El santo Job y sus tres compañeros
12. LAS TINIEBLAS, LA INSENSIBILIDAD, ETC.
Parécenos
haber dicho lo bastante respecto a las penas interiores, pero como quiera que
vienen a constituir la más pesada de las pruebas, nunca se estará sobradamente armado
para aguantar el choque. Aun a riesgo de repetirnos, vamos a considerar con
brevedad sus formas más dolorosas: las tinieblas del
espíritu, la insensibilidad del corazón, la impotencia de la voluntad, y como
consecuencia, la pobreza espiritual.
Provienen
a veces estas penas del agotamiento físico, y el
remedio será entonces proporcionar al cuerpo algo más de vigor. También pueden
tener por causa la tibieza de la voluntad y el
hábito del pecado. Estos dos azotes tienen el triste secreto de robar
progresivamente la luz, la delicadeza, la fuerza y la abundancia, y de conducir
a la ceguera, al endurecimiento, al entorpecimiento y a la miseria. Más en este
caso, es la voluntad lo que se ha desviado: sin energía ya para cumplir el
deber, ha dejado a la negligencia mezclarse en todo, lo mismo en las oraciones
que en el trabajo interior y que en las obligaciones diarias, todo lo ha
estragado la pereza.
¡Que el tibio y el
pecador sacudan sin dilación este entorpecimiento de muerte y se apresuren a
volver al fervor! : es todo lo que
hemos de decirles. - Empero, las penas de que hablamos pueden ser
involuntarias. El alma continúa siendo realmente generosa, y como no se siente movida por la devoción sensible,
parécele hallarse sin fuerzas y sin vida, y no experimenta la impresión de
hallar a Dios y gozar de su dulce presencia en la medida de sus deseos. Con
todo, le busca lo mejor que puede, hace lo que está de su parte en la oración y
fuera de ella, cueste lo que cueste y sin dejarse arredrar por la fatiga.
Evidentemente el resultado no parece glorioso, por más que la voluntad no se
separa un punto del deber. A estas almas generosas es a quienes nos dirigimos para
decirles: «¡Paz a los hombres de buena voluntad! » Dios
sólo es la causa de vuestro dolor; poneos por completo en sus manos y soportad
con confianza su operación dolorosa, pero llena de vida.
Artículo 1º.- Las tinieblas del espíritu
Somos
«hijos de la luz», y debemos amar la luz. Nunca poseeremos con sobrada
abundancia la ciencia de los santos, nunca nuestra fe será suficientemente
clara, sino que, por el contrario, quedará siempre oscura aquí abajo, sin
llegar a ser clara visión. Sin embargo, la sombra disminuye, la luz aumenta con el
estudio y la meditación, y mejor aún, a medida que el alma se hace más pura y
se une más a Dios. Asimismo en nuestra conducta preferimos con razón
el camino de la luz, por cuyo medio se ve con claridad el deber. ¡Es tan dulce
y tan animosa la seguridad de que se hace la voluntad de Dios! Mas el Señor no
quiere que siempre tengamos esta consolación. «Hoy -dice el venerable Luis de Blosio- el Sol
de justicia extiende sus rayos sobre nuestra alma, disipa sus tinieblas, calma
sus tempestades, os comunica una dichosa tranquilidad; pero si este astro
brillante quiere ocultar su luz, ¿quién le forzará a esparcirla? Pues no dudéis
que se oculta algunas veces, y preparaos para estos momentos de oscuridad en
que, desapareciendo estas divinas claridades, quedaréis sumergidos en las
tinieblas, en la turbación y en la agitación.»
La
sequedad obstinada llega a ser una verdadera noche, a medida que los
pensamientos vienen a ser más claros y los afectos más áridos. Dios cuenta con
otros muchos medios para producir las tinieblas y hacerlas tan densas como le agrade,
sea que se trate de nuestra vida interior o de la conducta del prójimo. Aterrada, desconcertada, el alma se preguntará si quizá Dios
se habrá retirado descontento. Le parecerá que son inútiles sus
trabajos, y que no adelanta ni en la virtud ni en la oración, y hasta es
posible que el tentador abuse de esta dolorosa prueba para dar sus más
terribles asaltos. Y «como por una parte -dice San Alfonso- las sugestiones del
demonio son violentas, y la concupiscencia está excitada, y por otra, el alma
en medio de esta oscuridad, sea cualquiera la resistencia de la voluntad, no
sabe con todo discernir suficientemente si resiste como debe, o si consiente en
las tentaciones, teme más y más haber perdido a Dios y hallarse por justo
castigo de sus infidelidades en estos combates, abandonada por completo de El».
Si pruebas de este género se repiten y se prolongan, pueden llegar a
concebir crueles inquietudes aun respecto a su eterna salvación.
Alma
de buena voluntad, ¿por
qué tales temores? Dios ve el fondo de los corazones, ¿y va a ignorar que
deseáis ser toda suya, y que vuestro único deseo es agradarle? ¿Ha cesado El de ser
la bondad misma? En el fondo de sus amorosos
rigores, ¿no veis su apasionada ternura santamente celosa de poseeros por
completo? Sea que castigue vuestras infidelidades o que acumule pruebas,
siempre es su corazón quien dirige a su mano. Tiene, empero, para con vos ese
amor sabio y fuerte que prefiere la eternidad al tiempo, el cielo a la tierra;
se propone haceros andar lo más posible por los caminos de la santidad. Son, pues, sus
rigores la prueba de su amor, así como también la señal de su confianza.
