Artículo 6º.- Reposo y tranquilidad
¿Qué
querrá Dios de nosotros? Aprovecharíamos más en la agitación o en la
tranquilidad? Sólo Dios lo sabe. Es, pues, prudente establecernos en una santa
indiferencia y estar dispuestos a todo cuanto El quiera. Nosotros, como
miembros de una Orden contemplativa, tenemos desde luego derecho a desear la
calma y la tranquilidad, a fin de vivir con más facilidad en la intimidad del
divino Maestro. San Pedro juzgaba con razón que estaba bien en el Tabor; no
deseaba abandonarlo, sino vivir cerca siempre de su dulce Salvador y bajo la
misma tienda. No dejó, sin embargo, de añadir, y nosotros hemos de hacerlo
también con él: «Señor, si quieres.» Más, ¿lo querrá? El Tabor no se encuentra
aquí abajo de un modo permanente. Necesitamos el Calvario y la crucifixión, y
no tenemos el derecho de elegir nuestras cruces y de impedir a Dios que nos
imponga otras. Si ha preferido imponernos aquellas que abundan en tal o cual
cargo, aceptémoslas con confianza; es la sabiduría infalible y el más amante de
los Padres, y ésta es la prueba que necesitábamos para hacer morir en nosotros
la naturaleza; pues otra cruz, elegida por nosotros, no respondería seguramente
como ésta a nuestras necesidades.
En
esto hay una mezcla de beneplácito divino y voluntad significada. En cuanto de
nosotros dependa y lo podamos hacer sin faltar a ninguna de nuestras
obligaciones, hemos de amar, desear, buscar la calma y la tranquilidad, y por
decirlo así, crear en derredor nuestro una atmósfera de paz y de recogimiento,
pues es el espíritu de nuestra vocación. Mas si es del agrado de Dios pedirnos
un sacrificio y ponernos en el tráfago de mil cuidados, no tenemos derecho a
decirle que no; tratemos únicamente de conservar aun entonces, en cuanto fuera
posible, el espíritu interior; el silencio y la unión divina; y cuando se
ofreciere un momento de calma, sepamos aprovecharla para internarnos más en
Dios.
Así lo
hacía nuestro Padre San Bernardo. Con frecuencia las órdenes del Soberano
Pontífice le imponen prolongadas ausencias y asuntos de enorme fatiga, y vuelve
a Claraval con una insaciable necesidad de permanecer a solas con Dios.
Con
todo, su primer cuidado era dirigirse al noviciado para ver a sus nuevos hijos
y alimentarlos con la leche de su palabra.
Dábase
en seguida a sus religiosos a fin de derramar en ellos sus consuelos, tanto más
abundantes, cuanto mayor era el tiempo que se habían visto privados de ellos.
Primero pensaba en los suyos, y después en sí mismo. «La caridad -decía- no busca
sus propios intereses. Hace ya largo tiempo que ella me ha persuadido a
preferir vuestro provecho a todo cuanto amo.
Orar,
leer, escribir, meditar y demás ventajas de los ejercicios piadosos, todo lo he
reputado como una pérdida por amor vuestro. Soporto con paciencia haber de
dejar a Raquel por Lía; y no me pesa haber abandonado las dulzuras de la contemplación,
cuando me es dado observar que después de nuestras pláticas el irascible se
torna dulce; el orgulloso, humilde; el pusilánime, esforzado, que los hijos
pequeños del Señor se sirvan de mí como quieran, con tal que se salven. Si yo
no perdono ningún trabajo por ellos, ellos me perdonarán mis faltas, y mi
descanso más apetecido será saber que no temen importunarme en sus necesidades.
Me prestaré a satisfacer sus deseos cuanto me fuere posible; y mientras tuviere
un soplo de vida, serviré a mi Dios sirviéndolos a ellos con una caridad sin
fingimiento.» San Francisco de Sales hacía lo propio: «Si alguno, aun cuando
fuere de los más pequeños, se dirigía a él, tomaba el Santo la actitud de un
inferior ante su superior, sin rechazar a nadie, no rehusando hablar ni
escuchar y no dando la más pequeña muestra de disgusto, aunque tuviere que
perder un tiempo precioso escuchando frivolidades. Su sentencia favorita era
ésta: «Dios quiere esto de mí, ¿qué más necesito? En cuanto que ejecuto esta
acción no estoy obligado a ejecutar otra. Nuestro centro es la voluntad de
Dios, y fuera de Él no hay sino turbación y desasosiego.» Santa Juana de Chantal
asegura que en la abrumadora multitud de los negocios siempre se le veía unido
a Dios, amando su santa voluntad igualmente en todas las cosas, y por este
medio, las cosas amargas se le habían vuelto sabrosas.
5. EL ABANDONO EN LOS BIENES DE OPINIÓN
Artículo 1º.- Reputación
Cosa
muy querida nos es nuestra reputación, y en especial con respecto a nuestros
Superiores y a la Comunidad. Damos la mayor importancia a su estima y
confianza, aparte de que podamos necesitar de ellas para el ejercicio de
nuestro cargo.
