lunes, 13 de abril de 2020

De cómo la Virgen María espero la Resurrección de su Hijo.



El día anterior la Virgen se había ido del huerto donde enterraron a su Hijo haciéndose a sí misma mucha fuerza para arrancarse de allí. Probablemente vivía durante aquellos días en casa del amigo de Jesús que le cedió el comedor para que celebraran la cena de pascua. Volvió aquella   tarde  camino   de  la   Ciudad. Pasó   de  nuevo  por  el Calvario y   se le removió el corazón de dolor con el recuerdo. Juan la acompañaba. Oscurecía; por las calles donde pasaban había su Hijo arrastrado su dolor con la Cruz a cuestas; pero Juan, al darse cuenta, la llevó por otro sitio a la casa. Mucha gente la reconocía, al pasar, como la Madre del Crucificado a quien vieron llorar al pie de la Cruz. Todos seguían comentando el suceso, y unos le defendían y otros le condenaban; por eso la llevó Juan por un camino más solitario, para que no oyera cosas que la harían sufrir. ¿Quién es ésa?, dirían. Es la madre de Jesús, y hablarían de ella. ¡Pobre madre!, dirían en voz baja. ¡Tener un hijo así...! Otros al verla se detendrían, y se sentirían obligados a decirle alguna palabra de consuelo. Ella lo agradecía emocionada, “guardando todas estas cosas en su corazón”. Llegaron a la casa, y allí, que nadie la miraba, rompió a llorar. Vio la mesa en que había cenado Jesús con sus discípulos, y ninguno de ellos estaba allí, sólo Juan la acompañaba. Dijo que quería retirarse a su habitación. Y se fue a rezar y a llorar a solas, puesto su corazón en Dios, en la esperanza alegre del nuevo día. Vinieron después las otras mujeres y preguntaron por ella; Juan les dijo que estaba en su cuarto y que no la molestaran. La Virgen, sola, esperaba. Sola en su fe, rezaba a Dios. “Dondequiera que esté el cuerpo, allí se congregarán las águilas”. La Virgen, como un águila real, que solía levantar su vuelo a lo más alto y mirar el sol de hito en hito, estaba ahora abrazada al amor de este cuerpo muerto de Jesús. Le parecía todavía ver a su Hijo, allí mismo, donde la noche antes se despidió de ella. Pasaba   por   su   memoria   todo   aquel   día   de   dolor,   yendo   y   viniendo   con   El   a   los tribunales,   la   presencia   de   su   Hijo   cuando   Pilatos   lo   presentó   al   pueblo   azotado, coronado de espinas, sangrando; vio la mirada de su Hijo en aquel encuentro camino del Calvario, las largas horas viéndole morir al pie de la cruz. Se repetía a sí misma la admiración por su silencio, su obediencia al Padre eterno, su amor a los hombres, y todo lo repetía admitiéndolo y grabándolo en su corazón. Recordaba toda aquella cosa extasiada, le venía a la memoria  cada detalle, y lo valoraba como se valora un tesoro, porque aquél era realmente su Tesoro. No podía hacer otra cosa si aquel era su Amor: oía sus gemidos en la Cruz, le llegaba aún   el   eco   de   sus   divinas   palabras,   y   sus   lágrimas   y   su   sangre   parecía   que   le quemaban el corazón. Sus manos y sus pies heridos cuando le bajaron de la Cruz, ¡cómo deseaba abrazarle de nuevo! ¡Pronto! Cuánto tardaban las horas en pasar. Veía cómo se llevaron sus amigos aquel cuerpo muerto, y pedía con lágrimas al Eterno Padre que lo resucitara. Sabía de su Hijo la seguridad que tenía en su Padre Dios, una vez había dicho: “Padre, Yo sé que Tú siempre me escuchas”, creía sin el  menor resquicio de duda que Jesús iba a resucitar, y su alma perdía el dolor y se alegraba en la esperanza   de ver   pronto a   su Hijo   vivo,  y   de abrazarle.   Se llenaba   de  alegría imaginándose ya al Hijo resucitado. Pero luego pensaba en los discípulos de su Hijo que habían huido, y se preocupaba por ellos,   deseaba   tenerlos   cerca,   deseaba   que   estuvieran   presentes   con   Ella   en   la Resurrección de Jesús.
Pasó la noche, y al día siguiente, sábado, decidió resolver su preocupación de la noche anterior y, con maternal solicitud, habló a sus amigas, seguidoras de Jesús. Algunas, como sabemos, eran madres de los apóstoles de Jesús: Salomé, madre de Santiago; María, madre de Santiago el menor y de José, que era discípulo, y estaba también allí la madre de Simón y de Judas Tadeo, que quizá fuera la misma María. Habló con ellas, que como madres, también sentían con la Virgen la cobardía de sus hijos. Decidieron buscarles y encontrarles. ¿Dónde estarían? Quizá  Juan lo supiera,   quizá la Virgen supiera dónde estaba Pedro, pues había ido a Ella para pedirle perdón. Todos volvieron a su Madre. Podían estar contentos y agradecidos de que fuera su Madre quien  intercedía por ellos, y   se había preocupado   de buscarles. Se   sentían avergonzados y le rogaron que perdonara su cobardía, que hablara bien de ellos a Jesús, para que también les perdonara. Su Madre empezó a hablar de otra cosa y les abrazó como a su Hijo. Ni los apóstoles ni los discípulos terminaban de creer en la Resurrección de Jesús. Pero la Virgen, que les vio tan débiles y asustados, intentó animarles y hacerles creer. No podía ver que los hombres que su Hijo había elegido para la conquista del mundo estuvieran tan acobardados y sin fe. Sabía la Virgen María que su Hijo los amaba, le habían contado que la noche del jueves mandó a los que venían a prenderle que les dejaran ir sin molestarles, y, además, había sido nombrada Madre de ellos. Ya les quería hacía tiempo, algunos incluso eran parientes suyos, ¡cómo no les iba a querer y tanto! Mientras el Señor no resucitara, ella era la encargada de esta familia. Ella tenía que proteger con su fe y su esperanza, con el amor de su Hijo, esta naciente Iglesia, débil, asustada. Nació así la Iglesia: al abrigo de nuestra Madre. Pasaron todos el sábado junto a la Virgen María, “descansaron según la Ley”. Todos querrían   saber   cómo   habían   ocurrido   las   cosas   desde   que   ellos   le   abandonaron huyendo. Y ella se lo contaría, les diría cómo su Hijo había sido afrentado y azotado por ellos, cómo había muerto por su amor, y, para animarles a creer, les diría que toda la gente se marchó del Calvario arrepentida, golpeándose el pecho, cómo el centurión romano le llamó Hijo de Dios en voz alta, les recordó que, mañana, iba a resucitar. Pero ellos no acababan de creer, aunque no dijeran nada para no herirla. La Virgen María se había como olvidado de su pena para acudir a la necesidad de los apóstoles, quería que no fueran débiles, que no tuvieran ya miedo, y les  insistía: ¡Mi hijo lo ha dicho, “al tercer día resucitaré”! Aun con todo, ellos no acababan de creer. Ella era la única luz encendida sobre la tierra,   nuestra   esperanza,   en   quien   había   nacido   la   Sabiduría.   Madre   sin   temor, amable, del buen consejo, prudente. Ella era la Virgen fuerte y fiel. Nuestra alegría. El refugio de los pecadores que no acababan de creer.
La Estrella de la mañana, radiante de alegría, vio cómo aquellas mujeres iban camino del sepulcro, aún muy “de madrugada, cuando todavía estaba oscuro”.



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