Y, en
verdad, la gloria temporal de la ciudad terrestre no destruye en nosotros los
bienes que nos están reservados en el cielo, sino que, al contrario, sirve para
establecerlos mejor, si, con todo eso, no dudamos de ninguna manera que esta
Jerusalén de aquí abajo es la figura verdadera de aquella que en los cielos es
nuestra madre.
IV. La vida de los
caballeros templarios.
7. Mas
con la finalidad de que os imiten o al menos se queden confundidos los soldados
que no luchan en la milicia de Dios, sino en la del diablo, digamos unas palabras
de la vida y las costumbres de los caballeros de Cristo y de qué manera se portan
en la guerra y en su vida particular, a fin de dar a conocer mejor la diferencia
que hay entre las milicia de Dios y la del siglo. Primeramente, se guarda
perfectamente la disciplina y la obediencia es exacta, porque, siguiendo el
testimonio de la Escritura, un hijo indisciplinado, perecerá. Y también: la desobediencia es un pecado similar a la práctica de la
magia, y pecado casi igual al de la idolatría no querer obedecer. Va y viene
a la primera señal de la voluntad del que manda, se viste de lo que se da y no
osa buscar en otra parte ni el vestido ni el alimento. No se ve nada superfluo
en el sustento ni en el vestido, contentándose con satisfacer la pura
necesidad. Todos viven en común en una sociedad agradable y modesta; sin
mujeres y sin hijos, a fin de que nada falte de la perfección evangélica; de
común acuerdo, moran todos juntos en una misma casa, sin propiedad alguna
particular, teniendo
un cuidado muy grande por conservar la unidad del espíritu en el vínculo de la
paz. Se
diría que toda esa multitud de personas no tiene sino un solo corazón y una
sola alma. Cada uno procura no seguir su propia voluntad, sino
obedecer puntualmente el mandato del superior. Nunca están ociosos ni corren de
aquí para allá deseando satisfacer su curiosidad, sino que cuando no están en
marcha, lo que raras veces sucede, están siempre ocupados, para no comer
ociosamente su pan, en reparar su armas y coser sus hábitos, en arreglar lo que
está ya demasiado viejo o en ordenar lo que está dislocado; en fin, en trabajar
en todo aquello que la voluntad del gran maestro o la común necesidad
prescribe. Entre ellos no hay favoritismo; se tiene consideración de las
prendas, no de la alcurnia. Se anticipan a honrar unos a otros y llevan las
cargas del próximo, a fin de cumplir por este medio la ley de Cristo. Una palabra
insolente, una acción inútil, una risa moderada, una leve queja o la menor murmuración
no quedan jamás sin castigo en este lugar. El juego de ajedrez y los
dados se detesta aquí; tienen horror a la caza; no se entretienen –como en
otras partes– en cazar aves al vuelo. Rechazan y abominan de los cómicos, magos
y juglares, de los cuentos de fábulas, de las canciones burlescas y toda clase
de espectáculos y comedias, por considerarlos vanidades y falsas locuras.
Llevan el cabello rapado, sabiendo que, según el Apóstol, es vergonzoso que un
hombre lleve la cabellera larga. Nunca rizan el pelo; se bañan muy raras veces;
no se cuidan del peinado, van cubiertos de polvo y negros por la cota de malla
y por los vehementes ardores del sol.
8.
Cuando se acerca la hora de la batalla, se arman en su interior con la fe y por
fuera con las armas de acero, sin dorado alguno, para infundir, armados de este
modo, sin preciosos ornamentos, terror a los enemigos en vez de excitar su
avaricia. Ponen mucho cuidado en llevar buenos caballos, fuertes y ligeros, y
no les preocupa ni el color de su pelo ni que vayan ricamente engalanados.
Piensan más en combatir que en presentarse con fausto y pompa y, aspirando a la
victoria y no a la vanagloria, procuran hacerse respetar más que admirar de sus
enemigos. Además nunca marchan en tropel o impetuosamente, ni se precipitan a
la ligera en los peligros, sino que guardan siempre su puesto con toda la
precaución y prudencia imaginables. Entran en la batalla con la más bella
orden, según lo que está escrito de los Padres: los verdaderos israelitas marchan en batalla
con un espíritu pacífico. Pero, llegados a las manos, entonces dejan
a un lado toda su habitual mansedumbre, como si se dijeran: ¿No aborreceré, Señor, a los que te aborrecen, y detestar a
tus enemigos? Se lanzan sobre sus contrarios, como si las tropas enemigas
fueran rebaños de ovejas; y, aunque son muy pocos, no temen, de ninguna manera,
a la multitud de sus adversarios ni su bárbara crueldad. Igualmente, están enseñados
a no presumir en nada de sus propias fuerzas, sino a esperar todo del poder del
Dios de los ejércitos, a quien le es fácil, según la sentencia del libro de los
Macabeos, que unos pocos envuelvan a muchos, pues al
Dios del cielo le cuesta lo mismo salvar a su pueblo con mucha o poca gente;
porque la victoria no depende del número de soldados, sino de la fuerza que
llega del cielo. Esto lo
experimentaron frecuentemente, haber contemplado muchas veces cómo un hombre
solo puso en fuga a un millar de hombres, y diez mil por dos tan solo. En fin,
aún hoy en día se ve, por una providencia singular y admirable, que son más
mansos con los corderos y más feroces con los leones. De manera que, de buena
fe, no acierto a decir si se debe calificarlos con el nombre de monjes o de caballeros;
por hablar con propiedad, mejor decir que son las dos cosas, puesto que tienen
tanto la mansedumbre de los monjes como el esfuerzo de los soldados. Pero ¿qué
se puede decir aquí sino que es Dios mismo el autor
de estas maravillas que vemos con pasmo delante de nuestros ojos? Dios
es, vuelvo a decir, quien escogió para sí tales siervos y los ha juntado, desde
los confines de la tierra, de entre todos los más valientes de Israel, para
guardar fiel y animosamente el lecho del verdadero Salomón, es decir, el santo
sepulcro, con la fuerza de sus armas y con su destreza en los combates.
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