Cuando erais débiles aún, os atraía por medio de las caricias y tomaba mil
precauciones, pero entre tantas dulzuras y miramientos no hubierais muerto vos
mismo. Ahora que habéis cobrado fuerzas, deja de echar mano de ellos; «os priva de sus consolaciones,
a fin de elevaros sobre la grosería de los sentidos y uniros a Sí de modo más
excelente, más íntimo y más sólido mediante la fe pura y el puro espíritu. Para
que esta purificación sea completa, es necesario que las privaciones se unan a
los sufrimientos, al menos interiores, a las tentaciones, a las angustias, a
las impotencias que a veces llegan hasta una especie de agonía. Todo esto sirve
maravillosamente para librar al alma de su amor propio».
Después
de esta advertencia general, examinaremos brevemente las principales pruebas de
este género.
Desde
luego, se ofrece la incertidumbre sobre el valor de nuestras oraciones, que nos
parecen insignificantes.
Busquemos
los medios de conservarnos atentos a Dios y hagamos cuanto esté de nuestra
parte, pues El sabrá entender lo que hemos sabido decirle, y aceptará con
agrado nuestra buena voluntad, y con ella se dará por satisfecho; que si es
verdad que exige los esfuerzos, no pide, sin embargo, el éxito. La oración hecha en estas condiciones será sin consolación, más
no sin fruto: puesto que es poderosa para mantenernos fieles a todos
nuestros deberes, ilumina y alimenta más de lo que cabe pensar. Por lo demás, «la experiencia me
ha enseñado -dice el P. de Caussade- que todas las personas de buena voluntad
que se lamentan de esta suerte, saben orar mejor que las otras, porque su
oración es más sencilla y más humilde».
Existe
además la incertidumbre sobre el valor de nuestros actos de virtud. Mas «una cosa es-dice
San Alfonso- hacer un buen acto: como rechazar la tentación, esperar en Dios, amarle,
querer lo que El quiere, y otra conocer que se hace efectivamente este acto
bueno. Este segundo punto, o sea, el conocimiento que tenemos de haber hecho
algún bien, nos produce un gozo, pero el mérito del acto radica en el primero, es
decir, en la ejecución de la buena obra. Se contenta, pues, Dios con el
primero, y priva al alma del segundo, para quitarle toda satisfacción que nada
añade al valor del acto, y El prefiere nuestro mérito a nuestra satisfacción».
A Santa Juana de Chantal, que sufría terriblemente con esta pena, la consolaba
San Francisco de Sales en estos términos: « El punto culminante de la santa
religión es contentarse con actos desnudos, secos e insensibles, ejercitados
por la sola voluntad superior. Hemos de adorar la amable Providencia y
arrojarnos en sus brazos y en su regazo amoroso. Señor, si tal es vuestro beneplácito
que yo no tenga gusto alguno por la práctica de las virtudes que vuestra gracia
me ha otorgado, me someto a ello plenamente, aunque sea contra los sentimientos
de mi voluntad; no quiero satisfacción de mi fe, ni de mi esperanza ni de mi
caridad, sino poder decir en verdad, aunque sin gusto y sin sentimiento, que
moriría antes que abandonar mi fe, mi esperanza y mi caridad.»
Otra
incertidumbre versa sobre la victoria en las tentaciones, la cual es más penosa
que el mismo combate, aunque éste hubiese sido tan tenaz y persistente que
rayase en la obsesión. Que las almas de buena voluntad
cobren ánimo y se tranquilicen: en los sentidos y en la imaginación pueden
pasar multitud de cosas que no son actos voluntarios,
en los que, por consiguiente, no hay pecado. Se
habrá resistido como se debía, mas las tinieblas en que el alma se halla
impiden ver con claridad lo que ha sucedido. La voluntad, sin embargo, no ha
cambiado, y pronto lo sabrá por experiencia: se ofrece la ocasión de ofender a
Dios por un simple pecado venial deliberado y huirá de él cuidadosamente, y
preferiría mil muertes antes que cometerlo. Debe bastarnos haber velado, orado,
luchado generosamente, sin que haya necesidad de estar completamente seguros de
haber cumplido con el deber; y a veces, aun nos será provechoso no tener esta
seguridad, pues en ello ganará no poco la humildad. Este fondo de corrupción
que llevamos dentro de nosotros mismos, que sin la gracia de Dios nos conduciría a los desórdenes
más espantosos, quiere el Señor hacérnosle sentir por experiencias mil
veces repetidas. La evidencia de la victoria aminoraría la humillación, hasta
pudiera poner en peligro la humildad, y Dios, dejándonos en la incertidumbre,
refuerza la humillación y protege la humildad. Dura es la prueba, pero nos ofrece la
incomparable ventaja de establecer sólidamente una virtud que es la base de la
perfección.
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