11. LOS CONSUELOS Y LAS ARIDECES
Entonces Dios la sumerge y la vuelve a
sumergir hasta la saciedad en la aridez, en las tinieblas y en otras penas semejantes.
En opinión de nuestro Padre San Bernardo, «el orgullo, sea que ya excita, sea que aún no se haya manifestado,
es siempre la causa de la sustracción de la gracia». Dios se propone
prevenirlo o reprimirlo para curarnos de sus heridas. A fuerza de sentir su
impotencia y su miseria, el alma acaba por comprender que nada puede sin Dios y
vale muy poca cosa aun después de recibir tantas gracias; se empequeñecerá ante
la Majestad tres veces santa, y orará con mayor humildad. No tendrá dificultad
en pedir consejo, y llegará a ser sencilla y dócil, a la vez que el sentimiento
de su miseria le hará compasiva para con los demás.
Prolongándose,
esta dura prueba la humillará, la anonadará a sus propios ojos, de suerte que
se librará de toda llana complacencia y presunción, desconfiando de sí misma y confiando
en sólo Dios, vacía, por decirlo así, de orgullo y llena de humildad.
Desembarazada
de esta suerte de la soberbia y de la sensualidad, que son los azotes de la
vida espiritual, ábrase el alma a la gracia y se entrega de lleno a la benéfica
acción de lo alto, dispuesta por tanto a realizar positivos adelantos en las virtudes
sólidas, puras y perfectas. Y si Dios se digna otorgarle sus más valiosos
dones, ella está preparada; pues, en opinión de nuestro Padre San Bernardo, las
grandes pruebas son el preludio de grandes gracias, ya que las unas no vienen
sin que las acompañen las otras.
Más
aun en esto se tropieza con algún inconveniente. Las arideces espirituales y
las desolaciones sensibles dejan, sin duda, subsistir en el servicio de Dios
esa voluntad generosa, que constituye la esencia de la devoción y hasta la
inclinación, la facilidad, la destreza que denotan la virtud adquirida. Con todo,
por el hecho mismo de aminorar la abundancia de piadosos pensamientos y santas
afecciones, las arideces hacen desaparecer el suplemento de la fuerza de
alegría que aportaban las consolaciones, dejando en su lugar las penas y la
dificultad. No son una tentación propiamente dicha, pues directamente no impelen
al mal, mas el diablo abusa de ellas con intención de sembrar la cizaña entre
el alma y Dios. Ya no envía el Señor ni luces ni devoción, ¿acaso estará
indiferente, irritado, implacable?, sin embargo, nosotros obramos lo mejor que
podemos. Entonces el temor y la desconfianza acumulan nubarrones y amenazan
hacer estallar la tempestad.
Tampoco
la naturaleza halla compensación, y, cansada de sufrir largo tiempo y sin
entrever el término, se lanza a buscar en las criaturas lo que no halla en
Dios.
Así,
pues, las consolaciones y las arideces están destinadas por Dios a desempeñar
en el alma una muy benéfica misión. Tienen también sus escollos, pero la acción
de las unas completa y corrige la acción de las obras; las consolaciones
inflaman el amor propio; si las dulzuras elevan, la impotencia rebaja; si la
desolación desalienta, la consolación conforta. Dios se ha reservado el derecho
de conceder unas u otras, lo mismo que el de hacerlas cesar.
Hace
que alternen, y las combina como mejor convengan a nuestros intereses, con no
menos sabiduría que firmeza. De ordinario comienza por las consolaciones a fin
de ganar los corazones y sostener la debilidad. Cuando el alma se ha robustecido
y es capaz de soportar un tratamiento más enérgico, le envía ante todo el dolor,
¡nos es tan necesario el morir a nosotros mismos! En sentir de San Alfonso, «todos los santos han padecido estas
sequedades, estos desamparos espirituales; y lo que es más todavía, de
ordinario han estado en las arideces y no en las consolaciones sensibles. Estos
favores pasajeros no los concede Dios sino raras veces, y sólo quizá a las
almas demasiado débiles, para impedir que se detengan en el camino de la
virtud; en cuanto a las delicias que han de constituir el premio de nuestra
fidelidad, es en el Paraíso donde nos aguardan... Si estáis desolados,
consolaos pensando que tenéis con vos al divino Consolador. ¿Os lamentáis de
una aridez de dos años?; cuarenta la hubo de sufrir Santa Juana de Chantal, y
Santa María Magdalena de Pazzis tuvo cinco años de penas y de tentaciones
continuas sin el menor alivio». San Francisco de Asís sufrió durante dos años
tan grandes desamparos, que parecía abandonado de Dios; pero una vez que hubo
sufrido humildemente está furiosa tempestad, el Señor le devolvió en un momento
su dichosa tranquilidad. De donde concluye San Francisco de Sales que «los más
privilegiados servidores de Dios están sujetos a estas sacudidas, y que los que
no lo son tanto, no han de maravillarse si padecen algunas». No
tiene Dios un modo uniforme para conducir a los santos, pero tomados en general,
parece que al consumarse su santidad es cuando les somete a las más rudas
pruebas; cuanto más los ama, más los prueba y purifica, ya que para llegar a
imponerles las mayores purificaciones, Dios espera que lleguen a ser capaces de
soportar estos santos rigores.
