13a Rosa
41)
Honramos las perfecciones de Dios en cada palabra que decimos de la oración
dominical.
Honramos
su fecundidad con el nombre de Padre. Padre que tenéis desde la eternidad un
Hijo que es Dios como Vos mismo, eterno, consubstancial, que es una misma
esencia, una misma potencia, una misma bondad, una misma sabiduría con Vos,
Padre e Hijo que amándoos producís al Espíritu Santo, que es Dios, tres
personas adorables que son un solo Dios.
¡Padre
nuestro! Es decir, Padre de los hombres por la creación, por la conservación y
por la redención. Padre misericordioso de los pecadores. Padre amigo de los justos,
Padre magnífico
de los
bienaventurados.
Que
estás. Por esta palabra admiramos la inmensidad, la grandeza y la plenitud de
la esencia de Dios, que se llama con verdad "El que es" (3): es
decir, que existe esencialmente, necesariamente y eternamente, que es el Ser de
los seres, la causa de todos los seres; que encierra eminentemente en sí mismo
las perfecciones de todos los seres; que está en todos por su esencia,
presencia y potencia, sin estar encerrado en ellos. Honramos su sublimidad, su gloria
y majestad en estas palabras: que estás en el cielo, es decir, como sentado en
vuestro trono, ejerciendo vuestra justicia sobre todos los hombres.
Adoramos
su santidad deseando que su nombre sea santificado. Reconocemos su soberanía y la
justicia de sus leyes ansiando la llegada de su reino y que le obedezcan los
hombres en la tierra como lo hacen los ángeles en el cielo. Creemos en su
Providencia rogándole que nos dé nuestro de pan de cada día. Invocamos su
clemencia pidiéndole el perdón de nuestros pecados.
Reconocemos
su poder al rogarle que no nos deje caer en la tentación. Nos confiamos a su bondad
esperando que nos librará del mal. El Hijo de Dios, que glorificó siempre a su
Padre por sus obras, ha venido al mundo para que le glorifiquen los hombres y
les enseñó la manera de honrarle con esta oración que Él mismo se dignó
dictarles. Debemos, pues, rezarla con frecuencia, con atención y con el mismo
espíritu que Él la ha compuso.
14a Rosa
42)
Cuando rezamos atentamente esta divina oración, hacemos tantos actos de las más
elevadas virtudes cristianas cuantas palabras pronunciamos. Diciendo: Padre
nuestro, que estás en el cielo, hacemos actos de fe, adoración y humildad; y
deseando que su nombre sea santificado y glorificado, aparece en nosotros un
celo ardiente por su gloria.
Pidiéndole
la posesión de su reino, practicamos la esperanza. Deseando que se cumpla su voluntad
en la tierra como en el cielo, mostramos espíritu de perfecta obediencia. Al
pedirle el
pan
nuestro de cada día, practicamos la pobreza de espíritu y el desasimiento de
los bienes de la tierra. Rogándole que nos perdone nuestros pecados, hacemos un
acto de arrepentimiento; y perdonando a los que nos ofendieron, ejercitamos la
misericordia en su más alta perfección.
Pidiéndole
socorro en las tentaciones, hacemos actos de humildad, de prudencia y de
fortaleza.
Esperando
que nos libre del mal, practicamos la paciencia. En fin, pidiéndole todas estas
cosas no solamente para nosotros, sino también para el prójimo y para todos los
fieles de la Iglesia, hacemos oficio de verdaderos hijos de Dios, le imitamos
en la caridad, que alcanza a todos los hombres, y cumplimos el mandamiento de
amar al prójimo.
43)
Detestamos todos los pecados y observamos todos los mandamientos de Dios cuando
al rezar esta oración siente nuestro corazón de acuerdo con la lengua y no
tenemos ninguna intención contraria al sentido de estas divinas palabras. Pues
cuando reflexionamos que Dios está en el cielo -es decir, infinitamente elevado
sobre nosotros por la grandeza de su majestad-, entramos en los sentimientos
del más profundo respeto en su presencia; y, sobrecogidos de temor, huimos del
orgullo, abatiéndonos hasta el anonadamiento. Al pronunciar el nombre del Padre
recordamos que debemos la existencia a Dios por medio de nuestros padres, y del
mismo modo nuestra instrucción por medio de los maestros, que representan aquí,
para nosotros, a Dios, de quien son vivas imágenes; y nos sentimos obligados a
honrarles, o –por mejor decir- a honrar a Dios en sus personas, y nos guardamos
muy bien de despreciarlos y afligirlos.
Cuando
deseamos que el santo nombre de Dios sea glorificado, estamos muy lejos de profanarlo.
Cuando miramos el reino de Dios como nuestra herencia, renunciamos en absoluto
a los bienes de este mundo; cuando sinceramente rogamos para nuestro prójimo
los bienes que deseamos para nosotros mismos, renunciamos al odio, a la
disensión y a la envidia.
Pidiendo
a Dios nuestro pan de cada día, detestamos la gula y la voluptuosidad que se
nutren de la abundancia. Rogando a Dios verdaderamente que nos perdone como
nosotros perdonamos a nuestros deudores, reprimimos nuestra cólera y nuestra
venganza, devolvemos bien por mal y amamos a nuestros enemigos. Pidiendo a Dios
que no nos deje caer en el
pecado
en el momento de la tentación, demostramos huir de la pereza y que buscamos los
medios de combatir los vicios y buscar nuestra salvación. Rogando a Dios que
nos libre del mal, tememos su justicia y somos felices porque el temor de Dios
es el principio de la sabiduría. Por el temor de Dios evita el hombre el
pecado.
15a Rosa
44) La
salutación angélica es tan sublime, tan elevada, que el Beato Alano de la Roche
ha creído que ninguna criatura puede comprenderla y que sólo Jesucristo, hijo
de la Santísima Virgen, puede explicarla.
Tiene
origen su principal excelencia en la Santísima Virgen, a quien se dirigió, de
su fin, que fue la Encarnación del Verbo -para la cual se trajo del cielo- y
del arcángel San Gabriel, que la pronunció el primero.
La
salutación resume en la síntesis más concisa toda la teología cristiana sobre
la Santísima Virgen. Se encuentra en ella una alabanza y una invocación.
Encierra la alabanza cuanto forma la verdadera grandeza de María; la invocación
comprende todo lo que debemos pedirle y lo que de su bondad podemos alcanzar.
La Santísima Trinidad ha revelado la primera parte; Santa Isabel, iluminada por
el Espíritu Santo, añadió la segunda; y la Iglesia en el primer Concilio de Éfeso
en 430, ha puesto la conclusión, después de condenar el error de Nestorio y de
definir que la Santísima Virgen es verdaderamente Madre de Dios. El Concilio
ordenó que se invocase a la Santísima Virgen bajo esta gloriosa cualidad,
expresada por estas palabras: "Santa María, Madre de Dios, ruega por
nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte."
45) La
Santísima Virgen María fue aquella a quien se hizo esta divina salutación para
llevar a cabo el asunto más grande e importante del mundo, la Encarnación del
Verbo Eterno, la paz
entre
Dios y los hombres y la redención del género humano. Embajador de tan dichosa
nueva fue el arcángel Gabriel, uno de los primeros príncipes de la corte
celestial. La salutación angélica contiene la fe y la esperanza de los
patriarcas, de los profetas y de los apóstoles; es la constancia y la fuerza de
los mártires, la ciencia de los doctores, la perseverancia de los confesores y
la vida de los religiosos. Es el cántico nuevo de la ley de gracia, la alegría
de los ángeles y de los hombres, el terror y la confusión de los demonios.
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