lunes, 16 de septiembre de 2019

Padre Royo Marin. El castigo del culpable



Señores: La medicina moderna ha hecho progresos admirables. Pero con todos los adelantos modernos, ¡cuánto cuesta y con qué lentitud se logra la curación de un leproso! El bacilo de Hansen es dificilísimo de vencer, aún hoy, con todos los progresos y adelantos de la medicina. Pero a Cristo le bastó hace veinte siglos una sola palabra: ―Quiero, y al momento desapareció la lepra.
Otro día le seguía una inmensa multitud. Cinco mil hombres, sin contar las mujeres ni los niños. Y Jesús les dice a sus apóstoles: ―Dadles de comer.
 Pero ellos le respondieron: ―No tenemos aquí sino cinco panes y dos peces. Él les dijo: ―Traédmelos acá. Y alzando sus ojos al cielo, bendijo y partió los panes y se los dio a sus discípulos, y estos, a la muchedumbre.
Y comieron todos y se saciaron y recogieron de los fragmentos sobrantes doce cestos llenos (Mt 14, 14-21). ¿Qué os parece?
Otro día dormía Jesús tranquilamente en la barca de sus discípulos. De pronto se levanta un fuerte viento, y la débil barquichuela, bajo los embates de las olas, amenaza zozobrar. Sus discípulos le despiertan atemorizados: ― ¡Señor, sálvanos, que perecemos! Y Jesús se puso sencillamente de pie y mandó al viento y dijo al mar: ―Calla, enmudece. Y al instante se aquietó el viento y se hizo completa calma. Y sus discípulos se preguntaron asustados: ― ¿Quién será éste que hasta el viento y el mar le obedecen? (Mc 4, 34-41).
Otro día Jesucristo caminó majestuosamente sobre las olas del mar como sobre una alfombra azul festoneadas de espumas (Mt 14, 25).
Otro día...
¿Para qué seguir? Aquel hombre jugaba con el mar, con los vientos y tempestades, con las enfermedades de los hombres y con las fuerzas de la Naturaleza como Dueño y Señor de todo.
Pero hay todavía, señores, una prueba más impresionante de la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.
Señores: en medicina legal no se admite más que una prueba definitiva de muerte real: la putrefacción. Mientras el cadáver no comience a descomponerse, no podemos tener una seguridad científica y absoluta de que está realmente muerto. Pero cuando empieza a descomponerse, cuando comienza la putrefacción, la muerte real es ciertísima, científicamente segura.
Recordemos ahora la impresionante escena evangélica. Lázaro de Betania, el amigo de Cristo, cae gravemente enfermo. Y sus hermanas Marta y María envían un recado al Maestro, diciéndole: ―Señor, el que amas está enfermo. Jesucristo no acude enseguida; deja pasar dos días después de recibido el aviso. Cuando llegó a Betania, Lázaro llevaba ya cuatro días en el sepulcro. Y cuando Marta le dice llorando a Jesús: ―Señor: si hubieras estado aquí, mi hermano no hubiera muerto, Jesús le dice: ―Yo soy la resurrección y la vida... El que cree en Mí, aunque hubiese muerto, vivirá. Se dirige al sepulcro, seguido de una gran muchedumbre. Y ordena: ―Quitad la piedra. Y al instante perciben todos el hedor pestilencial del cadáver putrefacto en descomposición. Y Jesucristo, alzando sus ojos al cielo, pronuncia estas palabras: ―Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Yo sé que siempre me escuchas, pero por la muchedumbre que me rodea, lo digo: para que crean que Tú me has enviado”. Y diciendo esto, gritó con fuerte voz: ―¡Lázaro, sal fuera! Y al instante, como un siervo obediente cuando su amo le da una orden, el cadáver putrefacto de Lázaro se presentó delante de todos lleno de salud y de vida.
Señores: el milagro, por definición, trasciende las fuerzas de toda naturaleza creada y creable. Solamente Dios, Autor de la Naturaleza, o alguien en nombre de Dios, puede suspender sus leyes inmutables. Ahora bien: Jesucristo hacía los milagros en nombre propio, no en nombre de Dios. Cuando invoca a Dios le llama Padre, y le invoca no para pedirle el poder de hacer milagros, sino únicamente para que los que le rodean crean que ha sido enviado por Él.
