¡ Reee . . . boozos ! . . . ¡Re . . . boozooos finos! ¡Rebozos. . .!
Pregonando así su mercancía, pasaba un muchacho de cabellera hirsuta, rostro vivo y simpático, una blusa colgante, unos pantalones raídos, y unos zapatos que, por la abertura de la punta, dejaban asomar los dedos, y parecían también gritar: ¡ya no podemos cumplir nuestro oficio! Iba el humilde rebocero, por una calleja de Tepatitlán, pueblo del Estado de Jalisco, cercano a Guadalajara, cargando sobre el hombro una buena docena de los clásicos rebozos mexicanos, que él, con todos los de su familia que podían trabajar, fabricaba en un tallercito instalado en una infecta casa de vecindad, un tugurio estrecho y mal oliente, compuesto escasamente de tres piezas: el taller, la alcoba de toda la familia, la cocina que servía al mismo tiempo de comedor, y un patiecillo donde escarbaban el suelo unas cuantas gallinas.
A la puerta de la casa, y obstruyendo el libre paso por la calle, el jefe de la familia, don Valentín González, a su vuelta de una prisión en las tinajas de San Juan de Ulúa, y los campos de Quintana Roo, había establecido un puesto de fierros viejos y cachivaches de toda especie, con cuya venta, bien escasa por cierto, en un poblacho como aquél, sacaba algunos centavos, con los que ayudaba a lo obtenido en el trabajo de los suyos en el telar de rebocería.
El, viejo y cansado, enfermo de la malaria contraída en Quintana Roo, no podía ya trabajar de otra manera, sino sentado a la puerta de su casa, al rayo del sol, huraño, silencioso y meditabundo, cuidando su viejo bazar, y rumiando en su memoria los recuerdos de otros días más felices.
Nadie, en efecto, podía reconocer en aquel viejo arrugado, amarillo por la fiebre, y tembloroso, al valentón de otros años. Un día en que, casado ya, con la señora María Flores y con una docena de hijos de los cuales el segundo era nuestro rebocero, le había entrado en el majín el imitar al Cura Hidalgo, y hacer otra revolución de independencia, de la llamada entonces dictadura porfirista, en compañía de un grupo de vecinos tan exaltados como él montados todos en unos caballejos de mala muerte, y se le vio salir gritando por las calles de Tepatitlán: ¡Muera el mal Gobierno! El resultado fue que aprehendidos inmediatamente los alborotadores con su jefe, fueron a dar todos a las tinajas de San Juan de Ulúa.
Dejó, pues, don Valentín abandonada a su numerosa familia, y para poder subsistir se entregaron todos a la fabricación de rebozos. El hijo mayor era el jefe del taller y el segundo salía a venderlos por el pueblo y las rancherías de los alrededores.
¡Rebozos. . .! ¡ Reeeeboooo zooos . . . finos . . . ! ¡Re . . . bo . . . zoooos ! . . A la puerta de otra casona de vecindad del pueblo, dos comadres se comunicaban las noticias del día, cuando acertó a pasar junto a ellas el rebocero.
—Cómpreme usted un rebozo, doña Concha. . . —¡Adiós! ¿otro? ¡con el que te compré la semana pasada...! ¿para qué quiero dos?
—Pos entonces usted, doña Pomposa. . . —¿Yo? ¿pos no ves que traigo el mío?. . .¡ Pa lo malos y caros que son los tuyos ! . . . —¡Eso sí que no! No hay en todo Jalisco mejores rebozos que los que hacemos en casa, ni más baratos . . . —No; no, ahora no lo necesito.
—Pos entonces me voy, que tengo, que ir muy lejos, al rancho de doña Mariquita, que me va a comprar uno—. Y diciendo y haciendo, el rebocero continuó su camino, seguido por las miradas cariñosas de las dos comadres.
— ¡Has visto a Anacleto, Pomposa. . .! Dime no más; quien lo oye platicar, ni parece, y apenas se sube en un cajón, la labia tan florida que tiene! . . .
Acababa en efecto de pasar el 16 de septiembre, y en el portalillo de la plaza de Tepatitlán, se había celebrado la fiesta cívica de la patria, y el orador oficial había sido aquel muchacho rebocero, aquel Anacleto González Flores, que llegaría a ser una de las figuras más extraordinarias de la Epopeya Cristera y un mártir de Jesucristo.
No se contentaba Anacleto con el trabajo constante, humilde y saludable para el cuerpo. Tenía un alma ardiente y enamorada de ideales más grandes.
