéis los codos. Luego, empezáis a bostezar, a desperezaros, a estornudar, y a escupir y eructar, sin más cuidado, los vapores de la glotonería. En fin, comportaros de tal modo que pueda el príncipe ver con claridad en vuestro rostro, en vuestra voz, en vuestros gestos y en todo vuestro porte corporal que mientras a él os dirigís estáis con la cabeza en cosa y asunto muy distinto. Decidme: ¿qué de bueno podéis esperar de tal modo de rogar?

Consideraríamos, sin duda alguna, absurdo e insensato defendernos así ante un príncipe de la tierra por un delito que pide la pena capital. Y un tal poderoso, una vez destruido nuestro cuerpo, nada más puede hacer. ¿Podremos acaso pensar que estamos en nuestro sano juicio, si habiendo sido sorprendidos en toda una reata de crímenes y pecados, pedimos perdón tan altiva y desdeñosamente al rey de reyes, a Dios mismo que tiene poder, una vez destruido en cuerpo, para

mandar cuerpo y alma juntos al infierno? No deseo que nadie interprete lo que digo pensando que prohíbo rezar paseando o estando sentado o incluso cómodamente echado. No, y, de hecho, cuánto me gustaría que cualquier cosa que hiciéramos y en cualquier postura del cuerpo, estuviéramos, al mismo tiempo, elevando constantemente nuestras mentes a Dios, que esta suerte de oración es la que más le agrada. Poco importan a dónde se dirijan nuestros pasos si nuestras cabezas están puestas en el Señor. Ni importa lo mucho que andemos porque nunca nos alejaremos bastante de Aquél que en todas partes está presente.

Mas, de la misma manera que aquel profeta dice a Dios: «Te tenía presente mientras yacía en mi lecho»22, y no se quedó contento con esto, sino que se levantó «en mitad de la noche para rendir homenaje al Señor»23, así sugeriría yo aquí que, además de lo que rezamos al andar, hagamos también aquella oración para la que hemos preparado nuestras mentes con más reflexión, y para la que disponemos nuestro cuerpo con más respeto y reverencia que si hubiéramos de presentarnos ante todos los reyes de la tierra reunidos en un mismo lugar. Con toda verdad he de afirmar que cuando pienso en nuestra disipación mental durante la oración, mi alma se duele y apesadumbra.

De todas maneras, no hay que olvidar que algunas ideas que vienen mientras rezamos han podido ser sugeridas por un espíritu del mal, o bien se han deslizado en la imaginación por el natural funcionamiento de los sentidos. Ninguna de estas distracciones, por vil y horribles que sea, es falta grave si la resistimos y rechazamos. Pero, de lo contrario, si la aceptamos con gusto o por falta de cuidado permitimos que crezca en intensidad durante un rato, no tengo la más mínima duda de que su fuerza puede llegar a aumentar de tal manera que sea fatalmente perjudicial para el alma.

Al considerar la gloria sin medida de la majestad de Dios, me veo obligado a pensar que, si estas distracciones de la mente no son delitos punibles con la muerte, se debe sólo a que Dios, en su misericordia y bondad, no quiere exigir por ellas la muerte. Porque la malicia inherente a ellas las hace merecedoras de tal castigo, y ésta es la razón: no consigo imaginar cómo tales pensamientos aparecen en la mente de los hombres mientras rezan (es decir, cuando hablan con Dios) si no es por falta de fe o porque la fe es muy débil. Si procuramos no estar en Babia al dirigirnos a un príncipe sobre algún asunto importante (o con alguno de sus ministros en posición de cierta influencia), jamás debería entonces ocurrir que la cabeza se distrajera lo más mínimo mientras hablamos con Dios. No ocurrirá esto en absoluto si creyéramos con una fe viva y fuerte que estamos en presencia de Dios. Y Dios no sólo escucha nuestras palabras y mira nuestro rostro y porte externo como lugares de donde puede colegir nuestro estado interior, sino que penetra en los rincones más secretos y recónditos del corazón, con una visión más aguda que los ojos de Linceo y que ilumina todo con el resplandor brillantísimo de su majestad. No ocurriría, repito, si creyéramos que Dios está presente. Aquel Dios en cuya gloriosa presencia todos los poderosos del mundo, en toda su gloria, deben confesar (a no ser que estén locos) no ser más que despreciables gusanos.

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