Jesucristo tuvo la osadía de decir que era el Hijo de Dios, pero lo demostró de una manera aplastante y definitiva. El mismo Dios se encargó de confirmarlo desde el cielo, cuando en el momento del bautismo de Jesús se abrieron los cielos y se oyó la voz augusta del Eterno Padre, que exclamaba: ―Este es mi Hijo muy amado, en el que tengo puestas mis complacencias‖. (Mt 3, 16-17).
Pues bien: ese que es el Hijo de Dios, ese que ha venido del cielo y sabe perfectamente lo que hay en el otro mundo, ése nos dice veinticinco veces en el Evangelio que existe el infierno y que es eterno, que no terminará jamás. ―Que venga alguien del otro mundo a decirlo. ¡Ya ha venido! Y nada menos que el que dijo y demostró que era el Hijo de Dios. ¿Comprendéis ahora la increíble insensatez de la carcajada volteriana negando la existencia del infierno? Las cosas de Dios son como Dios ha querido que sean, no como se les antojen a los incrédulos.
¡Pobres incrédulos! ¡Qué pena me dan! No todos son igualmente culpables. Distingo muy bien dos clases de incrédulos completamente distintos. Hay almas atormentadas que les parece que han perdido la fe. No la sienten, no la saborean como antes. Les parece que la han perdido totalmente. Esta misma tarde he recibido una carta anónima: no la firma nadie. A través de sus palabras se transparenta, sin embargo, una persona de cultura más que mediana. Escribe admirablemente bien. Y después de decirme que está oyendo mis conferencias por Radio Nacional de España, me cuenta su caso. Me dice que ha perdido casi por completo la fe, aunque la desea con toda su alma, pues con ella se sentía feliz, y ahora siente en su espíritu un vacío espantoso. Y me ruega que si conozco algún medio práctico y eficaz para volver a la fe perdida que se lo diga a gritos, que le muestre esa meta de paz y de felicidad ansiada.
¡Pobre amigo mío! Voy a abrir un paréntesis en mi conferencia para enviarte unas palabras de consuelo. Te diré con Cristo: ―No andas lejos del Reino de Dios. Desde el momento en que buscas la fe, es que ya la tienes. Lo dice hermosamente San Agustín: ―No buscarías a Dios si no lo tuvieras ya. Desde el momento en que deseas con toda tu alma la fe, es que ya la tienes. Dios, en sus designios inescrutables, ha querido someterte a una prueba. Te ha retirado el sentimiento de la fe, para ver cómo reaccionas en la oscuridad. Si a pesar de todas las tinieblas te mantienes fiel, llegará un día –no sé si tarde o temprano, son juicios de Dios– en que te devolverá el sentimiento de la fe con una fuerza e intensidad incomparablemente superior a la de antes. ¿Qué tienes que hacer mientras tanto? Humillarte delante de Dios. Humíllate un poquito, que es la condición indispensable para recibir los dones de Dios. El gozo, el disfrute, el saboreo de la fe, suele ser el premio de la humildad. Dios no resiste jamás a las lágrimas humildes. Si te pones de rodillas ante Él y le dices: ―Señor: Yo tengo fe, pero quisiera tener más. Ayuda Tú mi poca fe. Si caes de ropillas y le pides a Dios que te dé el sentimiento íntimo de la fe, te la dará infaliblemente, no lo dudes; y mientras tanto, pobre hermano mío, vive tranquilo, porque no solamente no andas lejos del Reino de Dios, sino que, en realidad, estás ya dentro de él.
¡Ah! Pero tu caso es completamente distinto del de los verdaderos incrédulos. Tú no eres incrédulo, aunque de momento te falte el sentimiento dulce y sabroso de la fe. Los verdaderos incrédulos son los que, sin fundamento ninguno, sin argumento alguno que les impida creer, lanzan una insensata carcajada y desprecian olímpicamente las verdades de la fe.



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