sábado, 1 de febrero de 2020

EL SANTO ABANDONO. DOM VITAL




 «pues, bien de dejaros turbar e inquietar por las tentaciones: esta turbación se ha de temer más que las mismas tentaciones. »
Es cierto que hemos de desconfiar de nuestra debilidad, y tomar todas las 
sea por el mérito que resulta de la victoria, sea aun por la humillación que os causan estas ligeras derrotas. Por lo demás, la desconfianza que os hace huir de las tentaciones deseadas por Dios, os proporciona otras más peligrosas de las que no desconfiáis, porque, por ejemplo, ¿qué tentación  más evidente y más baja que el desanimaros, y decir que jamás tendréis éxito en la vida interior?»
Es cierto también que hemos de tener un inmenso horror al pecado y la más exquisita vigilancia para huir de él; empero, no se ha de confundir la tentación con el pecado. Aun los asaltos más persistentes, la rebelión de las pasiones, las repugnancias y las inclinaciones violentas, las imaginaciones, las impresiones, todo esto puede muy bien no tener lugar sino en la parte inferior del alma sin consentimiento alguno libre de la parte superior, y por ende sin culpa alguna, y hasta puede ser muy meritorio. Cuando la tentación no es fuerte se conocemuy bien que, lejos de consentir, se la rechaza. No sucede lo mismo «cuando Dios permite que la tentación llegue a ser violenta, pues, a causa de las violentas agitaciones involuntarias en la parte inferior, la superior, experimenta no pequeña dificultad en discernir sus propios movimientos, y se queda con grandes temores y perplejidades de haber consentido. No es necesario más para envolver a las almas buenas en las penas y espantosos remordimientos, que Dios permite para probar su fidelidad. En esto, más aún que en todo lo demás, deben seguir ciegamente el parecer de los que las dirigen. Un confesor, que juzga con serenidad y sin turbación, discierne mejor la verdad. Conoce la disposición habitual de esas almas, la delicadeza de su conciencia, su  generosidad manifiesta; por este motivo, la aguda pena que experimentan después de la tentación, su excesivo temor de haber consentido, son para el confesor una prueba evidente de que no han prestado el menor consentimiento pleno y deliberado, pues no se pasa tan pronto de un supremo horror al mal a su entera aceptación, y más sin advertirlo; y, por otra parte, sabemos por experiencia que las personas que sucumben no tienen ni estos temores. Cuanto mayores sean unas y otras, más cierta es la garantía que resulta en favor de la persona tentada». El temor de estar enemistado con Dios es una pena extremadamente dura para las almas amantes.
Sucede, empero, que Dios quiere conservarlas en ella a fin de purificarías, crucificándolas y consolándolas momentáneamente por la seguridad que las da su director; a la tentación siguiente volverán a caer en las mismas perplejidades por todo el tiempo que Dios tenga a bien probarlas en el crisol de la aflicción. En esta dolorosa incertidumbre deben repetir el mismo fiat que en las otras pruebas, de las cuales quizá ésta es la más útil.
Artículo 3º.-Temor de Dios justo y sano Cometemos faltas demasiado manifiestas, y en consecuencia, Dios mismo imprime en nuestras almas un vivísimo sentimiento de nuestros pecados, de nuestras miserias, de su infinita santidad, de sus justos juicios. El alma entonces, como dejamos dicho, temblando a los pies de un Dios tres veces santo, se pregunta con dolorosa ansiedad lo que ha de ser de ella, si será posible su salvación. Cuando se prolonga y repite con frecuencia, esta visita penetrante es a la vez una gracia preciosa y un duro purgatorio. El medio de dulcificar la prueba y aprovecharse de esa luz, es conformarnos con toda confianza y generosidad con las miras de Dios, pues El se propone producir así tres efectos de la gracia, todos ellos igualmente deseables: una pureza perfecta, una profundísima humildad, y un heroico abandono.
En primer lugar, se propone completar nuestra purificación por las angustias y ansiedad del amor. Desde hace algún tiempo el alma va recordando con amargura sus pecados, los
