viernes, 25 de octubre de 2019

UNA LECCION DE VALENTIA Y FE DE LOS MARTIRES DESDE LOS APOSTOLES HASTA NUESTROS DIAS.


SAN SEBASTIAN MARTIR
Desde los Apóstoles a la fecha, la Iglesia Católica, juntamente con el dolor que le causa la pérdida de sus buenos hijos, de sus mejores hijos, en medio de tormentos a veces espantosos sobre toda ponderación, se regocija intensamente tanto por la gloria y felicidad que para ellos significa su martirio, como por el testimonio irrecusable que dan con él de la verdad de su fe divina.
Díjose alguna vez, y yo recuerdo bien haberlo leído en letras de molde, que la época de los mártires ya había pasado, con la tolerancia religiosa que trajeron a este mundo las ideas de la Revolución Francesa. ¡Qué sarcasmo! Nunca, en los veinte siglos de su historia, la Iglesia Católica ha dejado de tener este testimonio augusto de su verdad. La misma Revolución Francesa, como bien lo sabemos, hizo innumerables mártires católicos, que no murieron por otra cosa, que por su catolicismo. ¿Qué otro motivo de conspiración o rebeldía pudieron alegar en contra de aquellas santas Carmelitas de Compiegne, guillotinadas por los feroces revolucionarios, si no era el de su fe católica; y de tantos sacerdotes "septembrizados", por los conspiradores contra el orden cristiano de las sociedades? Si se hubieran unido a los errores en la fe de los Sieyes y Gregoire, aquellos miembros del clero francés, a pesar de formar parte como ésos, en las filas del sacerdocio católico, no lo hubieran pasado mal. Pero fue el odio a la fe de Jesucristo, in odium fidei, lo que llevó a tantos católicos de Francia a la guillotina.
Hoy, en pleno siglo veinte, la lista de los mártires católicos que mueren por su fe ha aumentado considerablemente. Un nuevo martirologio se está escribiendo, con la sangre pura y generosa de los hijos de la Iglesia, víctimas de la misma conspiración, que se disfrazó en la Revolución francesa de "liberalismo" y hoy se disfraza de "comunismo". No hay un solo pueblo en donde haya sentado sus reales el comunismo, que no haya sido ensangrentado por los martirios de católicos, que no pueden estar de acuerdo con los intentos, aun disfrazados de redención a los trabajadores, de esta ya secular conspiración contra Jesucristo, su Iglesia y su doctrina salvadora.
Antes de recoger en estas páginas, como pienso hacerlo con el favor de Dios, los elogios de los mártires de esta primera mitad del siglo veinte, quisiera, ante todo, poner bien en claro cómo el martirio de los hijos de la Iglesia Católica, y no otro ninguno, es un testimonio apologético de la verdad de la doctrina y divinidad de la Iglesia.
Porque hay no pocos escritores y doctores, aun católicos, que niegan ese valor apologético al martirio católico, fundándose en argumentos especiosos que es preciso destruir.
"Si el martirio de los católicos es una prueba de la verdad de su fe, dicen, entonces tenemos que admitir, que el martirio de los paganos, de los herejes y de los judíos, que han tenido también sus mártires, como consta de la historia, prueba la verdad de todas esas religiones y de su fe. Pero como esas religiones profesan doctrinas de fe contrarias entre sí, tendríamos que admitir el que dos cosas contrarias en sí, son verdaderas al mismo tiempo; lo cual es un absurdo. Por consiguiente, el martirio no prueba nada, si no es a lo más el valor individual de cada mártir para confesar su propia fe, aun en medio de los tormentos y la muerte".
Para resolver esta objeción aparentemente formidable, tenemos que hacer varias distinciones, que precisen el concepto de martirio.