Resumamos
lo que acabamos de decir, y saquemos la conclusión práctica. El fin que nos
hemos de proponer, es este perfecto amor que nos une estrechamente a Dios por
un mismo querer y no querer. Esta es la devoción
sustancial.
Pongamos
un santo ardor en conseguirlo por los medios que de nosotros dependen, y que la
voluntad de Dios significada nos indica. Las consolaciones, aun las divinas, no
constituyen la devoción, y las arideces involuntarias no son la indevoción.
Las
unas y las otras son medios providenciales; guardémonos de convertirlas en
obstáculos. ¿Qué camino nos será el más riguroso y provechoso, el de las
consolaciones o el de las arideces? Lo ignoramos; y por otra parte, Dios se ha reservado
la decisión. En todo caso, el partido más acertado es suprimir las causas
voluntarias de la sequedad, hacernos indiferentes por virtud y abandonarnos a
su Providencia.
Esta
doctrina tiene a su favor la multitud de santos que han hecho de ella la regla
de su conducta. Citaremos tan sólo a nuestros dos doctores favoritos y ante
todo a San Francisco de Sales: «Os
acontecerá, dice, no experimentar consolaciones en vuestros ejercicios,
indudablemente por permisión de Dios, por lo que conviene permanecer en una total
indiferencia entre las consolaciones y la desolación. Esta renuncia de sí mismo
implica el abandono al divino beneplácito en todas las tentaciones, arideces,
sequedades, aversiones, repugnancias, en las que se ve el beneplácito de Dios,
cuando no suceden por culpa nuestra y no hay en ellas pecado.» Repetidas
veces nos aconseja el Santo entregamos plena y perfectamente al cuidado de la
Providencia, como un niño se abandona en los brazos de su madre, o como el Niño
Jesús en los de su Madre dulcísima; y añade: «Si os dan consolaciones, recibidlas agradecidos; si no las tenéis, no
las deseéis, sino tratad de tener preparado vuestro corazón para recibir las
diversas disposiciones de la Providencia y, en cuanto sea posible, con igualdad
de ánimo... Es necesario una firme determinación de no abandonar jamás la
oración cualquiera que sea la dificultad que en ella podamos encontrar y de no
ir a este ejercicio preocupados con el deseo de ser allí consolados y
satisfechos, pues esto no sería tener nuestra voluntad unida a la de Nuestro
Señor que desea que, al ponernos en la oración, estemos resueltos a sufrir la
molestia de continuas distracciones, sequedades, disgustos, permaneciendo tan
contentos como si hubiéramos tenido abundantes consolaciones y no menos
tranquilidad. Con tal que ajustemos siempre nuestra voluntad a la de su divina Majestad,
permaneciendo en sencilla expectación y preparados a recibir las disposiciones
de su beneplácito con amor, sea en la oración, sea en los demás
acontecimientos. El hará que todas las cosas nos sean provechosas y agradables a
sus ojos.»
En
este sentido decía el Santo Doctor: «Yo
deseo pocas cosas, y lo que deseo las
deseo muy poco; apenas tengo deseos, pero si volviera a nacer, no tendría ninguno.
Si Dios viniera a mí -por las consolaciones-, iría también a Él; pero si no
quisiera llegarse a mí, me mantendría alejado y no iría a Él.» Y de hecho,
«ejercitaba esta perfecta indiferencia en las sequedades y en las
consolaciones, en las dulzuras y en las arideces, en las acciones y en los
padecimientos». He aquí el testimonio de Santa Juana de Chantal: «El decía que
la verdadera manera de servir a Dios era seguirle sin arrimos de consolación,
de sentimiento, de luz, sino sólo con el de la fe desnuda y sencilla; por esto
amaba tanto los olvidos, los abandonos y las desolaciones interiores. Díjome en
cierta ocasión que no se preocupaba de si estaba en consolación o en
desolación: cuando Nuestro Señor le concedía mercedes, recibíalas con toda
sencillez, y si no se las concedía, no pensaba en ellas. Es cierto, sin
embargo, que, de ordinario, disfrutaba de grandes dulzuras interiores, como lo
daba a entender su semblante.»
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