Cuando mis padres, entonces
solteros, se mudaron del campo a la ciudad, perdieron el contacto con la
Iglesia. Era mejor así. Mantenían relaciones con personas desvinculadas de la religión.
Se conocieron en un baile, y se vieron "obligados" a casarse seis
meses después. En la ceremonia nupcial, recibieron solo unas gotas de agua
bendita, las suficientes para atraer a mamá a la misa dominical unas pocas
veces al año. Ella nunca me enseñó verdaderamente a rezar. Todo su esfuerzo se
agotaba en los trabajos cotidianos de la casa, aunque nuestra situación no era
mala. Palabras como rezar, misa, agua bendita, iglesia, sólo puedo escribirlas
con íntima repugnancia, con incomparable repulsión. Detesto profundamente a
quienes van a la Iglesia y, en general, a todos los hombres y a todas las
cosas. Todo es tormento. Cada conocimiento recibido, cada recuerdo de la vida y
de lo que sabemos, se convierte en una llama incandescente.
Y
todos estos recuerdos nos muestran las oportunidades en que despreciamos una
gracia. Cómo me atormenta esto! No comemos, no dormimos, no andamos sobre
nuestros pies. Espiritualmente encadenados, los réprobos contemplamos
desesperados nuestra vida fracasada, aullando y rechinando los dientes,
atormentados y llenos de odio. ¿Entiendes? Aquí bebemos el odio como si fuera
agua. Nos odiamos unos a otros. Más que a nada, odiamos a Dios. Quiero que lo
comprendas. Los bienaventurados en el cielo deben amar a Dios, porque lo ven
sin velos, en su deslumbrante belleza. Esto los hace indescriptiblemente
felices. Nosotros lo sabemos, y este conocimiento nos enfurece. Los hombres, en
la tierra, que conocen a Dios por la Creación y por la Revelación, pueden
amarlo. Pero no están obligados a hacerlo.
El
creyente - te lo digo furiosa - que contempla, meditando, a Cristo con los
brazos abiertos sobre la cruz, terminará por amarlo. Pero el alma a la que Dios
se acerca fulminante, como vengador y justiciero porque un día fue repudiado,
como ocurrió con nosotros, ésta no podrá sino odiarlo, como nosotros lo
odiamos. Lo odia con todo el ímpetu de su mala voluntad. Lo odia eternamente, a
causa de la deliberada resolución de apartarse de Dios con la que terminó su
vida terrenal. Nosotros no podemos revocar esta perversa voluntad, ni jamás
querríamos hacerlo.
¿Comprendes
ahora por qué el infierno dura eternamente? Porque nuestra obstinación nunca se
derrite, nunca termina. Y contra mi voluntad agrego que Dios es misericordioso,
aún con nosotros. Digo "contra mi voluntad" porque, aunque diga estas
cosas voluntariamente, no se me permite mentir, que es lo que querría. Dejo
muchas informaciones en el papel contra mis deseos. Debo también estrangular la
avalancha de palabrotas que querría vomitar. Dios fue misericordioso con
nosotros porque no permitió que derramáramos sobre la tierra el mal que hubiéramos
querido hacer. Si nos lo hubiera permitido, habríamos aumentado mucho nuestra
culpa y castigo. Nos hizo morir antes de tiempo, como hizo conmigo, o hizo que
intervinieran causas atenuantes.
Dios
es misericordioso, porque no nos obliga a aproximarnos a El más de lo que
estamos, en este remoto lugar infernal. Eso disminuye el tormento. Cada paso
más cerca de Dios me causaría una aflicción mayor que la que te produciría un
paso más rumbo a una hoguera.
Te
desagradé un día al contarte, durante un paseo, lo que dijo mi padre pocos días
antes de mi comunión: "Alégrate, Anita, por el vestido nuevo; el resto no
es más que una burla". Casi me avergüenzo de tu desagrado. Ahora me río.
Lo único razonable de toda aquella comedia era que se permitiera comulgar a los
niños a los doce años. Yo ya estaba, en aquel entonces, bastante poseída por el
placer del mundo. Sin escrúpulos, dejaba a un lado las cosas religiosas. No tome
en serio la comunión. La nueva costumbre de permitir a los niños que reciban su
primera comunión a los 7 años nos produce furor (esta sana costumbre la
introdujo San Pío X). Empleamos todos los medios para burlarnos de esto,
haciendo creer que para comulgar debe haber comprensión. Es necesario que los
niños hayan cometido algunos pecados mortales. La blanca Hostia será menos
perjudicial entonces, que si la recibe cuando la fe, la esperanza y el amor,
frutos del bautismo - escupo sobre todo esto - todavía están vivos en el
corazón del niño.
