Artículo 2º.- La insensibilidad del corazón, los disgustos,
etc.
La insensibilidad del corazón es una abrumadora pena, al menos para el
alma que aún no ha llegado al perfecto abandono; pero la prueba toma más
incremento, cuando a la privación del piadoso sentimiento vienen a añadirse los
disgustos, las repugnancias, las rebeliones interiores, que sobreexcitan a la
naturaleza ante los grandes sacrificios, o cuando la copa está ya llena. Nada
culpable hay en estas repugnancias y las rebeliones, con tal que se las sufra
con paciencia y la voluntad no se deje arrastrar; sólo falta entonces la
impresión sensible de la sumisión, puesto que nuestra voluntad permanece unida
a la de Dios y fiel a todos sus deberes. Recuérdese la agonía de Nuestro Señor
en el Huerto de los Olivos, y se comprenderá que la amargura del corazón y la
violencia de las angustias no son incompatibles con una sumisión perfecta. Las
rebeliones no están sino en la parte inferior, mientras que en la superior
continúa reinando la sumisión.
Guardémonos bien de creer que estas pruebas constituyen un obstáculo,
sino que por el contrario, dice el P. de Caussade, tales son las luchas íntimas
de que habla San Pablo, y después de él todos los Maestros de la vida
espiritual; tal el combate por el que el verdadero justo se sustrae al dominio
de los sentidos; tales las gloriosas victorias que nos procuran en este mundo
la paz y la sumisión relativa de la parte inferior, y en el cielo la posesión
de Dios. Se aprende en estas tempestades a desprenderse de todo, a hacer frecuentes
y penosos sacrificios, a vencerse en no pocas cosas, a practicar singularmente
la paciencia, la humildad, el abandono. Todo esto se ejecuta en la parte más
interior del espíritu casi sin nosotros conocerlo, a pesar de las apariencias,
hasta el punto de que muchas veces tenemos la sumisión creyendo no tenerla.
Lejos de ser una señal de alejamiento de Dios, estos disgustos constituyen una
gracia mucho mayor de lo que pudiéramos pensar; pues, dejándonos penetrados de
nuestra debilidad y perversidad, nos disponen a esperarlo todo de la divina
Bondad.
Nada hagamos en este estado contra las órdenes de Dios, ni nos
lamentemos desesperadamente, sino que más bien pronunciemos con humildad
nuestro fiat; ved ahí la perfecta sumisión que nace del amor y del más puro
amor. ¡Ah, sí en ocasiones
semejantes supiéramos permanecer en respetuoso silencio de fe, de adoración, de
humildad, de abandono y de sacrificio, entonces encontraríamos el gran secreto
que santifica y hasta endulza las amarguras! Es preciso ejercitarse y
formarse poco a poco, guardarse mucho de la turbación si se ha faltado, pero en
seguida volver a este filial abandono con humildad apacible y tranquila.
Entonces podemos contar con los auxilios de la gracia. Cuando Dios nos envía
grandes cruces y nos ve deseosos de soportarlas bien, no deja nunca de
sostenemos invisiblemente, de suerte que la magnitud de la prueba corra parejas
con la magnitud de la fuerza y de la paz, y aun a veces sea superada. Por lo
demás, no conviene abandonar la oración, ni suprimir nuestros actos interiores
por áridos, pobres y miserables que puedan parecer; que si no tienen sabor para
nosotros, lo tendrán muy mucho para Aquel que ve vuestra buena voluntad. ¡Felices las almas
que a ejemplo de Santa Teresa del Niño Jesús, tiene por ideal consolar a su
buen Maestro y no exigir que Él les consuele siempre!
Artículo 3º.- Las impotencias de la voluntad
¿Proviene quizá esta dificultad del agotamiento físico? El remedio
sería dar al cuerpo un poco de vigor.
Las almas menos adelantadas, los tibios y los pecadores, son
molestados en su acción por sus grandes y pequeñas pasiones: que practiquen la
penitencia y la mortificación interior y poco a poco se verán libres de sus
lazos.
Un alma que es toda de Dios, sin haber pasado aún el camino ordinario,
puede ser probada por una profunda aridez de sentimientos, por esas tinieblas y
esta insensibilidad de que hemos hablado, y esto basta para que experimente
cierta impotencia en la práctica de las virtudes, y sobre todo en la oración.
En esta alma, la impotencia para practicar las virtudes no es sino
relativa, es más aparente que real. Es ante todo una impotencia para
practicarlas con sentimiento; y por aquello de que no siente ni el amor, ni la
contrición, ni las otras virtudes, se figura que no las tiene y que no hace
nada. Pero es una ilusión: una cosa es, según queda dicho, producir actos buenos,
y otra sentir su impresión. Dios pide las obras, mas no exige el sentimiento.
Es más: si permaneces fiel a todos los deberes sin el apoyo de los consuelos y
dulzuras, la buena voluntad es más agradable a Dios y más meritoria para nosotros,
porque ha sido necesario más espíritu de sacrificio.