La Iglesia Católica reconoce que hay dos clases de martirio verdadero: el martirio teológico y el martirio filosófico, o sea, como dice Benedicto XIV el martirio coram Deo (delante de Dios) y el martirio coram Ecclesia (o delante de la Iglesia). El martirio teológico o coram Deo, es el que tiene el mérito salvífico ante Dios, o sea que, como bautismo de sangre, Dios premia con la salvación del mártir. El martirio filosófico o coram Ecclesia, es el que teniendo el mérito del anterior, tiene además el valor apologético de la demostración de la verdad de la fe, por que muere el mártir.
Hay casos en que un armenio cismático ha sido martirizado por los mahometanos por no  querer renegar de la divinidad de Jesucristo. Este hombre fue, pues, martirizado, no por su fe en conjunto, sino por una verdad que la herejía o el cisma ha conservado de la doctrina y fe católica. Y si tuvo esa gracia del martirio, que le dio sin duda la salvación de su alma, fue porque Dios mismo le dio grandes auxilios de fortaleza de ánimo, que no le hubiera dado, sin que en el resto de su herejía estuviera de buena fe, es decir si fuera culpable realmente de ser hereje o cismático. Pero él creía con sencillo corazón, que estaba en la verdad. Es éste un martirio teológico. La Iglesia, sin embargo, no puede beatificar a este armenio, porque sería tanto como subir al honor de los altares a una doctrina falsa, en él representada.
En 1885 y 1886 en Uganda, del centro del África, fueron martirizados unos pobres negros protestantes, juntamente con otros católicos, por el reyezuelo Mwanga, que odiaba al Cristianismo, sin distinguir, como sus víctimas protestantes, cuál era el verdadero e íntegro cristianismo. Fue, pues, movido el tiranuelo a martirizar, in odium fidei, en odio de la fe. Los negritos protestantes estaban en la herejía de buena fe, y naturalmente, con ese bautismo de sangre se salvaron, pues pertenecían al alma de la Iglesia. Vulgarmente se diría que se salvaron "por chiripa", pero en realidad porque la misericordia y bondad de Dios, les dio, en vista de su buena fe, la gracia de la fortaleza para morir por lo que ellos creían que era la verdadera fe cristiana.
Mas la Iglesia sólo ha beatificado a los negros católicos porque sólo ellos tenían en su integridad y realmente el verdadero cristianismo que perseguía el tirano Mwanga.
El caso de los protestantes relapsos, que condenó la Inquisición Española y algunos de los cuales murieron por su idea o fe, si queremos llamarla así, es muy distinto. Porque la Inquisición era un tribunal religioso para juzgar si la idea de tal o cual acusado era contraria o no a la fe católica, pero era al mismo tiempo un tribunal civil, para defender las instituciones del Estado, una de las cuales era la religión católica. Una vez que los teólogos, examinando en su especialidad la doctrina del acusado, encontraban que era realmente contra la religión del Estado, lo relegaban al poder civil, para que éste les aplicara el rigor de la ley, como perturbadores de la sociedad civil, que tenía en su Constitución como parte de su régimen, la religión católica, exclusiva de cualquiera otra. En esto no había nada de martirio, sino un castigo por delito de orden común. Se trata en estos casos no de una herejía interna, que no se manifestara al exterior, porque de intentionibus non judicat Ecclesia; la Iglesia no juzga de las intenciones meramente internas, sino de una herejía manifestada al exterior por predicaciones o confesiones públicas, que alteraban el orden de un régimen civil católico.
Por lo que hace a los judíos, jamás la Inquisición condenó a un judío por ser tal, observante de la ley de Moisés. Los reyes católicos se contentaban con expulsarlos de su nación, por evitar el peligro de que sus súbditos cristianos se contagiaran de su error, o porque ellos maltrataban a los cristianos, los explotaban inicuamente con su usura, o los odiaban quizás hasta el crimen.