¿Te
acuerdas que yo pensaba así cuando estaba en la tierra? Vuelvo a mi padre. Peleaba
mucho con mamá. Pocas veces te lo dije, porque me avergonzaba. Qué cosa
ridícula la vergüenza! Aquí, todo es lo mismo. Mis padres ya no dormían en el
mismo cuarto. Yo dormía con mamá, papá lo hacía en el cuarto contiguo, donde
podía volver a cualquier hora de la noche. Bebía mucho y se gastó nuestra
fortuna. Mis hermanas estaban empleadas, decían que necesitaban su propio
dinero. Mamá comenzó a trabajar. Durante el último año de su vida, papá la
golpeó muchas veces, cuando ella no quería darle dinero. Conmigo, él siempre
fue amable. Un día te conté un capricho del que quedaste escandalizada. ¿Y de
qué no te escandalizaste de mí? Cuando devolví dos veces un par de zapatos
nuevos, porque la forma de los tacos no era bastante moderna.
En la
noche en que papá murió, víctima de una apoplejía, ocurrió algo que nunca te
conté, por temor a una interpretación desagradable. Hoy, sin embargo, debes
saberlo. Es un hecho memorable: por primera vez, el espíritu que me atormenta
se acercó a mí. Yo dormía en el cuarto de mamá. Su respiración regular revelaba
un sueño profundo. Entonces, escuché pronunciar mi nombre. Una voz desconocida
murmuró: "¿Qué ocurrirá si muere tu padre?"
Ya no
lo quería a papá, desde que había empezado a maltratar a mi madre. En realidad,
no amaba absolutamente a nadie: sólo tenía gratitud hacia algunas personas que
eran bondadosas conmigo. El amor sin esperanza de retribución en esta tierra
solamente se encuentra en las almas que viven en estado de gracia. No era ése
mi caso. "Ciertamente, él no morirá", le respondí al misterioso
interlocutor. Tras una breve pausa, escuché la misma pregunta. "El no va a
morir!", repliqué con brusquedad. Por tercera vez, me preguntaron:
"Qué ocurrirá si muere tu padre?". Me representé en ese momento en la
imaginación el modo como mi padre volvía muchas veces: medio ebrio, gritando,
maltratando a mamá, avergonzándonos frente a los vecinos. Entonces, respondí
con rabia: "Bien, es lo que se merece. ¡Que muera!". Después, todo
quedó en silencio.
A la
mañana siguiente, cuando mamá fue a ordenar el cuarto de papá, encontró la
puerta cerrada. Al mediodía, la abrieron por la fuerza. Papá, semidesnudo,
estaba muerto sobre la cama. Al ir a buscar cerveza al sótano, debió sufrir una
crisis mortal. Desde hacía tiempo que estaba enfermo. (¿Habrá hecho depender
Dios de la voluntad de su hija, con la que el hombre fue bondadoso, la
obtención de más tiempo y ocasión de convertirse?).
Marta
K. y tú me hicieron ingresar en la asociación de jóvenes. Nunca te oculté que
consideraba demasiado "parroquiales" las instrucciones de las dos
directoras, las señoritas X. Los juegos eran bastante divertidos. Como sabes,
llegué en poco tiempo a tener allí un papel preponderante. Eso era lo que me
gustaba. También me gustaban las excursiones. Llegué a dejarme llegar algunas
veces a confesar y comulgar. Para decir la verdad, no tenía nada para confesar.
Los pensamientos y las palabras no significaban nada para mí. Y para acciones
más groseras todavía no estaba madura.
Un día
me llamaste la atención: "Ana, si no rezas más, te perderás".
Realmente, yo rezaba muy poco, y ese poco siempre a disgusto, de mala voluntad.
Sin duda tenías razón. Los que arden en el infierno o no rezaron, o rezaron poco.
La oración es el primer paso para llegar a Dios. Es el paso decisivo. Especialmente la
oración a Aquella que es la madre de Cristo, cuyo nombre no nos es lícito
pronunciar. La devoción a Ella arranca innumerables almas al demonio, almas a
las que sus pecados las habrían lanzado infaliblemente en sus manos.
Furiosa
continúo, porque estoy obligada a hacerlo, aunque no aguanto más de tanta
rabia. Rezar es
lo más fácil que se puede hacer en la tierra. Y justamente de esto, que es
facilísimo, Dios hace depender nuestra salvación. Al que reza con
perseverancia, paulatinamente Dios le da tanta luz, y lo fortalece de tal modo,
que hasta el más empedernido pecador puede recuperarse, aunque se encuentre
hundido en un pantano hasta el cuello. Durante los últimos años de mi vida ya
no rezaba más, privándome así de las gracias, sin las que nadie se puede
salvar.