Quizá exista aún alguna otra causa de ilusión: se habían formado
grandes proyectos, soñado con virtudes heroicas, acariciado un ideal más o
menos quimérico. Al no conseguir dicho objeto, se desvanecen vanas esperanzas y
nos despojamos un poco de nuestro orgullo. Lejos de contristamos por ello,
habíamos de bendecir a Dios que nos conserva en la humildad y nos llama a la
realidad. A pesar de todas las decepciones de este género, una cosa seguirá
siendo enteramente posible, y es lo que forma la esencia de la santificación,
es decir, la guarda de las leyes de Dios y de la Iglesia, y nuestras
obligaciones. Un religioso observará siempre sus votos, amará su Regla,
obedecerá a sus Superiores, vivirá en paz con sus hermanos, gobernará sus pasiones,
ofrecerá a Dios sus actos, soportará con paciencia sus penas, y de esta manera
atesorará un caudal inapreciable de virtudes y méritos. ¿Qué más se necesita?
Este es el verdadero camino de la perfección, camino enteramente seguro y que
nos ofrece horizontes dilatados.
La impotencia puede manifestarse sobre todo con respecto a los actos
interiores y a la oración, y aun aquí no es sino relativa. «Siéntese el alma
-dice San Alfonso- como incapaz de elevarse a Dios y de producir acto alguno de
caridad, de contrición, de resignación. Pero, ¿qué importa? Basta hacer un
ensayo, aunque sólo sea con la parte superior de la voluntad. Entonces, por más
que estos actos estén para vos desprovistos de fervor y de gusto y hasta parezcan
impracticables, Dios los acepta y los tiene por agradables. Sin embargo, aun en
medio de esta oscuridad, una cosa es todavía posible: anonadarnos delante de
Dios, confesar nuestra miseria arrojándonos en el seno de su misericordia. Y después,
no olvidemos que es preciso orar en cualquier estado en que nos encontremos; en
las tinieblas y en la luz es preciso clamar a Dios: Señor, conducidme por el
camino que os plazca, y haced que cumpla vuestra voluntad, pues no quiero otra
cosa.»
Si apenas acertamos a expresar nuestros deseos, palabras y
sentimientos, podemos al menos mantenernos con espíritu de fe en la presencia
de Dios con un real deseo de recibir su gracia según nuestras necesidades, lo
que constituye una verdadera oración, porque Dios ve la preparación de nuestro corazón,
y entiende lo que nosotros no sabemos decirle. En una palabra, nuestra impotencia se refiere
tan sólo a lo que Dios no quiere de nosotros en este momento, y por tanto, no nos
sería conveniente salir airosos como fuera nuestro deseo.
Quizá el buen Maestro quiere tan sólo probarnos para que arraiguemos
más hondo en la humildad, en el desasimiento, en el santo abandono. Para esto,
suprimirá las consolaciones sensibles y las dulzuras espirituales,
reemplazándolas con la oscuridad, con la insensibilidad, y aun con el hastío.
Nos convendrá mantenernos constantes en nuestro deber, no descuidar la oración,
sino soportar animosamente la prueba, atenuándola, si es posible, por medio de
un libro y otras piadosas prácticas que la experiencia sugiera. Quizá Dios se proponga
hacernos pasar de estas vías comunes a las místicas. Al intento nos hará
suprimir poco a poco los actos discursivos, metódicos, complicados y variados,
para encaminarnos hacia una oración de simple mirada con actos más breves y
menos variados, o en un amoroso silencio. Esta operación divina es una
preciosísima gracia y, muy lejos de contrariaría, prestémonos a ella con
docilidad llena de confianza. Más convendrá buscar en algún buen libro, y con preferencia
en un director experimentado, las luces y la dirección que son entonces
particularmente necesarias.
En todo caso, es una excelente ocasión de progreso espiritual y
abandono filial. «No os alarméis -dice el P. de Caussade- lejos estáis de
perder el tiempo en la oración; la podréis hacer más sosegada, pero no más
meritoria ni más útil, porque la oración de sufrimiento y anonadamiento, si
bien es la más dolorosa, es también la
que más purifica el alma y la que nos hace morir antes a nosotros mismos, para
no vivir sino en Dios y para Dios. ¡Cuánto me agradan esas oraciones en las que os mantenéis en
presencia de Dios como un jumento, insensible a todo y oprimido bajo el peso de
todo género de tentaciones! ¡Qué cosa más a propósito para humillar, confundir,
anonadar vuestra alma delante de Dios! Eso
es lo que Él se propone, y adonde conducen estas aparentes miserias. Con tal
que no sea un obstáculo para cumplir vuestros ejercicios de piedad, habéis de
considerar esa estupidez como una prueba a que Dios os somete, y que os es
común con casi todos los santos. Sed fiel, que en su aceptación hallaréis un
ejercicio muy meritorio de paciencia, de sumisión, de humildad interior, y no
puede ser perjudicial sino al amor propio que muere poco a poco, y se aniquila
por este medio más eficazmente que con todas las mortificaciones exteriores...
Jamás se llega a la entera desconfianza de sí mismos y a una perfecta confianza
en Dios, sino después de haber pasado por estos diversos estados de completa insensibilidad
y absoluta impotencia. ¡Dichosos estados que producen tan maravillosos
efectos...! No hay sacrificio, por otra parte, que Dios acepte con mayor
complacencia que esta entera donación de un corazón destrozado y anonadado; es en
verdad el holocausto de agradable olor. Las oraciones más dulces y más
fervientes, las más rigurosas mortificaciones voluntarias nada tienen de
comparable, ni que se le acerquen.»
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