CAPITULO 6
De dos causas de las tentaciones
sensuales; y que medios habernos de usar contra ellas cuando nacen de la impugnación
del demonio.
Debemos
mucho advertir que el remedió que habernos dicho de afligir la carne suele ser
provechoso cuando la tentación nace de la misma carne, como suele acaecer a los
mozos y a los que tienen buena salud y regalada su carne; y entonces aprovecha
poner el remedio en ella, pues está en ella la raíz de la enfermedad.
Mas
otras veces viene esta tentación de parte del demonio; y verse ha ser así, en
que más combate con pensamientos y feas imaginaciones del alma, que con feos
sentimientos del cuerpo; o si los hay, no es porque la tentación comience en
ellos, mas comenzando por pensamientos, resulta el sentimiento en la carne; la
cual algunas veces estando flaquísima y como muerta, están los malos
pensamientos vivísimos, como a San Jerónimo acaecía, según él lo cuenta. Y
tienen también otra señal, que es venir importunamente y cuando el hombre menos
querría, y menos ocasión hay para ello. Y ni acatan reverencia a tiempos de
oración, ni de misa, ni lugares sagrados, en los cuales un hombre, por malo que
sea, suele tener acatamiento y abstenerse de pensar estas cosas. Y algunas
veces son tantos y, tales estos pensamientos, que el hombre nunca oyó, ni supo,
ni imaginó tales cosas como se le ofrecen. Y en la fuerza con que vienen, y
cosas que oye interiormente, siente el hombre que no nacen de él, sino que otro
las dice y las hace. Cuando estas y otras señales semejantes hubiere, tened por
alerta que es persecución del demonio en la carne, y que no nace de ella,
aunque se padece en ella.
La
cual guerra es más peligrosa que la pasada, por querernos muy mal quien la
hace, y por ser enemigo tan infatigable para guerrear, velando y durmiendo, y
en todo tiempo y lugar.
Y el
remedio de este mal es procurar alguna buena ocupación que ponga en cuidado y
trabajo, con el cual pueda olvidar aquellas feas imaginaciones. Y a este intento
procuró San Jerónimo, según él mismo lo cuenta, de estudiar la lengua hebrea
con mucho trabajo, aunque no sin fruto, y dice: «Haz siempre alguna buena obra porque te halle
el demonio bien ocupado.» Y también hablando en este propósito, de
cuan provechosa es para esto la vida de los monasterios, le aconseja diciendo: «Y en ella cumplas
cada día lo que te fuere encargado, y seas sujeto a quien no querrías, y vayas
cansado a la cama, y andando te caigas dormido; y sin haber cumplido con el
sueño seas constreñido te has de levantar, y digas tu Salmo cuando te viniere,
y sirvas a los hermanos, y laves los pies a los huéspedes; y siendo injuriado,
calles, y temas, como al señor al abad del monasterio, y le ames como a padre,
y creas que todo lo que él te mandare es cosa que te conviene, y no juzgues a
tus mayores, pues que tu oficio es obedecer y cumplir lo mandado, según dice
Moisés (Deut., 6): Oye, Israel, y calla. Y estando ocupado en tantos negocios,
no tendrás lugar para otros pensamientos; y pasando de una obra en otra,
aquello solamente tendrás en la memoria, que de presente eres constreñido a
hacer.» Esto dice San Jerónimo. Y conforme a esto, se usaba entonces
en los monasterios ejercitar a los mozos en buenas ocupaciones, más que en
soledad y larga oración, por el peligro que de parte de su carne y pasiones no
mortificadas les puede y suele venir.
Aunque
esta regla tiene excepciones, por haber en las personas disposiciones diversas
y dones particulares de Dios; por lo cual con justa causa puede darse la oración
larga al mozo y quitarse al viejo. Y dije que no ocupaban al mozo en larga
oración: entiendo de aquella en la cual se gasta casi todo el tiempo, y se
tiene como por oficio. Porque no tener algunos ratos de ella sería yerro muy
grande, por los bienes que perdería; y porque aun para bien hacer la ocupación
es menester ganar espíritu y fuerzas en la oración; que de otra manera suelen
los ocupados quejarse y andar desabridos, como carro cargado y no untado con la
blandura de la devoción.
Y estén advertidos los
principiantes a que el demonio particularmente procura de traerles las tales imaginaciones
al tiempo de la oración, por hacer que la dejen y descanse él. Porque aunque el demonio nos fatiga mucho con sus
tentaciones, mucho más le fatigamos a él y le queman nuestras devotas
oraciones; y por eso procura que no las hagamos, o que las hagamos mal hechas. Más
nosotros debemos, como a porfía, trabajar todo lo que nos fuere posible por no
dejar nuestro ejercicio, pues en la persecución que en él tenemos se demuestra
bien cuan provechoso nos es. Y si tanto nos acosare la guerra haciendo la
oración mentalmente, y sintiéremos mucho peligro por las tales imaginaciones,
debemos a más no poder orar vocalmente, y herir nuestros pechos, lastimar
nuestra carne, poner los brazos en cruz, alzar las manos y los ojos al cielo
pidiendo socorro a nuestro Señor; de manera que, en fin, se gaste bien aquel
rato que para orar teníamos diputado; o hacer algo que nos divierta
(distraiga), especialmente hablar con alguna buena persona que nos esfuerce;
aunque esto ha de ser a más no poder, porque no se vence nuestra flaqueza a
querer vencer huyendo, y nos haga nuestro enemigo perder el lugar de nuestra pelea
y las fuerzas de pelear; que, en fin, el Señor piadoso y poderoso mandará,
cuando nos convenga, que nuestro adversario calle, y no nos impida nuestra
secreta y amigable habla que solíamos tener con El.
CAPITULO 7
De la grande paz que Dios nuestro Señor da o los que varonilmente
pelean contra este enemigo; y de lo mucho que conviene para vencerlo huir
familiaridad de mujeres.
Todas
estas escaramuzas se suelen pasar en esta guerra de la castidad, cuando el
Señor lo permite para probar sus caballeros, si de verdad le aman a Él y a la
castidad por quien pelean. Y después de hallados fieles, envía su omnipotente
favor, y manda a nuestro adversario que no nos impida nuestra paz ni nuestra
secreta habla con Él. Y goza el hombre entonces de lo trabajado, y sábele bien
y le es de más meritorio.
Es
también menester, y muy mucho, para guarda de la castidad, que se evite la
conversación familiar de mujeres con hombres, por buenos o parientes que sean.
Porque
las feas y no pensadas caídas que en el mundo han acaecido acerca de esto, nos
deben ser un perpetuo amonestador de nuestra flaqueza, y un escarmiento en
ajena cabeza, con el cual nos desengañemos de cualquiera falsa seguridad que
nuestra soberbia nos quisiere prometer, diciendo que pasaremos sin herida
nosotros flacos, en lo que tan fuertes, tan sabios y, lo que más es, tan
grandes santos fueron muy gravemente heridos. ¿Quién se fiará de parentesco,
leyendo la torpeza de Amnón con su hermana Thamar (2 Reg., 13, 8); con otras
muchas tan feas, y más, que en el mundo han acaecido a personas que las ha
cegado esta bestial pasión de la carne? ¿Y quién se fiará de santidad suya o
ajena, viendo a Santo Rey y Profeta David, que fue varón conforme al corazón de
Dios, ser tan ciegamente derribado en muchos y feos pecados por sólo mirar a
una mujer? (2 Reg., 11, 2.)
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