Aquí,
no recibimos ningún tipo de gracia. Aunque la recibiéramos, la rechazaríamos
con escarnio. Todas las vacilaciones de la existencia terrenal terminaron en
esta otra vida. En la tierra, el hombre puede pasar del estado de pecado al
estado de gracia. De la gracia, se puede caer al pecado. Muchas veces caí por
debilidad; pocas, por maldad. Con la muerte, cada uno entra en un estado final, fijo e
inalterable. A medida que se avanza en edad, los cambios se hacen
más difíciles. Es cierto que uno tiene tiempo hasta la muerte para unirse a
Dios o para darle las espaldas. Sin embargo, como si estuviera arrastrado por
una correntada, antes del tránsito final, con los últimos restos de su voluntad
debilitada, el hombre se comporta según las costumbres de toda su vida.
El
hábito, bueno o malo, se convierte en una segunda naturaleza. Es ésta la que lo
arrastra en el momento supremo. Así ocurrió conmigo. Viví año entero apartado
de Dios. En consecuencia, en el último llamado de la gracia, me decidí contra
Dios. La
fatalidad no fue haber pecado con frecuencia, sino que no quise levantarme más.
Muchas veces me invitaste para que asistiera a las predicaciones o que leyera
libros de piedad. Mis excusas habituales eran la falta de tiempo. ¿Acaso podría
querer aumentar mis dudas interiores? Finalmente, tengo que dejar constancia de
lo siguiente: al llegar a este punto crítico, poco antes de salir de la
"Asociación de Jóvenes", me habría sido muy difícil cambiar de rumbo.
Me sentía insegura y desdichada. Pero frente a la conversión se levantaba una
muralla.
No
sospechaste que fuera tan grave. Creías que la solución era tan simple, que un
día me dijiste: "Tienes que hacer una buena confesión, Ani, todo volverá a
ser normal". Me daba cuenta que sería así. Pero el mundo, el demonio y la carne, me
retenían demasiado firme entre sus garras. Nunca creí en la
influencia del demonio. Ahora, doy testimonio de que el demonio actúa poderosamente
sobre las personas que están en las condiciones en que yo me encontraba
entonces. Sólo muchas oraciones, propias y ajenas, junto con
sacrificios y sufrimientos, podrían haberme rescatado. Y aún esto, poco a poco.
Si
bien hay pocos posesos corporales, son innumerables los que están poseídos
internamente por el demonio. El demonio no puede arrebatar el libre albedrío de
los que se abandonan a su influencia. Pero, como castigo por su casi total
apostasía, Dios permite que el "maligno" se anide en ellos. Yo
también odio al demonio. Sin embargo, me gusta, porque trata de arruinarlos a todos
ustedes: él y sus secuaces, los ángeles que cayeron con él desde el principio
de los tiempos. Son millones, vagando por la tierra. Innumerables
como enjambres de moscas; ustedes no los perciben. A los réprobos no nos
incumbe tentar: eso les corresponde a los espíritus caídos.
Cada
vez que arrastran una nueva alma al fondo del infierno, aumentan aún más sus
tormentos. Pero, ¡de qué no es capaz el odio! Aunque andaba por caminos
tortuosos, Dios me buscaba. Yo preparaba el camino para la gracia, con actos de
caridad natural, que hacía muchas veces por una inclinación de mi temperamento.
A veces, Dios me atraía a una Iglesia. Allí, sentía una cierta nostalgia.
Cuando cuidaba a mi madre enferma, a pesar de mi trabajo en la oficina durante el
día, haciendo un sacrificio de verdad, los atractivos de Dios actuaban
poderosamente. Una vez fue en la capilla del hospital, adonde me llevaste
durante el descanso del mediodía. Quedé tan impresionada, que estuve sólo a un
paso de mi conversión. Lloraba. Pero, en seguida, llegaba el placer del mundo,
derramándose como un torrente sobre la gracia. Las espinas ahogaron el trigo.
Con la explicación de que la religión es sentimentalismo, como siempre se decía
en la oficina, rechacé también esta gracia, como todas las otras.
En otra ocasión, me llamaste la atención porque,
en lugar de una genuflexión hasta el piso, hice solamente una ligera
inclinación con la cabeza. Pensaste que eso lo hacía por pereza, sin sospechar
que, ya entonces, había dejado de creer en la presencia de Cristo en el
Sacramento. Ahora creo, aunque sólo materialmente, tal como se cree en la
tempestad, cuyas señales y efectos se perciben.
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