Pues
bien, no es raro que por motivo legítimo o culpable, con razón o sin ella, se
desaten las lenguas contra nosotros, lo cual no es pequeña prueba. El Salmista
quéjase de ella con frecuencia a Dios: «bien conocía
las contradicciones de las lenguas», «los hijos de los hombres cuyos dientes son armas y flechas y
su lengua afilado cuchillo», «lenguas maldicientes y engañosas, semejantes a carbones de
fuego voraz, a flechas agudas lanzadas por vigoroso brazo».
Si
acontece que sus dardos, lanzados en la sombra o en el descubierto, hieren
nuestra reputación, debemos soportar siempre con paciencia sus ataques y
conformarnos con el divino beneplácito. En efecto, tras los hombres es preciso
ver a Dios sólo, de quien ellos son instrumentos, ya tengan o no conciencia de
ello, pues El les pedirá cuentas de cada palabra y les pagará según sus obras.
Mas entretanto, se servirá del celo, la ligereza y de la guía de la malignidad
misma para probarnos. Nuestra reputación le pertenece, tiene derecho de disponer
de ella como le place. Nosotros creemos que la necesitamos para el desempeño de
nuestro cargo, pero sabe El mejor lo que conviene a los intereses de su gloria,
al bien de las almas, a nuestro progreso espiritual. Si ha resuelto probarnos
en este punto, es dueño de escoger para este fin el instrumento que quiera. A
pesar de los lamentos y las recriminaciones de la naturaleza, olvidemos
deliberadamente a los hombres para no ver sino a Dios sólo; y besando con filial
sumisión su mano que nos hiere con amoroso designio, apliquémonos a recoger
todos los frutos que la prueba nos puede proporcionar.
Estas
tribulaciones nos .brindan, en efecto, ocasiones raras de crecer en muchas y
sólidas virtudes. El alma, despojándose de su reputación, elévase por encima de
la opinión de los hombres hasta Dios sólo, para servirle con absoluta pureza de
intención. La humildad toma fuerza y se arraiga profundamente, cuando acepta
esta dura prueba; entonces es cuando el justo se desprecia realmente y acepta ser
despreciado por los demás. Afiánzase en la dulzura ahogando los arrebatos de la
cólera; en la paciencia, moderando la tristeza que producen estas injusticias.
¡Bella y sublime es la caridad que perdona todos los agravios, que ama a sus
enemigos, habla de ellos sin amargura y devuelve bien por mal! La confianza en
Dios se dilata en la tranquilidad con que se lleva la cruz, y el amor de
Nuestro Señor en la fidelidad en servirle como de ordinario. Dulce fruto de
esta amarga pena será vencer el mal con el bien, y disfrutar de continuo la
bienaventuranza prometida a los que son perfectamente dulces, misericordiosos y
pacíficos.
Quiere
Dios por este medio hacernos humildes de corazón, siguiendo el ejemplo y las
lecciones del Cordero y de sus fieles amigos. «¿Ha habido jamás reputación más destrozada que
la de Jesucristo? ¿De qué injuria no fue blanco? ¿Qué calumnias no pesaron
sobre él? Sin embargo, el Padre le ha dado un nombre que está sobre
todo nombre, y le ha exaltado tanto más cuanto fue más abatido. Y los
Apóstoles, ¿no salían gozosos de los concilios en que habían recibido afrentas
por el nombre de Jesús? Porque es verdadera gloria sufrir por tan digna causa.
Bien veo que nosotros no queremos sino persecuciones aparatosas, a fin de que
nuestra vanidad brille en medio de nuestros sufrimientos; querríamos ser crucificados
gloriosamente. Según nuestra apreciación, cuando los mártires sufrían tan
crueles suplicios, eran alabados por los espectadores de sus tormentos; ¿no
eran, por el contrario, maldecidos y tenidos por dignos de execración? ¡Cuán
pocos son los que se determinan a despreciar la propia reputación, a fin de
promover así la gloria de Aquel que murió ignominiosamente en la cruz, para procurarnos
una gloria que no tendrá fin. » Así habla San Francisco de Sales, y añade:
«¿Qué es, pues, la reputación para que tantos se sacrifiquen ante ese ídolo?
Después de todo, no pasa de ser un sueño, una sombra, una opinión, un poco de
humo, una alabanza cuya memoria se extingue con su eco, una estimación frecuentemente
tan falsa, que muchos se maravillan de verse culpados de defectos que en manera
alguna tienen, y alabados de virtudes, sabiendo muy bien que tienen los vicios opuestos.»
Venían a veces a decir al Santo Obispo que se hablaba mal de él que se llegaban
a decir cosas extrañas y escandalosas. En lugar de defenderse, respondía: «¿No
dicen más que eso? Pues en verdad que no saben todo; al lisonjearme, me
perdonan y bien veo que me juzgan mejor de lo que soy. ¡Sea Dios bendito! Es
preciso corregirse, y si en esto no merezco ser corregido, lo merezco en otras
muchas cosas; con que siempre es una misericordia el que me corrijan tan
benignamente.»
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