Por lo pronto aprendió uno de esos oficios o arte bella, que pule y eleva los sentimientos delicados del espíritu: la música. Y hétele aquí, que pronto formó parte de la banda del pueblo, la que los domingos y fiestas, en la plaza de Tepatitlán, deleitaba, interrumpiendo la monotonía del trabajo servil, a los buenos vecinos del pueblo. ¡La serenata de los domingos! en que Anacleto, vestido con un limpio y reluciente uniforme, tocaba en el kiosco de la plaza, junto con sus compañeros, esos danzones y polkas tan gustadas en aquellos días por nuestro pueblo, dejó en el ánimo de Anacleto un recuerdo imborrable para toda su vida, y entre pieza y pieza, acodado a la barandilla del kiosco, que fue su primera tribuna, se divertía "chuleando" a las pollas, que perifolladas con el traje dominguero, se las arreglaban admirablemente, para pasar con frecuencia cerca de aquel galán que les echaba las flores más lúcidas de su repertorio literario. Porque Anacleto era también poeta "a natura". La cultura en letras, que parecía tener, la había adquirido el pobre rebocero, en la lectura de los periódicos y revistas de la barbería del pueblo, mientras esperaba su turno para la rapada consabida por el peluquero.
Y en esa lectura había aprendido también, las parrafadas líricas de los discursos que, conociendo sus aficiones, le encomendaba el alcalde del pueblo para amenizar las fiestas oficiales de la patria.
Ya se comprenderá, que con tales maestros, su literatura era un tanto ramplona y cursi. El mismo, con su claro talento, se daba cuenta de ello, y por eso, uno de sus más ardientes deseos era estudiar, ¡estudiar! para saber, y poder hablar como los Lozano, los Urueta, los Moheno, figuras cumbres de la oratoria mexicana de aquellos días; pues las palabras relamidas y untuosas que usaba, bien comprendía que traicionaban sus ímpetus oratorios: no era sólo poeta, era orador "a natura". En resumidas cuentas un verdadero diamante en bruto, que aspiraba al pulimento conveniente, para que pudiese lanzar destellos de luz por todas sus facetas.
Pero el único centro de verdadera cultura en aquella región, era el Seminario de S. Juan de los Lagos, ciudad cercana también a Tepatitlán; y los ojos y el corazón de Anacleto estaban siempre puestos en él. ¡Si yo pudiera ir allá!; ¡si yo pudiera. . .! Mas para eso, tendría que dejar el trabajo con que ayudaba a sus hermanos y a sus padres a solventar las crisis de la vida; y luego, por módica que fuera entonces la pensión de un estudiante, era siempre un pequeño desembolso, que sus padres no podían hacer cómodamente.
No era malo el muchacho, aunque un poco distraído, y sobre todo un galanteador empedernido de cuanta pollita se presentaba a su vista; decidor, alegre, parrandero, de buena presencia, aunque el continuo inclinarse sobre los hilos del taller, le había creado una incipiente joroba hasta merecerle el primer apodo de "el camello" que le pusieron sus compañeros de parranda.
Los grandes entusiasmos que bullían en el fondo de su alma, los había dirigido a conquistar el amor de las mujeres. No que fuera uno de esos que llamamos ahora "fifíes" empalagosos y afeminados; por el contrario, la energía de su carácter, que no lograron nunca debilitar sus incesantes devaneos, se mostraba con tanta frecuencia, que insensiblemente lo hacían ya desde esta época frívola de su vida un verdadero jefe entre sus amigos, que le respetaban y temían, aun entre las efusiones de la amistad y del cariño a que se hacía acreedor por el resto de sus cualidades.
Cierto día, un misionero de Guadalajara fue invitado a dar una misión en el pueblo. Como sucede en estos casos, todo el vecindario católico acudió a la misión, y Anacleto entre ellos, no sólo por seguir la corriente, sino también por esa su afición a oír a los oradores.
Dios se valió de ello para los fines de su Providencia, porque Anacleto salió otro de la misión. Cayó entonces en la cuenta de la seriedad de la vida; de que ésta se nos da para glorificar de algún modo a Dios, y no para pasarla entre placeres y devaneos; se hizo reflexivo, piadoso, y sin disminuir en un ápice lo amable y alegre de su carácter, se resolvió a hacer algo que valiese la pena, por Dios y por la patria, tan necesitada en esos días de hombres de valer, capaces de poner un dique a las malas ideas y la corrupción de las costumbres, que podían llevarnos hasta la apostasía nacional.
Para ello, para encontrar fuerzas y luz en la empresa, que sentía como un llamamiento o vocación de Dios, hizo el propósito de asistir cotidianamente al Santo Sacrificio, y comulgar con frecuencia; propósito que nunca más dejó de cumplir.
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