borra, los expía, se cura de sus heridas. Ya no hay faltas habituales, las menores negligencias son combatidas, y el alma ha conseguido por fin un grado notable de pureza. Y con todo, el Dios santo y celoso la sumerge y la vuelve a sumergir en el baño del amor de arrepentimiento, para que allí se lave y se cure más y más; ¡tal es la pureza que exige para entrar en la intimidad del divino Maestro! Por lo demás, aun después de haberse desprendido por completo del pecado, quedan tendencias defectuosas que no se veían, como el buscarse a sí misma hasta en las cosas más santas, la aversión al sacrificio, el hambre de los goces delicados, el miedo a las humillaciones, la complacencia en sus méritos, la confianza en sí solo, etc. Tristes residuos del amor propio, mal tanto más funesto, cuanto que es más hábil en ocultarse y hasta en hacerse amar. ¿Quién nos lo dará a conocer y nos librará de su influencia? Nuestras prácticas diarias de oración y penitencia han dado principio a la obra; y a fin de llevarla a feliz término, Dios, que nos ama con amor más fuerte y sapientísimo, nos va a privar de sus dulzuras, va a someternos a un régimen de sufrimientos y de humillaciones interiores, escogidas y dosificadas con impecable sabiduría.
Empleará con profusión las tinieblas del espíritu, la insensibilidad del corazón, las impotencias de la voluntad, y hasta, si fuere necesario, las más humillantes tentaciones. En fin, si es de su agrado, proyectará los rayos de una luz penetrante sobre nuestras faltas y su justicia, sobre nuestras miserias y su santidad. El alma comienza por fin a conocerse y a conocer a Dios; y lo que esta visión le revela con claridad es: en nosotros, un abismo de corrupción, y en Dios, un abismo de pureza. ¿Quién podrá explicar la sorpresa de esta pobre alma, la vergüenza y horror que siente al verse tan despreciable, la necesidad que experimenta de arrojarse temblando y transida de dolor a los pies de Dios tres veces santo, con qué franqueza reconoce sus faltas, con qué sumisión acepta el castigo y cuán reconocida se muestra hacia el buen Maestro que se digna, a pesar de todo, soportarla, honrarla con celosa ternura? Siente como por instinto que Dios no ha dejado de amarla: por enojado que parezca, tan sólo persigue sus miserias y trata de desembarazarla de ellas, a fin de que sea perfectamente bella y toda para El; no hace sufrir sino para curar, sus mismos rigores sólo provienen de su ardiente amor, y nos revelan sus santos celos. Es, pues, este trabajo de la Providencia un purgatorio anticipado, doloroso, pero muy saludable, en donde nuestros pecados, nuestras imperfecciones y nuestros defectos son consumidos poco a poco como la paja en la hoguera.
Quiere también Dios elevarnos a la más alta humildad.
¡Sublime y rara virtud e infinitamente deseable! Asegúranos nuestro Padre San Benito que ella nos elevará pronto a aquel amor que arroja fuera el temor, a aquel feliz estado en que todas las virtudes se nos hacen familiares y las practica como naturalmente en el gozo del Espíritu Santo. Mas hay doce grados que subir, y algunos de ellos muy difíciles. ¿Será posible llegar a ellos sin un especial socorro de Dios? Nos los ofrece en estas penas de espíritu, especialmente en estas luces penetrantes. Cuando nos hace sentir la sequedad y falta de éxito, cuando nos entrega a las tinieblas, a la insensibilidad, a la impotencia; cuando nos hace blanco de las más rudas tentaciones, cuando imprime en nosotros el más vivo sentimiento de su justicia y de nuestras faltas, de su santidad y de nuestra corrupción, llega a ser muy fácil recibir en silencio las contrariedades y las humillaciones, conservar la alegría en cualquier abatimiento, considerarse como pobre obrero, no preferirse a nadie, ponerse de una vez en el último lugar y sin compararse con nadie. Las más bellas meditaciones sobre la humildad y todos los favores divinos no hubieran podido quizá dar el golpe de gracia a nuestro orgullo,  nos hubieran dejado quizá demasiado satisfechos de nosotros mismos; mas las pruebas y las luces de que hablamos, nos inspiran como naturalmente el temor, el desprecio, el horror de  nuestra miseria. He aquí por qué los santos en la cumbre de la misma perfección reputábanse el oprobio de los hombres, basura de la tierra, instrumentos a propósito para echar a perder la obra de Dios, pecadores

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