¿A quiénes condenaron los inquisidores? A los judaizantes, es decir a los que falsa é hipócritamente, para salvaguardar sus intereses terrenos, se hacían bautizar, quedando, sin embargo, adeptos a su religión y practicando los ritos de ella. Eran los lobos que se disfrazaban con piel de oveja, para introducirse en el rebaño y destruirlo. Eran, pues, unos criminales de orden común, y no tiene nada que ver su muerte con el martirio, por una fe y doctrina.
En ninguno de estos casos, como se ve, su muerte puede tomarse como testimonio de la verdad de una fe.
Pero, si millones y millones de seres de todas edades, clases, sexos, y condiciones, a lo largo de los siglos, en todas partes del mundo han muerto heroicamente, por la confesión de la verdad de una misma doctrina y fe; y al mismo tiempo han dado en su muerte muestras evidentes de las virtudes propias de esa fe, la paciencia, el perdón de los enemigos, el amor de Dios, el desprecio de los bienes de fortuna y aun de la misma vida por ser fieles a la fe que profesan, la humildad, la confianza en Dios, la esperanza de los bienes eternos, etc. ¡ Ah ! entonces tal cosa supone un milagro moral de primer orden en favor de esa doctrina por la cual son sacrificados; y ese milagro no ha podido realizarse, sino por una gracia especial de Dios, la única capaz de superar las fuerzas naturales; y dada en favor de esa doctrina y de esa fe, no puede menos de ser ella la verdad, porque Dios no hace milagros en favor de una mentira.
Tal es el caso único, que registran los anales de la Iglesia Católica, desde los apóstoles hasta nuestros días de comunismo.
Tenemos la honra, que estampará para siempre en sus páginas la historia, de que en el nuevo martirologio católico, los primeros mártires del comunismo, en este siglo XX, sean nuestros hermanos mexicanos. No que ellos sean las primeras víctimas del comunismo; éstas fueron las de la Revolución Francesa, y luego las de la Comuna; muchas de las cuales ya han sido elevadas al honor de los altares. No; este nuevo martirologio, que pretendo bosquejar, aunque sea a grandes rasgos, es el nutridísimo de la era de mártires que comienza en este siglo XX, en que el comunismo "ha llegado a las fronteras de la victoria", según la frase de Mr. Churchill, y en el que ya, precisamente a la mitad de él, se perfilan en el horizonte de la historia humana, los signos indudables del fracaso de la gran conspiración contra el orden cristiano, que en frase de S. S. el Papa Pío XII, en su Mensaje de Navidad de 1949, lleva casi dos siglos de existencia.
Y desde luego, me imagino que algunos de mis lectores, al leer que catalogo entre las víctimas del comunismo a nuestros "mártires de Cristo Rey", como los conocemos, no dejarán de extrañarse, preguntándose, ¿qué tiene que ver con el comunismo, la obra sangrienta de la Revolución Mexicana? Extrañeza que se funda en el habilísimo equívoco creado astutamente por los recientes directores de la conspiración anticristiana, y fomentado inconscientemente por los mismos escritores y polemistas enemigos del comunismo, cuando asientan que el comunismo es el sistema filosófico-económicopolítico ideado por Carlos Marx; cuando la verdad es que este sistema marxista, es una tapadera oportunista, un disfraz hipócrita de la dicha conspiración; forjado a fuerza de plagios de otros sistemas anteriores, desacreditados por la experiencia, y empleado como cebo para atraer a los bandos de la conspiración a la numerosa clase de los trabajadores, explotada no por el capitalismo a secas, sino por el capitalismo liberal, que se olvidó de las leyes cristianas de justicia y caridad.
El meollo del comunismo, su esencia misma, no está en esos elementos con que lo describe artera y superficialmente Lenin, "sistema filosófico-eco nómico-político”; sino "en otro elemento" que oculta hábilmente: el elemento revolucionario contra el orden cristiano, contra la civilización cristiana de las sociedades, y que oficialmente entre las sombras del secreto más absoluto, aparece en el mundo el l°. de mayo de 1776.    



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